Capítulo 4- El viejo Saruf

El lugar a donde me llevó el Supervisor era el último piso de uno de los edificios más altos de la ciudad. Esa subida me dio el susto de mi vida porque, a diferencia de la reunión con los ancianos del Tribunal Supremo, a la que habíamos llegado subiendo por unas escaleras, esta vez lo hicimos por el exterior. El Supervisor ascendió a toda prisa llevándome del brazo, y sentí que mis piernas iban a desprenderse de mi cuerpo mientras las ventanas del edificio parecían correr a toda prisa, huyendo hacia abajo. Cuando por fin ese ser insensible y fastidioso me dejó en el techo, estuve a punto de vomitar, pero por suerte no lo hice, porque me dejó parada sobre una elegante alfombra verde que simulaba césped, rodeado de macetones en los que había plantados algunos árboles pequeños, y plantas con flores que soltaban perfumes suaves y dulces. El techo estaba iluminado con luces artificiales que no dejaban ver los puntos de luz del cielo nocturno.

—Este es el jardín privado del señor Saruf —me dijo el Supervisor, mientras me hacía un gesto de advertencia—. No toques nada a menos que él te lo ordene.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer aquí? —pregunté, aún a costa de recibir un par de gritos. Estaba confundida y necesitaba una respuesta, que no conseguí:

—¡Cállate, Alas de carbón!

—¡Necesito saber qué tengo que hacer! Si tú no me lo dices, ¿cómo quieres que sepa?

—Una Alas de carbón rebelde… —Por detrás de los arbustos apareció un anciano de cabello largo y escaso, y ojos de un rosado desleído. Era muy pálido y delgado, y estaba vestido con una túnica blanca, como todos los que había visto hasta ese momento, pero encima tenía un delantal tan sucio de tierra como sus manos. No sabía por qué, pero me cayó bien. El tiempo me iba a demostrar que era muy mala juzgando a la gente a primera vista—. ¿Para quién se la trajiste?

—Señor Saruf… —El Supervisor hizo una extraña reverencia, en la que sus alas casi quedaron al revés. Le costó enderezarse, y el anciano soltó una risita apagada—. El Tribunal Supremo me envía para que le deje esta Alas de carbón a su servicio…

El gesto afable y la sonrisa del viejo se le borraron al instante:

—¿Y desde cuándo esos buenos para nada me mandan algo que yo no necesito?

El Supervisor se quedó mirando las puntas de sus zapatos mientras apretaba las manos a la espalda:

—Son órdenes, señor… —dijo, en un tono tan bajo que creí que el anciano no iba a escucharlo. Pero sí lo escuchó, porque reaccionó mal:

—¡Pues ve y dile al Tribunal Supremo que sus órdenes me interesan un cuerno! ¡Y saca ya mismo a esta cosa de mi jardín!

Esos dos seres del Aire hablaban de mí como si yo fuera otra de las plantas atrapadas en las macetas. Debía defenderme:

—Yo no soy una cosa: soy un ser de la Tierra, y tampoco soy Alas de carbón ni 316. Mi nombre es Nilak.

El Supervisor me miró, horrorizado, y las expresiones del viejo Saruf pasaron de la incredulidad a una risa desagradable y llena de ironía:

—Vas a tener que bajarle los humos antes de ponerla al servicio de una familia —le dijo al Supervisor, sin dejar de mirarme—. ¿Por qué no la llevas a la fábrica? Ahí va a aprender a cerrar la boca.

El Supervisor hizo un gesto negativo con la cabeza mientras me miraba con furia:

—El Tribunal Supremo consideró que es demasiado débil para la fábrica, señor.

—¿Y por qué me la quieren dejar a mí, entonces?

—No lo sé…

—¿Piensan que yo voy a poder disciplinarla? —El viejo resopló—. En otra época podría haberlo hecho, pero ya no tengo la fuerza de antes, y menos las ganas. —Después me miró con una expresión de cansancio. Parecía que repentinamente se había vuelto más viejo—. No quiero verla. Sácala de mi jardín.

El Supervisor aún no se atrevía a mirarlo, pero no obedeció su orden: 

—Lo siento, señor. No puedo. —Ante mi sorpresa, extendió las alas y se lanzó por el borde del edificio. Me dejó sola con el anciano, que empezó a gritar:

—¡Maldito infeliz! ¡Ya te las verás conmigo cuando te atrape! —Con las manos apretadas en el borde del pretil, que se levantaba casi hasta su cintura y separaba el techo del vacío, miró hacia abajo mientras lanzaba insultos a viva voz—. ¡Tú y los del Tribunal Supremo se pueden ir al cuerno! 

Estaba de espaldas a mí, tan inclinado sobre el borde, que parecía que iba a caerse. En la espalda tenía un par de alas que parecían haber sufrido alguna clase de accidente: estaban medio desplumadas, y una se había partido por la mitad. En ese estado era evidente que no podía alzar el vuelo, y yo entendí por qué necesitaba ayuda. Se dio vuelta para mirarme, y sus ojos me recordaron los de mi padre cuando pidió el hierro para quemar mi espalda:

—No te lanzo al vacío porque tenemos prohibido matar a los Alas de carbón… —susurró, con la voz enronquecida por la furia. Se me acercó y yo, segura de que iba a golpearme, me escondí entre las macetas. Lo único que podía salvarme de ese hombre era mi coraje:

—¡Entonces va a tener que enseñarme, como le pidió el Tribunal Supremo! —exclamé desde atrás de un arbusto.

El viejo resopló mientras hacía un esfuerzo por meterse entre las macetas y alcanzar el pequeño rincón en donde me había escondido, pero no pudo: la extensión de sus alas, aunque rotas, no le permitieron llegar hasta mí.

—Maldita Alas de carbón… ¡No toques nada! Mañana voy a hablar con los del Tribunal Supremo para que te lleven de aquí. ¡Lo único que necesito es vivir tranquilo! —exclamó antes de perderse por una puerta que llevaba al interior del edificio. Me quedé sola y en plena oscuridad, cuando un instante después las luces artificiales se apagaron.

                         ***

El cielo se aclaró pero yo no me di cuenta: aún dormía, tirada en la alfombra verde del techo de la torre, refugiada entre las macetas del frío y de una sorpresiva aparición del viejo Saruf. El resplandor me hizo abrir los ojos, y vi por primera vez aquella bola de fuego que llenaba el cielo de colores. Era un espectáculo tan asombroso que no pensé en el peligro, y salí del refugio para asomarme al borde del pretil. Nunca había visto ese espectáculo de color desde la Tierra: allí el espeso manto de nubes grises jamás se disipaba. De pronto escuché el sonido de la puerta, que se abrió, y corrí a esconderme otra vez entre las plantas.

—¿316? ¿Dónde estás, 316? —escuché una voz femenina, suave y agradable. Asomé la cabeza y vi a una mujer que aparentaba la edad de mi madre. También tenía un uniforme gris como el mío, y un par de hermosas alas negras, que a la luz de esa bola de fuego que se alzaba en el horizonte brillaban tanto o más que las de plata.

—Estoy aquí… —respondí, apenas asomando los ojos entre el follaje. Cuando finalmente tomé coraje y me levanté, la mujer me miró de pies a cabeza y protestó:

—¡Ay, pero qué niña más delgada! ¡Vamos! Baja conmigo así te doy algo de comer. Si no te pones fuerte no vas a servir para nada…

Me costó abandonar mi escondite, pero esa mujer me había prometido comida, y mi estómago me obligó a seguirla. La puerta por la que había visto desaparecer al viejo Saruf tenía una escalera que, a diferencia de la del edificio en donde vivía el Supervisor, era mucho más amplia. Un piso más abajo entramos por una puerta que daba directo a una cocina tan blanca como todo lo de esa ciudad. La mujer, que se presentó como 186, trabajaba para una familia, unos pisos más abajo, pero también estaba encargada de limpiar la casa y cocinar para el viejo Saruf. Llegaba al amanecer y hacia las tareas en absoluto silencio, y luego se marchaba antes de que el anciano se despertara. 

—¿Y eso por qué? —le pregunté. 

—Porque no quiero soportar sus gritos si me ve. —La mujer se estremeció—. Ese hombre no quiere cerca a nadie de los de su especie, pero a nosotros nos detesta más que a nada…

186 parecía tener una buena vida a pesar de que hacía un tiempo que, con las tareas en la casa del viejo Saruf sumadas a las que tenía como empleada de la casa de abajo, su trabajo se había duplicado. Estaba ansiosa por irse: me sirvió la taza de leche más grande que había visto en mi vida; en la tierra podíamos hacer un trueque especial de carbón por leche solo si nos sobraba carbón, o sea, casi nunca. Al lado de la taza, 186 dejó un plato con un gran trozo de pan con algo adentro que no supe identificar. Cuando le pregunté, la mujer pareció recordar su propia niñez en la Jurisdicción de los Mineros:

—¡Ay, pobre niña! —Me pasó la mano por el pelo, como queriendo desenredar los rulos negros que llevaba hasta la cintura—. Allá abajo ni siquiera sabíamos lo que eran el jamón y el queso…

Me explicó todo lo que tenía que saber acerca de la vida en ese lugar: los Alas de carbón éramos pocos y más o menos valiosos para los seres del Aire, dependiendo de lo útiles que podíamos llegar a ser:

—Es importante que te vuelvas necesaria para ellos. Mientras más fuerte seas, te tratarán mejor —me aconsejó.

También me explicó que todo lo que se recolectaba en las jurisdicciones de la Tierra se enviaba a la fábrica, en donde se transformaban en comida, ropa o combustible para los habitantes de la ciudad. Ella no entendía cómo se hacía todo eso porque había tenido la suerte de nunca trabajar en la fábrica; lo poco que sabía lo había escuchado en las charlas de sus patrones. Ellos eran un matrimonio joven, y la trataban bien. 186 no se cuestionaba su vida ni las razones de los seres del Aire para quitarle a los de la Tierra todo lo que producían y tenerlos en la miseria. Estaba cómoda, y a medida que hablaba me di cuenta que en ella, que era igual de sumisa que 217, el Alas de carbón que servía a la familia del Supervisor, no iba a encontrar una amiga, y me sentí sola. Seguramente el resto de los Alas de carbón de ese mundo eran iguales. ¿De qué me servían los poderes que iba a tener cuando mis alas crecieran? ¿Solo para ser una mejor fuerza de trabajo? ¿Una esclava más útil, resignada como 217, o satisfecha como ella? Me tragué las lágrimas y la escuché con atención mientras devoraba la comida que tenía adelante. Una cosa era cierta: debía asimilar toda la información que pudiera acerca de ese mundo, y volverme más fuerte. Y también debía ser tan servil como mis pares, aunque en mi corazón estuviera creciendo la semilla de la rebeldía.

Pero antes que nada debía lograr que el viejo Saruf me aceptara.

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