VI. El que busca en su pasado
Azafrah se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama. Se quitó el pendiente y sostuvo al pequeño Cubo entre sus manos, mirándolo sin tomar nada de él. Sentía la magia que emanaba, que revoloteaba a su alrededor. Entonces, se extendió en una figura espectral, volviendo a mostrarle sus seis caras como en la ceremonia de pase. Se quedó mirando la que le mostraba las personas. Podía buscar y elegir, ver recuerdos y momentos, lugares y situaciones. Se vio a sí mismo, sentado en la cama con la mirada fija en el vacío.
Tocó con el dedo la imagen y lo giró en el sentido contrario a las agujas del reloj. Entonces se vio conversando con Dijon, Cian y Júniper. Otro giro y estaba en la tarima, recibiendo el Cubo. De repente se vio girando más allá de los días y los meses. Se vio jugando en el almuerzo con Daraley, a las escondidas; en otro momento ella le hacía caretas para que riera mientras estaba resfriado y de cama. Ambos escondidos de Dana cuando rompieron un ventanal.
Se dio cuenta que tenía demasiados recuerdos con Daraley. Se preguntó cómo sería de ahí en más, cuando ella se empecinaba a alejarse de él ahora que era un Dios.
Por último se vio llorando en un canasto, abandonado en las puertas del Castillo, tal como le habían contado. Sostuvo el aliento y se quedó contemplando aquel bebé de cabello violeta y los puños cerrados. Retrocedió unos minutos. Un muchacho menor que él llevaba el canasto con movimientos vacilantes y una expresión asustada. No debería tener más de dieciséis años, pero reconoció algunos de sus rasgos en él.
Es muy joven, pensó.
Entonces oyó los gritos de una muchachita casi de la misma edad del joven. Sostenía la mano de una señora que le indicaba que pujara y respirara. Que fuera fuerte. Le llegó el miedo de su madre, de tenerlo y no saber cómo criarlo a pesar de haber ayudado a su madre con sus seis hermanos. De no tener qué darle de comer. De morir en el intento por traerlo al mundo.
Azafrah tembló. Las imágenes y el Cubo desaparecieron, dejándolo abrumado y con lágrimas silenciosas en las mejillas.
Daraley estaba adormilada cuando sintió que alguien se sentaba a su lado en la cama en el medio de la oscuridad. Estuvo a punto de chillar de puro pánico cuando una mano le tapó la boca y le chistaba. Reconoció de inmediato la voz de Azafrah que le pedía que se quedara quieta.
—¡Casi me matas del susto, Aza! —exclamó ella en un susurro, quitándose la mano del muchacho en un movimiento brusco—. ¿Qué carajos haces aquí? —Tanteó la mesa de luz, buscando el interruptor hasta que dio con él y encendió la lámpara.
El Dios Violeta tenía una expresión triste en su rostro, como si algo dentro de él doliera. Frunció el ceño y le acarició el hombro, acomodándose para sentarse a su lado, sobre sus talones.
—¿Qué pasó? —preguntó entonces, suavizando la voz.
Él estrujó los dedos.
—¿Te acuerdas de lo primero que iba a hacer cuando tuviera el Cubo?
Daraley recordó la charla que habían tenido en el techo y asintió, mordiéndose el labio. Si él estaba ahí, era porque lo que había descubierto no era lo que había esperado encontrar. Él la miró, señalando el pendiente con el Cubo.
—Vi cuando nací. Mi madre... —Alzó los ojos al techo y ella pudo notar que había estado llorando—. Mi madre tenía quince años. Mi padre apenas un año más. Eran tan jóvenes que no tenían idea de lo que iban a hacer con un bebé. Que fuera un Dios fue en parte un alivio para ellos.
—Ay, Aza —suspiró ella tomándolo del brazo y apoyando la cabeza en su hombro. Él le acarició la mano con el pulgar en un gesto de agradecimiento.
Se quedaron un rato así, Daraley no se atrevió a moverse y Azafrah tampoco tenía intenciones de hacerlo. Entonces él sorbió por la nariz, pasando el dorso de la mano por los ojos y le sonrió para tranquilizarla. Ella no lo soltó, apenas levantó la cabeza para mirarlo.
—¿Me acompañas mañana? A verlos —murmuró él.
Quería decirle que no, que no se torturara y que se enfocara en sus nuevas responsabilidades. Pero también podía entender su necesidad de saber de su familia, de conocer más de sí mismo.
—Está bien —respondió, volviendo a hundir la mejilla en el hombro del muchacho, aferrando aún más el brazo del muchacho con los suyos. Olía a champú y a ropa recién lavada.
—Dara...
—¿Mmm?
—No llevas sostén, ¿verdad?
Abrió los ojos y se separó de golpe recordando que llevaba puesta apenas la remera de la pijama y unos calzones rosados. Le lanzó una sarta de groserías mientras jalaba las mantas. Él le dedicó una pícara sonrisa antes de desaparecer en un estallido.
En la mañana siguiente, ambos se encontraron en la plaza frente a la Central Armada de Sigma. Azafrah volvía a llevar el gorro de orejeras y los lentes, pero esta vez lucía menos sospechoso. Le había dicho al Cubo que disimulara un poco su apariencia, aunque no sabía si lo había escuchado o simplemente ignorado. No comprendía del todo la forma en que funcionaba la magia, así como la personalidad de ese objeto mágico que hasta el momento no había dado señales de inteligencia.
Hacía frío, por lo que Azafrah le ofreció el brazo y ella, lanzando una mirada ceñuda por el comentario de la noche anterior, se enganchó con cuidado. Él había visto el camino hacia la casa donde había dado a luz su madre, por lo que esperaba encontrarla en el mismo lugar. No se había atrevido a hurgar más sobre ellos, quería verlo por sí mismo.
Ambos caminaron a pasos rápidos alejándose del centro del poblado y dirigiéndose a los suburbios, donde en los últimos veinte años había comenzado a crearse un asentamiento de casas precarias de familias de bajos recursos, tanto del territorio como de otros buscando una vida mejor.
La calles pasaron a ser de tierra y greda. Desde varias casas salía música de todo tipo, mezclándose entre ellas sin terminar de escuchar ninguna al final. Daraley se aferró a Azafrah y él siguió caminando como si conociera la ruta de memoria hasta que se detuvo en una casa precaria de techo de chapa y la puerta abierta. Había dos niños jugando con el barro de la entrada que los miraron extrañados. El muchacho les sonrió mientras los rodeaba y se detenía frente a la puerta abierta, tapada con una cortina con motivos de girasoles.
Pero se quedó quieto sin hacer nada. Daraley no lo soltó, mirándolo con la respiración contenida. Podía notarle el miedo a encontrarse cara a cara con sus progenitores.
Uno de los niños se paró y pasó por ellos entrando a la casa. Lo oyeron decir que había visitas y al segundo siguiente una mujer se asomó, corriendo la cortina y frunciendo el ceño ante los desconocidos.
—Buenos días, señora Leticce, nosotros... —comenzó Daraley, mas la mujer no la dejó terminar. Abrió los ojos como platos y se inclinó en una reverencia profunda.
—Señorita Sturluson, es un honor para mí y mi familia su visita —murmuró apresurada, intentando arreglarse el moño desaliñado con los dedos trémulos. Se paró y apretó los labios con nerviosismo—. Jonny, dile a tu padre que la hija de la Diosa está aquí —le indicó a su hijo, el niño que había avisado de la visita. El otro continuaba haciendo castillos de barro, ignorando por completo la situación.
Salió de la casa un hombre de unos treinta y tantos. Tenía la piel curtida por el sol y delgado por el trabajo excesivo y el escaso alimento. Inclinó la cabeza en un saludo respetuoso, sin entender los motivos de la visita de una persona tan importante.
—¿En qué... qué podemos hacer por usted?
Daraley miró a Azafrah. Él se quedó mirando al hombre que estaba parado frente a él. No era el mismo que había dejado el canasto frente al castillo.
Nunca pensó que sus padres podrían haberse separado, y menos que ella había rehecho su vida con otra persona. Supo entonces que ese hombre no estaba enterado tampoco que su mujer había tenido como hijo al Dios Violeta. Se quitó los anteojos con una mano temblorosa y luego el gorro. Inmediatamente los dos, su madre y su pareja, se arrodillaron en el suelo y se inclinaron.
—¡Mi señor, su divinidad! —exclamó el hombre. De alguna forma Azafrah supo que se llamaba Joel—. Nuestro sincero respeto a nuestro nuevo Dios. ¿Qué necesita de nosotros?
Daraley codeó a su amigo al notar que no se movía ni sabía qué decir.
—He oído sus plegarias, Leticce —dijo él recobrando la compostura en un tono muy formal. Daraley frunció el ceño ante el cambio—. Sus hijos estarán bien cuidados, gozarán de buena salud y alimento. Vine a verlos porque necesito que vayan por el castillo, acompañados de varios vecinos, para organizar la refacción de este barrio. Les garantizaré trabajo para que puedan pagar sus cuentas y llenar sus estómagos.
Le llegó a Azafrah los pensamientos de su madre. Estaba agradecida, muy agradecida, y se sentía afortunada de poder verlo una vez más, así tan de cerca, creyendo que él no sabía nada sobre ella. Él se puso en cuclillas y le tocó el hombro.
—Sí, lo sé —le dijo. Le dedicó una sonrisa y ella se echó a llorar.
Su marido la consoló pensando que el motivo de su llanto era otro completamente diferente.
El hombre le agradeció de forma queda y respetuosa. Azafrah se levantó, hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida y volvió a ponerse los anteojos y el gorro. Tomó a Daraley de la mano y se fue con pasos largos y rápidos, sujetándola con fuerza.
Ella no cuestionó nada, dejó que él la guiara fuera del asentamiento hasta su casa. Notó que todo no había salido como él esperaba y no quería indagar si él no quería hablar de ello aún.
Dana los esperaba sentada en el escalón de la puerta con una bata para el frío de la mañana. Al verlos acercarse se paró, cruzando los brazos.
—Azafrah, tus Ancestros están como locos buscándote. No puedes desaparecer el primer... —se calló al ver la expresión del muchacho. Tenía los labios apretados y temblaba.
«¿Y qué hace este niño el primer día conmigo? Va a ver a su madre», bufó el Cubo en la cabeza de Dana. Ella lo ignoró y avanzó hasta él, quien esperaba un regaño y no un abrazo. A pesar de ser más alto que ella, Azafrah se sintió envuelto, cuidado y protegido. Allí estaba su madre: la que lo había criado.
Costó un poco escribir este capítulo. Quería que fuera lleno de sentimientos encontrados, pero al final siempre termino acelerando ;-; sorry
Espero que a pesar de todo les haya gustado, pronto habrá más.
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