76. Abrazo de Sal

Las nubes que ensombrecían el mar acabaron por ocultar el sol, tiñendo todo de un color plomizo y opresivo. El viento creció en intensidad. El mar oscurecido, agitado, trepaba por la playa, más lejos con cada ola. Sin embargo, cuando alcanzó el lugar donde C seguía de rodillas, no la mojó. Ola tras ola, parecía abrirse frente a ella para rodearla, interponiéndose entre ella y la casa, entre ella y el resto del mundo. La aislaba como el foso de una fortaleza. La protegía.

Stu comprendió que no podía quedarse allí, esperando. Porque hacerlo era perderla. Y él no quería perderla. Lo había descubierto sólo el día anterior, pero ahora lo sabía. Manoteó su chaqueta impermeable y salió a la tarde inclemente.

No se apresuró. Dio cada paso con los ojos puestos en ella, apreciando cómo se acortaba la distancia. La vio alzar la cabeza, y el viento le trajo su voz. C lloraba mirando el mar, hablándole con palabras que Stu no comprendía, desbordantes de rabia y dolor. Calló y su cabeza volvió a caer entre sus hombros. Entonces una ola se encrespó casi en la orilla y barrió la playa con ímpetu hacia ella, arremolinándose en torno a sus rodillas. C se llevó las manos empapadas a los ojos, cubriéndose la cara y asintiendo.

Stu vaciló, a punto de detenerse y regresar a la casita, sintiéndose un intruso. De pronto las olas parecían haber olvidado el resto de la playa, y sólo trepaban más allá de la línea de marea donde ella estaba. Y ella volvía a hablar ante sus ojos incrédulos. La veía confiarse a esa presencia invisible y poderosa, que ella percibía como un ser vivo, sensible, pensante. Le entregaba su pena y le pedía consuelo. Tal como hiciera con él durante los últimos meses: abierta, vulnerable, tan frágil. Y al mismo tiempo, tan fuerte que precisaba un océano entero para sostenerla. Y el mar parecía responder a su llamada, y corría a rodearla, a acariciarla, a consolarla.

De pronto todo adquirió un significado distinto para él. Tantas cosas que ella le dijera cobraban sentido, y una profundidad insospechada. En una forma simbólica, pero no demasiado metafórica, él había sido su mar. Se preguntó con aprensión cómo podía un ser humano cualquiera ocupar semejante lugar en la vida de otro. Especialmente luego de ser testigo del vínculo que la unía al mar.

Y descubrió que no importaba. Él sólo acababa de comprender algo que ya había ocurrido, de un lugar que, en su ignorancia, había aceptado sin cuestionamientos, con gusto. Un lugar que le había devuelto la fuerza necesaria para seguir adelante. Entenderlo no cambiaba nada, no alteraba la naturaleza del sentimiento que la unía a él. Sólo completaba la comprensión de Stu de lo que existía entre ellos.

Contuvo su ansiedad por abrazarla, estrecharla contra su pecho, sostenerla y contenerla, mirarla a los ojos hasta que todo lo demás desapareciera, y volver a saber lo que ocurría en su interior.

Estaba a pocos pasos de C cuando la última ola se retiró en el reflujo, dejando una línea de espuma en sus piernas. Y al retirarse, pareció arrastrar consigo la ola que la seguía, impidiéndole llegar hasta ella. C respiró hondo y se apartó el cabello de la cara, sucia de sal y arena, con la vista baja.

Stu se dejó caer de rodillas en la arena saturada de agua y rodeó a C con sus brazos en silencio. Se le escapó un suspiro tembloroso cuando ella descansó la cabeza contra su pecho, tironeando de su chaqueta para que se acercara más. Él cerró los ojos, besando el cabello que se agitaba en el viento. Se sintió revivir al percibir el calor que crecía en su pecho hasta colmarlo. Una ola trepó por la playa, deteniéndose a dos pasos de ellos para resbalar de regreso al mar.

—Perdóname, nena, por favor —murmuró, meciéndose como si la acunara—. En ese momento no podía decírtelo. Y ya te debía tanto, que pensé... —Meneó la cabeza—. No importa. ¿Podrás perdonarme?

—Condenado imbécil adorable, ¿cómo podría no perdonarte? —rió ella con voz entrecortada.

—No se trata de mí, ¿sabes? Yo sólo te conseguí un año y una puerta para que abras, una oportunidad de sobresalir. Pero no significa nada sin tu talento. Así que patea esa maldita puerta, ábrela de par en par y muéstrales cuánto puedes brillar. Que vean lo alto que tu corazón, tus palabras, tu sueño pueden llegar. Y vuela, nena. Abre las alas y vuela.

C tironeó para que Stu aflojara su abrazo y le permitiera enfrentarlo. Él le sonrió con toda la ternura que siempre le provocaba, le acarició la cara sucia con suavidad.

—Yo siempre estaré cerca, ¿sabes? —le dijo—. Tan cerca como tú me lo permitas. —Enjugó sus lágrimas ignorando las que le hacían escocer los ojos, la sintió estremecerse.

C hundió la frente en su pecho. —¿Permitir? —repitió, casi divertida—. Entonces vas a tener que hacerte a la idea de que me tendrás siempre pegada a tu costado.

—Cuanto más cerca mejor —replicó Stu con toda honestidad. Ella se acurrucó contra él y él se quitó la chaqueta para cubrirla—. Y ya estás otra vez a punto de pescar un resfriado —la regañó con dulzura.

—Qué sería de mí sin ti, ¿verdad? —murmuró C, muy quieta, una mejilla contra el pecho de Stu y los ojos vueltos hacia el mar.

Él estuvo a punto de preguntarle a quién le hablaba, pero no tuvo ocasión. C se apartó de él y se puso de pie de un salto. Stu vio sorprendido que se desvestía a toda prisa.

—¿Qué mierda haces? —exclamó al ver que no se detenía hasta quedar en ropa interior.

—Regreso enseguida —fue cuanto dijo ella, y un momento después se alejaba a todo correr hacia el mar.

Stu se incorporó estupefacto. C se zambulló de cabeza en la primera ola que salió a su encuentro, emergió al otro lado, volvió a ponerse de pie y a correr y a zambullirse. Pronto tenía el agua hasta el pecho, y Stu se preparó para ir tras ella si tan siquiera intentaba internarse más. Varios relámpagos relumbraron entre las nubes y el mar, y poco después un trueno distante alcanzó la orilla.

C se volvió hacia Stu y señaló el horizonte tormentoso con sonrisa radiante. Un rayo cayó mar adentro, pero el trueno tardó menos en hacerse oír.

—¡Vuelve aquí, pendeja inconsciente! —le gritó Stu, adelantándose hacia la orilla con la ropa de C en un montón confuso entre sus manos.

Ella rió alegremente y le dio la espalda, dejándose alzar por otra ola, que vino a romper en la orilla misma, mojando las botas de Stu como para marcarle hasta dónde podía llegar. Él bajó la mirada ceñudo.

—Devuélvemela, cabrón —gruñó cuando otra ola salpicó sus piernas.

El destello de otro rayo lo hizo volver a alzar la vista, alarmado. Y vio que C regresaba nadando en una ola, sumergiéndose antes de que rompiera. Un minuto después se erguía con el agua a las rodillas. Se inclinó con los brazos abiertos para recibir la ola siguiente, como si la abrazara. Stu la oyó volver a reír. Entonces por fin ella le dio la espalda al mar y avanzó sin prisa en la espuma que rebullía entre sus piernas.

Stu se adelantó a su encuentro y se apresuró a envolverla en su chaqueta, rezongando entre dientes. C apoyó las manos frías en sus mejillas y se puso en puntas de pie para besarlo. Stu la rodeó con sus brazos, indiferente a la ola que lo mojó hasta los tobillos.

—¿En verdad me perdonas, nena? —preguntó Stu—. No quiero que pienses que me he pasado todo este tiempo engañándote y ocultándote cosas, como dijiste.

Ella lo enfrentó con una mueca triste. —Perdóname tú a mí por lo que te dije en la casa —dijo—. No me detuve a pensar. Reaccioné por orgullo y... No quise insultarte, ni herirte. Ahora comprendo que lo hiciste con tu mejor intención.

Un trueno intentó acallar sus últimas palabras, y C no pudo con la tentación de volver a mirar el mar.

—¿Podemos regresar a la casa antes de que te mueras de pulmonía? —terció Stu—. Te prometo que el mar no irá a ninguna parte.

—Tú porque tienes no una, sino dos casas junto al mar, pendejo —replicó ella.

—Ya podrás tener una tú también," dijo él, pasando un brazo por sus hombros e intentando guiarla hacia la casa.

C se dejó apartar del mar. —Tal vez cuando Nahuel esté en condiciones de comprar una —rezongó—. Porque al paso que vamos con Vector, mi destino asegurado es un banco en algún parque.

—Tú haz lo tuyo, nena. Y deja que yo me encargue del necio de Ragolini.

Ella se detuvo un momento para lanzarle una mirada de soslayo. —¿A qué te refieres?

Stu no le respondió porque en ese momento sintió las primeras gotas de lluvia que caían sobre ellos.

C alzó la vista con él. Se detuvo para echar una mirada por sobre su hombro y el brazo de Stu.

Él le besó la sien. —Vamos, nena. Tenemos que marcharnos ahora mismo, o la tormenta volverá a cortar los caminos —dijo con suavidad—. Y si al terminar la gira todavía te quedan ganas de pasar unos días conmigo, podemos regresar aquí.

Ella lo enfrentó ceñuda. —Eso es el truco más bajo que haya visto en mi vida.

Stu miró hacia atrás y alzó las cejas. —Es cierto. No sé si quiero volver a estar contigo tan cerca del mar —dijo, volviendo a caminar y llevándola con él—. Es como ir de vacaciones con tu suegro.

—Te lo dije.

—Creí que estabas siendo poética. Ven, que tú ya te has pescado una pulmonía terminal, pero yo no tengo intenciones de enfermarme.

—Qué pena. Podría cuidarte, como una enfermera.

Stu se detuvo bruscamente, sonriéndole bajo la lluvia. C soltó una carcajada y esta vez fue ella la que tironeó de él hacia la casita.

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