║☔𝟸☔║ 𝚄𝚗𝚊 𝚗𝚞𝚎𝚟𝚊 𝚟𝚒𝚍𝚊


【☁『🌀』☁】



Los años venideros surcaron los cielos a gran velocidad. Al fin y al cabo, no dejé de arrastrarme a gatas hasta que cumplí los dos años, cuando desarrollé una mayor resistencia en las piernas, aunque con grave dificultad, y pude comenzar a ponerme de pie por voluntad propia. Por el contrario, las palabras no surgían de mis labios de ninguna manera; cada vez que intentaba hablar o hilar una oración, sentía que unas lianas me arrancaban la garganta y me cerraban los pulmones, y la sangre me hervía de dolor como consecuencia directa de mis acciones. La abuela Shohin fue la primera en percatarse de los balbuceos y las sílabas sueltas, graves y constantes, que no lograba articular plenamente, y me ahogaba nada más intentarlo, pues ya debería de haber aprendido a expresarme con naturalidad. Ella comprendió en cuestión de horas que algo me atoraba, bloqueando el aire que exhalaba con cada mísero aliento.

Partimos poco después de descubrirlo hacia una aldea perdida en el País de las Aguas Termales, por recomendación suya, para que pudieran sanar el mal que me devoraba las entrañas desde adentro; al menos, eso fue lo que entendí en un principio, dado que a duras penas podía comprender ciertos fragmentos ocultos en su vocabulario. Sin embargo, la situación mejoró mucho más de lo que había imaginado. Por eso, fue un alivio saber que, fuera cual fuera la enfermedad que me atribuía, aún tendría una larga vida por delante para disfrutarla junto a aquellas personas que rápidamente se convirtieron en mis seres queridos.

Y, sí, había descifrado que eran alguna clase de shinobis renegados, prófugos de unas leyes datadas mismamente por sus generales, camuflando sus rostros bajo mantos de pobres gitanos y resguardándose tras esos extensos paraguas de combate; sin embargo, también llegué a apreciar que, en el Mundo Ninja, cada quien tenía sus propios motivos de para actuar. No se debía culpar a nadie de las muertes que adornaban las calles con sangre fresca. Es decir, bien pudieron haber sido traicionados por su país, expulsados por no cumplir su misión, o incluso sus propios compañeros de armas pudieron haber abandonado sus ideales y sus principios, y se vieron obligados al destierro antes de esparcir las brasas de la rebelión. Desgraciadamente, no podría saberlo hasta que tuviera las capacidades adecuadas para preguntarles en persona. Aunque, en todo caso, papá siempre forzaba una sonrisa cuando el tema saltaba, como una chispa en cada charla, lo que no era de su agrado, y mamá solía desviar la conversación hacia otro rumbo más formal y divertido para todos, menos para mí.

Me picaba la curiosidad.

Me inundaba esa misma sensación inmaculada, como un dulce añoro, al pensar en las vidas pasadas de Fudo Gekido y Ryoko Ikisaki. Sobre todo, porque últimamente su panza había comenzado a hincharse y se tapaba la boca para contener las arcadas.

Estaba embarazada.

Desde luego, no habían perdido la noción del tiempo durante el viaje, mientras yo aún procesaba que jamás volvería a ser el mismo, que había perdido a quienes consideraba mi verdadera familia, como cuando la abuela murió debido a las injusticias de la edad. Un profundo agujero que no podía abastecer de ninguna manera, ni siquiera agradeciendo el cuidado de aquella mujer a quien tuve que llamar mamá.

Simplemente, no podía asimilarlo.

¿Cómo podía uno morir, renacer y olvidarse de las personas que más le importaban? ¿Cómo creer en las nuevas y no verlas como los viejos retazos de un espejismo? ¿Cómo evitar pensar que todo aquello era un sueño? ¿Cómo no imaginar que se trataba de la sucia jugarreta de ese Dios que tan poderoso se me había presentado?

Tenía miedo del pasado, del presente y del futuro.

Conocía esa historia, conocía sus desgracias.

Solo oraba, pidiendo que mis sueños no se truncaran por las inclemencias de una nueva vida.



【☁『🌀』☁】



El traqueteo de la caravana ambulante cesó de golpe.

—Ya casi hemos llegado, yerno —dijo la abuela Shohin, al mando de su pequeña procesión, sujetando las cuerdas con sus firmes dedos, como si temiera que los jamelgos hambrientos pudieran encabritarse por su falta de interés y se fueran galopando al horizonte. La señora gruñó y lanzó un codazo a Fudo. Papá se despertó de un espasmo, dibujando una mueca y separando los brazos de su cálido abrigo—. ¡QUÉ YA HEMOS LLEGADO, LEÑE!

—Disculpa, madre —dijo papá, formando una educada reverencia. Había descubierto varias sorpresas que desconocía de las sociedades orientales en ese momento, y una de ellas era que las suegras se consideraban madres, y las esposas, hermanas. De hecho, coincidía bastante con el Japón moderno. Allí, los maridos podían ir a los barrios rojos haciéndoselo saber a sus mujeres, y no había problema. Acostarse con una prostituta no contaba como engaño, sino como favor al estado. Lo cual, me seguía resultando ciertamente curioso, desalentador y extraño—. No esperaba que los viajes fueran tan largos en transportes. Y tan incómodos... —Fudo se rascó la cabeza de inmediato, con aquellos mechones revoloteando como oscuras mariposas—. ¡Estoy harto de estos asientos de madera! La próxima vez, nos paramos y los acolchamos.

—¿Con qué dinero? —reprendió ella, arrugando las cejas a más no poder, mascullando por lo bajo—. Estúpida pobreza de la Lluvia. Estúpido Hanzo y estúpidos políticos, todos corruptos —tosió, abruptamente. Sus ojos eran como dos orbes azules, prendidos en un fuego fatuo—. Ojalá no hubiera aceptado esa puñetera misión... Bueno, ¡venga! ¡No os quedéis parados! ¡Arre, arre! —Sacudió las riendas y transmitió sus órdenes a los corceles cobrizos, para adelantarse hasta la fachada de la pequeña aldea que se pintaba justo delante de nuestras narices.

Yo iba acunado entre los brazos de mamá, a la derecha de la abuela. Así que oía toda la conversación desde la retaguardia y, difícilmente, mantenía las pestañas abiertas, a pesar de las esquirlas invasoras del sol, para poder admirar el camino de cerezos arrebolados que bordeaban la tierra picada y nos guiaban hacia unos murales anchos de piedra y sillar, y bordeados de zanjas. Las pagodas sobrevolaban los baluartes, como una magnífica obra de arte, con tejas rojas y verdes que componían una canción veraniega para la naturaleza. Había dos guardias apostados en la entrada, shinobis en todo caso, con su característica ropa militar rezumando tonos claros típicos de las Aguas Termales. Su Hitai-ate estaba diseñado con cuatro líneas diagonales paralelamente dispuestas. Y, aun así, llevaban lanzas.

¿Hacían falta? Si peleaban con Chakra, ¿para qué? ¿Qué motivo de interés había detrás? Quizás eran expertos en infundir el acero con sus tejidos y sus redes vitales, y de ahí nacía la afición para aquellos hombres de rasgos tan acentuados.

Como fuere, papá tosió, bajó del carromato y se dirigió hacia ellos, mientras mamá me estrujaba como un peluche. Estaba harto de tanta incomodidad, pero no negué su cariño. Yo sería igual de protector con mis hijos. No desearía la traición de alguien con quien compartiera la misma sangre. Además, tenía buen sentido de la audición. Por ende, podía escuchar a tientas tanto los latidos de su corazón como los comentarios de Fudo hacia los ninjas que ungían como guardias en esa ocasión.

—Tenemos una urgencia que atender —empezó a decir, firme, sin vacilar un solo segundo, desafiando la sólida postura de los amurallados—. Hemos oído hablar de una persona que puede curar cualquier enfermedad, y queremos que averigüe qué diantres le sucede a nuestro hijo. Ya tenemos una teoría... Pero preferimos prevenir que curar.

—¿A nombre de quién, sí puede saberse? —inquirió uno de ellos, alzando la barbilla.

—Soy Fudo Gekido. Antes formaba parte de la Aldea de la Lluvia.

Los celadores intercambiaron muecas desagradables, llamaron a un tercero que ocupaba el portón rojo al otro lado, y esperamos unos minutos hasta que regresaron con nuevas noticias de la cadena jerárquica. Los sujetos, que hasta entonces habían mantenido sus lanzas cruzadas, las abrieron y nos cedieron el paso a la villa.

—Podéis atravesar estas puertas y sanar las dolencias de vuestro retoño, señor Gekido. El Señor Feudal os ha concedido el favor. Debéis estar agradecidos y mostrar sumisamente vuestra devoción una vez entréis. Si no, os ordenaremos marchar. Y si cometéis algún crimen, lo pagaréis caro, todos. ¿Nos habéis entendido?

Fudo tragó hondo, aceptando a regañadientes.

—Sí... —Frotándose la barbilla, poblada de espinas, nos indicó con un gesto para que fuéramos ingresando al poblado.

La abuela Shohin, como respuesta, zarandeó las riendas, y enseguida pudimos maravillarnos ante los ladrillos de rocas apiladas que formaban las bases de los cimientos de las viviendas, junto con las estructuras intrínsecamente diseñadas mediante láminas de madera de pino bermejas y los bellos patrones erizados. Columnas de humo iban desapareciendo sobre la planicie del cielo, fundiéndose entre las nubes que emigraban al norte ese mismo día de verano, mientras observaba los puestos y el gentío que nos rodeaba. Había niños jugando con pelotas de paja y peonzas, borrachos dispersos entre los tenderetes y las apuestas, y mujeres transitando, tapándose los labios bajo abanicos y los pliegues de tela de sus kimonos, variopintos, no tanto como sus rasgos. La forma de atarse el cabello en aquella región, curiosamente, también era muy similar en toda esquina. No había un solo hombre que no llevase la melena recortada al más puro estilo militar, así como tampoco había mujeres que no tuvieran el cabello suelto hasta la dichosa unión de los músculos del cuello, donde lo ataban en bucle con diferentes horquillas. Más al este, tras los altos edificios y las esbeltas pagodas, pude visualizar otro inmenso monte que se fundía con las cuestas de la aldea y sus habitantes, recorriendo las escaleras de sus tramos como hormigas. Más vapor se despedía de allí arriba. Las famosas fuentes termales debían ser un lujo incluso para los visitantes que llegaban solo a bañarse y probar sus aguas, o para asombrarse con las vistas de los valles y los barrancos que nosotros mismos habíamos dejado atrás.

En los ojos de mamá se pintaban estrellas, punzantes como dagas.

—Mira, ¡Kenshi! ¡¿No es precioso?! —Me sujetó las muñecas, como a una marioneta, entreteniéndose conmigo para que siguiese sus gestos. Ya había mostrado un gran desarrollo intelectual, tanto comprensivo como perceptivo, durante el transcurso de las estaciones, o cuando estábamos todos reunidos comiendo de paso, así que sabían que podía entender, como mínimo, ciertos fragmentos de sus oraciones. Intenté rechazar su ilusión, pero era débil en comparación y me obligué a resoplar en silencio—. ¿No te gusta? —Ladeó ella una ceja, decepcionada. Aquello me abrió una brecha en el corazón, y al instante cambié de expresión. Su nueva expresión fue como una felicitación, curvando las comisuras de sus ojos—. ¡Ya sabía yo! Tú madre nunca se equivoca. No es cierto, ¿mamá?

—Deja de malcriar al mocoso, Ryoko. Saldrá blando.

La susodicha formó un puchero, sin despegarse de su afán.

—¿La envidia te sobrepasa? —replicó—. No recuerdo un solo mimo tuyo. Solo papá nos protegía...

—Ya sé, ya sé. Ya sé que todo esto es culpa mía —contestó ella, suspirando entre dientes—, pero eran órdenes de más arriba. ¿Cómo iba a saber que Hanzo nos odiaría por ello? No es un secreto precisamente fácil de guardar —Me descubrió prestando atención, y sus arrugas formaron una mueca engreída—, y menos con un mocoso tan inteligente vigilando nuestros movimientos. Caray, ¿te gusta espiar, Kenshi? —Meneé la cabeza, afirmativo—. Pues, cuando crezcas, quizás te contemos algo más. Ahora mismo es tabú. ¿Queda claro? No podemos fiarnos de que no se te escape la lengua. Es eso, o te la corto. ¿Qué castigo de tu abu prefieres?

Sabía que sería inútil rogar, tampoco deseaba llorar y exponerme mentalmente como un crío. De modo que mantuve el pico cerrado, asentí y callé, deleitándome con el esplendoroso paisaje de nuestro alrededor.

No quería repetirme y maldecir, ya que la adoraba. Pero...

Estúpida abuela...



【☁『🌀』☁】



La clínica de la aldea parecía indulgente y rebosaba de una inmensa diversidad de puertas corredizas, maquilladas con tintes escarlatas, ocres y púrpuras, que componían un laberinto por sí mismas. Había, al igual que afuera, cientos de personas correteando por todas partes: las enfermeras no daban abasto con los pacientes y sus familiares, mientras los médicos y doctores atendían a quienes habían caído en las largas filas exteriores que se extendían a lo largo de la calle. Había gente muriéndose de hambre, debido a la localización geográfica del País de las Aguas Termales, que rivalizaba con el Viento. Por eso, lo normal era comer toneladas insanas de arroz.

Había sido informático y había trabajado como programador en una sucursal del ayuntamiento, y no sabía de medicina, por mucho que adorara la biología, pero sí conocía la fuerte distinción cultural entre dietas. La mediterránea contaba con una amplia variedad de alimentos saludables, muy nutritivos, mezclados con la hostelería precedente a la vieja Italia, y deliciosos postres árabes, estos últimos en el caso de España. La asiática, antiguamente, había degenerado algunas funciones corporales de chinos y japoneses, debido al alto consumo y bajo precio del arroz blanco, una pasta blanda que perdía sus vitaminas cuando los granjeros la procesaban en exceso, cuando se cultivaba desmesuradamente en algunas poblaciones rurales y cuando, por su sobreestimado empleo, podía producir el beriberi. No era culpa del arroz en sí, pero solo consumían esa clase. Y yo estaba siguiendo su camino. Por eso, a pesar de todo, no pude evitar preocuparme del futuro mientras el pasado también me atormentaba por la espalda.

Nunca me gustó el arroz, ni echándole tomate. No era objeto de mi entusiasmo. De hecho, antes de renacer, dejaba los platos a medias y tiraba el resto a la basura. Asqueroso, ¿verdad? Un disgusto para papá y mamá. Me sentía enfermo cada vez que lo hacía. Tuve que aprender a valorarlo con el tiempo, y descubrí que debía forzarme, ya que tenía propiedades positivas para el desarrollo muscular si no había sido trastocado en malas manos. Como Kenshi Gekido, no mostraba quejas y tragaba en seco después de un par de mordiscos.

No quería repetir los mismos errores del pasado. No quería tirar el esfuerzo de nadie a la basura, como antaño, ni menospreciar su amor. Tal afrenta solo rompería su corazón. Y tenía miedo. Tampoco quería tener los dientes torcidos de nuevo.

Luego de esperar unas horas en la fría intemperie, finalmente llegó nuestro turno.

—Moveos —nos advirtió una enfermera, ataviada en mantas y túnicas blancas, con estampados de rosas y cerezos—. No tenemos mucho tiempo. Será un diagnóstico apresurado.

Y de forma apresurada atravesamos el umbral de la puerta corrediza, mientras la mujer, joven y de rasgos finos y pálidos, la cerraba para cobijarnos del céfiro. Ya casi era de noche, después de todo, y nos habíamos pasado casi todo el día aguardando en las colas. Nuestra espera había sido larga. Papá había tenido que retirarse, para vigilar los carromatos, por si algún vándalo decidía adjudicarlos en nombre del clásico mafioso urbano. Él solo podía encargarse, aun cuando su estado no era el mejor.

Por otra parte, la sala de la clínica tenía incrustado un techo de baja estatura y un suelo compuesto de tatami. Nos descalzamos y caminamos de rodillas hasta una mesa ubicada en el centro. Pude observar una camilla en la esquina izquierda, frente a una lámpara y una ristra de antorchas y herramientas médicas. Por un segundo, me congelé. De pequeño, había sufrido un pánico exagerado por las agujas, los pediatras y los dentistas... Pero al crecer, había preferido estar orgulloso, quedarme quieto como una persona madura y suspirar hasta que todo sucediera con tranquilidad. Todos salimos ganando si no me movía ni gritaba, como fue el caso de mi primera vacuna...

El médico asignado iba vestido bajo una manta de colores pardos, y con una barba recia que contrastaba con su coleta. Nos estudió a mamá, a la abuela y a mí. Se rascó la barba, centrándose en los papeles y cuadernos dispuestos, y en la tinta de una pluma, y empezó a escribir.

—Soy Hun Fitou, experto en el ámbito de la curación. He sido estudiante en hospitales y domino técnicas terapéuticas de alto rango. —Sin previo aviso, rajó un carácter estampado en sus folios, abandonó el instrumento de escritura y se presentó, deslizando los dedos sobre la mesa para realizar una perfecta reverencia. Adhirió las yemas debajo de su larga nariz poco después, y sus ojos dorados volvieron a examinarlos con minuciosidad. Parecía mayor, casi de la edad de la abuela, que estaba arrodillada—. ¿Qué excusa vuestra presencia en la clínica? ¿Es un tema grave?

Mamá me señaló, ejecutando una finta con su voz.

—Se trata de mi pequeño Kenshi —comenzó a recitar, censurando sus propios labios, lisiados por la aflicción—. Algo extraño le ocurre. No puede hablar, solo le oímos balbucear.

—Según vuestras observaciones, ¿cuáles creéis que son los síntomas en el hipotético caso de mutismo? —El doctor Fitou preparó sus anotaciones, palpando la hoja—. Necesito todo dato que podáis ofrecerme, como: ¿hubo algún accidente? ¿Algún trauma destacable? ¿Ha ingerido alguna medicación anteriormente? Durante los primeros días, ¿habéis tratado con algún mendigo desconocido? ¿Y durante el embarazo? Los fraudes son muy comunes hoy en día, y los verdaderos remedios escasean, aunque cueste creerlo.

—No, qué va —respondió la abuela Shohin, mientras yo trataba de torcer la barbilla hacia los lados. El doctor no me hizo ni caso—. No confiamos en ningún indigente. Además, mi nieto es muy avispado para tener solo dos años. Sabe identificar y comprender qué puede ser perjudicial para él, por increíble que suene. Hemos observado su comportamiento premeditadamente, y nunca se ha herido con ningún objeto filoso ni se ha quemado con la comida, como suele suceder. Hasta tiene cuidado de no mancharse la ropa... Creemos que es una especie de genio, pero, sin una voz que lo argumente, no podemos respaldar su nivel ni su coeficiente intelectual. Tampoco tenemos medios para pagarnos pócimas ni asistir a un hospital general de una de las grandes aldeas. Quiero intentar enseñarle lenguaje de señas, para cuando salgamos de aquí.

—¿Qué pensáis, doctor? —interrumpió mamá, asiéndome de la muñeca, como un gesto protector que me guarecía del frío contacto del exterior—. Nuestra familia pasará mucha hambre en invierno, cuando los suministros nos falten. Mi marido está débil por culpa de un veneno, y mi madre... —omitió aquella última parte—. ¿Podríais revisar a mi hijo?

—Veré qué puedo hacer por vosotros...

El doctor Hun Fitou, tras apuntar cada sórdida característica que había arreciado como una mera de incertidumbre en sus oídos, se alisó la túnica como si fuera una bata, se levantó y se dirigió hacia la mesa donde había desplegado todos sus utensilios. En ese momento, tropecé. Había intentado arrimarme a pie, pero la angustia de mamá me inmovilizó. Ella misma, pese al esfuerzo que requería, me tomó por las axilas y me sentó sobre el borde de la mesa. Luego, acarició la mata de cabello color arándano que había comenzado a crecer y rezó.

—El procedimiento adecuado sería realizar una laringoscopia —nos previno el doctor Fitou, rebuscando entre sus artefactos hasta que extrajo de su agenda un estetoscopio, que se colocó en los oídos, y una paleta. Aquello me calmó, ya que la situación había evolucionado a un simple estudio patológico—. Desgraciadamente, el tiempo apremia, e imagino que al menos puedes pronunciar de forma aberrante las vocales. —Mamá afianzó su agarre y presionó hasta sacarme el alma del cuerpo. Iba a matarme a ese ritmo, pero ignoré el dolor, como siempre había hecho. Escuchaba sus latidos corriendo por sus venas, confortando cualquier atisbo de miedo que pudiera poseer—. Terminaremos rápido. Voy a comprobarlo directamente. Abre la boca y di: "Aaaaaaa".

El procedimiento, tal y como nos había advertido, fue rápido e indoloro. Revisó las pulsaciones, los movimientos y las fluctuaciones de los músculos al producir el sonido, como una flauta rota y dañada por el soplido grave de una tormenta desatada. Rugí, casi como un gato. Cuando terminó, la mala noticia regresó como una puñalada directa al corazón.

—¿Lo habéis encontrado? ¿Sabéis qué le sucede a mi pequeño Kenshi?

El doctor tosió, no una, sino dos veces.

—Me temo que es peor de lo que imaginaba. El chico tiene las cuerdas vocales reventadas, y apenas conozco doctores capaces de arreglarlo —su tono salió áspero, tanto que me hirió en lo profundo. Mamá me abrazó, avecinando lo peor—. No podrá hablar nunca, por mucho que se esfuerce.

Nunca.

Un leve mareo me inundó. Un impulso se abrió paso. Un espejo que rompió la entrada al mundo de los sueños y concedió el deseo a las pesadillas.

Era como si no tuviera boca, y debiera gritar.

Y lloré. Contraje la cara y lloré.

Siempre había lamentado, y aún lamentaba, cuando el suplicio destruía la vida de alguien más, como una espina que se me clavaba en el pecho, absorbiendo la esencia de lo que una vez fui hasta dejar un cascarón muerto. Odiaba que alguien llorara delante de mí, porque me hacía sentir impotente. ¿Cómo iba a dormir sabiendo que alguien no podía ser feliz? Era una idea inocente, pero ¿cómo iba a ayudar a un tipo al que no le importaba en lo absoluto? Claro, todo el mundo disfrutaba de la caridad. Sin embargo, como todo en la vida, el tiempo hacía que todo se olvidara, y ese gesto se convertiría en una nube más en el cielo. Ser servicial era por puro respeto y honor, sin embargo, y aunque nunca esperaba nada a cambio, una sensación de inutilidad se apoderaba de mis pensamientos cuando veía que los resultados no surtían efecto.

¿Cómo podía ser feliz asintiendo a otros, si no podía protegerme a mí mismo?

Entonces, el dolor personal me horadaba más que cualquier otra señal.

Yo, Kenshi Gekido, soy mudo. Soy egocéntrico. Soy un cobarde y una oportunidad. Soy alguien muy sincero, para mal.

Soy una persona terrible, que parasita sin querer a los demás.

Sin embargo, aquello fue solo la punta del iceberg.

No sabía lo que me deparaba el destino.

«¿Cómo esperas cuestionar tu propia vida?»





【☁『🌀』☁】

3600 palabras.


NOTAS

- ¡HE VUELTO! ¡AL FIN EL VUELTO, MIS QUERIDOS LECTORES Y AMIGOS! Y lo mejo de todo, es que he vuelto con un capítulo de Una Vida de Condena, para todos vosotros, que en realidad, a día de hoy, no sois tantos los que esperáis que lo traiga de regreso. Pero me hacía ilusión recuperar viejos hábitos y continuar con lo planteado. Quería destrozar un poco la típica historia de "Yo reencarnado". Quizás corrija los anteriores capítulos un poco más, ya que hay oraciones que no me cuadran.

En fin, vamos con los detalles...

1. Para empezar, tenemos los nombres de la familia. Shohin,  Ryoko Ikisaki y Fudo Gekido. Los nombres tienen sus respectivos significados: Shohin puede traducirse como "Mercader", y Ryoko, "Viajera". Su apellido, Ikisaki, también puede significar "Destino/Destinado". En cuanto a Fudo Gekido tenemos un "Clima Furioso". Y, por último, nuestro protagonista, Kenshi, hace alusión a un "Espadachín Furioso".

2. Podría explicar ciertos detalles de la vida de sus padres y abuelos, pero vendrían con spoilers de la trama. Así que cerraré la boca por ahora y solo diré que la decisión de las Aguas Termales me vino a la mente tras ojear los diferentes mapas que andan creando la comunidad de fans.

3. El Médico, Hun Fitou, está inspirada en Barbarroja, de Akira Kurosawa. En la imagen del final podemos apreciar al actor Tojiro Mifune interpretando su último papel junto con el aclamado director de cine. Su nombre es un juego de palabras para referirnos a "Ciempiés", los cuales tendrán suma importancia más adelante. Además, quería utilizar médicos en la historia para darle importancia al tema de la salud.

4. Y para terminar con la lista, Kenshi no iba a ser mudo cuando comencé a escribir la primera versión. Ni siquiera era el protagonista, ni tampoco un reencarnado, si no más bien un secundario como Sakura. Quise cambiar los papeles ya que la historia me parecía más interesante desde su punto de vista, y porque los otros personajes estaban muy duros.


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En fin, dejad por aquí lo que queráis: tanto opiniones, como observaciones, o algo curioso que deseéis comentar sobre vuestras vidas si os apetece.

Este autor se despide por hoy.

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