𓏲 ๋࣭ ࣪ ˖🎐 cuatro
Hu YeTao estaba furioso. No era una simple molestia pasajera ni un fastidio superficial. No, lo que sentía era una ira contenida, densa y ardiente, que se alojaba en su pecho como una brasa a punto de consumirlo desde dentro.
Había pasado un día entero desde aquella noche en la tienda de los nobles, donde el general tailandés lo había observado bailar con una intensidad que lo hizo estremecer. Aún podía sentir el peso de su mirada recorriendo cada parte de su cuerpo, fija y penetrante, como si pudiera despojarlo de sus ropas con solo observarlo. Lo recordaba perfectamente: la forma en que Bambam se reclinaba en su asiento con la copa en la mano, su expresión entre indiferente y expectante, sus labios curvándose apenas en un gesto indescifrable mientras lo veía moverse con la gracia y el descaro de quien sabe que es deseado.
Hu YeTao se había acercado, provocándolo de la única forma en que sabía hacerlo: con movimientos calculados, con sutiles sonrisas escondidas tras la máscara que cubría su rostro, con cada giro de sus caderas y cada roce intencionado de sus manos sobre su propia piel. Se había inclinado lo suficiente para que Bambam pudiera oler la fragancia en su cuello, para que sintiera el calor de su cuerpo tan cerca y, por un instante, tan suyo.
Y Bambam había respondido.
O al menos, eso pensaba. Porque lo vio tensar la mandíbula, vio cómo sus ojos lo devoraban con un deseo disfrazado de calma. Pero entonces, justo cuando Hu YeTao esperaba que cediera, justo cuando el aire se volvió tan pesado entre ellos que casi podía saborearlo, Bambam simplemente se levantó.
Así, sin más.
Sin una palabra, sin un gesto de reconocimiento. Solo una caricia.
Una caricia fugaz, casi irrisoria, en la parte de su rostro que la máscara no cubría. Un roce apenas perceptible de sus dedos sobre su mejilla, cálido pero vacío, íntimo pero frustrante. Como si no fuera más que un gesto sin importancia. Como si todo lo que acababa de suceder no hubiera significado nada para él.
Y luego, se fue.
Hu YeTao se quedó inmóvil en el escenario, sintiendo la sangre hervir bajo su piel, cada fibra de su ser clamando por una reacción que nunca llegó. Lo vio desaparecer entre la multitud con la misma facilidad con la que había llegado, con la tranquilidad de quien sabe que siempre tendrá el control.
Aquella noche, esperó.
Esperó verlo de nuevo entre el público cuando volvió a presentarse, con la certeza de que nadie que hubiera probado siquiera una pizca de su veneno podía alejarse sin más. Buscó su silueta entre los asistentes, sintió su pulso acelerarse cada vez que creía verlo en algún rincón oscuro, cada vez que un hombre de su complexión parecía moverse entre la gente.
Pero Bambam nunca apareció.
Ni un mensaje. Ni una mirada furtiva desde la penumbra. Ni siquiera un sirviente enviado en su nombre para darle alguna respuesta.
Hu YeTao terminó su danza aquella noche con los labios apretados y una sonrisa vacía, ejecutando cada movimiento con una precisión mecánica, pero sin la emoción que solía poner en su arte. No porque su orgullo estuviera herido-no, él no era alguien que se dejara afectar tan fácilmente-, sino porque el fuego que había encendido dentro de él ahora ardía de una forma distinta.
No era pasión.
Era humillación.
Era furia contenida.
Bambam creía que podía ignorarlo. Creía que podía jugar con él, con su deseo, con la atención que le había dado, como si fuera algo trivial.
Si pensaba que su indiferencia lo haría buscarlo, estaba equivocado.
Hu YeTao nunca rogaba.
Nunca pedía.
Si el general tailandés pensaba que él era una simple distracción, si creía que podía marcharse sin consecuencias, pronto aprendería que algunos venenos no solo embriagan...
También destruyen.
Hu YeTao no durmió esa noche.
A pesar del cansancio acumulado, su cuerpo se negó a descansar, su mente demasiado ocupada en repasar una y otra vez cada detalle de la última vez que vio a Bambam. Recordaba la forma en que lo miró, la caricia fugaz en su piel, la manera en que simplemente se marchó sin siquiera voltear atrás.
No. No podía aceptarlo.
Las primeras horas de la madrugada lo encontraron sentado frente a su tocador, aún vestido con su fina túnica de seda, sus dedos tamborileando con impaciencia sobre la madera mientras contemplaba su reflejo en el espejo. Aun con la luz tenue de las velas, podía notar la dureza en su propia mirada, la sombra de su propia frustración reflejándose en sus pupilas.
¿Por qué lo irritaba tanto? No era la primera vez que un hombre lo deseaba y después se marchaba. No era la primera vez que un noble jugaba con él, tratando de demostrar que su autocontrol era más fuerte que su deseo. Lo había visto antes. Lo había vivido antes.
Pero esto era diferente.
Bambam era diferente.
No se trataba solo de la forma en que lo miraba, ni de la arrogancia con la que se había atrevido a tocarlo antes de marcharse. Era el hecho de que, en vez de desearlo más, en vez de buscarlo después del baile, había decidido simplemente ignorarlo. Como si lo que ocurrió no hubiera sido más que un pasatiempo pasajero.
Hu YeTao se inclinó hacia adelante, su reflejo fragmentándose por la llama temblorosa de la vela.
¿Estaba equivocado? ¿Había malinterpretado su interés?
No.
Lo había sentido.
La tensión en su mandíbula, el peso de su mirada en su piel, la forma en que sus dedos se demoraron un segundo más del necesario sobre su rostro.
Bambam lo había deseado. Lo sabía.
Y aún así... no volvió.
La idea le resultaba inaceptable.
Cuando los primeros rayos del sol comenzaron a iluminar la ciudad, Hu YeTao finalmente se puso de pie. Si Bambam pensaba que podía simplemente deshacerse de él con un simple desaire, estaba equivocado.
Él no era un juego.
Él no era un entretenimiento fugaz que se dejaba de lado con facilidad.
Si el general quería jugar, entonces jugarían. Pero esta vez, él se aseguraría de que Bambam entendiera que en este juego... no era él quien tenía el control.
Hu YeTao se encontraba tendido sobre su cama, la luz tenue de las velas proyectando sombras sobre las paredes de su habitación, bailando con el mismo ritmo pausado de su respiración. Su túnica estaba abierta, deslizada apenas sobre sus hombros, dejando su piel expuesta al aire fresco de la noche. Aún sentía el calor de la rabia ardiendo en su pecho, mezclado con una irritación que no sabía cómo apaciguar.
Había pasado un día entero desde que el general tailandés lo vio bailar en la tienda de los nobles de la ciudad, desde que sus ojos oscuros lo devoraron en silencio mientras él se movía con la elegancia de un espíritu travieso, provocándolo, tentándolo, desafiándolo a reaccionar.
Pero Bambam... maldito Bambam.
En lugar de ceder, en lugar de tomarlo o siquiera demostrar que lo deseaba como cualquier otro lo haría, simplemente se había levantado con la misma calma impasible de siempre y se había marchado. Una simple caricia en la mejilla, justo donde su máscara no cubría, fue lo único que le dejó antes de desaparecer en la oscuridad.
Esa simple acción... ese gesto tan sutil y efímero, lo tenía enloquecido.
Hu YeTao nunca había sido ignorado. Nunca. Su encanto, su belleza y su manera de moverse aseguraban que todos quedaran atrapados en su red. Nobles, soldados, mercaderes, artistas... todos caían tarde o temprano. No había excepciones. No podía haberlas.
Entonces, ¿por qué ese tailandés era diferente?
Hu YeTao frunció el ceño, sus delicados dedos recorriendo con impaciencia las sábanas de seda sobre las que yacía. Quizás todo esto se debía a lo que era.
Un huli jing no podía aceptar el desprecio. Su naturaleza exigía ser adorado, ser deseado, ser el centro de atención. Su orgullo no le permitía ser relegado a un segundo plano, mucho menos por un hombre que, por más apuesto y poderoso que fuera, no tenía derecho a desairarlo.
Pero aún así...
Aún así, ahí estaba.
Tendido en su cama, con la imagen de Bambam grabada en su mente como un veneno que se extendía lentamente por su cuerpo.
Hu YeTao suspiró pesadamente, sintiendo su propia frustración hundirse más en su pecho.
Ese hombre... ese maldito hombre.
Era guapo, demasiado guapo.
La estructura de su rostro tenía una perfección afilada, con una mandíbula firme y labios que se curvaban en esa media sonrisa arrogante que hacía que todo en su interior ardiera de rabia... y de algo más. Sus ojos oscuros eran profundos, astutos, de esos que no se perdían ningún detalle, que observaban con paciencia y control. Y su voz...
Dioses, su voz.
Hu YeTao cerró los ojos, recordando la forma en que sonaba cuando pronunciaba su nombre, con ese tono bajo, casi perezoso, como si saboreara cada sílaba antes de dejarla escapar de sus labios.
Y luego estaba su cuerpo.
Fuerte. Musculoso. Poderoso.
Las túnicas de Bambam ocultaban la mayor parte de su figura, pero no lo suficiente para engañar a sus ojos afilados. Los hombros anchos, el pecho firme bajo la tela, la forma en que sus músculos se marcaban sutilmente cuando se movía. No era un noble delicado que dependía de sus guardias para protegerlo. No. Bambam era un guerrero. Un cazador.
Y él, Hu YeTao, a pesar de todo su enojo y su rabia, se sentía exactamente como su presa.
Se removió en la cama, su respiración volviéndose más pesada.
¿Por qué no podía sacarlo de su mente?
¿Por qué el simple recuerdo de su presencia hacía que su piel se estremeciera de anticipación?
Tal vez, muy en el fondo, lo que más le enfurecía no era el hecho de que Bambam lo ignorara.
Tal vez lo que realmente odiaba era la forma en que su cuerpo lo traicionaba.
Su orgullo exigía venganza, pero su deseo... su deseo rogaba por algo más.
La seda de las sábanas se pegaba a su piel, tibia y suave, pero no era suficiente. Hu YeTao se removió inquieto, con los labios entreabiertos, su pecho subiendo y bajando con cada suspiro pesado. La tenue luz de la habitación, proyectada por las velas parpadeantes, creaba sombras que se movían sobre su cuerpo, delineando la palidez de su piel y resaltando la forma esbelta de su figura.
Su túnica, suelta desde hace rato, apenas se sostenía sobre sus hombros. Bastaba un solo movimiento para que terminara de deslizarse por completo, pero aún no lo hacía. Todavía no.
Porque su mente estaba en otra parte.
O mejor dicho, con otra persona.
Hu YeTao apretó los ojos, deseando poder apartar la imagen de su mente, pero no pudo. No cuando Bambam seguía ahí, instalado en su memoria con una presencia abrumadora.
Aquel tailandés lo estaba enloqueciendo.
Era tan imponente, tan fuerte. Su cuerpo, oculto tras esas túnicas de guerrero, no podía esconder del todo su musculatura poderosa, sus brazos firmes, la forma de su pecho que YeTao solo había vislumbrado en un par de descuidos. Y su rostro... maldición. Tan atractivo, tan seguro, tan exasperantemente encantador.
Hu YeTao se mordió el labio con frustración, sintiendo el calor recorrer su piel como un veneno lento y placentero.
Era culpa suya.
Era culpa de ese hombre, de su maldito descaro, de su arrogancia.
Porque Hu YeTao estaba acostumbrado a ser el centro de atención. Cuando bailaba, todos los ojos lo seguían. Los nobles suspiraban por él, los generales lo deseaban, las doncellas lo envidiaban. Era un huli jing, una criatura hecha para seducir, para provocar, para ser adorado.
Pero Bambam...
Bambam lo había tocado con una sola caricia y luego se había ido.
Como si nada.
Como si Hu YeTao no fuera lo suficientemente importante para retenerlo.
Como si no valiera la pena quedarse a admirarlo después del espectáculo que había dado solo para él.
Su pecho se llenó de furia, pero también de otra emoción que no quería admitir.
Se removió de nuevo, la túnica deslizándose un poco más, dejando al descubierto la suave curva de su clavícula, la tersura de su pecho. Sus dedos vagaron con lentitud, recorriendo su propia piel, como si quisiera sustituir el contacto de Bambam con el suyo. Pero no era lo mismo.
No era suficiente.
Podía imaginarlo con demasiada claridad. Podía sentirlo, incluso en su imaginación.
La forma en que el tailandés lo habría tomado, lo habría atrapado entre sus brazos fuertes, lo habría sostenido con la facilidad de un cazador que no deja escapar a su presa.
Podía visualizar su mirada oscura, clavada en él con un deseo peligroso, su boca descendiendo lentamente, su aliento rozando su piel antes de devorarlo.
YeTao suspiró, su espalda arqueándose apenas contra el colchón.
Era un maldito castigo divino.
¿Cómo podía odiarlo tanto y al mismo tiempo desearlo de esta manera?
¿Cómo podía anhelar algo que también quería destruir?
Su pecho ardía, sus pensamientos se enredaban como un fuego incontrolable, y sus dedos seguían explorando su propia piel, buscando en su cuerpo un alivio que solo un hombre como Bambam podía darle.
Pero no.
No iba a rendirse ante ese deseo de esta manera.
No sin hacer que el general tailandés lo pagara primero.
Si él creía que podía ignorarlo, que podía verlo bailar y luego simplemente desaparecer como si no fuera más que un entretenimiento pasajero, estaba muy equivocado.
Hu YeTao abrió los ojos, su expresión transformándose en algo más peligroso.
Si Bambam no quería ir tras él, entonces él lo obligaría a hacerlo.
Después de todo, los huli jing no solo seducían, también jugaban con sus presas hasta que quedaban atrapadas en sus redes.
Y Hu YeTao no tenía la menor intención de dejarlo escapar.
La habitación de Hu YeTao era un santuario de sombras y seducción, un refugio de placeres ocultos donde el tiempo parecía desvanecerse entre el aroma del incienso y la suavidad de las telas exóticas.
El lecho donde yacía, inquieto y atrapado en su propio deseo, estaba adornado con sedas rojas y doradas, los colores de la pasión y el poder. Las cortinas que colgaban del dosel se mecían suavemente con la brisa nocturna que se filtraba por las rendijas de las ventanas talladas con delicados diseños florales. Aquellas celosías de madera, apenas abiertas, dejaban pasar un tenue resplandor de la luna, bañando la estancia con una luz plateada que contrastaba con el calor del interior.
Los candelabros de bronce, dispuestos estratégicamente en cada rincón, albergaban velas de cera aromática que chisporroteaban de vez en cuando, lanzando destellos de luz trémula sobre los muros cubiertos de tapices finamente bordados. Escenas de antiguas leyendas, de deidades y amores trágicos, se dibujaban en los hilos dorados que relucían con el reflejo del fuego.
El aire estaba impregnado con una fragancia embriagadora. Mezcla de pétalos de loto flotando en cuencos de jade, de incienso de sándalo consumiéndose lentamente en un brasero de cobre, y del perfume natural de la madera pulida que sostenía el tatami bajo sus pies.
Un biombo de laca negra con dragones tallados separaba la zona del lecho de la parte donde solía cambiarse. Allí, un espejo de bronce con detalles de marfil reflejaba apenas su silueta, y sobre una mesa de madera oscura, frascos de aceites perfumados, peines de hueso y tintes de labios estaban dispuestos con orden meticuloso, cada objeto esperando ser usado para embellecer aún más su ya encantadora apariencia.
Cerca del biombo, un perchero sostenía su vestimenta de la noche anterior. Sus túnicas, de telas finas y translúcidas, colgaban con descuido, como si hubieran sido retiradas con prisa. Los bordados de oro y plata en los pliegues aún relucían con el reflejo de las velas, y entre los pliegues de la prenda, un leve destello llamaba la atención: la máscara.
Esa máscara que siempre cubría su rostro, que mantenía intacto el misterio de su identidad.
Hu YeTao apartó la vista del objeto y cerró los ojos con frustración.
El lugar entero era un reflejo de su mundo: hermoso, opulento, pero también enigmático y encerrado en sí mismo. Un lugar donde se permitía el placer, pero donde el amor verdadero no tenía cabida.
Y en medio de toda esa belleza y deseo contenido, su cuerpo seguía tenso, su piel seguía ardiendo.
Porque en esa habitación adornada con todos los lujos imaginables, con todo lo que cualquier noble desearía, faltaba una sola cosa.
Bambam.
Hu YeTao respiró hondo, sintiendo cómo el peso del anhelo se aferraba a su pecho.
Si el general tailandés no iba a venir por voluntad propia, entonces él haría que lo deseara al punto de perder la razón.
Después de todo, la seducción era un arte... y él era su más hábil maestro
𓏲 ๋࣭ ࣪ ˖🎐
El gran salón del palacio estaba impregnado de solemnidad, un lugar donde solo los más altos mandos tenían derecho a entrar y donde cada palabra pronunciada tenía el peso del destino de imperios. Sin embargo, a pesar de la magnificencia del lugar, Bambam apenas prestaba atención.
El emperador, vestido con ropajes dorados, hablaba con voz firme sobre estrategias militares, tratados y movimientos políticos en los reinos vecinos. A su lado, ministros y generales asentían, sus miradas fijas en los mapas desplegados sobre la mesa de marfil.
Pero Bambam estaba en otro lugar.
Su mente no estaba con los altos mandos ni con las estrategias de guerra. No estaba en la sala donde se decidía el destino de miles de hombres. Su mente estaba atrapada en la silueta de un bailarín, en el movimiento de unas caderas, en la ligereza de unos pies descalzos sobre el suelo de madera pulida.
Hu YeTao.
Ese maldito doncel.
Sus ojos, grandes y oscuros, tenían un brillo que oscilaba entre la inocencia y el engaño. Su boca, apenas curvada en una sonrisa traviesa, parecía retar a quien lo mirara demasiado tiempo. Su cuerpo, flexible y esbelto, se movía con la elegancia de un espíritu nocturno, de un ser hecho para provocar deseo en quienes osaban ponerle los ojos encima.
Y Bambam no era un hombre fácil de tentar.
Desde niño, había sido entrenado para cazar espíritus. Su linaje, marcado por la sangre de su abuelo, estaba destinado a erradicar a las criaturas que se alimentaban de la debilidad humana. Sabía reconocer un ser sobrenatural cuando lo tenía enfrente. Y Hu YeTao no podía ser otra cosa que un Huli Jing.
Zorros embusteros. Criaturas que seducían con dulzura solo para atrapar en sus garras a quienes caían en su trampa.
Bambam conocía demasiadas historias de hombres que se habían perdido en los brazos de uno de esos seres, que habían entregado su cordura por noches de placer y sonrisas susurradas entre sábanas de seda. Sabía que los Huli Jing podían hacer que un hombre confundiera el amor con el deseo, la realidad con la fantasía.
Y aun así, ahí estaba él, con el ceño fruncido, con los dedos tamborileando sobre la mesa sin siquiera darse cuenta, con la cabeza repleta de imágenes de un bailarín con el rostro cubierto por una máscara.
No podía asegurarlo, pero lo sentía en la médula de sus huesos. Ese maldito doncel era un zorro.
Solo había una manera de descubrirlo con certeza.
Acercarse.
Tocar su piel, sentir su respiración, ver si el aura de su esencia se deslizaba como niebla entre sus dedos.
Poner a prueba su control y desafiar el hechizo que el bailarín intentaba lanzar sobre él.
—General.
La voz de su sirviente más fiel lo sacó de golpe de sus pensamientos.
Bambam giró la cabeza, encontrando la mirada preocupada del joven que anotaba meticulosamente cada palabra de la reunión. Sus manos sostenían el pincel con firmeza, y sus ojos oscuros observaban a su señor con una mezcla de lealtad y leve incertidumbre.
Solo entonces Bambam notó el pesado silencio que se había formado en la sala.
El emperador y los demás lo miraban, esperando una respuesta.
—¿Hm? —Bambam levantó una ceja, enderezando la postura en su asiento de madera oscura.
El emperador lo observó con expresión inescrutable antes de repetir la pregunta que, evidentemente, no había escuchado.
Pero Bambam ya no estaba pensando en estrategias ni en política.
Solo en un bailarín de movimientos hipnóticos, y en cómo demonios iba a desenmascararlo.
El gran salón del palacio estaba iluminado con faroles de seda y velas perfumadas, proyectando sombras alargadas sobre las columnas de mármol y los estandartes dorados que adornaban las paredes. Alrededor de una mesa de ébano finamente tallada, se encontraban varios hombres de alto rango, cada uno con la postura rígida de aquellos acostumbrados a debatir sobre la guerra y el destino de la nación.
En la cabecera, el emperador, vestido con una túnica carmesí bordada con dragones dorados, observaba a sus generales con una expresión de estudiada serenidad. Sus dedos tamborileaban levemente sobre la mesa, antes de detenerse y alzar la mirada hacia Bambam.
—Dime, general Kunpimook, ¿cuál es tu impresión sobre la situación en la frontera? ¿Debemos enviar refuerzos o mantener nuestra posición?
Todos los presentes giraron sus ojos hacia Bambam, esperando su respuesta con atención. Sin embargo, él tardó un segundo más de lo necesario en reaccionar.
No estaba pensando en la guerra.
No estaba pensando en la frontera.
Su mente seguía atrapada en la imagen de un cuerpo delgado envuelto en sedas traslúcidas, en la forma en que aquellos ojos felinos le habían observado desde detrás de la máscara.
Hu YeTao.
Su irritante, enloquecedor y exquisito tormento.
Bambam apenas logró contener la frustración que le producía el hecho de que ese bailarín ocupase tanto espacio en su cabeza. Dejó escapar un leve suspiro y, con la calma de un hombre que nunca se mostraba afectado, enderezó los hombros y respondió con voz firme:
—No es necesario enviar refuerzos por el momento, su majestad. Nuestros hombres han asegurado el territorio y las patrullas han reportado movimientos mínimos de los bárbaros. Mantendremos la vigilancia, pero no desperdiciaremos recursos en un enfrentamiento innecesario.
El emperador asintió lentamente, evaluando sus palabras.
—Sabia decisión, general. Como siempre, confío en tu juicio.
El resto de los oficiales intercambiaron miradas aprobatorias, pero Bambam apenas notó su reacción. Sus pensamientos ya estaban en otra parte.
Tan pronto terminó la reunión, se puso de pie con fluidez y se inclinó levemente ante el emperador antes de salir del salón. Su fiel sirviente, quien había estado anotando cada palabra con meticulosa precisión, se apresuró a seguirlo, observándolo con una mezcla de curiosidad y cautela.
Bambam se detuvo al llegar al patio exterior y miró el cielo. La luna colgaba alta y redonda, brillando con una frialdad pálida sobre los techos dorados del palacio.
—Prepara los caballos —ordenó con tono bajo pero firme.
—¿A dónde desea ir, mi señor? —preguntó su sirviente, inclinando la cabeza con respeto.
Bambam guardó silencio por un instante. Tal vez, en otra situación, habría preferido ignorar su creciente obsesión. Tal vez se habría convencido a sí mismo de que Hu YeTao no merecía su atención.
Pero no podía.
No después de haberlo visto bailar.
No después de haber sentido su perfume a incienso y flores.
No después de haber rozado su piel con la punta de los dedos.
—A la posada de los artistas —respondió finalmente.
Su sirviente ni siquiera intentó ocultar su sorpresa, pero no dijo nada. No era su lugar cuestionar las decisiones del general.
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La noche envolvía la ciudad con su manto de sombras y luces titilantes. El camino hacia la posada de los bailarines estaba iluminado por faroles de papel rojo que colgaban de los techos, oscilando suavemente con la brisa. El aroma a incienso y flores de ciruelo flotaba en el aire, mezclado con el murmullo de la gente que aún transitaba por las calles.
Bambam desmontó su caballo con un movimiento fluido, entregando las riendas al mozo sin dirigirle siquiera una mirada. Su postura era recta, su expresión impenetrable, pero sus ojos oscuros escudriñaban la fachada del establecimiento con una intensidad peligrosa.
La posada de los artistas era distinta a cualquier otro lugar de la ciudad. No era un burdel, aunque los placeres que ofrecía podían ser igual de embriagadores. No era una casa de espectáculos cualquiera, aunque dentro de sus muros danzaban las figuras más cautivadoras del reino. Era un sitio envuelto en secretos y en una bruma de deseo cuidadosamente controlada.
Bambam no tenía interés en esas distracciones.
Atravesó la entrada sin dudar, ignorando las miradas que se posaban en él. No era común que un hombre como él, un general con la reputación de ser un cazador de espíritus, pusiera un pie en un sitio como aquel. La música suave de un guzheng llenaba el ambiente con notas delicadas, y en las esquinas de la sala principal, nobles y mercaderes se relajaban en cojines de terciopelo mientras eran atendidos por doncellas y jóvenes de belleza etérea.
Una mujer de rostro refinado y vestimenta elegante se acercó con una sonrisa estudiada, inclinando la cabeza en señal de respeto.
—Mi señor, es un honor recibirle en nuestra humilde casa. ¿Cómo podemos servirle esta noche?
—No necesito vino. No quiero compañía.
Su voz fue un filo cortante, y la mujer comprendió que no estaba ahí para perder el tiempo.
—Entonces... —murmuró ella con cuidado—, ¿qué es lo que desea, general?
Bambam deslizó la mirada por la sala antes de clavar sus ojos en la mujer.
—Hu YeTao.
El nombre salió de sus labios con una firmeza que dejó poco espacio para objeciones. La mujer parpadeó, y por un instante su postura pareció tensarse apenas, pero pronto recuperó su compostura.
—El maestro Hu no recibe visitas esta noche.
Bambam no reaccionó de inmediato. Se limitó a entrecerrar los ojos, observándola con la calma de un depredador que mide a su presa antes de atacar.
—Dile que haga una excepción.
La mujer dudó por una fracción de segundo, pero asintió con la cabeza antes de retirarse. Bambam no se movió de su sitio, aguardando con paciencia. Podía sentir las miradas furtivas sobre él, las conversaciones ahogadas en susurros. Un general en un sitio como aquel solo podía significar dos cosas: peligro o un deseo incontrolable.
Cuando la mujer regresó, su expresión era tensa.
—El maestro Hu ha accedido a recibirlo. Por favor, sígame.
Bambam no dijo nada. Solo caminó detrás de ella, subiendo por las escaleras de madera pulida hasta el segundo piso. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, cada una custodiando secretos que nunca saldrían de esas paredes.
Finalmente, se detuvieron ante una puerta de madera oscura con intrincados grabados en oro. La mujer se inclinó levemente antes de deslizar la puerta con delicadeza.
—Adelante, mi señor.
Bambam entró sin vacilar.
El interior de la habitación era un reflejo de su dueño: sutilmente lujoso, envuelto en una atmósfera de misticismo y seducción. Cortinas de gasa rojiza colgaban del techo, filtrando la luz de las lámparas en destellos dorados. Sobre el suelo de madera, alfombras gruesas y cojines de brocado se esparcían con descuido calculado.
Y en el centro de todo, sobre un lecho cubierto de seda color carmín, estaba él.
Hu YeTao.
El bailarín no se inmutó ante su presencia. Reclinado sobre un codo, su túnica de tela fina caía sobre su cuerpo con un descuido que dejaba ver la curva de su clavícula y la piel pálida de su pecho. Su largo cabello oscuro descansaba sobre su hombro, enmarcando su rostro con un halo de misterio.
Y su máscara... la maldita máscara que nunca se quitaba, cubriendo la mitad superior de su rostro y dejando solo su boca a la vista. Una boca que sonreía con una arrogancia velada.
—Tienes una forma curiosa de tratar a los artistas, general.
Su voz era un susurro aterciopelado, apenas por encima del sonido de la brisa que se colaba por la ventana abierta.
Bambam no respondió de inmediato. Cerró la puerta tras de sí con un movimiento pausado, permitiendo que la madera encajara con un leve chasquido. La mirada de Hu YeTao seguía fija en él, expectante, provocadora.
—Primero me ignoras —continuó el bailarín, alzando una ceja con fingido reproche—, y luego irrumpes en mi habitación sin permiso. ¿Será que no puedes decidir si me deseas o me desprecias?
Bambam avanzó lentamente, cada paso resonando en la madera con un eco suave. Sus ojos recorrieron la figura de Hu YeTao con la misma precisión con la que analizaría a un enemigo en el campo de batalla.
—Lo que pienso de ti no es asunto tuyo.
Hu YeTao soltó una leve risa, entre divertida e insolente.
—Oh, pero sí lo es —susurró—. Porque estás aquí, buscándome, cuando podrías haberme olvidado.
El aire entre ellos se volvió espeso, cargado con una tensión densa e indescifrable.
Bambam se detuvo a un paso del lecho, sintiendo el peso de la mirada de Hu YeTao sobre él, deslizándose como una caricia invisible.
El bailarín inclinó la cabeza, evaluándolo con un brillo peligroso en los ojos.
—Dime, general... —murmuró, dejando que sus dedos recorrieran la tela de su propia túnica, jugando con el borde con una languidez irritante—. ¿Por qué has venido?
Bambam se quedó en silencio por un instante, observándolo como si tratara de descifrar un enigma imposible.
Luego, en un movimiento tan rápido que Hu YeTao apenas tuvo tiempo de reaccionar, Bambam se inclinó y atrapó su muñeca, deteniendo el lento juego de sus dedos.
—Porque quiero respuestas —respondió, su voz profunda y firme.
Hu YeTao no apartó la mano.
Solo sonrió.
Y eso, para Bambam, fue aún más peligroso que cualquier espada.
El tiempo pareció ralentizarse en el instante en que Bambam sujetó la muñeca de Hu YeTao. Sus dedos envolvían la piel pálida con una presión firme pero contenida, como si temiera que un solo movimiento en falso hiciera que el bailarín desapareciera en la brisa nocturna.
Hu YeTao no intentó soltarse. No se removió ni apartó la mirada. Solo dejó que la media sonrisa que jugaba en sus labios se ensanchara levemente, como si el general acabara de confirmar algo que él ya sabía.
—Respuestas... —repitió, arrastrando las sílabas con deliberación, degustándolas como si fueran un vino añejo.
Bambam no parpadeó.
—No juegues conmigo.
El bailarín inclinó la cabeza, sus ojos oscuros brillando con astucia.
—¿Y si lo hago?
La mandíbula del general se tensó. Había esperado muchas reacciones de Hu YeTao, pero no esa audaz falta de temor. Sabía que los Huli Jing eran tramposos, que jugaban con las emociones y el deseo con la misma facilidad con la que un guerrero blandía su espada.
Y, sin embargo, había algo distinto en YeTao.
Algo que lo hacía demasiado peligroso.
Demasiado atractivo.
La brisa nocturna se filtró por la ventana abierta, revolviendo las cortinas de gasa rojiza. Las lámparas de aceite titilaron, proyectando sombras ondulantes en las paredes. La habitación parecía contener un universo aparte, uno donde solo existían ellos dos y el peligroso tira y afloja de su conexión.
Hu YeTao dejó que su muñeca se aflojara entre los dedos del general, pero no la retiró. En cambio, se incorporó levemente sobre el lecho, acercando su rostro al de Bambam hasta que sus respiraciones se mezclaron en el escaso espacio entre ellos.
—Dime, general... —susurró, su voz apenas un aliento cálido contra la piel de Bambam—, ¿qué es exactamente lo que deseas saber?
Bambam lo sostuvo con la mirada, sintiendo el aroma a sándalo y lirios impregnado en la piel del bailarín.
—¿Eres lo que creo que eres?
Hu YeTao parpadeó lentamente.
—¿Y qué crees que soy?
—Un Huli Jing.
Por un instante, un destello de algo indescifrable cruzó por los ojos del bailarín. Fue un parpadeo fugaz, una vibración imperceptible en su expresión antes de que su máscara de burla volviera a colocarse en su sitio.
—Qué acusación más seria... —murmuró, ladeando la cabeza.
—No lo negarás.
Hu YeTao exhaló una leve risa, su aliento cálido rozando la piel de Bambam.
—No tengo por qué negar ni confirmar nada —susurró, permitiendo que la distancia entre ellos se redujera aún más—. Pero dime, general... si realmente lo fuera, ¿qué harías?
Bambam no respondió de inmediato. Sus ojos bajaron hasta los labios del bailarín, tan cerca que podía ver la curva sutil de su sonrisa, el ligero carmín que teñía su boca.
—Lo que debo hacer.
Hu YeTao dejó caer la cabeza levemente hacia atrás, como si la respuesta lo divirtiera.
—Eso dices... —murmuró—, pero no has retirado tu mano de la mía.
Bambam sintió la suavidad de la piel que aún sostenía entre sus dedos. Sintió el calor de la proximidad, el magnetismo peligroso de YeTao.
Y lo soltó.
El bailarín no pareció sorprendido. Solo observó cómo la mano del general se alejaba de su piel y bajó su mirada hasta sus propias palmas, ahora vacías.
—Interesante... —murmuró, como si acabara de obtener una respuesta que había estado buscando.
Bambam sintió un nudo de irritación en su interior.
—No me pongas a prueba.
Hu YeTao levantó la vista, con una expresión que oscilaba entre la diversión y la curiosidad genuina.
—No necesito ponerte a prueba, general —susurró—. Ya fallaste la tuya.
El aire pareció espesar a su alrededor. La tensión era casi tangible, como una cuerda a punto de romperse.
Pero Bambam no estaba dispuesto a ceder.
Retrocedió un paso, observándolo con ojos afilados, y luego otro.
—No te confíes, Hu YeTao —dijo con voz baja, casi una advertencia—. Si descubro que eres un Huli Jing, no habrá lugar en esta ciudad donde puedas esconderte de mí.
El bailarín entrecerró los ojos, apoyando un brazo en su rodilla mientras lo veía alejarse.
—Entonces, general... —susurró, inclinando la cabeza con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—, espero con ansias que me encuentres.
Bambam no respondió. Se giró con un movimiento controlado, deslizó la puerta y salió, dejando la habitación envuelta en su propio fuego contenido.
Y aunque sus pasos resonaron firmes al bajar las escaleras, su mente no podía dejar de repetirse una sola cosa.
Hu YeTao lo había estado esperando.
Y ahora, él también lo esperaba a él.
Bambam apenas había cruzado la puerta cuando Hu YeTao se movió. Fue un desplazamiento ligero, como el de un felino que decide que su presa está demasiado lejos y debe acortar la distancia.
—¿Te irás tan pronto, general? —su voz ronca se deslizó por la habitación, casi acariciándole la nuca.
Bambam se detuvo.
El aire estaba cargado de incienso y algo más profundo, más peligroso. El aroma de Hu YeTao, que era un equilibrio embriagador entre lo dulce y lo especiado. Como una flor venenosa, hermosa e irresistible.
El general no respondió de inmediato. Se giró lentamente, asegurándose de mantener su expresión inescrutable. Pero lo que vio lo hizo maldecir en silencio.
Hu YeTao se había inclinado apenas, lo suficiente como para que la holgada túnica de seda que vestía se deslizara por uno de sus hombros, revelando la piel pálida y lisa. Su cabello oscuro caía con naturalidad sobre su cuello, y sus ojos, rasgados y brillantes, lo estudiaban con la atención de un depredador disfrazado de presa.
—Dime, general... —susurró el bailarín, con esa voz aterciopelada que parecía arañarle el pecho—, ¿me estás evitando?
Bambam entrecerró los ojos.
—No tengo razones para hacerlo.
YeTao esbozó una sonrisa, divertida, casi perezosa.
—Oh, pero claro que sí... —se inclinó un poco más, con la mirada fija en él—. Me deseas.
Bambam sintió la tensión afianzarse en su espalda.
Era un cazador de espíritus. Su linaje provenía de generaciones de guerreros que habían erradicado a criaturas como los Huli Jing, aquellos zorros encantadores y seductores que manipulaban a los hombres con un simple parpadeo.
No iba a caer.
No podía.
Hu YeTao dejó escapar una leve risa al ver su expresión endurecida. Se deslizó fuera de la cama con la misma gracia que usaba al bailar y caminó hacia él, lento, calculador.
—¿Me temes, general? —susurró, inclinándose lo suficiente como para que sus labios casi rozaran su oído.
Bambam no se movió.
—No.
YeTao sonrió.
—Entonces, ¿por qué te tensas cada vez que me acerco?
El general no contestó. Sus ojos bajaron por un instante a la línea de su clavícula, a la manera en que la luz de la lámpara de aceite iluminaba su piel desnuda.
El bailarín lo notó.
—Si quisieras, podrías tocarme... —murmuró, dejando que sus dedos viajaran lentamente hasta el nudo suelto de su túnica—. Pero no lo harás, ¿verdad?
Bambam apretó la mandíbula.
—Deja de jugar.
YeTao ladeó la cabeza.
—Oh, pero a mí me encantan los juegos.
Con un movimiento fluido, deshizo el lazo de su prenda, permitiendo que la tela resbalara un poco más, amenazando con deslizarse completamente de sus hombros.
Bambam inhaló con lentitud.
—Te estás sobrepasando.
Hu YeTao sonrió.
—Tú me dejaste hacerlo.
La tensión era sofocante. Cada respiración era un peligroso equilibrio entre autocontrol y deseo.
Bambam no podía apartar la mirada. Sabía que debía hacerlo. Sabía que este juego solo tenía un desenlace peligroso.
Pero cuando Hu YeTao alzó una mano y dejó que sus dedos rozaran su mandíbula, suaves como una caricia de plumas, el general comprendió que estaba perdiendo la batalla.
Hu YeTao sonrió con picardía al ver la mínima vacilación en los ojos del general. No necesitaba más. La semilla de la duda estaba plantada, y él sabía exactamente cómo hacerla florecer en deseo.
Con movimientos lentos, calculados, YeTao inclinó la cabeza, dejando que su cabello resbalara por su hombro expuesto. Su túnica de seda, ya peligrosamente suelta, cayó un poco más, revelando la curva de su clavícula y el inicio de su pecho pálido.
—¿Por qué me miras así, general? —murmuró con un deje de diversión en la voz, sus ojos centelleando bajo la tenue luz de la lámpara.
Bambam entrecerró los suyos, endureciendo la expresión.
—No estoy mirándote de ninguna manera en particular.
Hu YeTao dejó escapar una leve risa.
—Mientes.
Se deslizó aún más cerca, con la ligereza y gracia de un felino. No lo tocó, pero la distancia entre ellos era tan pequeña que Bambam pudo sentir el calor de su cuerpo.
—Si realmente no te interesara... —susurró YeTao, inclinándose apenas para que sus labios quedaran a un respiro de su cuello—, ya te habrías ido.
Bambam no respondió.
El bailarín aprovechó el silencio y alzó una mano, dejando que sus dedos acariciaran lentamente su propio cuello antes de descender por su pecho expuesto, un movimiento tentador, descarado.
—Dime, general... ¿has visto algo que te guste?
Bambam inspiró con lentitud, sintiendo su cuerpo tensarse de forma traicionera.
Hu YeTao lo sabía.
Por eso giró sobre sus talones con delicadeza, alejándose un par de pasos solo para comenzar a moverse al ritmo de una melodía imaginaria. Sus caderas se mecieron suavemente, y sus brazos, gráciles como los de una danza ritual, se alzaron para deshacer por completo el nudo de su túnica.
El delicado sonido de la seda deslizándose contra su piel llenó la habitación.
Bambam no pudo evitar seguir cada movimiento.
El bailarín giró lentamente sobre sí mismo, su cuerpo aún envuelto en la prenda que pendía de sus brazos, cubriendo apenas lo necesario. Sus pies descalzos se movían con la misma sensualidad con la que lo hacía en el escenario, pero esta vez no había un público que admirara su arte.
Esta vez, solo bailaba para él.
—¿Sabes, general...? —murmuró con una media sonrisa mientras continuaba danzando con provocación—. Me gusta cuando los hombres intentan resistirse.
Sus manos acariciaron su propia cintura, deslizando la tela con pereza.
—Pero me gusta aún más cuando finalmente ceden.
Bambam sintió cómo la temperatura de la habitación parecía aumentar.
YeTao giró una vez más, deteniéndose justo frente a él, con la túnica a punto de caer por completo. Sus ojos brillaban con desafío, esperando, tentándolo a hacer algo.
Pero el general solo lo miró, con una expresión indescifrable.
Hu YeTao sonrió.
—Dime, ¿cuánto más podrás aguantar antes de romper tus propias reglas?
Hu YeTao apenas tuvo tiempo de soltar una risita entre dientes antes de que Bambam rompiera la distancia entre ellos con un solo movimiento.
Las manos del general lo tomaron con firmeza, sujetándolo del brazo y atrayéndolo con fuerza contra su cuerpo. El impacto fue inmediato, sus pechos chocaron y el aire entre ellos desapareció de golpe. YeTao sintió el calor del hombre envolviéndolo, la tensión de su musculatura endurecida bajo las capas de su túnica.
No tuvo tiempo de soltar una provocación más.
Un sonido áspero, casi gutural, escapó de los labios de Bambam antes de que sus bocas se encontraran en un choque violento, urgente, desesperado.
El general lo besó con toda la frustración acumulada, con el deseo que se había negado a aceptar, con la rabia de haber sido tentado durante tanto tiempo sin haber cedido antes.
YeTao se dejó hacer, aunque su sorpresa solo duró un segundo antes de que sonriera contra sus labios, disfrutando la forma en que el general lo sostenía, cómo lo sujetaba con la firmeza de un hombre que no estaba dispuesto a dejarle ir.
Bambam apretó aún más su agarre sobre su cintura, empujándolo hasta que sus espaldas golpearon la pared de la habitación. El bailarín jadeó entre el beso, pero en lugar de retroceder, sus manos se deslizaron hacia los hombros del general, aferrándose a la tela de su ropa.
El beso era todo menos delicado. Bambam lo devoraba con hambre, con furia. Sus labios se movían con exigencia, atrapando los suyos una y otra vez, mordiendo con avidez, como si quisiera marcarlo, dejar huellas de su desesperación.
YeTao, lejos de resistirse, abrió la boca y lo dejó hacer.
El calor se acumulaba entre sus cuerpos, cada roce, cada suspiro aumentaba la temperatura de la habitación. El general lo mantenía presionado contra la pared, su respiración entrecortada, su pecho subiendo y bajando con rapidez.
—Maldito seas... —gruñó Bambam, separándose apenas para mirarlo a los ojos.
Hu YeTao sonrió con atrevimiento, su aliento chocando contra los labios del general.
—Entonces... —susurró con voz seductora—, ¿esto significa que has decidido ceder?
Bambam no respondió.
Simplemente lo besó otra vez.
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