92. Uno que No se Parece a Mí
En San Telmo encontraron a la banda con su agente en la sala común. Habían pasado la tarde con el productor del disco, que un rato atrás había echado a todo el mundo para quedarse con C en la sala estudio.
Y conocieron a los dos nuevos guitarristas. El tal Walter los saludó como si fueran amigos de Mariano, sin dejarse impresionar por su fama. Diego consiguió saludar a Stu sin tartamudear, aunque quedó al borde del infarto cuando le estrechó la mano a Finnegan.
Se quedaron tomando algo con ellos, Nahuel incluido como uno más. Entonces Mariano y Beto les contaron el nuevo plan de guerra. Comenzarían a trabajar en el material del álbum el lunes siguiente, y aprovecharían las seis semanas que C no estaría para que Walter y Diego aprendieran sus partes, y para que el productor los ayudara con los arreglos. Tal vez hasta pudieran empezar a grabar las bases para el larga duración. Y cuando C regresara, podrían terminar de grabar y salir a tocar.
Mariano acompañó a Stu y Finnegan cuando salieron al patio a fumar, sabiendo que tendrían preguntas para hacer sobre los nuevos integrantes.
—Los dos ya tienen un panorama superficial de las doce canciones que grabaremos —les explicó—. Diego no es brillante, pero es bueno, sólido y dedicado como los otros tres, que es exactamente lo que buscábamos. Y encaja en el grupo a la perfección. ¿Recuerdan lo que decíamos de la química que hay entre ellos? Pues Diego la tiene. Llegó ya siendo uno más de la pandilla. Fue algo que Mario jamás logró. Imagínense que mangonea a Cecilia como ni siquiera Beto se anima a hacer.
Rieron los tres.
—¿Y el otro? —preguntó Finnegan—. Se lo ve serio y distante.
—Es su forma de ser. Aunque no lo demuestre, está entusiasmado. Es muy bueno. Los últimos años estuvo trabajando con Cristian como sesionista. Le va a aportar a la banda su sello personal de talento.
—¿Y C qué está haciendo? —preguntó Stu.
—Ustedes la conocen: quiere cerciorarse de que deja a los chicos en buenas manos. Así que ella y Cristian se quedaron conversando, pero seguramente van a empezar a trabajar hoy mismo. Cristian quiere enseñarle algunos trucos para darle más expresividad a su voz. Y si los conozco, nos van a sorprender hoy mismo.
—¿Quién lo escogió?
—Yo. No es un productor de renombre, pero es uno de los mejores del país.
—¿Y crees que funcionará? —intervino Finnegan—. ¿Es mejor que el que produjo el demo?
—Mucho mejor. Él les va a dar lo que necesitan. —Mariano cabeceó hacia la puerta de la sala de control—. ¿Quieren que nos asomemos?
En la consola encontraron al ingeniero de sonido. Al verlos abrió el audio de la sala y escucharon a C y al productor hablando animadamente.
Finnegan notó que apenas Stu miró por la ventana a la sala, su sonrisa se desvaneció. Se acercó para mirar también. El productor era al menos diez años menor que ellos, y sólo le faltaba el cardigan verde para ser Kurt Cobain redivivo. Estaba sentado de frente a ellos, C de costado, casi de espaldas, y el fulano hablaba gesticulando de esa forma tan argentina, con la libreta de letras de C en una mano.
Lo que a todas luces le había borrado la sonrisa a Stu era la forma en que C lo escuchaba. Atenta, inclinada un poco hacia adelante, asentía a lo que él decía sin apartar la vista de él. Daba la impresión de que el mundo podía explotar y ella no se distraería de lo que el hombre le decía.
Entonces el productor calló y C se puso de pie, yendo a pararse ante su micrófono con los auriculares. El productor le hizo una seña al ingeniero, sus ojos claros se demoraron sin simpatía en los visitantes, y se acomodó para escuchar a C poniéndose auriculares también.
El ingeniero largó una pista que ellos reconocieron como la base de Anew. C había cerrado los ojos, una mano en los auriculares y otra en el micrófono, esperando el momento de cantar. Por un instante, el productor la miró de una manera que hizo que Stu encajara la mandíbula y Finnegan alzara las cejas.
El guitarrista sabía que si alguna vez veía a un hombre mirar así a Ashley, no le dejaría dientes para contarlo. Le dirigió una mirada rápida a su amigo. Stu había hundido las manos en los bolsillos, la cabeza un poco gacha, los ojos clavados en los otros dos con fijeza poco amistosa. Tuvo que morderse la lengua para no sonreír con ironía. Sólo una hora atrás, Stu intentaba llevar la conversación para que Finnegan le diera pie a decir que en realidad C no era tan importante para él. Y ahora sentía el aguijón ácido de los celos. Que se aguantara. Al fin y al cabo, nunca es malo que cada tanto nos recuerden que no somos los dueños indiscutidos de nuestro objeto de deseo.
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