Capítulo 22 Inocencia Perdida

Capítulo 22 Inocencia Perdida

—¿Pero, qué te sucede Ardith? ¿Acaso has perdido la razón?— Lord Aelderic sostenía a Ardith de los hombros mientras le hablaba muy sorprendido por sus palabras.

—No padre, Leila es un monstruo. ¡Ella la mató para después beber su sangre!– Una débil pero iracunda Ardith miraba a los ojos de su padre mientras le decía casi jadeando para luego señalar a Leila quien reaccionaba sorprendida ante las acusaciones de la joven duquesa. De igual modo todos los allí presentes parecían estar atónitos ante la peculiar escena.

—Ardith, ¿pero qué cosas estás diciendo? ¿Cómo es posible que Leila la haya matado para beber su sangre? No puedes estar hablando en serio. ¡Lo que dices no tiene sentido!– El duque tomaba en sus manos el rostro palidecido de su hija como queriendo hacerla entrar en razón ante las barbaridades que profesaba. Ardith dejaba escapar una lágrima de sus ojos al ver que nadie le creía.

–Lord Aelderic, creo que Ardith delira producto de su enfermedad. ¿Usted no creerá que yo pueda, o que alguien pueda ser capaz de semejante disparate?– Leila se acercaba a Lord Aelderic mientras le hablaba en tono convincente.

Ardith reaccionaba muy alterada, zafándose de su padre quien aún la sostenía y se dirigía a Leila haciendo débiles amagues con sus brazos para agredirla.

—¡Eres una mentirosa! Tú sabes bien lo que digo. ¡Yo no estoy delirando ni digo disparates!

Lord Aelderic aguantaba a su hija para que no se le fuera a ir encima a Leila. Jamás había visto a Ardith tan alterada. La pobre lucía fuera de sus cabales.

—Ardith por favor, contrólate. El exasperarte de ese modo no te va a hacer bien. Tienes que calmarte—. El duque le repetía a su hija mientras trataba de controlar. Leila tenía en su rostro pintada una expresión de falsa angustia y sorpresa que alteraba más aún los nervios de la joven duquesa a quien no le faltaban ganas de brincarle encima dentro de la debilidad que sentía.

Barón Ascili recién se unía al grupo de personas que aguardaban por entrar a la capilla y que se habían quedado fuera ante la curiosidad. Lord Aelderic respiraba profundo mientras se dirigía al médico, aún batallando por frenar el arranque de cólera su hija.
—Barón, yo creo que es mejor llevar a Ardith a su cuarto de dormitorio, está muy alterada y hablando incoherencias.

—¡Yo no estoy hablando incoherencias, padre! Tienes que creerme. ¡Ella mató a Orla y estoy segura que a la doncella también! Leila es quien ha ido noche tras noche a mi alcoba a beber mi...— Ardith dejaba la oración inconclusa para caer desmayada en esos momentos. Lord Aelderic y el Barón Ascili sostenían el cuerpo inmóvil de la joven duquesa. Todos miraban con pena a Ardith y a su padre. Era obvio que su estado tan deplorable y la repentina muerte de Orla la habían afectado enormemente. Todos se hacían a un lado mientras los dos caballeros cargaban a Ardith para montarla en el carruaje. Leila seguía de cerca al duque y a Ascili y fingía llorar desconsolada por su amiga.

—Lamento tanto lo que le está pasando a mi amiga. En su enfermedad me culpa de lo que ha pasado. La pobre debe estar más enferma de lo que pensaba y delira—. Leila secaba sus lágrimas mientras le comentaba al duque una vez había montado la carroza.

—Lord Aelderic, creo que la joven Leila tiene razón. Su hija está muy afectada por todo lo que está sucediendo. Su enfermedad no la ha dejado asimilar la muerte de su nana y puede que esté delirando. Es algo muy natural. Es importante llevarla y que descanse—. Barón Ascili secundaba lo que Leila había comentado y Leila sonreía maliciosamente tras su pañuelo.

—Creo que ha sido un error haberle dicho tan pronto a la niña de la muerte de Orla. Mejor nos damos prisa y la levamos al castillo—. Lord Aelderic sostenía a su hija en brazos acompañado por Barón Ascili y una Leila que no dejaba de jadear fingiendo una tristeza que no sentía.

Ya en la mansión, Ardith descansaba en su alcoba. El médico le había hecho beber una infusión de camomila y manzanilla para hacerla dormir. Cada vez que se levantaba, actuaba de manera errática. Parecía que alucinaba y repetía una y otra vez que Leila era un monstruo que había bebido su sangre cada noche. Parecía que en efecto la niña había perdido la razón. Su rostro palidecido y unas ojeras casi mortuorias daban a su rostro un aspecto espectral. Ardith parecía muerta en vida. Su cuerpo cada día más frágil y delgado, pues la joven rehusaba a comer.

Cada vez que veía a Leila reaccionaba como un animal rabioso. Parecía una endemoniada sacudiéndose y contorsionándose ante la presencia de la pelinegra. Leila siempre reaccionaba con gran asombro y falsa indignación ante las acusaciones inverosímiles de la cada vez menos lúcida Ardith. La pobre apenas podía hablar coherentemente entre las altas dosis de brebajes y la debilidad por la falta de sangre y alimento en su cuerpo. A la joven se le estaban yendo los días y las noches de igual modo. Lo mismo dormía de día que de noche por largas horas.

Lord Aelderic sufría grandemente al ver el estado de su hija y Leila no perdía el tiempo en consolarlo. La mujer de negros cabellos entraba y salía del cuarto de Ardith cada vez que le placía, aún sabiendo el daño que le estaba causando su presencia. Y Ahora que no estaba Orla para detenerla y Ardith continuaba encamada, no vacilaba en seducir descaradamente al duque que poco a poco caía preso de sus encantos. Leila mujer no conocía los límites del pudor ni la decencia, más enmascaraba en su rostro angelical el demonio que en realidad era.

En sigilo, Leila seguía visitando a Ardith en las noches. Ahora ya sus idilios amorosos habían culminado y ya no era necesario el que corrompiera el alma de la niña. Ya su mente y su cuerpo habían sucumbido ante la magia negra de sus demoniacos encantos. Había sumergido a Ardith en un ritual de lujuria y pasión noche tras noche, haciendo que conociera los placeres prohibidos de un amor libidinoso y aberrante. La inocencia de la joven duquesa había sido manchada y a su vez sustituida por un sentimiento impuro hacia Leila que ella no podía entender, ni controlar. Y así, la intrusa se bebía sorbo a sorbo, durante las intensas noches de pasión entre ella y Ardith la vida de ésta.

Leila enterraba cada noche sus colmillos de culebra venenosa y mientras succionaba su sangre, enterraba el veneno de la lujuria y el pecado. Ahora que Ardith yacía en su cama presa de los demonios que la atormentaban, Leila continuaba visitándola en su cuarto. Mientras la joven duquesa dormía, Leila seguía drenándole la vida y atormentándola con sus demonios. Con esto aseguraba que la joven no despertaría de su fatídico sueño.

Una tarde Leila se encontraba leyendo un libro en la sala de estar. De vez en cuando se reía sola de sus maldades. A su mente venían los recuerdos de cómo había llegado hasta esta región. Había seducido a muchos hombres en su ruta del terror por todo el imperio. Muchos ricos y poderosos por lo que había acumulado una pequeña fortuna. Otros, pobres diablos y vagabundos que sólo había utilizado como recipientes vivos del líquido que le mantenía con vida, joven y bella. Pero a todos les había secado la vida. No había dejado ninguno de ellos vivo para contarlo, ni mucho menos para compartir los bienes que había adquirido desde que saliera huyendo de la región de Suavia cuando aquella horda de campesinos se le había abalanzado encima con antorchas y armas rudimentarias para acabar con ella.

Leila von Dorcha perteneció en vida a una poderosa familia de la región Suavia, al sur del Sacro Imperio Germano. Sentada en la sala de la mansión de Cuthberht su sonrisa se transformaba en un gesto de rabia al recordar cómo había comenzado todo. Recordó con tristeza el día que conoció aquel hombre que la convirtió en lo que era ahora, una vámpir: un ente sin alma que sólo existía para alimentarse de las almas y la sangre de los pobres mortales.

A la mente de la pelinegra venían memorias difusas de su vida anterior. Siendo aún una adolescente conoció a Leonardo mientras cabalgaba por la campiña cercana a la mansión donde vivía. Leonardo era un caballero hermoso. El hombre más fantástico que había conocido. Le recitaba poemas de amores imposibles y le regalaba caricias que la transportaban más allá de las nubes. Su virginal mundo tambaleó ante la seducción de aquel hombre que la visitaba a escondidas a diario.

Leila le entregó a Leonardo su cuerpo por amor una tarde de otoño en el bosque aledaño al castillo. Probó del elixir de lo prohibido aquel fatídico día en el que perdería algo más que su virginidad... también perdería su vida y su alma. Aquel maravilloso y etéreo Leonardo al cual ella adoraba la hacía suya con una pasión ardiente. Leila gritaba de dolor y éxtasis mientras su inocencia estaba siendo devorada por aquel hombre que había cautivado sus sentidos hasta el punto de haberle dado su cuerpo sin importarle nada.

Presa del deseo y la pasión carnal, Leila no advertía en lo que su Leonardo se estaba convirtiendo. Mientras ella abrazaba con sus piernas el torso desnudo de su amante y sus manos se enredaban en sus negros cabellos, a Leonardo le salían colmillos. Sus ojos, que antes eran como brillantes ametistas, ahora eran dos rubíes destellantes. Leila abría su boca y ahogaba un grito mientras Leonardo enterraba sus colmillos en la nuca de la doncella extrayendo así su esencia. Gota a gota aquel monstruo la iba drenando y poco a poco su vida y su alma se le escapaban del cuerpo.

Leila recordaba aquello y su cuerpo se estremecía invadido por la rabia y la melancolía. Secaba sus lágrimas cuando advirtió que alguien entraba a la sala de estar. La hermosa y sensual pelinegra sacudía de su mente aquellas memorias y se ponía de pie para recibir a Lord Aelderic.

—Leila, mi hermosa doncella. Me gustaría que conversemos sobre algo muy importante—, el duque se dirigía a Leila mientras extendía sus manos hacia ella en abierta invitación a que se acercara. La mujer de negros cabellos caminaba hacia el duque con su habitual cadencia mientras le ofrecía una coqueta sonrisa.

—Claro, amor mío. ¿De qué quieres hablar?— Leila se acercaba sensualmente al duque y lo miraba fijamente. El duque se perdía en aquellas negras vórtices que lo hipnotizaban. Ambos cuerpo contra cuerpo, de pie en medio de la sala de estar. Leila dibujaba en su rostro la expresión de júbilo de quien había ganado una batalla.

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