𓏲 ๋࣭ ࣪ ˖🎐dos
El amanecer se filtraba suavemente a través de las finas cortinas de seda, bañando la habitación en una luz dorada y cálida. La brisa matinal agitaba levemente las telas, haciendo danzar las sombras en las paredes decoradas con intrincados grabados de flores de loto y dragones.
Hu YeTao despertó con la sensación placentera del sol acariciando su piel. Su respiración era pausada y tranquila mientras parpadeaba lentamente, permitiendo que su visión se acostumbrara a la tenue claridad.
No se apresuró a moverse. Disfrutó del momento, con la seda fresca de las sábanas rozando su piel desnuda, el murmullo de la ciudad despertando en la distancia y el leve perfume a jazmín que aún flotaba en el aire, reminiscencia de la noche anterior.
Hoy sería un día importante.
Kunpimook Bhuwakul.
Ese era el nombre del hombre que pronto conocería. Un noble poderoso, con riquezas que se extendían más allá de lo imaginable, jefe del ejército tailandés y un guerrero imponente. Su reputación había llegado a sus oídos a través de clientes y conocidos que no hablaban de otra cosa más que de la llegada de este hombre a China.
Los rumores hablaban de su fortaleza física, de su destreza con la espada y de la disciplina que imponía a sus hombres. Algunos afirmaban que su cuerpo había sido esculpido por la guerra, que su abdomen era firme como la piedra y que su mera presencia bastaba para someter a quienes lo rodeaban.
Otros, más atrevidos, hablaban de su masculinidad como una bendición de los dioses, un don que no podía ser ignorado.
YeTao sonrió para sí.
Sería un desperdicio no ponerlo a prueba.
Lentamente, apartó las sábanas y se incorporó, dejando que su largo cabello negro y ondulado cayera por su espalda en una cascada de ébano. Caminó descalzo hasta el tocador, donde vertió agua fresca en un cuenco de porcelana azul y lavó su rostro con movimientos elegantes y calculados.
Su reflejo en el espejo de bronce le devolvió la mirada.
Hu YeTao no era simplemente hermoso. Su belleza era algo que trascendía lo mundano, algo cuidadosamente esculpido a lo largo de los años. Su piel era tersa como el jade más puro, sus ojos oscuros como la noche y sus labios curvados con una arrogancia natural.
Tomó la peineta de marfil que había recibido esa misma mañana de un admirador, un regalo más de los muchos que coleccionaba sin esfuerzo. Pasó la peineta por su cabello con delicadeza, asegurándose de que cada hebra cayera en su lugar.
Perfecto.
Su atuendo no sería menos impecable. Escogió una túnica de seda blanca con detalles dorados en las mangas y el cuello, ligera y fluida, diseñada para moverse con él como una segunda piel. El cinturón de brocado ceñía su cintura, resaltando su figura delgada pero esbelta. Añadió un par de brazaletes de oro en sus muñecas, lo suficiente para resaltar sin opacar su propia presencia.
Antes de salir, dio una última mirada a su reflejo.
—Hoy, me pertenecerá.
Y con esa promesa, abandonó la habitación.
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El sol ya estaba alto cuando YeTao salió a las calles, acompañado por una pequeña figura que trotaba a su lado con pasos ligeros.
XiChen, una niña de doce años, lo miraba con ojos brillantes llenos de emoción. Con su pequeño cuerpo envuelto en una túnica sencilla de tonos pasteles y su cabello recogido en dos trenzas, parecía frágil, casi irreal, como una marioneta de porcelana.
Hu YeTao siempre había sentido una afinidad con ella. Como él, XiChen era huérfana, recogida por la casa de doncellas cuando era apenas un bebé. Crecieron en el mismo mundo, rodeados de risas forzadas y miradas calculadoras, aprendiendo desde pequeños que la belleza podía ser un arma y el deseo ajeno, una herramienta.
—Dicen que el noble tailandés llega hoy —comentó XiChen con un susurro ansioso.
YeTao arqueó una ceja, disfrutando del interés que todos parecían tener por ese hombre.
—Eso dicen.
—También dicen que es tan fuerte como los guerreros de los cuentos... que su piel es bronceada por el sol y que los dioses lo han bendecido con una masculinidad imposible de ignorar.
YeTao dejó escapar una risa suave.
—¿Tanto así?
—¿Tú crees que será guapo?
YeTao giró el rostro hacia la niña y sonrió con diversión.
—Si no lo es, será una gran decepción.
XiChen rió ante la respuesta y, con la espontaneidad propia de su edad, tiró de la manga de su túnica para arrastrarlo hacia un puesto de dulces.
La vendedora, una anciana de rostro amable, levantó la vista al verlos y sonrió con calidez.
—YeTao, vienes radiante esta mañana —comentó con admiración—. ¿A quién piensas hechizar ahora?
YeTao tomó uno de los dulces de loto y lo llevó a sus labios con lentitud. Saboreó el bocado antes de responder.
—A un noble que aún no sabe que será mío.
La mujer soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—Pobre hombre... no tendrá escapatoria.
YeTao sonrió con esa confianza que lo caracterizaba. Nadie escapaba de él.
Continuaron recorriendo el mercado, deteniéndose de vez en cuando para observar telas finas, joyas importadas y perfumes traídos de tierras lejanas. Dondequiera que pasara, las miradas se posaban en él. Algunos susurraban, otros simplemente admiraban en silencio.
No le molestaba.
Le pertenecía a la gente tanto como la gente le pertenecía a él.
El día transcurrió sin prisa, entre risas con XiChen, conversaciones triviales y juegos de seducción silenciosos con aquellos lo suficientemente valientes para sostenerle la mirada.
Pero en su interior, su mente seguía enfocada en lo mismo.
Kunpimook Bhuwakul.
La espera estaba a punto de terminar.
La noche siguiente, bailaría para él.
Y entonces, todo comenzaría.
El mercado bullía de vida bajo el sol radiante del mediodía, donde los aromas de especias, incienso y té se mezclaban con el aire tibio. Las calles adoquinadas eran un desfile de colores: sedas colgadas en puestos de mercaderes, frutas vibrantes dispuestas en grandes canastos y joyas relucientes que captaban cada destello de luz.
Hu YeTao caminaba entre la multitud con su porte elegante, el mentón ligeramente elevado y los labios curvados en una media sonrisa. A su lado, XiChen avanzaba dando pequeños saltos, sujetando con ambas manos el mango de un dulce en forma de flor de loto, que mordisqueaba con deleite.
—YeTao-ge, ¿crees que algún día podré tener una túnica como esa? —preguntó la niña, señalando un vestido de seda blanca bordado con hilos dorados.
El doncel siguió la dirección de su dedo y contempló la prenda expuesta en un puesto de telas finas. Sonrió con indulgencia antes de revolverle el cabello con suavidad.
—Cuando aprendas a bailar como yo, te lo compraré.
XiChen infló las mejillas, fingiendo indignación.
—¡Pero yo ya bailo bien! JiZhen-jie dice que tengo talento.
YeTao soltó una risa melodiosa.
—Talento no es suficiente, pequeña. Necesitas perfección.
XiChen frunció el ceño, pero no insistió. En cambio, jaló suavemente la manga de YeTao y lo dirigió hacia otro puesto, donde un anciano vendía ornamentos para el cabello.
—Mira, gege. Te quedaría bien esta.
YeTao bajó la mirada y observó la peineta que la niña señalaba: estaba hecha de madera oscura y decorada con un zorro dorado tallado en su centro.
Un zorro...
Sus dedos rozaron el objeto con ligereza.
—¿Te gusta? —preguntó el anciano con voz áspera, observándolo con curiosidad.
YeTao sonrió con gentileza y sacó unas monedas de su faja.
—Me lo llevo.
El anciano tomó el pago sin hacer preguntas, pero antes de entregarle la peineta, dijo en un tono más bajo:
—Los zorros traen fortuna... o desgracia. Depende de cómo sean tratados.
YeTao sostuvo su mirada por un segundo antes de tomar la peineta y colocarla entre sus mangas.
—Entonces procuraré ser bien tratado.
XiChen no prestó atención a la conversación, ya que su atención fue capturada por otro puesto, donde se exhibían pequeñas figurillas de porcelana. La niña corrió hacia ellas con emoción, dejando a YeTao con sus pensamientos.
Un zorro...
No era la primera vez que alguien insinuaba que su naturaleza era la de un espíritu travieso. Lo tomaba como un cumplido.
Porque al igual que los huli jing de las leyendas, él también era un maestro de la seducción.
Después de comprar algunos dulces para XiChen y un par de cintas de seda para su propio cabello, YeTao se dedicó a lo que realmente le interesaba: escuchar.
El mercado era un lugar perfecto para los rumores.
Entre los mercaderes y clientes había comerciantes que venían de otras tierras, burócratas que pasaban información mientras compraban, esposas de ministros que hablaban sin prudencia.
Y hoy, todas las conversaciones giraban en torno a un solo nombre.
Kunpimook Bhuwakul.
Los soldados tailandeses ya estaban en la ciudad. El noble había llegado con su séquito y se hospedaba en la residencia de un alto funcionario chino. Algunos decían que tenía la presencia de un rey, otros que su sola mirada podía hacer temblar a cualquier hombre.
YeTao sonrió, satisfecho.
—Mañana por la noche vendrá a la casa de doncellas —susurró una mujer a su amiga, a pocos pasos de él.
YeTao sintió una oleada de placer recorriéndole la piel.
Perfecto.
Respiró hondo y miró hacia el cielo despejado, como si pudiera ver su destino escrito en las nubes.
Mañana, ese hombre lo vería. Y cuando lo hiciera...
Caería en su trampa.
La tarde transcurrió lentamente, teñida de un dorado cálido que se filtraba entre los techos de teja roja y los estandartes de seda colgados en los puestos del mercado. Hu YeTao y XiChen deambularon entre las calles con la naturalidad de quienes estaban acostumbrados a moverse en un mundo que los miraba con una mezcla de fascinación y recelo.
Mientras XiChen mordisqueaba otro dulce, YeTao mantenía su mirada en el horizonte. Su mente estaba en otro sitio.
Cada palabra escuchada sobre el noble tailandés encendía su curiosidad y su ambición. Lo imaginaba sentado en una gran mesa rodeado de hombres poderosos, con su espalda recta, sus ojos afilados como los de un tigre, su mandíbula marcada por la dureza de un guerrero. Se lo imaginaba moviéndose con la certeza de quien sabe que el mundo entero podría inclinarse ante él si así lo quisiera.
Pero ningún hombre es inmune a la belleza.
Kunpimook Bhuwakul podía tener ejércitos, riquezas y poder, pero YeTao tenía algo igual de peligroso: la capacidad de doblegar voluntades sin necesidad de espadas.
Mañana por la noche...
No, no esperaría hasta la noche.
Ese hombre llegaría antes, quizás al atardecer. YeTao lo sabría, porque los rumores volarían más rápido que el viento.
Y él estaría preparado.
Al caer la tarde, el bullicio del mercado se apagaba poco a poco. YeTao y XiChen regresaron a la casa de doncellas, un imponente edificio de madera y papel de arroz con techos curvados, faroles encendidos en cada rincón y el dulce aroma de incienso envolviendo la entrada.
El interior del prostíbulo estaba lleno de risas, susurros y música. Algunas chicas ya estaban preparándose para la noche, arreglándose frente a espejos de bronce, pintando sus labios de rojo o adornando sus cabellos con perlas y flores.
YeTao pasó entre ellas con la gracia de un emperador.
—¿Dónde estabas? —preguntó JiZhen, su compañera y confidente, mientras se inclinaba sobre un tocador, delineando sus ojos con kohl oscuro.
—En el mercado —respondió YeTao con naturalidad, sentándose en un cojín bordado—. Quería ver la ciudad antes de que llegara nuestro invitado especial.
JiZhen sonrió con picardía.
—¿Así que tú también has oído hablar de él?
—No hay nadie que no lo haya hecho.
—Dicen que es un hombre imponente, un guerrero con la piel dorada por el sol.
—También dicen que los dioses lo bendijeron de muchas maneras... —YeTao dejó la frase en el aire, con un brillo malicioso en la mirada.
JiZhen soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—No tienes remedio.
—No lo necesito —replicó él con una sonrisa felina—. Lo que necesito es conocerlo.
JiZhen suspiró y dejó el pincel sobre la mesa.
—No creo que sea un hombre fácil de atrapar.
—No necesito que sea fácil, solo necesito que me mire.
Silencio.
JiZhen lo miró con atención, como si tratara de descifrar las intenciones ocultas detrás de sus palabras. Finalmente, sonrió con resignación.
—Entonces supongo que mañana será una noche interesante.
YeTao no respondió. No necesitaba hacerlo.
Cuando Hu YeTao no estaba danzando sobre el escenario, envuelto en sedas traslúcidas que jugaban con la imaginación de sus admiradores, su mundo en la casa de doncellas era un universo distinto, uno que solo aquellos lo suficientemente cercanos podían presenciar.
Las velas de la gran sala se apagaban poco a poco cuando la última función terminaba, y el perfume embriagador de incienso y vino quedaba suspendido en el aire. Los clientes más acaudalados se retiraban con doncellas colgadas de sus brazos, riendo y murmurando promesas que rara vez cumplían. Los menos afortunados se marchaban con el deseo aún encendido en sus miradas, anhelando haber tenido una oportunidad de tocar siquiera la piel de Hu YeTao.
Pero él nunca se entregaba. No de la manera en la que los demás lo hacían.
Después del espectáculo, YeTao solía retirarse a sus aposentos, situados en la parte más resguardada del prostíbulo. Su habitación no era como las de sus compañeras, llenas de perfumes y espejos para agradar a los clientes. Su santuario era un lugar de misterio y lujos bien escogidos.
El biombo de madera lacada que separaba su cuarto estaba pintado con zorros dorados corriendo bajo la luz de la luna. La habitación era amplia y olía a jazmín y almizcle, con cortinas de seda cubriendo las ventanas para mantener siempre una atmósfera íntima. Sobre la mesa de té, una bandeja de porcelana contenía frutas frescas y dulces que solo él podía tocar, obsequios de admiradores que esperaban ganarse su favor.
El centro de la habitación estaba dominado por un diván de terciopelo oscuro, cubierto con cojines bordados. Era allí donde Hu YeTao se recostaba después de sus presentaciones, aún con la piel brillando por la danza, el cabello húmedo por el sudor y las emociones contenidas vibrando en su interior.
Se quitaba las prendas poco a poco, desatando los nudos de sus vestimentas con la misma calma con la que tejía sus intrigas. Luego, tomaba la peineta que había comprado en el mercado y deslizaba sus dedos por su cabello negro y ondulado, desenredándolo con cuidado.
Cada noche, antes de dormir, revisaba los obsequios que le habían dejado. Algunos eran cartas escritas con tinta dorada, declarando amor eterno. Otros eran joyas, collares de perlas o anillos de jade. YeTao los observaba con una sonrisa felina, decidiendo cuáles merecían ser guardados y cuáles serían entregados a JiZhen para revenderlos.
El amor de los hombres era voluble, pero sus riquezas no.
Sin embargo, no todas sus noches eran solitarias.
Había momentos en los que recibía visitas en su aposento. No eran clientes cualquiera. Eran hombres importantes: nobles, generales, diplomáticos. Ellos no venían a comprar su cuerpo, sino algo más valioso: su favor.
Sentados frente a él, con copas de licor en mano, estos hombres hablaban, confiaban en él, le revelaban secretos que ni siquiera sus esposas conocían.
YeTao los escuchaba con la mirada baja, con una expresión de dulce curiosidad, mientras en su mente las piezas de su juego se acomodaban solas.
Cada palabra era un hilo que él tejía a su conveniencia.
A veces, fingía timidez, apartando la mirada cuando alguno de ellos se acercaba demasiado. Otras veces, inclinaba levemente la cabeza, permitiendo que su cabello cayera sobre su hombro de manera provocativa.
Nunca necesitaba decir demasiado. Sabía que los hombres no se enamoraban solo de cuerpos hermosos, sino de ilusiones. Y él era el maestro de la ilusión.
Más allá de la seducción, Hu YeTao también dirigía la casa de doncellas desde las sombras. JiZhen podía ser la cara visible, la que manejaba los asuntos diarios, pero él era el verdadero poder detrás del lugar.
—Esta semana, el ministro nos ha enviado a dos de sus hombres para espiar a uno de los oficiales —murmuró JiZhen una noche, mientras YeTao bebía té de loto.
—Déjalos. Que se diviertan un poco antes de que el escorpión los alcance —respondió él con una sonrisa enigmática.
Las casas de placer no solo eran para el goce. Eran un campo de batalla donde la información era la moneda más valiosa. YeTao conocía los pecados de los hombres poderosos, y con ellos, podía moldear su destino.
Sabía quién tenía una esposa enferma y se refugiaba en el alcohol. Sabía quién tenía deudas de juego y quién era amante de un enemigo político.
Sabía quién caería primero cuando el equilibrio de poder cambiara.
Y pronto, muy pronto, llegaría un hombre cuya caída quería presenciar de cerca.
Aquel general del que tanto se hablaba, pues sus tropas ya se encontraban en esas tierras. Aquel hombre del que no paraba de pensar, su misterio solo hacia que se sintiera más intrigado por él.
YeTao sonrió para sí mismo, recostándose en su diván mientras acariciaba la peineta con el símbolo del zorro.
Pronto, ese hombre entraría en su mundo. Y cuando lo hiciera...
Sería suyo.
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La luna ascendía lenta en el cielo, envolviendo la ciudad con su luz plateada. Dentro de la casa de doncellas, la atmósfera ya vibraba con la excitación de otra noche de espectáculo. Las doncellas se preparaban entre risas y susurros, vistiéndose con sedas ligeras, perfumando sus cuerpos con aceites dulces y probando frente al espejo sonrisas que prometían amor efímero.
Pero en una habitación apartada del bullicio, un ser de belleza irreal se vestía con una delicadeza casi ritual.
Hu YeTao estaba de pie frente a su espejo de bronce pulido, su reflejo iluminado por la tenue luz de las linternas de papel rojo que oscilaban con la brisa nocturna. Sus dedos largos y esbeltos pasaban con precisión por cada hebra de su cabello, asegurándose de que quedara perfectamente acomodado. Su melena negra y ondulada caía en cascada sobre su espalda, brillante como la obsidiana bajo la luz de las velas.
Esta noche, se preparaba para él.
Para Kunpimook Bhuwakul.
El noble tailandés, el general imbatible, el hombre cuyo nombre se susurraba con admiración y temor por igual.
YeTao eligió con cuidado sus ropajes, optando por un atuendo más llamativo de lo habitual. Una túnica de gasa blanca semitransparente se ceñía a sus hombros, dejando entrever la delicada línea de sus clavículas y el sutil contorno de su torso. La prenda tenía bordados dorados en forma de dragones entrelazados, criaturas mitológicas que parecían moverse con cada suave respiración suya.
Bajo la túnica, llevaba unos pantalones de seda negra, ajustados a sus muslos y anudados con una faja color carmesí que resaltaba su esbelta figura. Los extremos del lazo caían a un costado de sus caderas, sugiriendo un desorden calculado, como si alguien lo hubiera desatado y no se hubiera molestado en atarlo de nuevo.
Sus pies, pequeños y elegantes, estaban cubiertos por zapatillas bordadas con hilos dorados.
Por último, tomó el velo de seda fina que solía usar en sus presentaciones. Esta vez, lo dejó caer suavemente sobre su cuello en lugar de cubrir su rostro por completo. Quería que él lo viera.
Que viera la belleza que todos anhelaban pero ninguno poseía.
Sentado frente al espejo, YeTao deslizó una brocha de pelo suave sobre su rostro, cubriendo su piel con un polvo perfumado que la hacía lucir impecable, como porcelana fina.
Oscureció sus cejas con tinta de carbón, dándoles una curva perfecta, felina, seductora. Sus ojos, ya naturalmente intensos, fueron realzados con un trazo de kohl negro que alargaba su forma almendrada, dándole un aire etéreo y peligroso. En sus párpados, un leve toque de polvo dorado brillaba bajo la luz, haciendo que sus pupilas parecieran aún más profundas, como un lago prohibido en el que cualquiera podía perderse.
Sus labios, su mayor arma, fueron pintados de un rojo profundo, similar al de los pétalos de una peonía en plena floración. Un rojo que prometía pasión, pero también destrucción.
Cuando todo estuvo listo, YeTao se miró en el espejo y sonrió con satisfacción.
Perfecto.
Pero cuando se disponía a salir de la habitación, escuchó el murmullo de las doncellas en el pasillo.
—Dicen que el general tailandés no vendrá esta noche —susurró una de ellas, acomodándose el cabello con un alfiler de jade.
—¿De verdad? —respondió otra—. JiZhen mencionó que sus hombres han partido temprano. Tal vez tuvo algo más importante que hacer.
Hu YeTao se detuvo en seco.
No vendría.
Kunpimook Bhuwakul, el hombre que él había querido impresionar, aquel cuya atención deseaba capturar esta noche, no se dignaría a aparecer.
Un escalofrío de frustración recorrió su espalda desnuda. Había elegido cada detalle de su vestimenta, se había maquillado con precisión, había permitido que la emoción de la anticipación calentara su sangre... ¿para nada?
Sus labios pintados de rojo se curvaron en una sonrisa irónica.
"Interesante."
Miró su reflejo una vez más y, con una exhalación lenta, se quitó de encima aquel veloz y girando levemente su fino cuerpo se estiró hasta alcanzar la pequeña y fina máscara de zorro, no valía la pena mostrar su rostro si quién deseaba que lo viera no estaría.
Si el general no venía a él esta noche, entonces simplemente haría que lamentara no haberlo hecho.
El sonido de los tambores reverberaba en el aire como un latido primitivo. La música era un canto sensual a la noche, un hechizo tejido con cuerdas de laúd y el eco de flautas suaves, acompañadas por el compás cadencioso de palmas y murmullos ahogados.
Hu YeTao danzaba en el centro de todo, la figura más radiante en aquel mar de sombras y deseo.
Su túnica de seda escarlata flotaba alrededor de su cuerpo con cada giro, apenas una fina barrera entre su piel y las miradas hambrientas que lo devoraban. Su cabello negro y ondulado se había entrelazado con cuentas doradas que tintineaban con cada movimiento, mientras que su maquillaje resaltaba la exquisitez de su belleza, con labios carmesí y delineados ojos de zorro, alargados y misteriosos.
Esa noche, bailaba con una intención distinta.
Cada curva de su cuerpo al compás de la música era una invitación, cada roce de sus propias manos contra su piel una provocación calculada.
Pero entonces, lo sintió.
Una presencia distinta entre la multitud.
Su instinto jamás le fallaba.
Se detuvo un segundo—un parpadeo fugaz, apenas perceptible para los demás—y escaneó el lugar con la mirada mientras su cuerpo seguía en movimiento, felino, hipnótico.
Y entonces lo vio.
En un rincón apartado del salón, donde las luces de las linternas rojas se desvanecían en sombras danzantes, un grupo de hombres permanecía de pie, vigilantes y ajenos a la embriaguez de la lujuria y el vino.
Guerreros.
Pero entre ellos, un solo hombre irradiaba una presencia avasalladora.
Kunpimook Bhuwakul.
El general tailandés.
Era imposible confundirlo.
La armadura negra y dorada se ajustaba a su cuerpo con la perfección de una segunda piel, resaltando la magnitud de su físico. Alto, con hombros anchos y una postura imponente que denotaba poder absoluto. Su cabello castaño oscuro caía con descuido sobre su frente, pero lo que más resaltaba en él eran sus ojos.
Negros como la medianoche.
Fijos en él.
YeTao sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no de miedo.
Era emoción.
Se había preparado para este momento, pero jamás imaginó que la mirada de un hombre pudiera hacerle sentir tal intensidad. Kunpimook no lo miraba como los demás hombres lo hacían, con lujuria desenfrenada o deseo impaciente.
No.
Él lo observaba con la cautela de un depredador midiendo a su presa.
Pero Hu YeTao no era presa de nadie.
Sonrió apenas, con la certeza de que era él quien tenía el control.
Si Kunpimook Bhuwakul era un cazador... entonces se aseguraría de ser la presa más difícil de atrapar.
Sus movimientos cambiaron, sutiles pero letales.
Ahora no bailaba para los demás.
Solo para él.
Se acercó al borde del escenario con pasos deliberadamente lentos, dejando que las telas de su túnica se deslizaran por su piel con la misma delicadeza con la que un amante recorrería a su amado en la penumbra. Sus caderas se movían con una cadencia exquisita, sus manos rozaban su propio cuello, sus clavículas, dejando en evidencia la suavidad de su piel.
La tensión en la sala se hizo palpable.
Los hombres contuvieron el aliento.
Pero YeTao solo tenía ojos para uno.
Kunpimook.
Y aunque el general no mostró reacción, Hu YeTao vio los pequeños indicios de su lucha interna: el sutil apretar de su mandíbula, la manera en que sus dedos se cerraron con más fuerza sobre el reposabrazos de su asiento.
Lo deseaba.
Pero no iba a ceder.
Qué interesante.
YeTao giró sobre sí mismo, permitiendo que la seda ondeara en el aire como el agua de un río. Su cabello flotó con el movimiento, liberando el delicado aroma a jazmín y almizcle que siempre impregnaba su piel.
Con un último giro, se detuvo.
La música alcanzó su punto más alto.
Y entonces, con un gesto casi reverencial, deslizó los dedos por los bordes de su máscara.
El tiempo pareció detenerse.
Los murmullos se desvanecieron.
Los hombres en la sala, aquellos que habían visto su danza cientos de veces, contuvieron la respiración.
La máscara cayó al suelo con un suave sonido de seda deslizándose sobre madera.
El zorro finalmente mostraba su verdadero rostro.
Hu YeTao inclinó la cabeza apenas, dejando que la luz de las linternas iluminara sus rasgos con un brillo etéreo.
Su piel, suave como la porcelana más fina. Sus labios, curvados en una sonrisa apenas perceptible. Y sus ojos, oscuros, insondables, reflejando el fuego de las llamas que danzaban a su alrededor.
Pero él no miró a nadie más.
Solo a Kunpimook.
El general tailandés no parpadeó, no apartó la mirada, pero ahora en su expresión había algo más.
Hu YeTao reconocía ese brillo.
Deseo.
Peligro.
Interés.
El aire se volvió espeso entre ellos, como si una tormenta estuviera a punto de desatarse. YeTao alzó un poco el mentón, como un rey que concedía una audiencia a su súbdito.
Ven por mí, general.
Y sin decir una sola palabra, giró sobre sus talones y desapareció entre las sombras del escenario.
Los murmullos se alzaron tan pronto como Hu YeTao desapareció tras los cortinajes del escenario. La sala estaba sumida en un silencio tenso, como si la audiencia no supiera si debía aplaudir o simplemente contener la respiración. El eco de la última nota de la música aún vibraba en el aire, pero la única reacción que YeTao esperaba era la del hombre que había cautivado con su danza.
Kunpimook Bhuwakul.
El general no se había movido. Seguía ahí, imponente en su asiento, con su espalda recta como si estuviera en plena estrategia de guerra. Pero sus ojos, aquellos ojos oscuros y profundos como la noche sin luna, aún estaban fijos en donde Hu YeTao había estado momentos antes.
Perfecto.
YeTao dejó escapar una risa baja, casi silenciosa, mientras se adentraba en los pasillos traseros del burdel. El aire allí era más fresco, menos cargado de deseo y sudor, pero no menos intrigante. Se dirigió a su alcoba con pasos ligeros, la seda de su túnica aún ondeando con cada movimiento.
—¿Qué piensas hacer ahora? —La voz de JiZhen interrumpió sus pensamientos.
YeTao sonrió sin volverse hacia ella. Se detuvo frente a un espejo de cuerpo entero y se observó con detenimiento. La luz de las velas iluminaba su piel como si estuviera bañada en oro, y su cabello oscuro caía en suaves ondas sobre sus hombros. Sus labios, aún pintados de rojo carmesí, estaban curvados en una mueca de satisfacción.
—No tengo prisa, querida hermana. —Su tono era tranquilo, casi perezoso—. Los hombres como él disfrutan de la caza. ¿Por qué privarlo del placer de perseguirme un poco?
JiZhen, apoyada en la pared con los brazos cruzados, suspiró.
—Juegas con fuego.
—¿Y cuándo no lo he hecho?
El brillo travieso en sus ojos era inconfundible.
JiZhen negó con la cabeza y se alejó, dejándolo solo.
Hu YeTao continuó observándose en el espejo. Sus dedos rozaron su propia clavícula, bajando lentamente hasta su pecho, donde la tela de la túnica apenas cubría su piel.
Sí, Kunpimook Bhuwakul lo desea.
Pero deseo y posesión eran dos cosas muy distintas.
Y YeTao no era un hombre fácil de tomar.
Se giró con gracia y caminó hacia la puerta de su alcoba. Afuera, las risas y conversaciones aún llenaban el burdel, pero él no tenía intención de volver al salón esa noche. Si el general quería algo de él, tendría que buscarlo.
Se acomodó en su lecho, dejando que la brisa nocturna entrara por la ventana entreabierta. Cerró los ojos por un instante, recordando la forma en que aquellos ojos oscuros lo habían devorado sin pudor alguno.
Mañana será un día interesante.
O tal vez, solo tal vez, ese momento que el doncel tanto anhelaba estaba más cerca de lo pensado.
La sala aún estaba sumida en un silencio cargado de deseo cuando Hu YeTao dejó el escenario. Su respiración estaba acompasada, su piel aún ardía por el roce de las telas contra su cuerpo, y el perfume de incienso y licor embriagaba el ambiente. Sin embargo, en su mente, solo había un pensamiento claro: Kunpimook Bhuwakul.
Lo había visto. Sentado en aquel trono improvisado, con su armadura reflejando la luz de las lámparas de aceite, sus ojos clavados en él, oscuros, afilados, como un cazador acechando a su presa.
Que me persiga. Que intente atraparme.
Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible mientras se adentraba en los pasillos traseros del burdel. El murmullo de las demás cortesanas y los clientes ebrios quedaba atrás, permitiéndole un respiro en el silencio de sus aposentos privados.
Se dejó caer en un diván de seda roja, sus piernas apenas cubiertas por la túnica ligera que llevaba puesta. Aún podía sentir la mirada de Bambam recorriendo su cuerpo como brasas ardientes. Cerró los ojos por un momento, recordando la intensidad con la que había sido observado durante su danza.
¿Vendrá a mí esta misma noche?
Ese pensamiento le provocó un leve cosquilleo en la piel. Le gustaba jugar, provocar, encender pasiones ajenas hasta dejarlas al borde de la desesperación. Sin embargo, antes de que pudiera perderse en su propia satisfacción, una voz familiar lo sacó de sus pensamientos.
—YeTao.
Abrió los ojos y giró el rostro lentamente. Frente a él, de pie con los brazos cruzados y la mirada inquisitiva, estaba Madame Zhao, una de las superiores del burdel. Vestía sus habituales túnicas de brocado rojo oscuro, y su cabello estaba recogido con alfileres dorados.
—Alguien te espera en la habitación principal.
YeTao resopló con fastidio y recargó la cabeza contra el respaldo del diván.
—¿No pueden esperar hasta mañana? —murmuró, deslizando una mano sobre su muslo desnudo, en un gesto perezoso.
Madame Zhao chasqueó la lengua, como solía hacer cuando alguien la irritaba.
—No creo que quieras hacer esperar a este cliente.
Algo en su tono lo hizo detenerse. La miró con el ceño apenas fruncido, tratando de encontrar algún indicio en su expresión. No tardó mucho en comprender.
Es él.
Kunpimook Bhuwakul.
El hombre del que todos hablaban. El hombre que dirigía a todo un ejército.
De repente, la impaciencia se disipó, reemplazada por una mezcla de satisfacción y anticipación.
Vaya, qué rápido.
No esperaba que el general actuara tan pronto. Esperaba que se resistiera, que intentara convencerse a sí mismo de que no debía caer en la tentación. Pero ahí estaba, en la habitación principal, esperándolo.
YeTao bajó las piernas del diván con elegancia y se incorporó lentamente. Llevó una mano a su cabello largo, acomodando algunas ondas sueltas. Sabía que se veía impecable, pero no podía permitir que nada estuviera fuera de lugar. No cuando su presa finalmente había caído en su red.
Con paso elegante, comenzó a avanzar por los pasillos, su túnica de gasa translúcida rozando el suelo. El ligero vaivén de sus caderas era natural, inconsciente, una característica propia de su andar.
El burdel aún estaba lleno de vida. Las demás cortesanas reían y coqueteaban con sus clientes, mientras la música de los instrumentos tradicionales llenaba el aire con una melodía suave y seductora. El aroma del incienso se mezclaba con el de las velas encendidas, creando un ambiente en el que la realidad parecía desvanecerse.
Mientras caminaba, algunos hombres lo miraban de reojo, aún embelesados por su danza. Lo deseaban. Todos lo hacían. Pero ninguno de ellos tenía la posición para poseerlo.
Excepto él.
Kunpimook Bhuwakul.
YeTao sonrió para sí mismo y se detuvo ante la puerta de la habitación principal. Inspiró profundamente y dejó que su expresión se suavizara. Siempre debía parecer una criatura etérea, inalcanzable.
Empujó la puerta con suavidad y entró sin hacer ruido.
Kunpimook estaba de pie junto a una de las mesas bajas, con la espalda recta y los brazos cruzados sobre su pecho. Aún llevaba parte de su armadura, lo que hacía que su presencia fuera imponente, como si el poder mismo se materializara en él.
Sus ojos oscuros se alzaron en cuanto la puerta se abrió, y su mirada se encontró con la de YeTao.
El doncel sonrió con sutileza y dio un par de pasos hacia el centro de la habitación.
—General.
Su voz era suave, aterciopelada, como un canto seductor en medio de la noche.
Bambam no respondió de inmediato. Lo observó, recorriendo su figura con descaro, como si quisiera memorizar cada detalle de su cuerpo.
YeTao inclinó levemente la cabeza, permitiendo que su cabello ondulado cayera sobre su hombro.
—¿No pensaba que vendría tan pronto? —murmuró el general, finalmente rompiendo el silencio.
YeTao dejó escapar una pequeña risa.
—De hecho, pensaba que me haría esperar un poco más.
Kunpimook esbozó una leve sonrisa, pero sus ojos permanecieron serios.
—¿Siempre estás tan seguro de ti mismo?
YeTao caminó con calma hasta la mesa y tomó una copa de licor dulce. Se la llevó a los labios, degustando el sabor antes de responder.
—Siempre.
El general lo observó en silencio, como si intentara descifrarlo.
YeTao dejó la copa sobre la mesa y se acercó lentamente a él.
—¿Entonces, qué lo ha traído hasta aquí, general? —susurró, inclinándose apenas hacia su oído.
Kunpimook no se movió, pero su respiración se volvió más lenta.
YeTao sonrió. Ya lo tenía.
La habitación estaba sumida en una penumbra cálida, iluminada únicamente por las lámparas de aceite y las velas de cera perfumada. El aroma del incienso flotaba en el aire, mezclado con el dulzor del licor derramado y la fragancia suave de la piel de Hu YeTao. Aquel espacio era un santuario del placer, diseñado para perderse en la ilusión de los sentidos, y en ese momento, se convirtió en el escenario de un juego silencioso entre el doncel y el general tailandés.
YeTao lo sabía. Sabía lo que iba a suceder, lo que él mismo había provocado. Con cada movimiento de sus caderas en el escenario, con cada mirada velada por las sombras de su máscara, había sembrado el deseo en los ojos de Kunpimook Bhuwakul. Lo tenía exactamente donde quería.
Se mantuvo de pie en el centro de la habitación, su postura relajada, su expresión serena, casi inocente, como si no comprendiera la tormenta que había desatado en el interior del guerrero. Pero sus ojos, esos ojos oscuros y astutos, brillaban con la certeza de alguien que juega con fuego y no teme quemarse.
—¿Siempre eres tan confiado? —preguntó el general, con la voz baja y rasposa.
YeTao ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa que apenas curvó sus labios. Tomó una copa de licor de arroz de la mesa cercana, la giró entre sus manos y luego bebió un sorbo con delicadeza. No respondió enseguida. Se permitió un momento para saborear la dulzura de la bebida antes de devolver la copa a su lugar.
—No es confianza —susurró, acercándose un paso más—. Es certeza.
Kunpimook no parpadeó. Su mirada seguía fija en él, intensa, analítica. Había pasado por muchas batallas, había liderado hombres al campo de guerra, había tomado decisiones que sellaban destinos... y, sin embargo, en ese momento, sintió que era él quien estaba siendo cazado.
YeTao dejó que su túnica se deslizara apenas sobre sus hombros, revelando la suavidad de su clavícula, la piel impecable que brillaba bajo la luz dorada de la habitación. Sus movimientos eran deliberadamente lentos, diseñados para atraer la mirada de su acompañante. La tela se aflojó un poco más, y al caminar, la abertura de la prenda se deslizó sobre su muslo, dejando al descubierto la tentadora blancura de su pierna.
Kunpimook lo notó. Por supuesto que lo notó. Su mirada bajó imperceptiblemente, siguiendo el movimiento de la tela que acariciaba aquella piel sedosa. YeTao fingió no darse cuenta, pero una sonrisa divertida se dibujó en su rostro.
—General... —murmuró con voz melosa—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que alguien lo miró de esta manera?
Kunpimook entrecerró los ojos. No se inmutó, pero el leve apretón de su mandíbula delató que la pregunta lo había tocado más de lo que quería admitir.
—Eso no importa —respondió con calma—. No es mi mirada la que está en juego aquí.
YeTao rió suavemente. Un sonido delicado, casi encantador.
—¿Ah, no? —preguntó, inclinándose un poco hacia él, lo suficiente como para que su aliento cálido rozara la piel del general—. ¿Entonces por qué no deja de mirarme?
El desafío estaba lanzado. Y Kunpimook, por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien jugaba con él, en lugar de ser él quien movía las piezas.
Un soldado como él, acostumbrado a la brutalidad del campo de batalla, a la disciplina y el honor, no estaba preparado para un tipo de guerra tan diferente. Una guerra que no se libraba con espadas, sino con miradas, con susurros, con el roce de una tela cayendo lentamente.
YeTao tomó otro paso, acercándose lo suficiente como para que sus pies casi se tocaran. Levantó la mano y, sin temor, deslizó la yema de los dedos sobre el borde de la armadura del general. El metal estaba frío bajo su tacto, un marcado contraste con el calor de la piel que ardía debajo.
—¿Sabe? —continuó en un susurro—. Siempre me han dicho que los guerreros como usted tienen un corazón de piedra. Duro, impenetrable, incapaz de ser conmovido...
Kunpimook no se movió. Solo alzó una ceja.
—¿Y qué cree usted?
YeTao inclinó la cabeza y dejó que una de sus manos bajara lentamente por el pecho del general, deslizándose por la armadura con un roce casi imperceptible. Luego, sus dedos se detuvieron justo sobre la parte expuesta de su cuello, sintiendo el pulso firme bajo la piel.
—Creo —susurró, inclinándose aún más cerca— que todo hombre tiene un punto débil.
Kunpimook inhaló lentamente. La proximidad de YeTao era intoxicante, un veneno dulce que amenazaba con corroer su autocontrol. Pero aún no estaba listo para ceder. No tan fácilmente.
Con movimientos pausados, levantó su propia mano y la colocó sobre la muñeca de YeTao, deteniendo su avance.
—Y dime, doncel —su voz era baja, cargada de una gravedad inusual—, si yo fuera tu presa... ¿Qué harías conmigo?
YeTao parpadeó, sus pestañas largas proyectando sombras en sus mejillas. Luego sonrió, una sonrisa lenta y peligrosa.
—Oh, general... —murmuró, dejando que su otra mano trazara un camino perezoso por la abertura de su túnica, revelando un poco más de su pierna—. Si usted fuera mi presa, ya lo habría devorado hace mucho tiempo.
El silencio se hizo pesado entre ellos. Una tensión palpable, tan espesa que casi podía tocarse. No era solo deseo lo que flotaba en el aire. Era un reto. Un desafío entre dos depredadores que se habían encontrado en el mismo territorio.
Kunpimook sintió que el ritmo de su respiración cambiaba, que la sangre en sus venas se calentaba de una manera que no había sentido en mucho tiempo. Y supo, en ese preciso instante, que Hu YeTao no era una simple cortesana. No era solo un cuerpo hermoso en un burdel de lujo. Era un enigma, una criatura hecha para seducir, pero también para controlar.
Y él... estaba cayendo en su juego.
—Eres peligroso —murmuró Kunpimook, aferrando la muñeca de YeTao un poco más fuerte.
El doncel no pareció inmutarse. En cambio, su sonrisa se ensanchó, sus ojos brillando con burla y algo más profundo, algo inalcanzable.
—¿Le asusta eso, general? —preguntó suavemente.
Kunpimook no respondió. No necesitaba hacerlo. En lugar de eso, soltó la muñeca de YeTao con lentitud y retrocedió apenas medio paso, sin apartar la mirada de él.
YeTao supo que había ganado el primer asalto. Pero la batalla apenas comenzaba.
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