46. Palabras

Estuve a punto de dar la vuelta y decirle que no me iría hasta que no entendiera que nada de lo que decía tenía sentido. No había tenido problema en comportarse como si tuviéramos una relación, pero la tenía con formalizar algo que ya teníamos.

Dos putas palabras.

"Te quiero"

Esa era toda la diferencia.

Insignificante.

Y al mismo tiempo lo significaba todo.

Significaba tanto que podía echarme de su vida y en ese maldito instante lo acepté. Ni siquiera recuerdo cómo llegué a casa. Era difícil entender el ritmo del tiempo cuando sentía que se me había vaciado el pecho. De todos modos, qué más daba. Estaba lloviendo a cántaros y el agua me caló hasta los huesos.

La maldita joya que no le había dado me quemaba en el bolsillo de la chaqueta. Había sido un error. La había fastidiado.

Ambos habíamos fingido conformarnos con las migajas de un amor que podría ser entero, si no estuviéramos demasiado asustados de que nos traicionaran de nuevo. Pero yo ya no tenía miedo y ella estaba empeñada en seguir recogiendo pedazos. ¿Cómo iba a traicionarla? ¿Cómo iba a hacerle el daño que me habían hecho a mí? ¿Cómo iba ella a patearme del modo en el que le habían golpeado a ella?

¿Por qué demonios ella no entendía que eso no iba a pasar?

Nunca la traicionaría.

Jamás.

Me emborraché. Sin Lennart controlando mi ingesta de alcohol en momentos depresivos, me salí de control. No recuerdo a qué hora me dormí, en el sofá, con el televisor encendido emitiendo un documental de asesinatos en serie. Ni siquiera me había quitado la ropa.

No sé si mi supervisora notó que había pasado un fin de semana de mierda. El lunes, Mariah me observaba como si fuera un espécimen extraño mientras la acompañaba de paciente en paciente, anotando cada cosa que decía, a veces con menos destreza que otras.

—Tienes unas ojeras que te van a llegar al suelo —me dijo y sin siquiera permiso, posó su mano en mi frente—. Estás ardiendo, Harald. Vete a casa.

No podía ir a casa.

Lo único que me mantenía alejado del recuerdo de Laia era el trabajo. Si volvía a casa, tendría demasiadas cosas por las que deprimirme, llorar y beber.

O presentarme en su casa y rogarle. Ponerme de rodillas si era necesario. Decirle que había sido un imbécil, que me arrepentía de mis palabras, que haría lo que fuera para que entendiera que la amaba, que no tendría que haberme ido.

No, no podía hacer eso.

—Estoy bien. Se me pasará —le dije a Mariah.

Se puso seria y arqueó las cejas de un modo maternal.

—No trabajo con compañeros que se convierten en pacientes si están enfermos. Pasate por la enfermería de la primera planta y diles que te envío yo. Te harán un informe y podrás irte a descansar.

—Pero solo es...

—Tienes fiebre. A casa. Ya. Es una orden.

No tuve otra que obedecer.

Lo primero que hice al llegar a casa fue abrir una cerveza. Todo me daba igual. La fiebre, el trabajo, el amor.

Era inútil. Kresten tenía razón. Era mejor no amar.

¿Por qué demonios siempre salía escaldado?

—Mira, estoy como tú, papá —susurré al aire cuando abrí la segunda cerveza—. Deprimido y bebiendo. Soy patético.

No quería ser como él.

Tiré el líquido de la cerveza por el desagüe y la lata a la basura. Me dolía la cabeza y me sentía un poco mareado. No soportaba la soledad.

No soportaba ese silencio, que me gritaba desde todas partes que era alguien en quien no confiar. ¿Por qué?

Nadia no me creyó.

Laia no me creyó.

¿Qué mierda estaba haciendo tan mal?

Conduje hasta casa de mi madre.

—Dios mío, Harald. Estás ardiendo, tienes la cara roja y la voz terrible —dijo ella cuando llegué.

—Creo que he pillado algo.

Mamá me acompañó hasta mi habitación de la infancia. En cuanto toqué las sábanas, caí rendido, quizás de agotamiento, de fiebre o de tristeza.

No desperté hasta el día siguiente.

Mi madre leía junto a la butaca del salón a primera hora de la mañana. Se había recogido sus cabellos rubios en una coleta y sujetaba una taza junto a su libro. Tras ella se alzaba una estantería con fotografías de nuestra infancia y libros que guardaba como si fueran su mayor tesoro. En la segunda repisa había un par de esculturas de barro, mal pintadas y cuya figura era difícil de adivinar; las hicimos Kresten y yo en primaria. Justo debajo, una fotografía de la graduación de Lennart, y a su lado, la primera foto de ella con Chris.

Me di cuenta de que ese salón atesoraba los recuerdos de nuestras vidas e infancia como si de un museo se tratara.

La casa olía a pastel de chocolate.

Mamá cerró su libro y se acercó a la maceta que descansaba junto a la ventana. Murmuró para sí misma, seguramente algún recordatorio sobre el cuidado de esa planta.

—¿No has ido a trabajar? —le pregunté.

—Caroline estará al mando hoy —me informó—. Ayer llegaste tan mal y has dormido tanto que estaba un poco preocupada.

Mi madre era la directora de la biblioteca del distrito.

—Estoy bien.

No lo estaba. En absoluto.

—No te creo, Hal. —Se acercó a mí y me tocó la frente—. No estás bien, aunque la fiebre te ha bajado.

—Mamá...

—Ayer te vi colapsar, tesoro.

—Me siento mejor, era la fiebre.

—¿Pasó algo más?

Negué con la cabeza.

—He preparado tu pastel de chocolate favorito para desayunar y te he hecho una infusión especial para el resfriado. ¿No te duele la garganta? Tienes la voz horrible.

Sí, sí que me dolía.

Me aclaré la garganta y comencé a toser, lo que provocó que ella soltara una exclamación sobre lo bien que había hecho en preparar esa infusión de jengibre, limón y no sé qué más.

Estaba malísima, pero al cabo de un rato la picazón disminuyó.

Laia no había intentado llamarme de vuelta.

¿Mensajes? Ni uno. Yo tampoco era capaz de escribirle.

"No pienso participar de tu farsa".

Me había pasado diciéndole esas cosas. ¿Con qué cara debía volver a ella y decirle que lo sentía?

¿Cómo le decía que si ella no quería etiquetas, si no quería nombres ni sentencias, adelante, podía amarla sin un título? Podía seguir soportando que me llamara amigo si con ello se mantenía a mi lado.

La amaba.

No como una media mitad, sino como esa otra naranja entera que hace que el cesto no esté vacío.

—Pasó algo más, mamá —confesé y ante su atenta y cariñosa mirada, le hablé de Laia.

Me escuchó con atención mientras relataba la historia desde el principio. Hablé del hospital, del parque y de Dorian Gray. Relaté nuestras citas y lo bien que me sentía a su lado, hasta la noche de su veinticuatro cumpleaños.

—No lo entiendo. Ella me dijo que me quería. ¿Por qué me rechaza si me quiere?

—A veces el amor no es suficiente.

—¿Y qué puedo hacer?

—Dale tiempo. Si quiere estar contigo, te lo dirá. Hay personas que necesitan reflexionar. Amar es muy complicado. No todo el mundo tiene claro que quiera ir más allá en el momento en el que se da cuenta de que ama a una persona. No todos son tan efusivos como tú.

—Fui un idiota, mamá... me frustró tanto que me dijera que lo que sentía no era real que me enfurecí. ¿Y si me rechaza otra vez?

—Tendrás que aceptarlo. Amar también es eso, Hal. Tu padre decidió marcharse.

—¿Y lo seguiste amando?

Ella se cruzó de brazos y suspiró. Tardó unos segundos en contestar a mi pregunta.

—Lo odié. Lo amé. Sentí muchas cosas por él. La cabeza y el corazón a veces van por caminos muy distintos.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste seguir adelante cuando él murió? Nos dejó sin apenas dinero o al menos eso es lo que siempre he pensado.

—Yo ahorré. Cuando me quedé embarazada de ti y Kresten, la adicción de Edvin se incrementó. Así que comenzó a apostar y yo vi que las cosas iban muy mal, así que ahorré. Ahorré durante cinco largos años, en secreto.

—¿Pero él no se gastaba todo su sueldo?

—Oh, no. Comenzó gastando un tercio de su sueldo, después la mitad, y cuando vosotros dos teníais un año, se gastó todo su sueldo en una sola noche. Tuvo que rogarles a sus jefes un adelanto, incluso tuvo que rogar en el banco. Yo lo amaba, Hal, pero estaba enfermo. Así que mantuve mi cuenta de ahorros en secreto y abrimos una cuenta conjunta. Su sueldo entraba a esa cuenta y yo lo controlaba. Tenía que sacar el dinero antes de que él se lo gastara y tan solo le dejaba unas cuantas libras, para que se entretuviera. Él lo aceptó, por eso pasamos cinco años juntos. Él lo intentó arreglar. Pero cuando parecía que estaba saliendo del pozo y podía manejar su dinero de nuevo... caía otra vez. Era agotador. Lo peor fue cuando empezó a pedir dinero prestado... le debía dinero a mucha gente.

—¿Por qué aguantaste?

Se encogió de hombros.

—A veces creo que fue por amor, otras porque no sabía qué hacer. También por vosotros. Creo que no hay una única razón por la cual soporté la situación, a veces no es tan simple. Por eso creo que deberías darle tiempo a esa chica, aunque sí deberías hablar con ella. Dejar las cosas así, a medias, después de una discusión no es bueno.

—Ya... pero, ahora mismo lo veo complicado —suspiré—. ¿Tú hablabas con papá de su problema?

—Callaba más de lo que debía, porque él no toleraba bien la frustración. Tu padre se deprimía muy fácilmente. Era complicado decirle las cosas porque no sabía cuando eso iba a derivar a que dejara de hablar, se marchara por horas y volviera borracho como una cuba. No era violento, era depresivo.

—Desde la última vez que vi a Laia he bebido mucho. También lo hice cuando dejé a Nadia. Ayer me di cuenta de que estaba haciendo como papá y no pude soportarlo. Estaba febril por el resfriado, llorando y bebiendo. Es ridículo, ¿no? Por eso vine. Creí que me descontrolaría si seguía solo. No quiero ahogar mis penas en alcohol.

Me abrazó y por primera vez en años, me sentí como un niño pequeño. Encontré el consuelo en el abrazo de mi madre, como lo hacía cuando tenía seis años. La estreché con fuerza y ella me acarició la mejilla cuando nos separamos.

—Tú no eres como tu padre, ¿me escuchas? Yo también lo pasé mal cuando murió y una mañana, Caroline me gritó. Dios mío. Vosotros estabais en el colegio y yo estaba triste, tanto que falté al trabajo en la biblioteca. Entró a casa con una maleta, tiró todo el alcohol y me dijo que no se iría hasta que me recompusiera. La tristeza hace estas cosas, pero, por suerte, tenemos personas que se preocupan por nosotros.

La amiga de mi madre estuvo viviendo con nosotros durante más de un año, tenía pocos recuerdos de eso también.

La fiebre aumentó y me acosté durante el resto de la tarde. Tenía el cuerpo entumecido, como si me hubieran atropellado.

No volví a sentir la necesidad de beber.

Me desperté un rato antes de cena. El silencio que inunda la casa se me antojó mucho más agradable que el que había en mi apartamento. Una parte de mí esperaba entrar en la habitación de Kresten y encontrarlo dibujando edificios frente a su escritorio. Quise pensar que Lennart estaría enfrascado en su ordenador, tecleando códigos y metiéndose en páginas extrañas, motivo por el que yo le llamaría hacker.

Nunca habrá estado en casa sin ellos, y se me antojó extraño.

Encontré a mi madre en la cocina, que acababa de llegar y cargaba varias bolsas de la compra. La ayudé y me di cuenta de que ya me encontraba mucho mejor.

—Lennart me ha dicho que cocinas muy mal —me informó—. Voy a enseñarte.

—Algo he mejorado... Ya sé hacer arroz.

—¿Arroz? Por algo se empieza —dijo, riéndose—. Quiero verlo.

Así que cociné, con su ayuda y supervisión. Me hizo prometerle que la llamaría o le escribiría si necesitaba ayuda en la cocina y no solo le demostré que era capaz de hervir arroz, sino que también me enseñó a preparar scones. No salieron nada mal, lo que fue un alivio, porque nadie quiere servirle comida quemada a su madre. 



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