║☔𝟷☔║ 𝚄𝚗 𝚗𝚞𝚎𝚟𝚘 𝚌𝚘𝚖𝚒𝚎𝚗𝚣𝚘
【☁『🌀』☁】
Un reguero helado de viento asolaba ese duro día de invierno con un clima nefasto. Afortunadamente, unas finas mantas de algodón formaban un cálido capullo arcoíris que me protegía y resguardaba de las bajas temperaturas de alrededor, para abrazarme con el calor que aquel nuevo cuerpo de bebé necesitaba urgentemente para sobrevivir.
Hubo un tiempo donde también pensé que sería feliz. Vagas mentiras que creí sin dudar. La luz, el verdadero motivo que nos hacía recorrer la senda de la vida, pese a las dificultades que se nos presentaban a medio camino, resultaron no ser más que palabras necias que carecían de un significado o sentido real. Siempre había tratado de tener una sonrisa en los labios, prácticamente, desde que comencé a gatear, pero esa emoción fue decayendo con el tiempo hasta tornarse en decepción y no recuperarse jamás. La vida era un sendero de confusión tan estrecho y zigzagueante que uno nunca sabía bien qué esperar del siguiente cruce a tomar. Por eso, al momento de descubrir que en verdad morí, y que aquella entidad haciéndose pasar por Dios no fue una mera ilusión borrosa e inconsciente, lloré desconsoladamente en el regazo de aquella mujer que me tomó en brazos y que llamaría «mamá».
«¿Qué buscas en tu nueva vida?»
La carroza se agitó de imprevisto. Unos gemidos ahogados salieron de mí, heridos y rostizados, al igual que cuando volví a nacer. La mujer, de cabellos cálidos como las velas que había repartidas en aquel oscuro y estrecho antro, me aupó, al tiempo que sus ojos celestes me observaban adulantes y de sus labios unas palabras brotaban con un cariñoso tono familiar:
—心配しないでください、ケンシ。 お父さんとお母さんがここにいます。 あなたには何も起こらないでしょ。
No podía comprender absolutamente nada de lo que decía. Curiosamente, reconocía el idioma japonés invadiendo cada una de sus oraciones, aunque de poco servía; una barrera lingüística se imponía entre ambos, de todas formas. Lo único que podía hacer era revolverme inquietamente y llorar bajo aquella gélida tormenta torrencial, que amenaza con volcar nuestro carruaje hacia un lado para tirarnos colina abajo, hacia una muerte inminente. Y como «mamá» me acunaba de forma maternal y protectora entre sus brazos, apenas era capaz de girar la cabeza y examinar el resto del interior de la carroza, por mucho que ya supiera que clase de aspecto tendría; colores variopintos, como gitanos, y apagados por la escasa luz que se filtraba de fuera. Confiaba que, de algún modo, el cerebro esponjoso de este nuevo cuerpo y la mentalidad adulta de mi anterior vida me hicieran procesar y aprender rápidamente el lenguaje de aquella nueva familia.
—子供を甘やかしすぎないでください、涼子!—La voz de la anciana de la casa (si tenía el derecho a llamarse casa siquiera) resonó desde el asiento del conductor, cuando tiró de las cortinas que preservaban adentro el calor.
—とんでもない! ケンシはとても強くて健康に成長しなければなりません —contestó «mamá», con un tono severo y esperanzador, mientras tiraba de la larga trenza anaranjada que pendía de su hombro izquierdo, para mostrar esa mezcla de emociones que procesaba en ese momento. Se escuchó a la anciana rechistar y a «papá», quien conducía las riendas de los corceles a través de la tormenta, soltar una carcajada sin decoro o respeto aparente por la pobre anciana. Seguramente se trataba de su suegra, teniendo en cuenta que ya les había visto discutir varias veces a lo largo de aquel viaje que no parecía tener fin.
Cerré los párpados y arrugué las pequeñas palmas de bebé que tenía por manos. Entonces las imágenes de cada uno vinieron a mí como una marea de recuerdos recientes: la «abuela» era idéntica a «mamá», vistiendo de igual forma con aquella ropa de estética china multicolor, ceñida y desvencijada, que colgaba de sus hombros, pero su cabello se hallaba desgastado y blanquecino, al igual que su cara, cuya rugosidad sobresalía por debajo de unos ojos hundidos y demacrados; «papá», en cambio, parecía más bien una especie de mercenario. Lucía un abrigo plateado de diseño coreano, guantes y botas militares, una capa marrón que caía medio raída a su espalda, hasta las rodillas, y una bufanda verde pino ceñida a su cuello con rigor para que el calor no abandonase tampoco su cuerpo durante la fría ventisca. Sus músculos me causaban algo de envidia, porque siempre había deseado poseer una constitución tan grande y fuerte como la suya. Asimismo, su rostro también se encontraba tallado como una piedra, con facciones anchas, prietas y gruesas que enaltecían sus radiantes ojos de color aceituna y su cabello azabache, tan oscuro y extenso como la mismísima noche. Por último, ambos adultos portaban enormes paraguas con espinas a sus espaldas, como si fueran a utilizarlos para combatir a manera de espadas.
En cierta forma, se asemejaban bastante (muchísimo) a la familia de Kagura Yato, de Gintama, la serie de anime que consiguió que escapara de la tristeza, la depresión y la soledad cuando más lo necesitaba. Aquello me resultó apaciblemente tranquilizante.
Poco después, fui quedándome dormido a medida que mamá comenzaba a cantar una nana acogedora y las fuerzas me iban abandonando, y sucumbí a la vida que me había sido concedida; como regalo o como condena, por mis antiguos pecados.
«¿Así será tu nueva vida?»
Me desperté luego de un largo rato de sueño, medianamente mareado. Una sacudida había azotado la carroza con tanta fuerza que fue inevitable que llorara como un crío; no controlaba mis emociones, a fin de cuentas, y tampoco es que tuviera otra forma de expresarme que no fuera sollozando a lágrima viva. Papá y la abuela se alteraron tan pronto como les fue posible, y mamá me abrazó con mucho más tesón y desesperación que antes, casi ahogándome, para calmar mi llanto y evitar que los gritos pertenecientes a los desconocidos que moraban fuera me desconcertaran. Hubo sonidos de hierro afilado desatándose bajo el sólido repiqueteo de la lluvia, al tiempo que unos paraguas se desplegaban y cubrían a quienes resguardaban la carroza desde el asiento del conductor.
Los racimos de gritos, chillidos, exclamaciones agudas y alaridos de terror nublaron la bocanada de aire fresco que hendía las cortinas de la carroza para congelar poco a poco su interior; de manera que mamá también tuvo que verse forzada a blandir su paraguas entre sus suaves y pálidas manos. Un patrón en espiral consumía los colores del arcoíris desde los bordes de las varillas hasta la contera, la cual también estaba aguzada y lista para matar a cualquiera que se atreviera a importunar su defensa. Mamá nos escudó a ambos con dicho paraguas, tanto del frío como de los bandidos contra los que la abuela y papá lidiaban, y sentí el calor emanando de su pecho; una sensación hogareña que pretendía hacerme dormir de nuevo al tratar de bajarme los párpados con cansancio, pero me rehusé a caer rendido tan fácilmente, y menos habiendo nacido tan cabezota, a pesar de que me hallara completamente agotado de repente. Necesitaba atisbar lo que sucedía en el exterior, así que preservaría ese interés hasta que ella se cansara de intentarlo.
Mamá suspiró cuando los gritos se vieron reducidos a simples jadeos de dolor, y al comprobar que no conciliaba el sueño, decidió llevarme con ella al exterior. Allí, lo primero que pude observar, además de la lluvia y las piedras que se resbalaban cuesta abajo por la falda de la montaña, para precipitarse hacia el gran vacío que había al otro lado del sendero que habíamos estado trazando durante días, fue a un grupo inmenso de bandidos desperdigados sobre el suelo empedrado y a varios de ellos gimiendo lamentablemente de dolor —mis ojos se horrorizaron del susto, ateo de crueldad—; algunos tenían sus extremidades arrancadas y pérdidas entre las rocas, otros llevaban sus cuerpos perforados y sus ojos salidos de sus cuencas, incluso había quienes recibieron contusiones tan leves, tan graves, que se sumieron inmediatamente en la absoluta oscuridad de la muerte. Ni un alma se libraba de los regueros de sangre perlando sus vestimentas o circulando en dirección al precipicio junto a las gotas de la lluvia. Parecía una masacre, un genocidio en toda regla. Un rayo tronó y cruzó el ancho cielo nublado, llenando el paisaje de colores blancos y negros, justo cuando la abuela y papá balancearon al son del viento sus paraguas para limpiar y despegar aquellas espesas manchas rojas que resultaban tan desagradables a la vista de un infante.
No pude contener las lágrimas en su sitio, ni los berridos magullados, sin creerme que personas de apariencia tan amable, humilde y bondadosa pudieran herir, torturar y asesinar a criminales, aunque fuera en defensa propia. Nunca había pensado que podía ser parte de una familia de asesinos, o prófugos de la ley, renegados, que escapaban sin un rumbo fijo para no volver a ser vistos por quienes habían lastimado en un pasado contiguo y desconocido.
Decepcionado, seguí llorando y estrechando la mirada en todas direcciones: al menos, hasta que un característico material de plata reluciente se coló en mi visión, y agrandé los ojos de la sorpresa cuando juré reconocerlo de algún lugar en particular; una larga bandana negra, con una placa metálica que brillaba incluso bajo aquella oscura noche de tormenta. El símbolo de unas hierbas brotando del suelo en forma de sierras se ilustraba en su cubierta, por detrás de un profundo corte horizontal que representaba su odio tribal hacia dicho carácter en especial.
Experimenté la súbita sensación de un nudo inflándose en la garganta, y temo que creció hasta que la voz me abandonó por completo en ese momento. Sin control, perdía aire que no podría recuperar jamás, ni exhalando con todas mis fuerzas. Pero eso daba igual, no podía concentrarme en nada más que aquella bandana.
Shinobis.
Había renacido en el Mundo Ninja del manga de Naruto, un lugar asolado por el odio y la crueldad de la guerra, al cual le deparaba un conflicto bélico tan grande e incontrolable que probablemente moriría junto al resto de mi nueva familia. Y, por lo que tenía justo delante, podía deducir que aquellos shinobis provenían seguramente de Kusagakure, o la Aldea Oculta de la Hierba, una ciudad/estado de política militar que yacía ubicada entre el País de la Tierra y el País del Fuego, donde vivían los verdaderos salvadores de aquel manga.
Entonces entendí por qué aquel Dios me envió allí, y sus últimas palabras cobraron sentido:
«Durante el periodo de la vida, las riquezas os pueden volver arrogantes y, a su vez, vulnerables. Pero la situación se invierte cuando uno confronta la muerte. Aquellos que nunca sentían lo que era la hambruna pasarán la eternidad sin poder siquiera saciar un poco sus estómagos, por mucho que coman. Y quiénes jamás gozaron de dinero, podrán ascender al Cielo y perdurar por el resto de la eternidad con los placeres que no pudieron probar en vida; en su Infierno. La culpa cambia. El destino también. Y como padre, te haré pasar por una condena que hará recapacitar tu pobre alma, hasta que seas merecedor de yacer junto al resto de tus hermanos o hermanas en las Puertas del Cielo...».
Él quería que aprendiera y que me buscara un lugar en el mundo, pese al rencor que bañaba los corazones de toda esa gente resignada a parar de luchar, y que adquiriera la felicidad y el conocimiento que era tan singular en quienes no poseían nada más que su familia. La condena se trataba de un estudio, de una forma en enseñanza, que corregía las mentes de aquellos que jamás lograron encontrarse a sí mismos, porque no había nada más cruel que una persona hundiéndose en la incertidumbre y la desolación, o ahogando sus penas en pasatiempos que le hacen más daño que bien; ya fueran toda clase de vicios, tanto drogas como apuestas. No obstante, aún me preguntaba si tendría la misma edad que Naruto para ayudarlo en sus andanzas o si, por el contrario, estaba destinado a vivir mi propia aventura en aquel mundo de infame naturaleza. El nudo se desligó de mi garganta casi al instante.
«¿Estás listo para comenzar tu nueva vida?»
Lo sabría con el tiempo.
Paré de gimotear, dificultosamente, ante las expectativas de mamá, que parpadeó en cuanto contempló que cambié de humor, y me abrazó. Sin mayor preámbulo, la abuela y papá nos obligaron a ingresar nuevamente en la carroza para reanudar una nueva marcha, emprender un nuevo camino, hacia una nueva vida, como gitanos que éramos. Y, en cuestión de minutos, dejamos atrás los cadáveres tendidos y los cuerpos inmundos de aquellos pobres hombres que trataron impunemente de robar nuestras pertenencias o, indirectamente, secuestrarnos. Aun así, yo oré por ellos en silencio, sin que nadie pudiera saberlo, mientras nos alejábamos de aquella emboscada fallida; pues esperaba que Dios los recibiera humildemente, de la misma forma que a mí, para entregarles con cortesía aquel regalo que tantísima gente necesitaba: una nueva oportunidad de empezar y enmendar sus errores pasados.
Tuve una vida antes de renacer en el Mundo Ninja, por lo que nunca estuve exactamente de acuerdo con cuál fue comienzo de esta historia. Pero, indudablemente, aquel día lluvioso y electrizante fue muy determinante para mí, ya que también fue el día en que decidí recorrer un sendero de paz, bondad y perdón, por sobre todo lo demás. Así que, sí, podría decirse que ese fue el verdadero comienzo de esta historia. La historia de cómo la condena que Dios me impuso en contra de mi voluntad fue usada para salvar a aquellos que más sufrían en soledad.
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2350 palabras.
NOTAS
- Hoy no tenemos demasiados detalles que explicar, de modo que traduciré el guion del japonés al español. Quiero recalcar que hubo algunos problemas en la traducciones, así que no son del todo exactas, pero si lo que quería que pusiera:
1. No te preocupes, Kenshi. Mamá y papá están aquí. No te pasará nada de nada con nosotros aquí.
2. ¡No mimes demasiado al niño, Ryoko!
3. ¡De ninguna manera! Kenshi debe crecer fuerte y saludable.
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En fin, dejad por aquí lo que queráis: tanto opiniones, como observaciones, o algo curioso que deseéis comentar sobre vuestras vidas si os apetece.
Este autor se despide por hoy.
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