CUANDO VOLVAMOS A ENCONTRANOS, VOLVEREMOS A FELICITARNOS
"Como siempre" podría no ser mucho tiempo, pero a lo que a mí respectaba, lo era. "Como siempre" era una eternidad en mi vocabulario. Significaba tanto para mí que lo adopté de tantísimas formas y durante tantos años que ahora es imposible no usarlo. "Como siempre" me recordaba a Tyler, al verano, a casa, a mi hogar y a mi lugar seguro. Pero tal vez debería contaros cómo empezó ese "como siempre".
Tenía apenas cinco años cuando empecé a tener uso de razón y a recordar todos y cada uno de los momentos vividos con Tyler. Él tenía diez años, como Manuel, pero aún así, me trataba como un princesa frágil que estaba a punto de romperse. Era casi como su muñeca, y más allá de mi hermano, yo parecía la hermana de Tyler. Donde iba Tyler, iba Noa. Y fue entonces, con cinco años donde Tyler comenzó a llamarme "Hottie". No tenía ni idea de qué era, de qué significaba, hasta que por casualidad encontré a James en la cocina y le pregunté.
—¿James?
James se giró sobre sus talones para observar a la diminuta Noa y tras limpiarse las manos en el trapo, se agachó a mi altura para poder hablarme mejor.
—Hello, baby.
"Hello" lo tenía dominado. En clase lo estudiábamos a todas horas, así que le contesté con el mejor de mis acentos de niña de cinco años sevillana.
—¡Hello! —Y le abracé por el cuello.
James me dio unos golpecitos muy suaves en la espalda y me preguntó qué necesitaba, a lo que yo le pregunté qué era "Hottie". No recordaba muy bien el nombre y mucho menos cómo lo pronunció Tyler, pero me sonaba a "Jota" terminada en "i" y así fue como pude conocer que "Hottie" significaba "bombón" en español.
Por aquel entonces no lo entendí, no entendí por qué me llamaba así, ¿por qué creía que era un bombón? ¿Por mi forma redonda de la cara? ¿Tal vez porque era dulce? No lo comprendí, hasta tiempo después.
Años más tarde le pregunté a James, él tenía catorce y yo nueve. Ya no era la niña de cinco años que iba como mamá pato a todos lados con él, pero mi curiosidad seguía porque los años pasaban y jamás le había escuchado llamarme por mi nombre, siempre era "Hottie" para él. Así que le pregunté. Me armé de valor, respiré hondo más veces de las permitidas e intenté calmar a mi corazón acelerado.
—Tyler, ¿por qué no me llamas por mi nombre?
La pregunta le pilló por sorpresa y tras un par de ceños fruncidos y miradas hacia mi hermano Manuel que por aquel entonces descansaba en la tumbona de la villa, me susurró:
—Porque no me gusta tu nombre.
Se rio, al igual que mi hermano, aunque él con muchísimo más ímpetu. Así que entendí que para él todo era una broma. Cualquier cosa que hacía o salía por su boca siempre decía que iba en coña, que no era en serio y que podía reírme, pero que mi nombre no le gustara no me parecía gracioso.
Recuerdo que me sentí realmente mal, como si fuera un estorbo en ese momento, como si no me quisieran, así que me fui. ¿Cómo no le podía gustar mi nombre?
En clase nos enseñaron a buscar el significado de nuestros nombres y descubrí que el mío tenía un significado realmente bonito. ¿Cómo no podía gustarle mi nombre a Tyler? A todo el mundo le parecía un nombre bonito.
Noa significaba descanso, paz y de larga vida. Estar conmigo era fácil, ser mi amiga era de lo más sencillo, pero él... él jamás me llamaba Noa.
Después de un par de años me di por vencida, dejé que me llamara "Hottie" para todo y lo peor es que me acostumbré. Me acostumbré a su voz, a cómo sonaba esa palabra en su boca, cómo la pronunciaba con ese acento que tanto le caracterizaba y a responder cada vez que la escuchaba.
Con diez años comprendí por qué me llamaba así. Ni siquiera quise escuchar la conversación, pero lo hice. No pude evitarlo. Tenía esa manía.
Marta y Tyler estaban al borde de la piscina, remojando los pies en el agua el uno junto al otro. Tyler tenía la vista al frente, parecía contento y muy, pero que muy atento a su madre. Marta, que por aquel entonces era realmente joven e iba con un bikini que juré no ponerme nunca, le preguntó a Tyler lo mismo que le pregunté yo.
—Ty, ¿qué tienes con Noa que jamás la llamas por su nombre?
—Nada, mamá —contestó él apartando con fiereza la mano de su madre que por aquel entonces rondaba por el pelo de su cabeza.
—Sé que "hottie" no es un insulto, pero ¿por qué no la llamas por su nombre? Es posible que le moleste.
—Es pequeña.
—No importa, cariño. Aunque sea pequeña, sabe muy bien lo que hace y deja de hacer y todo lo que ocurre a su alrededor. Que alguien sea pequeño no quiere decir que no sea capaz de comprender algo.
—Es que... —dudó por un momento haciendo una mueca con el labio. Siempre hacía esas cosas cuando pensaba —. Simplemente no me gusta llamarla por su nombre.
—¿Y eso tiene alguna explicación?
—Supongo —dijo levantando los hombros.
—¿Y me la quieres contar? —preguntó Marta salpicándole de agua tras tirarse a la piscina sin previo aviso.
—Llamarla Noa sería como llamar a cualquier persona y ella no es cualquier persona. "Noas" hay muchas, pero "Hotties" no. Por eso me gusta llamarla así.
Pude contemplar desde la lejanía cómo a Marta le salió una sonrisa de oreja a oreja y dejaba entrever una dentadura de lo más perfecta.
—No sé si tiene algún sentido, pero me gusta. Es... simplemente ella. No hay más "Hotties" en el mundo ni en mi vida.
—Claro que tiene sentido, cariño. Tiene todo el sentido del mundo.
Marta le dio un pequeño apretón en las piernas y le salpicó con muchísima más agua. Él, que se reía a carcajada limpia y quería vengarse de su madre, se tiró encima de ella y la abrazó con todas sus fuerzas. Ya no era un niño, tenía quince años y podía con ella sin problema, así que le hizo una aguadilla a su madre y ambos rieron fuertemente. Era una escena preciosa de ver, así que seguro que si me viera ahora por un agujero diría que estaba sonriendo como una tonta y no sólo por verlos así de felices.
—¿Y por qué "Hottie"? —preguntó Marta de nuevo.
—¡Por favor, mamá! ¿Has visto lo morena que se pone cuando le da el sol? Realmente es una pasada lo que pigmenta su piel, es... no sé, es simplemente un bombón.
—Es cierto, está realmente guapa cuando le da el sol.
—La verdad es que sí.
Y así fue como comencé a sentir algo realmente fuerte e increíble por Tyler, con unas simples explicaciones que más bien podrían ser comentarios de adolescentes en pleno apogeo. Pero yo era una niña, no podía verme de esa forma, no aún.
Así que me quedé con ese mote a vivir para siempre, al igual que el "como siempre" se volvió costumbre.
Cada veintiuno de junio era el mismo ritual. La misma tradición. Dos cartas o postales, dos tartas y velas para cada uno.
La carta y la postal era lo que más anhelaba después de haber pasado el invierno sin tener apenas noticias de Tyler. Con once años, después de conocer el porqué de mi mote, Tyler me propuso un juego. Uno que podía parecer realmente simple y sin trucos, pero que a día de hoy se convirtió en una tortura. Ambos quedamos en que cada verano que pasara nos teníamos que prometer algo, y, con once años, después de cumplirlos y haber pasado otro verano juntos, comenzamos con el juego, aunque cada vez con promesas más difíciles de cumplir.
El juego consistía en prometernos algo que teníamos que cumplir cuando nos volviéramos a encontrar en Menorca. Y así fue como surgió el "Cuando volvamos a encontrarnos, volveremos a felicitarnos", sellando el pacto con dos cartas, una suya y otra mía. Una carta en la que teníamos que felicitarnos el uno al otro y contarnos algo que no hubiéramos sabido a lo largo del año de la otra persona. Como una especie de secreto.
Me gustó tantísimo la idea que la llevamos a cabo durante años. Incluso a día de hoy. Sin embargo, la carta pasó a ser más simbólico y se introdujeron nuevos cambios como su beso en mi frente y mi beso en su mejilla. Algo casto, algo simple y sin maldad, pero algo que a mí hacía que me temblaran las piernas todos y cada uno de los veintiuno de junio de cada verano.
Era nuestro juego, nuestras normas, pero mi corazón el único que estaba en juego.
El problema de todo ello es que el juego de niños pequeños pasó a tomar mayor relevancia y el "cuando volvamos a encontrarnos" se convirtió en una costumbre que no hemos podido cambiar ni a día de hoy.
Hay costumbres que no se pueden cambiar simplemente por tradición, como sería la carta, sin embargo, otras costumbres se volvieron mi caos favorito.
A la hora de soplar las velas junto a toda la familia, primero era siempre mi turno, porque así lo estipularon las madres tras una pelea absurda que tuvimos Tyler y yo de por qué nuestro cumpleaños era más importante que el del otro y Marta y mi madre quedaron en que era mejor ceder el primer deseo de cumpleaños a la pequeña. A Tyler no le hizo ni gracia, pero creo que con mi sonrisa de felicidad le bastó para callarse para el resto de su vida.
Esta costumbre comenzaba con mi turno y después, en vez de ser sólo el de Tyler, Tyler lo cambió todo y decidió que era mejor que primero tuviera mi deseo y después lo pidiera junto a él. La cosa era que siempre tuve claro que el segundo turno era el mejor y en realidad, lo que nadie sabía es que en el primero jamás pedía un deseo, lo hacía junto a él. Justo en ese momento en el que me daba la mano por debajo de la mesa, me miraba, decía "¿Juntos?" y soplábamos fuerte. Era el deseo de ambos, ni siquiera el suyo o el mío y era especial.
Por eso cuesta cambiar tanto los "como siempre", porque para mí "como siempre" significaba estar arraigada a un pasado del que no me quería despegar porque ahí era realmente la persona más feliz de la faz de la Tierra.
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