10. Invitación

Terminamos en uno de los tantos bares que se abren alrededor de Plaza Dorrego. No era la primera vez que íbamos, y ya sabíamos que a los dueños les caía gordo que nos pusiéramos a correr mesas para sentarnos todos juntos. Así que nos acomodamos en el mismo sector del salón, repartidos en las mesas con los amigos o familiares que nos habían acompañado. En cierto sentido era mejor que armar una sola mesa larga, donde hay que hablar a los gritos para que te escuche alguien a tres sillas de distancia. Eso sí, copamos el lado más cercano al patiecito interno, que nos ahorraría salir a la calle para fumar.

Como en toda salida tan multitudinaria, la charla carecía de ilación, saltando de mesa en mesa, interrumpida por brindis, expediciones a la barra a pedir más bebida sin tener que esperar que nos atendieran, chistes o comentarios que alguien había olvidado decir en su momento.

Obviamente, yo compartía mesa con la delegación extranjera y Nahuel. Mi hijo solía dedicarse a ir por las demás mesas, charlando con todo el mundo. Pero esa noche parecía no querer despegarse de Ashley. Ya se habían conocido por internet cuando vos todavía estabas en Hawai, y ahora que se tenían al alcance de la mano, al parecer se habían hecho inseparables. Ashley es una madraza, y con sus dos hijos en Stanford, tener a Nahuel a mano era una oportunidad inesperada para desplegar sus instintos maternales.

Así que ahí estaban. Mientras todos nos contentábamos con un tostado o una picada, Ashley había pedido una hamburguesa de cinco pisos para Nahuel, que daba buena cuenta de ella a su mejor estilo pacman.

En medio de ese alegre intento fallido de comunicación, yo me mantenía más bien callada. Vos estabas sentado a mi lado, con la gorra todavía atornillada a tu cabeza. Aquéllos en nuestro grupo que te habían reconocido, no se ofendieron porque declinaras sacarte fotos, especialmente porque atendías y respondías cada vez que cualquiera de ellos te dirigía la palabra, siempre calmo y amable, siempre con una sonrisa. Y con mi mano en la tuya bajo la mesa. Así que yo me limitaba a estar ahí, sentadita y feliz, dejando que la adrenalina finalmente comenzara a retroceder y asomara el cansancio después de tanto ajetreo y, sobre todo, tantos nervios.

En algún momento me acodé en la mesa y apoyé la cara en mi mano con una sonrisa bastante tonta, mi pulgar bajo la mesa acariciando tu piel de forma más bien automática. Y encontré la mirada de Jero desde la mesa de al lado.

Se inclinó hacia mí, me incliné hacia él.

—¡Qué noche, querida! —me dijo, divertido.

Sólo pude asentir, porque tenía razón. Qué noche, realmente, en todo sentido. Por lo bien que había salido el show, por Stewie Masterson y Ray Finnegan. Hasta por nuestro pequeño momento de revancha con Martín, que había resultado perfecta, porque no la habíamos planeado y ni siquiera la habíamos sentido como tal.

—Ma, ¿me puedo ir a dormir con Ashley y Ray? —preguntó Nahuel en ese momento.

Mis alarmas maternales saltaron a alerta amarilla y lo enfrenté interrogante.

—¿Qué? Se están alojando en un hotel, hijo. No podés ir a quedarte con ellos como si fuera la casa de una de tus amigos.

— Yo lo invité, C —intervino Ashley a la velocidad de la luz, adivinando de qué hablábamos. — Reservamos una pequeña suite con dos habitaciones.

Vaya sorpresa. A nuestro alrededor, aquellos que solían divertirse a costa de mis tribulaciones como madre de un adolescente, interrumpían sus conversaciones para prestarnos atención.

—¡Pero viajás en dos días! ¡Mañana tenemos que preparar tu bolso!

—¡Dale, ma! ¡Es un hotel cinco estrellas! ¿Cuándo vas a poder llevarme a uno?

—Cuando sea una rockstar como ellos —respondí muy seria, aunque la resolución de mi respuesta se vio bastante deslucida por las risitas ahogadas cerca y lejos. Así que miré a mi alrededor—. ¡Marian!

Varias mesas más allá, Mariano se irguió en su silla como preguntando qué incendio había que apagar. Varios me señalaron, yo le señalé a Nahuel.

—¿Cuándo voy a poder llevar a mi hijo a un hotel cinco estrellas?

La pregunta lo tomó tan desprevenido que su expresión alimentó las risas de los que seguían el intercambio.

Y lo salvó la campana, porque vos elegiste ese momento para decirme al oído, —Déjalo ir.

Casi tuve que preguntar de qué estábamos hablando, dónde estábamos y cómo me llamaba.

Nahuel leyó los signos de mi rendición y esbozó una sonrisa triunfal.

—¡Dejá, no hay apuro! —le gritó a Mariano, chocando puños con Ashley.

Me volví hacia Ray, al otro lado de la mesa, en busca de ayuda. Y Ray me respondió con un compuesto de gestos por demás elocuentes: respiró hondo, desvió la vista, arqueó las cejas y movió su mano en un gesto vago. Todo al mismo tiempo. Lo enfrenté desolada. ¿Cómo que hicieran lo que quisieran?

Vio mi expresión desolada y se encogió de hombros. Sacó los cigarrillos y me los mostró, como invitándome a ahogar nuestras penas en nicotina. Asentí resignada.

Ashley declinó la invitación para no dejar solo a su protegido, pobrecito. Así que salimos con vos al patio a fumar, cerveza en mano.

Afuera encontramos a Mario con un amigo y una chica que se le arrimara en el Buenos Ayres. No era nuestra intención unirnos a ellos, pero el patio era tan chico que lo más lejos que podíamos estar de ellos era dos o tres pasos.

Mario no desaprovechó la oportunidad de intercambiar unas palabras más con Ray, que se quedó a mitad de camino entre ellos y nosotros.

—¿Quieres venir con nosotros tú también? —preguntaste de la nada, alzando tus manos para hacer pantalla y que yo pudiera prender mi cigarrillo.

Que casi se me cae al escucharte. —¿Qué?

Sonreíste al advertir mi sorpresa y asentiste. Yo no terminaba de entender, y no me animaba a dar nada por sobrentendido. ¿Ustedes tres nos estaban invitando a mi hijo y a mí a quedarnos con ustedes en su hotel de lujo? ¿O me estabas invitando, vos a mí (espero que mi obra social cubra emergencias cardíacas), a pasar la noche juntos?

La única forma que encontré de expresar mi incomprensión y mi necesidad de respuestas claras fue repetir mi pregunta. "¿Qué?"

Reíste por lo bajo con una mirada fugaz a los otros, como para cerciorarte de que no nos escuchaban. Volviste a enfrentarme con una sonrisa entre divertida y especulativa, una mano en el bolsillo, la otra sosteniendo la cerveza y el cigarrillo.

—Siempre tienes que hacerme decir todo con todas las letras, ¿verdad? —sonreíste—. Te pregunté si te gustaría venir a quedarte en nuestro hotel. Y pasar la noche conmigo.

Me quedé mirándote boquiabierta. Y al instante siguiente, me ardía la cara y el corazón me latía más rápido que un Fórmula Uno en la recta más larga del mundo, y me faltaba el aire, y...

Sacaste la mano del bolsillo para pasar tu brazo por mis hombros y atraerme hacia vos. Me dejaste esconder la cara contra tu hombro riendo por lo bajo.

—No puedo creer que te hayas ruborizado —susurraste en mi oído, tan divertido como enternecido.

Reí con voz entrecortada y palmeé suavemente tu pecho para que me permitieras enfrentarte.

—¡Nunca imaginé que fueras tímida! —seguías, meneando la cabeza.

Me apreté las mejillas, sin saber si volver a caerme en mi sorpresa por la invitación, seguir muriéndome de vergüenza o empezar a enojarme. Opté por tratar de hacerme la ofendida.

—¡Serás...!

—Pendejo, dilo —completó Ray, viniendo a pararse junto a mí—. No te reprimas sólo porque ahora sabes su apellido. —Se inclinó un poco hacia adelante y bajó la voz para agregar: —De hecho, le encanta que lo llames así.

Tu risa acabó contagiándome. Toda la situación era tan increíble, tan maravillosamente perfecta. Ray me guiñó un ojo.

—¿Quieres saber qué mierda hago aquí, amiga? —preguntó, y de pronto su cara le agregaba un significado tan nuevo y profundo a que me llamara así.

Alcé las cejas, instándolo a hablar.

Ray alimentó el suspenso, mirándonos alternativamente, y nos señaló con un dedo de la mano que sostenía la cerveza. —Para asegurarme que ninguno de ustedes, pendejos, la cague. —Lo dijo mirándote, y enseguida encontró mis ojos—. Así que por favor, que no se te ocurra apagar tu modo acosadora, porque no creo que ningún otro hombre haya viajado tan lejos jamás sólo para ser acosado.

—¡Maldito pendejo! —exclamaste riendo.

A mí me mató de la vergüenza y del amor al mismo tiempo. Te tendí mi cigarrillo y mi cerveza para que los sostuvieras, y sin darle oportunidad a Ray de atajarse, le eché los brazos al cuello y lo abracé con todas mis fuerzas. Él me estrechó, riendo conmigo.

—¿Tienes idea cuánto te quiero, pendejo? —le dije cuando al fin nos separamos—. ¡Y te debo tanto!

Ray dejó una mano apoyada en mi hombro . —Sí, lo sé. Y yo también te quiero y te debo mucho, amiga —respondió con ternura.

Una tosecita nos hizo girar. Nos mostraste el combo de cigarrillo y cerveza que sostenías en cada mano. —¿Les falta mucho?

—¡Que te den, pendejo! —rió Ray—. ¿Por qué tienes que ser el único que recibe abrazos? —Me palmeó el hombro—. Haz lo tuyo, amiga, que estoy harto de tener que cuidar a este pendejo.

Apagó su cigarrillo y se encaminó de regreso a nuestra mesa tras Mario, que también volvía a entrar consu amigo y su chica.

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