𓏲 ๋࣭ ࣪ ˖🎐cinco


El aire en la habitación estaba cargado de tensión. Hu YeTao apenas tuvo tiempo de procesar lo que sucedía antes de que Bambam lo sujetara con fuerza, sus dedos marcando la piel debajo de las sedosas telas de su túnica. El bailarín se encontró atrapado entre el cuerpo fornido del general y la pared fría, su respiración escapando en jadeos cortos mientras los labios de Bambam descendían con avidez.

El tailandés había perdido la paciencia.

Su agarre era firme, desesperado, y la forma en que lo miraba—con esos ojos oscuros y hambrientos—hizo que un escalofrío recorriera la espalda de YeTao. Su piel ardía bajo las manos del general, cada roce dejaba un rastro de fuego en su camino.

Bambam se inclinó, rozando su nariz contra la mejilla del bailarín antes de arrastrar sus labios sobre su mandíbula, dejando un beso húmedo y pausado justo debajo de su oído. YeTao suspiró, inclinando la cabeza en un gesto involuntario de sumisión. Pero cuando el general mordió su cuello con suavidad, él soltó un jadeo entrecortado.

—Bambam... —susurró, con la voz cargada de deseo reprimido.

No obtuvo respuesta. En cambio, el tailandés deslizó una de sus piernas entre las suyas, empujándolo a arquearse contra él. YeTao sintió el calor abrasador del otro hombre presionando contra su propio cuerpo, y no pudo evitar que una sonrisa ladeada se formara en sus labios.

—No puedes resistirte, ¿verdad? —murmuró, alzando una mano para enredar sus dedos en el cabello oscuro del general.

Bambam no respondió con palabras. Sus ojos ardían con una intensidad peligrosa cuando lo empujó más contra la pared y atrapó su boca en un beso rudo, urgente, desesperado.

YeTao se ahogó en la sensación. Los labios del general eran firmes, su beso era una mezcla de furia contenida y deseo desenfrenado, y la forma en que lo sujetaba por la cintura, aplastándolo contra su pecho, hacía imposible cualquier escape.

Las manos del bailarín se deslizaron por la espalda de Bambam, sintiendo los músculos tensarse bajo su tacto. Su túnica estaba apenas sujeta por los nudos que había hecho al vestirse, y supo que no tardaría mucho en perderla. El tailandés no era paciente cuando algo se interponía entre él y lo que deseaba.

Y en ese momento, lo que más deseaba era a él.

YeTao dejó escapar un suspiro tembloroso cuando sintió cómo las manos del general descendían por su espalda, buscando la manera de desatar su ropa. Su piel se erizó con la anticipación, con el fuego que parecía consumirlos a ambos.

—¿Qué harás conmigo ahora, cazador? —susurró contra los labios del otro, con una sonrisa provocativa.

Bambam lo miró por un largo momento, sus pupilas dilatadas por la lujuria.

—Lo que debería haber hecho desde la primera vez que te vi.

Y sin darle oportunidad de responder, lo besó otra vez, más profundo, más feroz.

Bambam lo devoró con su boca, como si estuviera muriendo de hambre y YeTao fuera la única fuente de vida en aquel instante. El beso era áspero, demandante, una batalla de alientos entrecortados y lenguas que se enredaban en un duelo sin tregua. YeTao sintió el sabor a fuego y desesperación en los labios del general, y la firmeza con la que lo sostenía contra la pared le dejó claro que no tenía escapatoria.

No es que quisiera escapar.

El cuerpo de Bambam irradiaba un calor abrasador, un calor que hacía que la piel de YeTao se erizara bajo la seda de su túnica. Sus manos grandes se deslizaban con autoridad por su espalda, descendiendo con una lentitud exasperante hasta su cintura. El bailarín sintió un escalofrío recorrerlo cuando los dedos del tailandés encontraron los nudos de su prenda, y antes de que pudiera procesarlo, un fuerte tirón deshizo la amarra de su túnica, dejando la tela suelta alrededor de su cuerpo.

YeTao jadeó contra la boca del general, sus manos aferrándose a sus hombros cuando sintió el aire frío chocar contra su piel descubierta.

—Impaciente... —susurró, con una sonrisa burlona, pero su voz traicionaba la creciente necesidad en su interior.

—No tienes idea... —respondió Bambam, con la voz ronca, sus labios descendiendo por su mandíbula hasta su cuello.

Su lengua recorrió la piel expuesta con un ritmo lento, dejando un rastro húmedo hasta la clavícula antes de atraparla con los dientes en una mordida suave pero posesiva. YeTao tembló en su agarre, sus uñas enterrándose en la ropa del general cuando este continuó descendiendo, empujando la tela de su túnica para exponer más de su cuerpo.

Bambam soltó un gruñido grave cuando finalmente tuvo ante él la piel desnuda del bailarín. Sus ojos recorrieron el paisaje de su torso, cada línea delicada y perfecta, el sutil temblor de su pecho al respirar, el rubor que se extendía por su cuello hasta su clavícula. YeTao era una criatura de la noche, seductora y etérea, y en ese momento, bajo su tacto, se veía como una deidad hecha de fuego y tentación.

El bailarín observó los ojos oscuros del tailandés, sintiendo su mirada devorarlo como si fuera un cazador analizando a su presa. Había algo animal en la forma en que Bambam lo sujetaba, algo primitivo en la manera en que su cuerpo se movía contra el suyo, con firmeza y deseo insaciable.

—¿Esto es lo que querías, cazador? —susurró YeTao, su voz era un veneno dulce, un desafío disfrazado de seducción.

Bambam soltó una risa baja, oscura, antes de presionar su cuerpo con más fuerza contra el del bailarín. Sus manos subieron por sus costados, recorriéndolo con la misma reverencia que un guerrero toca su espada más preciada antes de la batalla.

—No. —Susurró contra su oído, su aliento caliente contra la piel de YeTao—. Aún no he tomado lo que quiero.

Antes de que el bailarín pudiera responder, el general lo levantó en un movimiento rápido y lo llevó hasta la cama sin esfuerzo. YeTao sintió su espalda hundirse en la suavidad de los cojines cuando Bambam se colocó sobre él, su cuerpo imponente bloqueando cualquier vía de escape.

YeTao debería haberse sentido intimidado, pero en cambio, una sonrisa juguetona se extendió por sus labios mientras extendía los brazos por encima de su cabeza, en una muestra descarada de entrega.

—Entonces, ¿qué esperas? —susurró, con una voz tan dulce como el veneno.

Bambam inhaló profundo, como si tratara de contenerse, pero la forma en que sus manos se aferraban a las caderas de YeTao le traicionaba. Sus ojos brillaban con una intensidad oscura, una tormenta de lujuria y deseo retenido.

El general bajó la cabeza y atrapó su boca en otro beso, uno más profundo, más feroz, como si tratara de devorarlo por completo.

Y YeTao se dejó consumir.

Bambam sintió cómo YeTao se arqueaba bajo su cuerpo, su silueta ondulante enredándose con la suya en una danza silenciosa de tentación y deseo. Cada movimiento del bailarín era una provocación calculada, un roce fugaz de piel contra piel que encendía llamas en su interior.

El tailandés deslizó una mano por el muslo expuesto de YeTao, acariciando su piel con lentitud, disfrutando del escalofrío que provocaba en él. El bailarín, por su parte, mordió su labio inferior, dejando escapar un jadeo contenido cuando la palma firme del general ascendió hasta su cintura, presionando su cuerpo contra la cama.

—Eres demasiado atrevido... —murmuró Bambam, con la voz grave y cargada de deseo reprimido.

YeTao sonrió con arrogancia, sus ojos brillando con una chispa de travesura y desafío.

—¿Acaso no es eso lo que te atrajo de mí? —susurró, enredando sus dedos en el cabello oscuro del tailandés, atrayéndolo más cerca—. Un cazador como tú no busca presas fáciles...

Bambam gruñó en respuesta y atrapó su boca en un beso aún más rudo, más demandante. Sus labios se deslizaron con urgencia, su lengua invadiendo la calidez de la boca ajena en una exploración voraz. YeTao correspondió con la misma intensidad, succionando el labio inferior del general antes de mordisquearlo juguetonamente.

Las manos del bailarín se deslizaron sobre la tela gruesa de la vestimenta de Bambam, sintiendo la dureza de sus músculos bajo la ropa. Con un movimiento lento, comenzó a desatar el cinturón de su túnica, pero antes de que pudiera avanzar más, el tailandés lo detuvo, atrapando sus muñecas y sujetándolas sobre su cabeza.

—¿Tienes prisa? —Bambam arqueó una ceja, con una sonrisa ladeada que revelaba su creciente diversión ante la impaciencia del bailarín.

YeTao soltó un suspiro exagerado y entrecerró los ojos con fingida inocencia.

—Solo quiero apreciar lo que tanto me intriga —susurró, moviendo sus caderas con sutileza contra el cuerpo del general—. ¿O acaso no me dejarás explorar, cazador?

Bambam sintió su autocontrol desmoronarse poco a poco. Ese maldito zorro sabía exactamente cómo jugar con él.

El tailandés soltó sus muñecas, pero en lugar de permitirle moverse, atrapó la tela de su túnica suelta y la deslizó por sus hombros con lentitud, exponiendo cada centímetro de su piel como si estuviera desenvolviendo el regalo más preciado.

YeTao observó los ojos oscuros del general recorrer su cuerpo desnudo con una mezcla de hambre y admiración. Un escalofrío de satisfacción recorrió su espina dorsal al ver la forma en que Bambam lo devoraba con la mirada, como si estuviera decidiendo por dónde empezar.

El bailarín se incorporó ligeramente, deslizando sus manos por el pecho del tailandés antes de empujar la tela de su túnica para revelar la piel curtida por el sol y la batalla. Sus dedos delinearon los músculos bien definidos, explorando cada cicatriz como si fueran marcas sagradas.

—Tan imponente... —murmuró, su voz ronca de deseo—. Tan fuerte...

Bambam no respondió con palabras. En cambio, lo empujó de vuelta contra el colchón y descendió sobre él, atrapando su cuello entre sus labios, besándolo, mordiendo suavemente la piel antes de succionarla lo suficiente como para dejar una marca.

YeTao se removió bajo su cuerpo, su respiración entrecortada, su piel ardiendo bajo el toque del cazador.

El aire en la habitación se tornó denso, impregnado de anhelo y promesas silenciosas.

YeTao sintió que estaba jugando con fuego.

Pero, ¿no era eso lo que más disfrutaba?

Bambam descendió lentamente, sus labios dejando un rastro ardiente sobre la piel de YeTao. Cada beso, cada roce de su lengua, era una nueva marca que quedaría impresa en la memoria del bailarín, un recordatorio de que estaba bajo el dominio de un cazador, de un hombre que no se detenía hasta obtener lo que deseaba.

YeTao se arqueó bajo su tacto, sus manos temblorosas aferrándose a los hombros del general, incapaz de decidir si quería atraerlo más o alejarlo antes de que terminara devorándolo por completo. Sus piernas se entreabrieron instintivamente, invitando a Bambam a acomodarse entre ellas. El peso del tailandés sobre su cuerpo le resultaba sofocante y placentero al mismo tiempo, una contradicción embriagadora que le hacía perder la cabeza.

—Dímelo otra vez... —murmuró el bailarín, su voz entrecortada por la respiración agitada.

Bambam alzó el rostro, sus ojos oscuros brillando con intensidad.

—¿El qué? —susurró, su boca rozando la clavícula de YeTao, dejando pequeños mordiscos que hacían que el bailarín se estremeciera.

—Que soy atrevido... —contestó YeTao con una sonrisa traviesa, hundiendo sus dedos en el cabello del general—. Que te gusta eso de mí.

Bambam soltó una risa baja, ronca, y deslizó una mano por la pierna expuesta de YeTao, delineando su piel con la yema de los dedos.

—Eres más que atrevido —susurró contra su oído—. Eres un maldito demonio de la tentación...

YeTao dejó escapar un jadeo ahogado cuando el tailandés descendió aún más, su boca recorriendo la línea de su torso con una mezcla de devoción y deseo. Se sentía atrapado, como si estuviera enredado en las garras de un depredador, pero en lugar de asustarse, sentía su propio cuerpo arder con cada segundo que pasaba bajo el control del general.

Sus manos se deslizaron por los brazos fuertes de Bambam, admirando la tensión de sus músculos, la fuerza contenida en su agarre. Había algo en la manera en que lo sujetaba, en la forma en que dominaba la situación, que le hacía estremecerse de anticipación.

Bambam levantó la vista, observando el rostro encendido del bailarín. Sus mejillas estaban teñidas de rojo, su pecho subía y bajaba rápidamente, y sus labios entreabiertos dejaban escapar susurros ininteligibles.

—Mírame —ordenó el tailandés, y YeTao obedeció, sus ojos oscuros encontrándose con los de él.

Se sostuvieron la mirada por un instante que pareció eterno. En ese momento, no había máscaras, no había juegos de seducción ni provocaciones. Solo estaban ellos, dos hombres atrapados en una red de deseo y peligro, conscientes de que cruzar ese umbral significaba más que un simple encuentro.

Significaba entregarse a algo que ninguno de los dos podía controlar.

Bambam soltó un leve gruñido, como si estuviera luchando consigo mismo, y de pronto lo besó de nuevo, con una pasión aún más voraz. Sus labios se movieron con urgencia, como si quisiera devorarlo por completo, como si en ese momento YeTao le perteneciera y no hubiera nada en el mundo que pudiera separarlos.

El bailarín gimió contra su boca, aferrándose a él con desesperación. Sus piernas se enredaron alrededor de la cintura del tailandés, presionándolo más contra su cuerpo, incitándolo a continuar.

Bambam deslizó una mano por la cadera de YeTao y lo apretó con firmeza, provocando un jadeo tembloroso de sus labios.

—Sabía que eras peligroso... —susurró el bailarín, entre besos—. Pero nunca pensé que lo fueras de esta manera...

Bambam sonrió contra su piel, deslizando sus labios hasta su cuello y dejando una nueva marca allí.

—Y tú... —murmuró con voz ronca— eres peor de lo que imaginé.

YeTao sonrió con satisfacción, sintiendo cómo su cuerpo ardía con cada roce, cada palabra susurrada entre suspiros.

Estaba perdido.

Y lo peor de todo era que no quería ser encontrado.

Bambam apretó con más fuerza la cadera de YeTao, su agarre firme reclamando lo que su boca ya estaba marcando. El bailarín dejó caer la cabeza hacia atrás, ofreciendo su cuello como un sacrificio, mientras sus labios entreabiertos soltaron un suspiro entrecortado. Sus pestañas temblaban, sus piernas apretaban la cintura del tailandés y sus manos, temblorosas, se aferraban a sus hombros, como si su cuerpo no pudiera decidir si entregarse por completo o resistirse un poco más.

El general lo observó, su respiración agitada mezclándose con el calor sofocante de la alcoba. El brillo de las velas parpadeaba en la penumbra, proyectando sombras danzantes en las paredes de madera, como si el fuego mismo estuviera celebrando el encuentro de ambos. El aroma del incienso flotaba en el aire, envolviéndolos en una atmósfera embriagadora, como si la realidad misma estuviera conspirando para empujarlos el uno al otro.

—Te odio... —murmuró YeTao, su voz apenas un aliento contra la piel del tailandés.

Bambam arqueó una ceja, sus labios aún recorriendo su clavícula.

—¿En serio? —susurró, deslizando una mano por la pierna del bailarín, delineando la piel con lentitud tortuosa—. Porque no lo parece...

YeTao soltó un gemido ahogado cuando los dedos de Bambam presionaron justo en el borde de su ropa. El movimiento fue apenas un roce, pero fue suficiente para que el bailarín se estremeciera bajo él.

—Mientes... —continuó el tailandés, su boca subiendo hasta rozar el lóbulo de su oreja—. Tu cuerpo me está rogando lo contrario.

El bailarín apretó los dientes, intentando aferrarse a su orgullo, pero el placer que lo recorría lo traicionó. Su piel ardía, su mente se nublaba, y cada caricia del general lo sumía más en el abismo del deseo.

Bambam lo sabía. Lo sentía en la forma en que YeTao respondía a su toque, en cómo su respiración se volvía más pesada, en cómo su cuerpo se arqueaba bajo el suyo. Era un cazador, y él su presa perfecta, pero la ironía era que YeTao también estaba cazándolo a su manera, atrapándolo en su red de provocaciones y seducción.

—No te atrevas a jugar conmigo... —susurró YeTao, aunque su voz carecía de la firmeza que deseaba.

Bambam rió, una risa baja y ronca, cargada de algo oscuro y primitivo.

—¿Jugar? —repitió con burla, inclinándose hasta que sus labios casi rozaron los de YeTao—. Oh, pequeño zorro... esto dejó de ser un juego hace mucho tiempo.

YeTao entrecerró los ojos, sus manos aferrándose a la ropa del general con una mezcla de frustración y deseo. Podía sentir la dureza de su cuerpo contra el suyo, la calidez abrasadora que lo envolvía, y por un momento, perdió toda noción de quién estaba dominando a quién.

El tailandés no le dio más tiempo para pensar. Su boca reclamó la suya de nuevo, en un beso aún más feroz, más desesperado, como si estuviera devorándolo por completo. Sus lenguas se encontraron en un roce ardiente, sus respiraciones se mezclaron en jadeos, y sus cuerpos se movieron al unísono, buscando más contacto, más fricción, más de todo.

Bambam deslizó una mano por la espalda de YeTao, su toque firme y exigente.

—Dime que no me quieres —desafió, su aliento caliente contra sus labios.

YeTao tembló. Su orgullo le exigía que lo apartara, que se burlara de él, que recuperara el control de la situación. Pero su cuerpo estaba traicionándolo, y cuando Bambam presionó su cadera contra la suya en un movimiento lento y deliberado, cualquier resistencia se desmoronó.

Un jadeo escapó de los labios del bailarín, su espalda arqueándose instintivamente.

—No puedo... —susurró al final, sus ojos brillando con una mezcla de rendición y desafío.

Bambam sonrió, triunfante.

—Eso pensé... —murmuró, antes de volver a atraparlo en otro beso que selló su destino.

Bambam no se contuvo más. Sujetó la cintura de YeTao con firmeza, atrayéndolo contra su cuerpo con un agarre posesivo, sintiendo cómo el bailarín temblaba en sus brazos. Su calor era adictivo, una llama que ardía sin control, amenazando con consumirlo por completo.

La ropa de YeTao se deslizaba por su piel como un velo de seda, fina y liviana, apenas una barrera entre ellos. Bambam deslizó los dedos por la abertura de su túnica, apartándola con deliberada lentitud, disfrutando de cada centímetro de piel expuesta. El bailarín se mordió el labio, su pecho subiendo y bajando con cada respiración entrecortada, su mirada oscura brillando con una mezcla de desafío y rendición.

—Te has metido en mi cabeza... —murmuró Bambam, su voz baja y grave, cargada de deseo.

YeTao sonrió con la astucia de un depredador disfrazado de presa, su mirada traviesa bajo la luz tenue de las velas.

—¿No es lo que querías, gran general? —susurró, inclinándose hacia él, dejando que su aliento cálido chocara contra la piel del tailandés—. Que te sedujera... que te hiciera perder el control...

Bambam gruñó y, sin pensarlo, lo empujó suavemente hasta que su espalda tocó el colchón. YeTao jadeó ante la brusquedad, pero no apartó la mirada. Al contrario, se aferró a los hombros del general, como si estuviera disfrutando cada segundo de su propia provocación.

Las sombras oscilaban en las paredes, reflejando las figuras entrelazadas de ambos cuerpos. Bambam recorrió el cuello del bailarín con la boca, dejando un camino de besos ardientes, su lengua probando el sabor de su piel. YeTao tembló debajo de él, sus dedos enredándose en el cabello oscuro del tailandés, aferrándose como si temiera que lo soltara.

—Bambam... —murmuró entre jadeos, su voz quebrándose cuando el tailandés mordió suavemente su clavícula.

El general sonrió contra su piel. Le gustaba escuchar su nombre en esos labios que lo habían provocado hasta el cansancio, que lo habían desafiado con miradas y sonrisas juguetonas. Ahora, sin embargo, lo pronunciaban con un tono diferente: con anhelo, con necesidad, con algo mucho más peligroso que simple deseo.

—Me gusta cómo suenas cuando dices mi nombre... —susurró, su aliento rozando la oreja de YeTao antes de atrapar el lóbulo entre sus dientes.

El bailarín se estremeció, su espalda arqueándose de forma involuntaria, presionando sus cuerpos aún más juntos.

Bambam dejó escapar una maldición en su lengua materna y deslizó sus manos por la estrecha cintura de YeTao, explorándolo con dedos hábiles y exigentes. El roce fue un tormento lento, diseñado para enloquecerlo, para arrancarle más jadeos entrecortados.

YeTao estaba hecho para tentar, para arrastrar a los hombres al abismo con solo una mirada. Pero ahora, bajo el control del general, parecía ser él quien caía.

Su máscara, aquella que siempre ocultaba parte de su rostro, se había deslizado hasta quedar a un lado, permitiendo que Bambam viera cada matiz de su expresión: el rubor en sus mejillas, el temblor en sus labios entreabiertos, el brillo vidrioso en sus ojos oscuros.

—Eres peligroso... —susurró el general, recorriendo con su pulgar la mejilla de YeTao, disfrutando de la suavidad de su piel—. Pero no lo suficiente para librarte de mí.

YeTao sonrió, aunque su respiración seguía entrecortada.

—No quiero librarme de ti... —admitió, con voz temblorosa, antes de alzar la cabeza y atrapar los labios de Bambam en un beso desesperado.

El general no perdió tiempo en profundizarlo. Sus bocas se encontraron en un choque de necesidad y deseo, un juego sin tregua en el que ninguno de los dos quería ceder. Sus lenguas se enredaron en una danza ardiente, explorándose sin reservas.

Bambam dejó escapar un gruñido cuando YeTao lo abrazó con fuerza, presionando su cuerpo esbelto contra él. Su piel ardía, su sangre era un torrente hirviente corriendo por sus venas. Todo en el bailarín lo volvía loco: su aroma, su suavidad, la forma en que su cuerpo reaccionaba a cada toque.

—Dime que me quieres... —exigió Bambam, su voz ronca contra la boca de YeTao.

El bailarín gimió suavemente, su cabeza cayendo hacia atrás cuando el tailandés deslizó los labios por su mandíbula, descendiendo hasta su cuello.

—Lo quiero... —murmuró YeTao, enredando sus dedos en el cabello de Bambam, aferrándose a él como si fuera su única salvación.

—No eso —gruñó el general, mordiendo la piel justo debajo de su oreja, haciendo que el bailarín se retorciera—. Dime que me quieres a mí.

YeTao apretó los labios, su orgullo luchando contra el deseo que le quemaba por dentro. Pero Bambam no le dio oportunidad de resistirse. Sus labios, sus manos, su cuerpo entero exigían una respuesta, y al final, YeTao no pudo contenerse más.

—Te quiero... —susurró finalmente, su voz apenas un aliento—. Te quiero, Bambam.

El general cerró los ojos por un segundo, sintiendo cómo aquellas palabras lo atravesaban como una flecha. Entonces, sin más advertencias, volvió a atraparlo en un beso que no dejaba lugar a dudas: lo reclamaba, lo poseía, y esta vez no lo dejaría escapar.

Bambam dejó escapar una risa ronca, oscura, mientras embestía con dureza dentro del bailarín, su agarre firme manteniéndolo exactamente donde lo quería. Su cuerpo ardía con el calor del deseo y el placer, cada movimiento suyo arrancando jadeos entrecortados de los labios entreabiertos de YeTao.

—Estás mintiendo —murmuró, su voz áspera, cargada de una satisfacción cruel—. Eres un maldito mentiroso, pequeño zorrito.

Su tono era un susurro peligroso, un veneno dulce que se deslizaba hasta la piel de YeTao como una caricia incendiaria. El bailarín tembló bajo él, su pecho subiendo y bajando en un ritmo acelerado, su cuerpo respondiendo con desesperación a cada embestida.

Bambam inclinó su rostro, rozando con sus labios la piel ardiente de su cuello, disfrutando de la forma en que su aliento se entrecortaba contra su oído.

—Pero yo... —susurró, dejando un mordisco en su clavícula—. Yo quitaré esa mala costumbre de ti.

Y entonces, con una brutalidad contenida, sus movimientos se volvieron más intensos, más rápidos, golpeando el interior de YeTao con una precisión despiadada.

Un grito ahogado escapó de la garganta del bailarín, su espalda arqueándose como un lazo tenso, sus dedos arañando la piel del general en un intento inútil de aferrarse a algo, a cualquier cosa que le diera estabilidad.

Bambam sonrió, complacido.

Su mano derecha ascendió lentamente, recorriendo el pecho del bailarín con dedos ardientes, escalando hasta su cuello. YeTao apenas tuvo tiempo de jadear antes de sentir la presión firme de aquellos dedos cerrándose alrededor de su garganta.

Su mirada se volvió borrosa, nublada por una mezcla peligrosa de placer y falta de aire.

—Así está mejor —gruñó el general, inclinándose sobre él, deleitándose con la forma en que su presa se estremecía bajo su dominio—. Ahora, dime... ¿vas a seguir mintiéndome?

YeTao intentó hablar, pero lo único que escapó de sus labios fue un gemido quebrado.

Bambam apretó un poco más, sus ojos oscuros brillando con una intensidad depredadora.

—Eso pensé.

Y sin darle tregua, volvió a devorarlo.

Bambam soltó una risa profunda y gutural, una que parecía resonar en las paredes como un eco de antiguas tempestades. El sonido, cargado de poder y desdén, llenó la sala de su presencia. El aire estaba impregnado de una pesada humedad, y el perfume de los incienso flotaba como un velo a su alrededor. Ante él, Yetao, el joven prisionero, apenas podía mantener la compostura. Sus ojos se entrecerraban, como si intentara resistir la agonía que comenzaba a apoderarse de su cuerpo, mientras Bambam lo sostenía firmemente, clavando sus dedos sobre su cuello delicado.

—Estás mintiendo —dijo Bambam, la voz grave como el rugir de un trueno, mientras sus ojos, penetrantes como dagas, escudriñaban el rostro del joven. Su tono era una mezcla de burla y amenaza, lleno de una cruel certeza—. Eres un maldito mentiroso, pequeño zorrito.

El apodo se deslizó de sus labios con desprecio. Bambam sabía que el joven chino no estaba siendo honesto. Pero más que la mentira en sí, era el desafío lo que lo enfurecía. El general tailandés, un hombre de gran estatura y fuerza, se había enfrentado a innumerables batallas, pero jamás había tenido que lidiar con algo tan irritante como la obstinación de Yetao.

Yetao, aunque frágil y vulnerable, intentaba mantener su dignidad, su mirada fija en el general, a pesar del estrangulamiento inminente. El sudor recorría su frente, y su respiración se hacía cada vez más difícil, pero no cedía. No iba a ser tan fácil quebrarlo.

Bambam observó ese gesto de resistencia con una mezcla de admiración y repulsión. La incomodidad que sentía en su pecho solo aumentaba el deseo de someterlo, de reducirlo hasta que solo quedara ante él un hombre que supiera cuál era su lugar.

Con un movimiento fluido, Bambam dejó caer su mano sobre el cuello de Yetao, apretando más fuerte, como si quisiera despojarlo de su vida, de su orgullo. Aquel cuerpo delgado, vulnerable, se retorcía bajo su presión, pero aún así, el joven chino mantenía su mirada desafiante. Sin embargo, Bambam no se iba a detener tan fácilmente.

—Pero no te preocupes, mi pequeño zorrito —dijo Bambam, esta vez con un tono más suave, casi seductor, como si estuviera acariciando la idea de lo que estaba por hacer—. Yo me encargaré de que esa mala costumbre desaparezca de ti... de una manera muy particular.

La sonrisa que se formó en los labios del general estaba cargada de un deseo oscuro, como un depredador que observa a su presa con una fascinación morbosa. Sin perder tiempo, Bambam comenzó a moverse con más furia, sus embates rápidos y precisos, como si quisiera borrar las mentiras del joven de su cuerpo, arrancar cada palabra falsa de su piel. La habitación parecía volverse más pequeña con cada movimiento, como si la tensión que impregnaba el aire quisiera consumirlo todo.

Yetao, luchando por no ceder a la tortura, intentó aferrarse a su dignidad. Sin embargo, la presión que sentía sobre su cuello lo estaba debilitando, su visión comenzaba a nublarse y su corazón palpitaba con rapidez, como si fuera a estallar. Cada movimiento de Bambam lo empujaba más allá de sus límites, cada respiración se volvía más dificultosa.

Bambam, disfrutando de la lucha silenciosa de su víctima, se inclinó hacia él, su rostro tan cerca que casi podía sentir el calor de su aliento. Los ojos del general brillaban con una ferocidad ancestral mientras su mano izquierda recorría el pecho de Yetao con firmeza, como si marcara un territorio. El cuerpo del joven, tembloroso bajo sus manos, se estremeció al contacto, pero Bambam no mostró compasión. Para él, el dolor ajeno no era más que una fuente de placer.

—Lo que te haré, zorrito —susurró Bambam, su voz ahora tan suave y amenazante como el filo de una espada—, será algo que jamás olvidarás. Cada rincón de tu ser será marcado por mí, cada rincón de tu alma quedará grabado con el eco de este momento.

En ese instante, la presión sobre el cuello de Yetao aumentó, y él, sin poder más, finalmente dejó escapar un suspiro ahogado, su cuerpo colapsando por completo en la dominación del general. Bambam se detuvo por un breve momento, observando cómo el joven luchaba por respirar, una mueca de satisfacción esbozada en su rostro.

—No puedes mentirle a un hombre como yo —dijo Bambam, casi divertido por la fragilidad de su víctima, su voz impregnada de una arrogancia implacable—. Todo lo que has dicho, todo lo que has ocultado, desaparecerá en este instante.

El general tailandés dio un último empujón, un último suspiro de furia y deseo, y la habitación se llenó con el sonido de su poder y la inevitabilidad de la derrota de Yetao.

El tiempo se desdibujaba en aquella habitación, como si la luna alta en el cielo se hubiese detenido a observar la escena. El aire estaba cargado de un calor sofocante, de jadeos entrecortados y susurros ahogados que se desvanecían entre las sombras danzantes de los faroles de papel.

Yetao sintió que su resistencia se desmoronaba, como una delgada hoja atrapada en la tormenta. Su cuerpo temblaba, agotado, incapaz de desafiar más a la implacable fuerza de Bambam. Sus labios entreabiertos dejaron escapar un último gemido tembloroso cuando, con un estremecimiento final, su cuerpo cedió por completo, rindiéndose a la sensación abrumadora que lo consumía.

Bambam, con los músculos tensos y los ojos encendidos de un deseo feroz, exhaló un gruñido gutural al sentir el clímax recorrer su cuerpo como un fuego arrollador. Sus dedos, aún aferrados con fiereza al cuello y la cintura de Yetao, se crisparon por un instante antes de aflojarse poco a poco, dejando tras de sí una leve marca rojiza en la piel trémula del joven chino.

El general tailandés permaneció quieto unos segundos, susurrando una última exhalación contra la piel sudorosa de su prisionero antes de enderezarse lentamente. Su pecho subía y bajaba con pesadez, y en sus labios se dibujaba una sonrisa ladeada, mezcla de triunfo y satisfacción.

Yetao, sin fuerzas, se dejó caer sobre los cojines de seda, con los ojos entrecerrados y las mejillas encendidas por el calor. Su respiración era errática, su cuerpo aún estremeciéndose en pequeños espasmos que delataban lo que acababa de ocurrir. Su mente estaba nublada, flotando entre la humillación y un sentimiento más oscuro que no se atrevía a nombrar.

Bambam lo observó con atención, como si evaluara el estado de su presa. Con una lentitud calculada, llevó su mano al rostro de Yetao y con el pulgar trazó el contorno de sus labios entreabiertos, admirando la expresión de derrota grabada en su semblante.

—Ah, mi pequeño zorrito... —murmuró con una voz profunda, rasposa por el esfuerzo, su tono cargado de una falsa dulzura—. ¿Ves lo bien que te ves así? Rendido ante mí, sin mentiras, sin engaños... Esta es tu verdadera naturaleza.

Yetao cerró los ojos con fuerza, reprimiendo el temblor que recorrió su espalda ante aquellas palabras. No quería escucharlo, no quería permitirle el placer de verlo completamente vencido. Pero su propio cuerpo lo traicionaba, aún encendido por la sensación que se aferraba a cada fibra de su ser.

Bambam soltó una carcajada baja y satisfecha antes de inclinarse sobre él, rozando con sus labios la oreja del joven en un gesto posesivo.

—No intentes escapar de esto, Yetao... —susurró con un tono seductor, casi perezoso—. Te he marcado, te he reclamado. Ahora me perteneces.

Yetao sintió un escalofrío recorrer su piel, no solo por las palabras sino por la certeza de que Bambam tenía razón. Su cuerpo, su mente, su aliento mismo... todo había sido doblegado por el general.

Bambam, sin soltarlo aún, acarició con el dorso de su mano la mejilla del joven, en un contraste cruel con la brutalidad de instantes atrás. Se deleitó en la visión de Yetao completamente exhausto, con la piel perlada de sudor y su expresión confusa entre la sumisión y la vergüenza.

—Duerme, zorrito... —ordenó en un murmullo—. Mañana será otro día... y habrá mucho más por aprender.

Y sin decir más, Bambam se acomodó a su lado, rodeándolo con su brazo en un gesto de posesión absoluta, como un tigre que mantiene a su presa entre sus garras incluso después de haber saciado su hambre.

Yetao, con los párpados pesados, sintió que su consciencia se desvanecía poco a poco, arrastrándolo a un sueño inquieto, donde aún podía sentir la sombra del general tallada en su piel.

Y aunque no quería admitirlo... una parte de él ya sabía que jamás volvería a ser libre.

La habitación aún estaba envuelta en la penumbra, iluminada solo por el parpadeo tembloroso de los faroles de papel. El aire era espeso, impregnado del aroma de incienso y sudor, del eco de jadeos que aún parecían flotar en el ambiente. Kunpimook respiraba con profundidad, recuperando la calma tras el arrebato que lo había consumido momentos antes.

El sonido de unos pasos apresurados resonó en el pasillo de madera lacada, rompiendo la quietud que se había instalado en la estancia tras la tormenta. Aún con el pecho desnudo y la respiración apaciguándose, Bambam frunció el ceño al escuchar el murmullo de voces al otro lado del biombo de papel de arroz. Su mirada se deslizó instintivamente hacia el cuerpo agotado de Hu YeTao, todavía tendido entre los cojines de seda, su piel nívea marcada por la brutalidad reciente.

Antes de que la puerta corrediza se abriera por completo, el general tailandés extendió su brazo y tomó un grueso manto de brocado carmesí, cubriendo el cuerpo desnudo del bailarín con un gesto que, aunque protector, tenía una clara connotación de posesión.

La madera crujió cuando un joven de complexión delgada y uniforme azul oscuro se inclinó en el umbral, respirando agitadamente. Su rostro, pálido bajo la luz trémula de las linternas, reflejaba urgencia. Era Liang, uno de los asistentes más fieles de Kunpimook.

—Mi señor... —murmuró con la cabeza gacha, sin atreverse a alzar la vista—. Su excelencia, el general Boss, ha enviado un mensaje urgente.

Kunpimook, aún sentado en el borde del lecho, deslizó una mano por su rostro con hastío antes de clavar sus ojos oscuros en el sirviente.

—¿Qué ocurre?

Liang tragó saliva.

—Las tropas del norte... algo ha sucedido con ellas. El general Boss lo espera en la sala de estrategias. Ha ordenado que acuda de inmediato.

El semblante de Kunpimook se endureció. El placer y la satisfacción que lo envolvían momentos antes se evaporaron de golpe, reemplazados por la frialdad de un comandante en plena batalla. Sus dedos se crisparon momentáneamente sobre el manto que cubría a Hu YeTao antes de soltarlo con un resoplido.

—Entiendo. Dile que en breve estaré ahí.

Liang asintió de inmediato, inclinándose aún más antes de retirarse con la misma premura con la que había llegado.

Kunpimook permaneció en silencio por unos segundos, su mente ya calculando posibles escenarios. Si Boss lo llamaba con tanta urgencia, significaba que la situación era grave. Las tropas del norte eran un problema constante, pero si algo había ocurrido de forma inesperada, podía tratarse de un ataque sorpresa... o algo peor.

Sus ojos se posaron nuevamente en Hu YeTao. El joven respiraba con suavidad, aún sumido en el cansancio, su expresión una mezcla de vulnerabilidad y orgullo herido. Kunpimook exhaló con fastidio antes de inclinarse sobre él y rozar su mandíbula con los dedos.

—No te muevas de aquí —murmuró con voz ronca, aunque más calmada—. Volveré pronto.

Hu YeTao, sin abrir los ojos, apenas asintió, demasiado exhausto para replicar.

Kunpimook se puso de pie con rapidez, vistiendo su túnica de guerra con movimientos ágiles. En cuestión de instantes, el ardor de la batalla volvía a llamarlo, y con él, la certeza de que el juego con su pequeño zorrito tendría que esperar.

Pero no por mucho.

Con una última mirada a la figura recostada sobre su lecho, se giró y salió de la habitación, sus pasos firmes resonando en la madera mientras se dirigía a enfrentar la tormenta que aguardaba fuera.


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Kunpimook avanzó por los pasillos del cuartel con pasos largos y firmes, el eco de su andar resonando en la madera mientras los sirvientes y soldados apartaban la mirada al verlo pasar. La túnica aún desabrochada sobre su torso marcado por antiguas cicatrices y la sombra de su cabello desordenado daban la imagen de un depredador recién despertado, pero su expresión era gélida, imperturbable, como si no acabara de abandonar el lecho donde su presa aún yacía rendida.

Cuando llegó a la sala de estrategias, las puertas se deslizaron con un golpe seco, revelando un grupo de oficiales reunidos en torno a un amplio mapa extendido sobre la mesa de madera oscura. Entre ellos, de pie con los brazos cruzados y un semblante adusto, estaba su hermano, el general Boss.

—Kunpimook —lo llamó con tono seco apenas lo vio—. Era hora.

El tailandés no respondió de inmediato. Se acercó a la mesa con la mirada afilada y recorrió los pergaminos y figuras de madera que representaban las posiciones de las tropas. Los oficiales inclinaron ligeramente la cabeza en señal de respeto, pero la tensión en el ambiente era evidente.

—Habla —ordenó con calma, sin siquiera levantar la vista.

Boss soltó un suspiro y señaló una región al norte, cerca de la frontera montañosa.

—Hace tres noches, una de nuestras avanzadas dejó de enviar reportes. Creímos que era un problema menor, hasta que hoy en la madrugada un mensajero llegó... o lo que quedaba de él. —Su mandíbula se tensó—. Lo habían torturado. Apenas pudo decir unas palabras antes de morir: 'Los lobos han despertado'.

El silencio que siguió a esas palabras fue denso como el humo del incienso que flotaba en la sala. Bambam entrecerró los ojos.

—Los lobos... —murmuró, apoyando ambas manos sobre la mesa—. Así que los bastardos de Bei han decidido moverse.

Boss asintió.

—Y no sabemos cuántos son ni dónde atacarán primero. Si ya eliminaron a nuestra avanzada, significa que han estado observándonos durante semanas, esperando el momento adecuado.

Kunpimook deslizó la lengua por sus dientes con un gesto de fastidio. Bei, el despiadado líder tribal del norte, era una espina clavada en su costado desde hacía años. Era astuto, impredecible y lo suficientemente sanguinario como para enviar un mensajero moribundo solo para dejar un mensaje de advertencia.

—¿Cuáles son nuestras opciones? —preguntó, aunque en su mente ya calculaba la respuesta.

Uno de los estrategas habló con cautela:

—Podemos reforzar las defensas en la frontera y esperar su movimiento... o adelantarnos y atacar primero.

—Atacar primero —repitió Kunpimook, sopesando las palabras. Se enderezó, observando los rostros de los oficiales a su alrededor—. Si esperamos, Bei se fortalecerá. Si avanzamos sin un plan sólido, caeremos en su trampa.

Boss lo miró con una sonrisa irónica.

—Así que haremos ambas cosas.

Kunpimook sonrió de lado.

—Así es. Movilizaremos tropas para aparentar defensa... pero enviaremos un escuadrón sigiloso para cazar a sus hombres antes de que puedan reagruparse.

Los oficiales intercambiaron miradas de aprobación. Era arriesgado, pero nadie en ese salón dudaba de la brutal eficacia del general tailandés.

—Dame dos días —ordenó Kunpimook—. Quiero información precisa antes de mover un solo soldado.

Boss asintió.

—Está bien. Pero no tardes demasiado, hermano. Esta vez, los lobos han venido con hambre.

Kunpimook soltó un resoplido, pero no dijo nada más. Su mente ya no estaba en la sala de estrategias. Pensaba en los ojos de Bei, fríos y crueles, en la manera en que se relamía los labios antes de desmembrar a sus enemigos. Y, aunque no quería admitirlo, una imagen apareció fugaz en su mente: Hu YeTao, vulnerable en su lecho, ajeno a la guerra que se cernía sobre ellos.

Cuando la tormenta llegara, no habría lugar seguro para nadie.

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