23. Nereida


Despertar en sus brazos, algo tan nuevo y tan familiar, como si llevara haciéndolo toda la vida. Es como una melodía que escuchas por primera vez y sientes que la llevabas dentro. Me pregunto si toda la vida he estado esperándolo, como si estuviéramos destinados a encontrarnos. Porque me siento tan bien con él. A veces la persona más solitaria e independiente encuentra a alguien que la hace derretirse.

Sin despertarlo, me escurro de sus brazos y voy a la selva, aliviando ciertas necesidades naturales. Al volver, él está despierto y me mira; una mirada que se desencaja en preocupación al ver hilos de sangre por mis piernas.

—¿Qué...? ¿Estás sangrando...?

—Tranquilo, es la regla —Sonrío por su cara de susto—. No me he roto por dentro.

Aún riéndome, echo a correr por la playa hasta el mar. El sol sale, bañando con luz suave la arena y el agua, en la parte plana de la costa. Como tantas playas aquí, larga y lisa, agua transparente sobre arena blanca, extendiéndose muchos metros sin ganar apenas profundidad. Más allá, el arrecife de coral y el océano profundo, hogar de diversa fauna marina. Jake me sigue y nos bañamos. Nos bañamos de agua fresca y salada, de sol, y de otra sensación inexplicable, la que nos envuelve cada vez que nuestros ojos se encuentran y sonreímos.

Me gusta. Me siento bien, plena y feliz. Más que nunca, porque cuando veo su sonrisa, esa felicidad se suma.

—¡Jake! —grito de pronto—. ¡¡Jake, detrás de ti, un tiburón!!

El espíritu del pánico se apodera de él cuando huye por su vida, viniendo hacia mí, hasta que se gira a mirar y no ve ningún tiburón. Yo empiezo a reírme, hasta terminar a carcajada limpia.

—¡Idiota! —me recrimina echándome agua encima.

Me llueven furiosos salpicones de agua, a los cuales me veo obligada a contraatacar.

—Bobo —le suelto.

Se hace el enfadado, y se tira encima de mí atacándome. Chillo, grito y me río, y casi me ahogo. Entre el agua, los salpicones, gritos, risas y burlas en las que nos metemos el uno con el otro, la guerra del juego. Termina teniéndome inmovilizada, mi espalda contra su pecho, sus manos cogiéndome de las muñecas por delante con los brazos cruzados.

—¿Te rindes ahora? —El tono amenazante me cosquillea en la nuca.

—¿Qué me harás si no?

Y me muerde. Un mordisco leve en el hombro que me saca una exclamación de sorpresa.

—¡Eh!

—Así aprendes —susurra.

Me giro bruscamente y quedo plantada delante de él, mirándolo como mira una pantera, con esa mirada fulminante en silencio. Tan fríamente letal que hace que se acobarde. Disfruto viendo cómo se desarma poco a poco ante mí.

—¿Nereida? ¿No te habrás cabreado...?

Y entonces me lanzo y lo beso, rodeando su cuello con mis brazos, dejándolo descolocado por un momento, antes de seguir el beso. Nuestros labios se encuentran, mientras me coge de la cintura y yo me cuelgo de él. Suspira contra mi boca y vuelvo a besarlo. Muerde suavemente mi labio inferior, volviéndome loca. Me provoca cosquilleos. Estar pegados no es suficiente; necesito más, algo físicamente imposible; lo necesito en cada partícula de mi cuerpo. Una unión perfecta. El agua nos llega hasta la cintura y aún nos quedamos un rato así; respirando entre besos, pegados el uno al otro.

—Nereida... —dice, la voz ronca contra mis labios.

—Ssh —Me río. Y salgo de su abrazo para meterme en el mar, perseguida por él.

Salimos del océano, desnudos y mojados, riéndonos de nada y con hambre. Ya en la choza, vestidos él con unos pantalones y yo con el pareo, desayunamos todas las frutas que queremos.

—¿Vamos a dar una vuelta? —sugiero al terminar.

—Si tú dices vamos, vamos.

Es imposible que deje de arrancarme sonrisas.

Nos internamos por la selva, de exploración, entre toda la vegetación, el ambiente denso y los aromas que se respiran. Una esencia que se pega a nuestra piel, como los parches de luz solar que se cuelan apenas entre las hojas y las copas de los árboles que crean una bóveda sobre nosotros. Todos los tonos de verdes, marrones, vivos y apagados; tocados por llamativos coloridos de flores, frutas y aves apostadas en sus más altas atalayas. Me encuentro con una flor de hibisco, grande y hermosa en todo su esplendor; no suelo coger flores ni arrancar plantas si no me es necesario, pero esta vez tomo cuidadosamente la flor, para dársela con una sonrisa a Jake. Me mira, entre confundido, halagado y embobado.

—¿Qué, nunca te han regalado una flor?

—Ahora que lo dices, no. Pero para ser la primera vez, no podría ser más perfecta —Sonríe.

Entonces se me acerca y la coloca en mi pelo con delicadeza.

—Ey, pero si es tuya —protesto.

—A ti te queda muchísimo mejor —Se retira un paso y me mira; me mira como un pintor miraría la mejor obra del mundo, con adoración y admiración. Y me hace sentir la mujer más plena y feliz de todas—. Estás preciosa.

Y sé que no necesito más espejo que esos ojos castaños, esas pupilas que retienen mi imagen, con una preciosa flor de hibisco en el pelo suelto y asalvajado cayendo en cascada, enmarcando mi cara, radiante de felicidad. Esos ojos castaños que me recorren entera y se detienen en cada detalle, en mis mejillas, mis labios, mis pupilas; de una forma que nadie me ha mirado y nadie más lo hará.




Silly happiness... y eso, i guess. Nos vemos en los siguientes capítulos :3.

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