28
Después de haber leído el acuerdo que Mateo me había entregado y antes de que algo sucediera y la duda que albergaba mi interior germinara, estampé mi firma en la última hoja. Justo encima de mi nombre.
Mateo me había dicho que me llamaría en unos días para que le diera una respuesta, incluso me incitó a hacer los cambios que yo considerara pertinentes, pero eso no fue necesario. Cada cláusula especificaba a detalle la forma en que nuestra relación se llevaría a cabo, así que, a excepción de renunciar al cuidado de un escolta, no hubo necesidad de nada más.
<Acepto>, escribí un texto antes de enviarlo.
Al fin había tomado una decisión y eso significaba que la confianza en mí misma florecía. Un paso a la vez, quizá, pero ya había dado el primero.
<Cuento los días para poder verte, Isabel. Piensa en mí. Besos>, respondió Mateo un minuto después.
Sonreí.
Los días siguientes, en apariencia, se sintieron normales. Claro que hice todo lo posible por evitar encontrarme con Santiago cuya carga de trabajo lo mantuvo alejado de la casa por horas. Sin embargo, al tercer día nos encontramos de frente justo cuando salía. Abanderada con el coraje que me proporcionaba el haber tomado al fin una decisión, me ofrecí para salir a comprar las tortillas mientras la señora Yola terminaba de preparar el relleno para el menú del día. Ella había mandado a Melita, pero quise tomar su lugar y regalarle un respiro como ofrenda de paz. La jovencita se mostraba reacia a perdonarme.
—Cariño, ¿estás segura?
—Por supuesto —respondí con una sonrisa fingida.
Tomé la servilleta de tela y el dinero que estaba sobre la mesa y salí de prisa. Apenas abrí la puerta lo vi. Su rostro quedó tan cerca del mío que estuve a punto de colgarme de su cuello para devorarlo con un beso.
—Lo siento —dije.
No supe por qué me disculpaba.
—¿Puedo saber a dónde vas con tanta prisa?
—A la tortillería —dije en un susurro mientras esquivaba su mirada.
—Te acompaño —exclamó.
—¡No! —respondí en un grito—. No es necesario, seguro debes estar agotado. Mejor toma una ducha, te ayudará —agregué en un tono cordial para disimular mi reacción.
—No digas tontadas y vámonos antes de que mi madre se vuelva loca por la hora —dijo mientras checaba el reloj que se abrochaba a su muñeca.
Respiré profundo y vestida de resignación inicié el andar. Revolcados por una oleada de silencio recorrimos dos cuadras que se sintieron como dos kilómetros. Un tramo tan pequeño y pesado como un costal de papas.
—¿Puedo preguntarte algo, Isabel?
Mis piernas se aflojaron al escucharlo, deseaba hablar con él, pero no estaba segura de sí tendría respuestas para sus preguntas.
Me encogí de hombros, segura de que Santiago sabría interpretar el gesto.
—¿Te estás escondiendo de mí, Isabel?
—Por supuesto que no —. Me apresuré a responder.
—¿Segura?
—¿Por qué me escondería de ti?
—Tal vez para no tener que dar explicaciones sobre quién era el hombre que no se separó de ti el domingo pasado.
Sus palabras impactaron ñ mi cuerpo como un montón de piedras lanzadas a corta distancia.
—Es un amigo —zanjé.
—¿Solo un amigo?
Me detuve para encararlo, debía remediar aquello antes de que mis defensas se debilitaran y me viera obligada a retroceder a pesar del todo el camino andado.
—¿Por qué tengo que explicarte lo que hago, Santiago?
Sus ojos se abrieron al tiempo que sus labios se despegaban para refutarme, un segundo después los cerró de nuevo, metió las manos en los bolsillos del pantalón y bajó la mirada. Reiniciamos la caminata perseguidos por el mutismo y con la incomodidad a cuestas que me dejó un sabor amargo en la boca.
—Porque te quiero, Isabel —dijo de pronto. Mi corazón comenzó a bombear con fuerza—. Y quiero estar seguro de que no debo frenar lo que siento porque tú sientes lo mismo por mí . Algo en mi interior me dice que es así, pero necesito que tú me lo digas, no quiero cegarme por mis emociones y...desvariar.
¿A qué palabras se recurre para salir limpia de algo así? ¿Qué decir para no dañarlo?
< ¡Yo también te quiero!>, quise gritarle, pero ya era demasiado tarde. Había firmado el DA y se lo había hecho saber a Mateo. Además, me había convencido a mí misma que debía mantenerme firme en mi decisión.
—Estás confundido, Santiago. No es amor lo que sientes sino... cariño de amigos.
—¿Es cariño de amigos lo que tú sientes por mí? Porque yo estoy seguro de lo que siento por ti y no tiene nada que ver con algo tan simple como el cariño —dijo.
Se había acercado demasiado, lo hizo a propósito porque sabía lo que su presencia me generaba, sin embargo, requería que yo lo confirmara. Apreté los puños mientras la espesa saliva rasgaba mi garganta.
—Es solo cariño, Santiago —respondí.
La puerta se abrió de golpe y dejó al descubierto la figura de Melita. La chica nos miró a ambos y retrocedió.
—Mi madre estaba preocupada y me ha enviado a buscarte —dijo con el pesar que abraza cuando sabemos que somos inoportunos.
Aspiré las lágrimas que amenazaban con salir y me esforcé por sonreír antes de colarme hasta la cocina con un bulto de tortillas en las manos.
No volvimos a vernos hasta la madrugada del 8 de abril.
Esme y Kenia me siguieron hasta mi habitación después de comer.
No supe cómo evitarlas; no me atreví a excusarme contándoles sobre el dolor de cabeza que me azotaba porque estaban ansiosas por saber si Mateo se había comunicado conmigo. Opté por enterarlas para deshacerme lo antes posible de su presencia. Ambas estaban al tanto de los términos del DA, pues ya habían pasado por algo similar, aun así la sorpresa las tomó desprevenidas cuando leyeron el contrato .
—No me la creo —dijo Kenia.
—Y yo que creía que mi dulce papi era el mejor —comentó Esme haciendo un puchero.
—Bueno, ahora que su curiosidad ha sido saciada voy a pedirles que me dejen sola —pedí con una sonrisa fingida.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan grosera, Isabel? —Me interrogó Esme con aire divertido.
—Lo siento, mi cabeza está a punto de estallar y solo quiero dormir un rato.
—No hay problema, Isabel. Además, debo darme prisa porque Camilo y yo iremos al cine esta noche.
Ambas miramos a Kenia con la boca abierta.
—¿Una cita? —Quiso saber Esme.
—Tal vez —respondió Kenia al tiempo que alzaba los hombros para restarle importancia. Pero no pudo evitar que sus mejillas se tiñeran de carmín.
—Estoy feliz por ti —dije.
—No digas bobadas, Isabel. ¿Qué puede ofrecerle un chico tan insignificante como Camilo? Mas vale que te andes con cuidado si no quieres que Lucía ponga el grito en el cielo —advirtió Esme.
—Hace tiempo que me tiene sin cuidado la opinión de mi madre —zanjó Kenia antes de salir.
Esme y yo volteamos a vernos en un intento por descubrir en la mirada de la otra una explicación para tal comportamiento. Desde que nos conocimos, Kenia nunca se había permitido una reacción semejante. Ni siquiera la tarde en que juntas acudimos a la estética de su madre, a pesar de la rudeza con la que fue tratada, reaccionó de esa manera.
—Tendré que mantenerla vigilada antes de que se deje llevar por uno de sus arrebatos —agregó Esme al tiempo que salía.
Debí poner más atención a esas últimas palabras.
Me di una ducha caliente y me dispuse a dormir una siesta. No desperté hasta la mañana siguiente.
El teléfono no dejaba de sonar.
—Hola —respondí encamorrada.
—Lo siento, no deseaba despertarte, Isabel —respondió Mateo al otro lado del teléfono.
—¿Qué hora es? —quise saber mientras tallaba mis ojos para despabilarlos.
—Pasan de las diez.
—¿De la noche?
—No, de la mañana —agregó entre risas.
—¿No bromees, Mateo?
—No soy amante de las bromas matutinas, Isabel.
Miré hacia la ventana solo para constatar los hilos de luz que se colaban con esfuerzo a través de la gruesa cortina. La siesta se convirtió en un sueño profundo que duró varias horas.
—¿Todo bien?
Una pregunta que rompió la burbuja de silencio en que me había sumergido.
—Todo bien —respondí.
—Entonces es el momento indicado para hablarte del motivo de esta llamada —exclamó—. Mañana en punto de las 6:00am mi chofer te estará esperando para llevarte al Aeropuerto. Él mismo te entregará un boleto para el vuelo a Monterrey de las 9:30am. Prepara una maleta con tus pertenecías personales más indispensable, no te preocupes por lo demás. Pasaremos un fin de semana inolvidable, te lo juro.
La propuesta me cayó como balde de agua helada. No existía modo de zafarme.
—¿Sigues ahí?
—Estaré lista —atiné a decir.
—Hasta mañana entonces, Isabel. Piensa en mí mientras tanto —dijo antes de cortar la llamada.
Bufé.
Las más emocionadas fueron Esme y Kenia. Después del almuerzo las puse al tanto de los planes de Mateo para el fin de semana. Lo hice para conseguir la asesoría de Esme y tramitar mi Pasaporte cuanto antes, además, hablar con alguien servía para distraerme, para que me ayudaran a encontrar una excusa con la cual pudiera justificar mi ausencia de tres días.
—Hoy en día conseguir el Pasaporte es sencillo, solo debes acudir a la Alcaldía más cercana, llevar contigo ciertos documentos y cubrir el pago requerido. El mismo día te lo entregan. En cuanto lo otro, diles que irás a visitar el convento donde te criaron y listo —dijo Esme.
En definitiva toda una experta en el arte del engaño.
—Esa es una buena idea. Seguro que la señora Yola no hondará en los detalles —exclamó Kenia.
—Comienzo a cansarme de las mentiras —respondí malhumorada.
Sentía que estaba abusando de la amistad y la confianza que la señora Yola y su familia, así como don Tomás, habían depositado en mí.
—Deja de lamentarte, Isabel. Si cumples el convenio pronto podrás largarte de esta pocilga y ya no tendrás que preocuparte por explicar tus acciones.
—De nuevo Esme tiene razón —La apoyó Kenia.
En el fondo tenían razón. Lamenté la situación y al mismo tiempo me sentí aliviada. Estar tan cerca de Santiago me superaba y tomar distancia podía convertirse en una salida.
—Por supuesto que tengo razón, querida. No sé por qué te preocupa tanto desaparecer tres días cuando han pasado semanas y nadie te ha cuestionado por qué no has vuelto a la Librería.
El comentario de Esme no me sentó bien, hacía días que me había propuesto no recordar aquello.
—Es raro que nadie te haya buscado, ¿no crees? Supongo que al no saber de ti dieron por hecho que habías renunciado.
—¿No regresaste para cobrar tu cheque, Isabel? —Quiso saber Kenia.
¿Por qué de pronto ambas indagaban sobre un asunto tan bochornoso?
Parecía que se habían puesto de acuerdo.
—No. No lo hice —respondí de mal modo.
—¿Por qué?
—No fue necesario.
—Pero necesitabas dinero y podías haberlo conseguido yendo a la Librería —Insistió.
—¡Deja de hacer eso o acabarás con la piel al rojo vivo! —gritó Esme.
Hasta entonces percibí el ardor en mis brazos. El acoso de mis amigas me había alterado tanto que la picazón volvía a ensañarse conmigo.
—Quiero estar sola —zanjé mientras caminaba directo al baño.
Sentía en mi espalda el peso de sus miradas y solo esperaba que mi reacción no levantara sospechas.
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