6. Nadia


—En serio, prefiero el sofá, Lenn. Ayer dormí bien —insistí—. No quiero que tengas que modificar tu vida por tenerme aquí y Chris debería mantener su habitación.

    —Pruébalo. Pero si quieres, en cualquier momento puedes cambiar a su habitación.

    La última noche ya había dormido ahí, y sinceramente, entre la incomodidad que me provocaba estar rodeado de juguetes y el apuro que sentía por obligar a mi hermano a dormir con su hijo, prefería el sofá. Dormir con Chris era horrible, se movía más que una culebra, te ponía los brazos y las piernas en la cara, o debajo de la espalda. Tan pronto lo tenías enredado en los pies como tumbado en horizontal sobre las almohadas y eso si tenías la suerte de que no se te tumbara encima.

    —Bien, Hal, pues... ya sabes donde están las mantas. Estás en tu casa. Nosotros nos vamos a dormir.

    Yo no sabía si iba a poder hacerlo.

    —¡Quiero ver la tele con el tío, Hal!

    —No, Chris. A dormir.

    El niño hizo una mueca de desagrado y se dirigió a su habitación a regañadientes. 

    —No busques cerveza. Ni alcohol —me dijo Lenn—. No hay una sola gota en casa. Lo he tirado todo porque ayer bebiste demasiado.

    Ahí estaba él, actuando de nuevo como el responsable hermano mayor. Él tan solo tenía siete años cuando papá murió, y desde entonces, asumió el papel de ayudar a mamá. Siempre estaba atento. Nadie se lo pidió nunca, pero poco a poco, los pequeños actos del día a día fueron calando hondo en él. Como el de abrirme los zumos cada tarde porque yo era incapaz de hacerlo, o atarme los cordones innumerables veces al día, sin que yo se lo pidiera. También solía quedarse en la cama con Kres cada noche, cuando mamá estaba ocupada con los quehaceres de casa o el trabajo y mi gemelo decía tener pesadillas. Lenn agarraba su GameBoy y nos dejaba mirar cómo jugaba hasta que nos quedábamos dormidos, que, normalmente, era al poco tiempo, los tres a la vez. A veces se nos iba de las manos y mamá nos arrebataba la consola y apagaba la luz, provocando que las historias de los videojuegos salieran de la pantalla para que nos la imagináramos en voz alta. 

     Lennart vigilaba que no cayéramos, nos ayudaba con las tareas de clase, nos calmaba si nos peleábamos y llorábamos (cosa que mi gemelo y yo hacíamos muy a menudo) y nos vigilaba en la escuela. Todos sabían que nadie podía meterse con los gemelos Kaas si no querían salir escaldados por su hermano mayor. "Solo yo me meto con este par de tontos", solía decir. 

    Esa actitud paternal se intensificó con los años, pero cuando cumplió los dieciséis, Lenn comenzó a actuar de forma extraña. Se enfadaba con nosotros si queríamos estar con él y salía muchísimo. Durante un tiempo, llegué a pensar que nos despreciaba, pero lo único que hacía era salir con chicas y enrollarse con ellas en cuanto podía. Nunca pensé que estaba intentando buscar en las caricias de aquellas muchachas, el cariño y la atención que no tenía en casa.

    Mamá sí que se dio cuenta, pero por mucha insistencia que le puso, no pudo evitar que Lenn siguiera teniendo esa actitud. ¿Cómo se le llamaba? ¿Fuckboy? Conseguimos que dejara de comportarse como un gilipollas en casa, pero con las chicas... ese era otro mundo. Llegué a pensar que tenía cuatro novias, hasta que me contó, que no tenía relaciones amorosas con nadie. Era sexo por sexo.

    Y siguió con su actitud de mierda hasta que le pasó factura con nombre y apellido: Christopher Kaas, mi adorable sobrino.

    Lennart pasó de revolcarse entre sábanas para cambiar pañales. Fue un digno espectáculo. 

    La madre de Chris, Natalie, era una compañera de la universidad de Lenn, con quien había entablado una amistad muy cercana y con quien, durante unos meses, mantuvo una relación de exclusividad sexual.

    Las cosas no terminaron bien:  Lennart era, desde hacía seis años, padre soltero y Natalie estaba en Estados Unidos, viviendo su vida como si Lenn y Chris no hubieran existido nunca. Tal y como acordaron, pues el único motivo por el que Natalie no abortó, fue porque Lennart le prometió que no tendría que responsabilizarse del bebé. Ella quería tener una carrera y él se negaba a hablar del porqué de su decisión.

    —Harald, ¿me estás escuchando? —me preguntó Lenn—. Nada de alcohol.

    —Gracias, muy amable por tu parte —respondí con ironía, pues tenía muy claro que sin emborracharme, las probabilidades de que me durmiera caían en picado.

    —Harald, no te pongas así. No es bueno que te refugies en eso. Ya sabes cómo llegaste hace dos días después de salir con Kat y Killian. No...

    No le dejé continuar.

    —Hace cuatro días le pedí el divorcio a mi mujer, ¿no me vas a dejar ni una semana de penuria? Me iría bastante bien un poco de cerveza. Ni que me fuera a emborrachar con eso.

    —Es que no vas a beber un poco.

    —No lo sabes.

    —¿Hablamos de las últimas tres noches? ¿O de qué soy tu hermano y sé que no tienes aguante?

    —Vete a dormir, Lennart.

    Lo último que me apetecía era una charla de papá Lenn.

    Mi hermano resopló, pero se marchó, acompañado de su hijo, que daba saltitos de camino la habitación. Chris tenía la manía de andar de puntillas, cosa que provocaba que estuviera siempre en el suelo. No había niño que se cayera más que Christopher Kaas. Estaba seguro. 

    Era una copia de Lennart, tenían los ojos del mismo tono intenso de azul, que se parecía a un mar en tormenta. Los mismos labios y la misma nariz rodeada de pequeñas pecas. Tan solo el cabello era distinto, pues mientras Lennart tenía el cabello castaño oscuro, casi negro, Chris era rubio: como yo, como Kres... y como Natalie.

    ¿Qué sería de ella?

    Me levanté para buscar algo que picotear en la cocina. Si no tenía alcohol, al menos quería algo que llevarme a la boca. Cualquier cosa que calmara la ansiedad que me invadía cuando pensaba en Nadia.    

    ¿Qué iba a hacer con mi vida sin ella? Mi futuro que había estado pintado y planificado en cuanto a  nosotros, a ella, y ahora estaba en blanco. No era un navegante en medio del mar. No era un senderista perdido en un bosque. Era un lienzo en blanco que no sabe si alguna vez será pintado de nuevo.

    Joder.

    Dormir iba a ser imposible del todo.

    Nadia solía quedarse despierta conmigo cuando tenía problemas de sueño durante los primeros años de universidad. Hacíamos el amor hasta quedarnos agotados y después hablábamos de todos los sueños que teníamos juntos. Eso fue antes de casarnos.

    Ella quería abrir una empresa de maquillaje y yo quería ser psiquiatra. Quería ayudar a las personas, quería ser, el tipo de persona que hubiera impedido que mi padre muriera. Nadia quería tener una casa enorme con un perro y dos hijos, a los que siempre vestiría igual. El típico estereotipo de las películas.    

    Ella todavía no tenía su empresa, pero trabajaba en una empresa de marketing. Y yo estaba en proceso de ser psiquiatra.

    Ese sueño había terminado con un epílogo bastante deprimente: tenía que buscar un abogado que me tramitara el divorcio lo antes posible para que pudiera pasar página. Tenía que sacar fuerzas de donde fuera, para volver a ver a Nadia y llevarme lo que quedaba de mí en nuestra casa.

    Su casa.

    Lo más curioso de todo es que yo no quería casarme, de hecho, hasta que no estuvimos un año juntos, ni siquiera estaba seguro de lo que sentía por ella. Pero entonces nuestro amor se volvió más intenso, comenzamos a jugar a un tira y afloja que me mantenía pendiente de ella todo el tiempo. Me volvía loco, de todas las maneras posibles. Era preciosa, risueña y me hacía sentir único.

    Siempre había querido sentirme así. El problema de tener un gemelo es que sabes que hay otra versión de ti por el mundo, una que es tu sombra o de la que tú eres su sombra. Eso nunca queda claro. Yo siempre había sido el "chico igual a", el "escoge a uno de los guapos, el que sea, son iguales". No lo éramos.

    Kresten y yo llegamos a odiarnos en nuestra infancia. Tanto que cualquiera hubiera pensado que no era un tema de peleas de hermanos, sino algo más.

    La gente nos comparaba todo el tiempo.

    Tú eres el simpático. Él es el serio.

    Tú eres el tonto. Él es el listo.

    Tú, él, tú, él.

    Nuestra infancia se basó en una constante comparación que nos distanciaba cada vez más. Nunca sabía si a una chica le gustaba porque me parecía a mi hermano: porque era morboso que hubiera dos de nosotros. De hecho, la mayor parte de las veces, nos confundían, y la gente ni siquiera sabía con cuál de los dos estaba hablando.

    Eso podía ser divertido. Pero también devastador.

    ¿Dónde quedaba mi identidad?

    ¿Quién era yo?

    ¿Era Kresten una extensión de mí? ¿O yo de él?

    Nadia me enseñó a ver quién era yo, y quizás fue por eso que me enamoré tanto de ella. Por eso no lo entendía. ¿Qué había hecho mal?

    Puse una serie de comedia en la tele, la más absurda que encontré, y me hice una pizza recalentada. Había cenado hacía dos horas, pero tenía un hambre terrible -seguramente era simplemente ansiedad-, y a falta de alcohol, bueno era el queso.

    No sé cuantas vueltas di en el sofá esa noche, todas con las mismas preguntas en la cabeza:

    ¿Cuándo había dejado de amarme?

    ¿Cuándo había dejado que sentir que valía la pena?

    ¿Cuándo le había mostrado tanta indiferencia para que pensara que rendirse era la mejor opción?   

    ¿Cuándo había dejado de ser el amor de su vida, para convertirme en su mayor decepción?

    ¿Cuándo?



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