Luna Roja
En los albores del mundo, cuando el jade aún lloraba entre montañas y los dragones dormían en las venas de la tierra, existía una luna blanca como el suspiro de una virgen y pura como el loto antes del rocío. Esa luna, testigo de juramentos, de guerras y de nacimientos, colgaba del cielo como una lámpara colosal tallada por los dioses. Pero incluso las divinidades más luminosas tienen un rostro oculto, y la luna no fue la excepción.
Hubo una noche —una sola en mil generaciones— en la que el cielo no respiró y la tierra contuvo su aliento. Aquella noche nació la Luna Sangrienta, un presagio y un espejo, una herida abierta en los cielos.
Dicen los antiguos que la sangre de un dios fue derramada para teñir la luna.
Era el dios Zorro, el que habita entre nubes de incienso y hojas otoñales. Su nombre verdadero no ha sobrevivido al tiempo, pues quienes lo pronunciaron vieron desintegrarse sus almas como humo en una tormenta. Se le llama hoy simplemente Hu Li Shen, el dios Zorro, el Astuto, el Engañoso, el Amante Inmortal, el Guerrero del Ocaso.
Hu Li Shen fue uno de los últimos dioses en desafiar al Consejo Celestial, la fría asamblea de dioses de jade y piedra que gobernaban la balanza de la creación. A él no lo ataban las reglas ni las leyes del destino, y por ello mismo, danzaba entre mortales, cortejaba a las doncellas, enseñaba a los marginados y reía en las puertas de los templos donde no se le veneraba. Fue un dios rebelde, sí, pero también un dios de amor y libertad.
El Consejo, temeroso de su poder y su influencia, envió a sus verdugos: los Cazadores de Espíritu, monjes inmortales forjados en los hornos del vacío, entrenados no solo en las artes marciales más elevadas sino también en la erradicación de espíritus, demonios y dioses menores. Su líder era un hombre llamado Baishi, cuyo corazón había sido sustituido por una gema helada de obsidiana divina. Baishi no dormía ni reía, y sus ojos estaban vacíos como un templo abandonado.
Durante cien años, los cazadores persiguieron a Hu Li Shen por los cinco reinos. Atravesaron selvas donde los bambúes hablaban, cruzaron desiertos donde el sol se abría como un crisantemo, y escalaron montañas donde el viento gritaba oraciones olvidadas. Cada vez que lo alcanzaban, el dios Zorro se desvanecía entre sombras, dejando tras de sí pétalos rojos y promesas rotas.
Pero todo termina, incluso la gracia de los inmortales.
Una noche, en la cima del Monte Wu Tian, donde el cielo se encuentra con los huesos del mundo, Hu Li Shen decidió no huir más. Había amado demasiado, reído demasiado, vivido demasiado. En su forma humana —un joven de mirada afilada, cabello como el fuego y una sonrisa que partía la razón— esperó bajo un cerezo marchito. Los cazadores llegaron como una tormenta de invierno. Y entonces, la luna se volvió roja.
No fue un eclipse, ni un encantamiento. Fue su sangre.
Hu Li Shen, el dios del engaño, se dejó atravesar por la espada celestial de Baishi.
La sangre del dios cayó sobre la tierra, y la luna —la pura, la blanca, la testigo— absorbió su esencia. Se tiñó de rojo como el vino sagrado, como las túnicas de las doncellas sacrificadas. Y no volvió a ser la misma.
Esa noche, todos los zorros del mundo aullaron al cielo. Los bosques temblaron. Las sacerdotisas de los templos perdieron la voz. Las flores se abrieron de noche. El tiempo mismo se estremeció.
Pero la muerte de un dios nunca es absoluta.
Hu Li Shen, con su última risa, susurró una maldición disfrazada de profecía:
"Volveré cuando el cielo sangre. Cuando los hombres olviden amar y los cazadores se conviertan en presas."
Desde entonces, cuando la Luna Roja vuelve a aparecer —una vez cada mil inviernos o cuando el equilibrio se rompe—, el mundo se sacude con su memoria.
Los Cazadores de Espíritu, eternos herederos del crimen, tiemblan en sus torres de obsidiana. Pues la Luna Roja no solo recuerda: también despierta.
Durante esas noches, los espíritus del bosque emergen con garras de nostalgia. Los zorros, que antes eran simples bestias, hablan con lenguas humanas y ojos como brasas. Los niños nacen con colas de fuego. Y entre las sombras, una figura baila con un abanico rojo y pasos que esquivan las leyes del mundo: el nuevo Hu Li Shen, reencarnado en carne, en deseo, en rebelión.
Nadie sabe si es el dios mismo, o solo su eco. Pero allí donde danza, los hombres se enamoran y se destruyen.
En los textos prohibidos de la Orden del Tigre Blanco, se habla de los discípulos del Zorro, cultivadores que abandonaron los caminos rectos de la espada y la justicia para abrazar los senderos del arte, del juego, del veneno y del beso. Se ocultan bajo máscaras de seda y son capaces de manipular la energía espiritual a través del placer, la ilusión y el caos. Son considerados heréticos por los clanes tradicionales, pero sus técnicas —seductoras, letales, incomprensibles— han doblegado imperios.
Algunos creen que estos discípulos son elegidos por la luna misma. Que al nacer bajo su fulgor carmesí, reciben fragmentos del alma del dios Zorro. Que no pueden ser encerrados, ni poseídos, ni leales a nadie salvo a su propio corazón.
Aún hoy, cuando la luna sangra, los ancianos cierran las puertas, y los monjes queman incienso sin nombre. Las madres cubren a sus hijos con mantos benditos, y los emperadores sueñan con un rostro que han olvidado pero que les hizo arder.
Pero no todos tiemblan.
Los jóvenes de corazón puro y deseo ardiente a veces se escapan por las noches para danzar bajo la luna roja. Cuentan que si uno baila lo suficientemente cerca del corazón de la montaña, puede escuchar una voz antigua riendo entre los árboles. Que si uno besa a quien ama bajo la sangre celestial, el tiempo se detiene. Que si uno se atreve a desafiar al cielo, el zorro aparece.
Hay quienes han jurado verlo: un hombre envuelto en ropajes escarlata, con ojos dorados y una o nueve colas. A veces llora. A veces canta. A veces solo observa, con la melancolía de quien recuerda haber sido un dios.
Y entonces desaparece.
Así nació la leyenda de la Luna Roja. No como una advertencia, sino como una llama. Como una cicatriz brillante en los cielos, recordándonos que incluso los dioses pueden ser libres, que incluso el amor puede desafiar al orden, y que a veces, es en el baile —y no en la batalla— donde reside la verdadera cultivación.
Porque cuando la luna sangra, el corazón arde.
Y cuando el zorro baila, el mundo tiembla.
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En los albores del mundo, cuando el jade aún lloraba entre montañas y los dragones dormían en las venas de la tierra, existía una luna blanca como el suspiro de una virgen y pura como el loto antes del rocío. Esa luna, testigo de juramentos, de guerras y de nacimientos, colgaba del cielo como una lámpara colosal tallada por los dioses. Pero incluso las divinidades más luminosas tienen un rostro oculto, y la luna no fue la excepción.
Hubo una noche —una sola en mil generaciones— en la que el cielo no respiró y la tierra contuvo su aliento. Aquella noche nació la Luna Sangrienta, un presagio y un espejo, una herida abierta en los cielos.
Dicen los antiguos que la sangre de un dios fue derramada para teñir la luna.
Era el dios Zorro, el que habita entre nubes de incienso y hojas otoñales. Su nombre verdadero no ha sobrevivido al tiempo, pues quienes lo pronunciaron vieron desintegrarse sus almas como humo en una tormenta. Se le llama hoy simplemente Hu Li Shen, el dios Zorro, el Astuto, el Engañoso, el Amante Inmortal, el Guerrero del Ocaso.
Hu Li Shen fue uno de los últimos dioses en desafiar al Consejo Celestial, la fría asamblea de dioses de jade y piedra que gobernaban la balanza de la creación. A él no lo ataban las reglas ni las leyes del destino, y por ello mismo, danzaba entre mortales, cortejaba a las doncellas, enseñaba a los marginados y reía en las puertas de los templos donde no se le veneraba. Fue un dios rebelde, sí, pero también un dios de amor y libertad.
El Consejo, temeroso de su poder y su influencia, envió a sus verdugos: los Cazadores de Espíritu, monjes inmortales forjados en los hornos del vacío, entrenados no solo en las artes marciales más elevadas sino también en la erradicación de espíritus, demonios y dioses menores. Su líder era un hombre llamado Baishi, cuyo corazón había sido sustituido por una gema helada de obsidiana divina. Baishi no dormía ni reía, y sus ojos estaban vacíos como un templo abandonado.
Durante cien años, los cazadores persiguieron a Hu Li Shen por los cinco reinos. Atravesaron selvas donde los bambúes hablaban, cruzaron desiertos donde el sol se abría como un crisantemo, y escalaron montañas donde el viento gritaba oraciones olvidadas. Cada vez que lo alcanzaban, el dios Zorro se desvanecía entre sombras, dejando tras de sí pétalos rojos y promesas rotas.
Pero todo termina, incluso la gracia de los inmortales.
Una noche, en la cima del Monte Wu Tian, donde el cielo se encuentra con los huesos del mundo, Hu Li Shen decidió no huir más. Había amado demasiado, reído demasiado, vivido demasiado. En su forma humana —un joven de mirada afilada, cabello como el fuego y una sonrisa que partía la razón— esperó bajo un cerezo marchito. Los cazadores llegaron como una tormenta de invierno. Y entonces, la luna se volvió roja.
No fue un eclipse, ni un encantamiento. Fue su sangre.
Hu Li Shen, el dios del engaño, se dejó atravesar por la espada celestial de Baishi.
La sangre del dios cayó sobre la tierra, y la luna —la pura, la blanca, la testigo— absorbió su esencia. Se tiñó de rojo como el vino sagrado, como las túnicas de las doncellas sacrificadas. Y no volvió a ser la misma.
Esa noche, todos los zorros del mundo aullaron al cielo. Los bosques temblaron. Las sacerdotisas de los templos perdieron la voz. Las flores se abrieron de noche. El tiempo mismo se estremeció.
Pero la muerte de un dios nunca es absoluta.
Hu Li Shen, con su última risa, susurró una maldición disfrazada de profecía:
"Volveré cuando el cielo sangre. Cuando los hombres olviden amar y los cazadores se conviertan en presas."
Desde entonces, cuando la Luna Roja vuelve a aparecer —una vez cada mil inviernos o cuando el equilibrio se rompe—, el mundo se sacude con su memoria.
Los Cazadores de Espíritu, eternos herederos del crimen, tiemblan en sus torres de obsidiana. Pues la Luna Roja no solo recuerda: también despierta.
Durante esas noches, los espíritus del bosque emergen con garras de nostalgia. Los zorros, que antes eran simples bestias, hablan con lenguas humanas y ojos como brasas. Los niños nacen con colas de fuego. Y entre las sombras, una figura baila con un abanico rojo y pasos que esquivan las leyes del mundo: el nuevo Hu Li Shen, reencarnado en carne, en deseo, en rebelión.
Nadie sabe si es el dios mismo, o solo su eco. Pero allí donde danza, los hombres se enamoran y se destruyen.
En los textos prohibidos de la Orden del Tigre Blanco, se habla de los discípulos del Zorro, cultivadores que abandonaron los caminos rectos de la espada y la justicia para abrazar los senderos del arte, del juego, del veneno y del beso. Se ocultan bajo máscaras de seda y son capaces de manipular la energía espiritual a través del placer, la ilusión y el caos. Son considerados heréticos por los clanes tradicionales, pero sus técnicas —seductoras, letales, incomprensibles— han doblegado imperios.
Algunos creen que estos discípulos son elegidos por la luna misma. Que al nacer bajo su fulgor carmesí, reciben fragmentos del alma del dios Zorro. Que no pueden ser encerrados, ni poseídos, ni leales a nadie salvo a su propio corazón.
Aún hoy, cuando la luna sangra, los ancianos cierran las puertas, y los monjes queman incienso sin nombre. Las madres cubren a sus hijos con mantos benditos, y los emperadores sueñan con un rostro que han olvidado pero que les hizo arder.
Pero no todos tiemblan.
Los jóvenes de corazón puro y deseo ardiente a veces se escapan por las noches para danzar bajo la luna roja. Cuentan que si uno baila lo suficientemente cerca del corazón de la montaña, puede escuchar una voz antigua riendo entre los árboles. Que si uno besa a quien ama bajo la sangre celestial, el tiempo se detiene. Que si uno se atreve a desafiar al cielo, el zorro aparece.
Hay quienes han jurado verlo: un hombre envuelto en ropajes escarlata, con ojos dorados y una o nueve colas. A veces llora. A veces canta. A veces solo observa, con la melancolía de quien recuerda haber sido un dios.
Y entonces desaparece.
Así nació la leyenda de la Luna Roja. No como una advertencia, sino como una llama. Como una cicatriz brillante en los cielos, recordándonos que incluso los dioses pueden ser libres, que incluso el amor puede desafiar al orden, y que a veces, es en el baile —y no en la batalla— donde reside la verdadera cultivación.
Porque cuando la luna sangra, el corazón arde.
Y cuando el zorro baila, el mundo tiembla.
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La plaza del mercado rebosaba con aromas de arroz tostado, incienso barato y fruta podrida. El sol se deslizaba perezoso sobre los techos de teja, dejando la mañana envuelta en una bruma dorada. Comerciantes gritaban, niños corrían, y las sombras reptaban bajo las telas colgantes de los puestos.
Pero Hu YeTao no veía nada de eso.
Desde el momento en que pisó el empedrado, supo que estaba siendo observado. No por ojos humanos, no del todo. Era una sensación que lo recorría desde la nuca hasta el pecho, como una garra templada, como una voz sin lengua que lo llamaba por un nombre que no conocía.
Y entonces la vio.
Una anciana sentada entre montones de hierbas secas, con la piel arrugada como corteza vieja, los ojos completamente blancos y una sonrisa sin dientes que no pertenecía al presente.
—Tú tienes el aroma del zorro.
Hu YeTao se detuvo. Apretó la tela de su túnica y dio un paso atrás. La gente pasaba a su lado, ajena al llamado.
—¿Perdón?
—Eres el hijo del eco... el que nació cuando la luna sangraba. No lo sabes, pero en tu vientre arde el fuego de un dios antiguo. Eres un doncel, pero no como los otros. Estás bendecido. Marcado. Elegido.
Hu YeTao palideció.
Nadie debía saberlo. Había ocultado su condición toda su vida. Se entrenó más fuerte que los demás, caminó con los pies firmes y la espalda recta, evitó las caricias y los susurros. Pero esta anciana —ciega, marchita, sola— lo había dicho como si lo leyera en la palma del aire.
—¿Qué sabes? —preguntó, bajando la voz.
La anciana estiró un dedo huesudo y le hizo seña para que se acercara. Sus labios olían a menta marchita y vino dulce.
—Te contaré una historia que no está en los pergaminos. La leyenda del dios Zorro y su amado. No te la repito por capricho. Te la revelo porque tú eres la continuación.
Y con voz temblorosa, como una flauta vieja que aún recordaba la melodía, le contó la leyenda. La luna roja. El dios que bailó por amor. El castigo. La caída. El reencuentro. El nuevo ciclo.
Cada palabra se hundía en el pecho de YeTao como si despertara algo dormido. Y cuando la anciana habló de Tian Luo, no dijo su nombre... pero lo describió con una precisión que le heló la sangre:
—Ojos como la medianoche en llamas. Voz de jade quebrado. Risa que arrastra a los demonios. Él no es de este mundo, pero tampoco del otro. Él fue, y será. Pero aún no sabe quién es.
YeTao tragó saliva. Quiso huir. Quiso taparse los oídos.
—¿Por qué me dices esto? —preguntó.
—Porque pronto tomarás una decisión. Y tu cuerpo... responderá.
La anciana extendió la mano y tocó apenas el vientre de YeTao, tan leve como el roce de un pensamiento. Él se estremeció.
—La sangre del dios es fértil en ti. Si se unen, si dejas que él te tome bajo la luna roja, el ciclo se cerrará. La semilla antigua despertará.
—¿Qué semilla?
La anciana ladeó la cabeza, como si escuchara voces que él no oía.
—Una vida. Una creación prohibida. El linaje perdido del dios y su amante. La criatura que los sabios temieron. Si esa vida nace, las líneas entre los mundos se abrirán. No todos lo permitirán. Querrán matarte. Querrán usarlo. Querrán encerrarte en sellos y cadenas.
YeTao cayó de rodillas. El mercado seguía moviéndose a su alrededor, pero él ya no pertenecía allí. Sentía la presión en el pecho, un fuego suave pero constante, como si su cuerpo recordara algo que su mente aún no entendía.
—¿Entonces... qué debo hacer?
La anciana lo miró —o algo más allá de ella lo hizo a través de sus ojos blancos— y dijo:
—Amarlo. Pero con conciencia. No entregues tu cuerpo solo por deseo. Entrégalo sabiendo lo que eres, sabiendo lo que él es. El vínculo carnal entre ustedes no será solo piel. Será pacto, será invocación, será renacimiento.
Y luego, como si una sombra pasara sobre el mundo, su voz se oscureció:
—Si lo haces bajo la luna roja, sellarás el destino. Si lo haces sin preparación, perderás el control. Y si lo haces por miedo, él... podría no volver a ser él.
YeTao alzó la mirada, y por un instante, vio detrás de la anciana el reflejo de un zorro dorado, inmenso, con ojos tristes y una sonrisa rota.
—¿Qué pasará con él?
—Tian Luo será despertado. Pero no como ahora. Su espíritu recordará la divinidad que fue... y el castigo que sufrió. La pasión lo puede romper, si no está listo. El amor puede salvarlo, si tú lo estás.
La anciana le entregó un pequeño espejo de obsidiana, ovalado, con runas rojas talladas en los bordes.
—Cuando llegue el momento, mírate aquí. Si ves tu reflejo, estás a salvo. Si ves a otro... huye.
YeTao temblaba.
—¿Qué soy entonces?
La anciana le sonrió, y por un momento, su rostro dejó de ser anciano.
Fue joven. Fue hermoso. Fue cruel y dulce a la vez.
—Eres la flor que crece entre la sangre y el fuego. Eres el cuerpo que puede crear lo sagrado y lo temido. Eres el amado del zorro. Y esta vez... tú decidirás si la historia termina o comienza.
Y sin más, desapareció entre la multitud, como si nunca hubiese estado allí.
YeTao se quedó solo.
Con el espejo en la mano, el corazón latiendo como un tambor de guerra y el nombre de Tian Luo ardiéndole en la garganta.
Y sabía que el destino ya estaba caminando hacia él.
La muchedumbre seguía su danza cotidiana, ajena al temblor que recién se había sembrado en el mundo invisible.
YeTao cerró el puño alrededor del espejo y se marchó con pasos pesados, casi arrastrados. No regresó al templo. No fue al bosque. Caminó sin dirección, con la garganta seca y los labios apretados, buscando algo que no sabía cómo nombrar.
Pero su pecho latía como si ya lo supiera.
Esa noche, se escondió bajo el alero de un viejo pabellón abandonado a las afueras del pueblo, donde los monjes ya no rezaban y el musgo cubría los muros como piel enferma. Encendió una vela con una cerilla húmeda y se sentó frente al espejo.
Y dudó.
"Si ves tu reflejo, estás a salvo. Si ves a otro... huye."
Las palabras de la anciana giraban en su mente como pétalos arrastrados por el viento. Tomó el espejo. Lo sostuvo frente a su rostro... y se obligó a mirar.
El reflejo era suyo. Sus ojos almendrados, su rostro fino, el ceño fruncido. Pero por un segundo —una milésima suspendida en la eternidad—, la imagen parpadeó.
Y detrás de él apareció una silueta.
Él. Tian Luo.
No el que conocía. No el muchacho que reía mientras robaba frutas, el que entrenaba con los pies descalzos y hablaba del futuro como si aún le perteneciera. No.
Este tenía ojos de oro líquido. Vestía armadura de jade roto. Y en sus manos, danzaban llamas blancas.
YeTao dejó caer el espejo. La vela se apagó.
El eco del destino lo había alcanzado.
Pasaron días, aunque para YeTao fueron siglos.
Tian Luo volvió a aparecer en su camino, como si nunca se hubiera ido. Sonrió, como siempre. Lo abrazó, como siempre. Pero algo en él estaba... tenso. Encerrado. Como una bestia a punto de recordar su nombre.
Y YeTao lo notó.
En las noches, el otro hablaba dormido, en lenguas antiguas. A veces gritaba, como si estuviera ardiendo. A veces reía, pero sin alegría.
Una noche, mientras el cielo se teñía de púrpura y la luna nueva se escondía como una doncella avergonzada, YeTao decidió preguntarlo.
—¿Has soñado cosas extrañas últimamente? —susurró.
Tian Lou lo miró con ojos turbios.
—¿A qué te refieres?
—A... fuego. A espejos. A... mí.
Lou lo observó largo rato. Luego se acercó y posó su frente contra la de él.
—Te sueño siempre. Pero no como ahora. Te veo vestido de rojo, con perlas en el cabello, con el vientre iluminado como si dentro de ti viviera una estrella. Y cada vez que intento tocarte... desapareces.
YeTao contuvo el aliento.
Era cierto. El vínculo se estaba despertando.
Y la luna sangrienta se acercaba.
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El cielo era una herida abierta.
La luna sangrienta ascendió sin permiso, robándole al firmamento todo color. No era roja. Era escarlata oscuro, como vino derramado en una tumba.
El aire estaba denso. Los grillos habían enmudecido. Los árboles parecían contarse secretos.
YeTao y Tian Luo estaban solos, lejos del pueblo, en una pagoda que los monjes decían maldita, pero que el dios zorro había tocado hacía siglos.
Era allí donde YeTao había sentido por primera vez el fuego en su pecho. Allí donde Tian Luo lo había besado por primera vez, bajo un manto de luciérnagas y miedo.
Esa noche, sus cuerpos se buscaron.
Sus labios se encontraron con torpeza, pero también con hambre. Como si el universo los empujara, como si el aire supiera su destino. Tian Luo lo besó como si intentara recordarlo. Y YeTao lo abrazó como si lo perdiera
Y entonces, mientras las ropas caían, el vientre de YeTao ardió.
Un calor dulce y punzante, como si una flor brotara dentro de él. Su espalda se arqueó. Tian Luo lo sostuvo.
—¿Estás bien?
YeTao no respondió. Porque sabía lo que venía.
—Si me tomas esta noche... no habrá vuelta atrás.
Tian Luo tragó saliva. Algo en él temblaba. Los ojos dorados se asomaban detrás de los suyos. Su aliento era más caliente. Sus manos temblaban entre la ternura y la furia.
—Entonces déjame decidirlo contigo.
Y cuando sus cuerpos se unieron, no fue carne.
Fue fuego.
Fue una llamada a los cielos. Fue el grito olvidado del dios zorro. Fue el eco de una historia no escrita, cumpliéndose al fin.
La pagoda tembló. Las piedras brillaron. Las sombras se retiraron. Y al amanecer, una flor blanca creció entre sus ropas desgarradas.
El espejo de obsidiana, olvidado entre las cenizas, mostró dos reflejos. No uno.
Uno era YeTao. El otro, era Tian Luo, con las orejas puntiagudas del zorro, los ojos encendidos, y la marca de un dios en el pecho.
Días después, YeTao despertó en un lecho de pétalos. Su vientre seguía ardiendo. Tian Luo estaba a su lado, dormido, cubierto de sudor y luz.
Y en su piel, la silueta de un pequeño zorro se dibujaba a cada exhalación.
El ciclo había comenzado.
Y la luna volvería a sangrar.
Pero esta vez, ellos escribirían el final.
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Bien, hemos llegado al final de la primera parte, comenzaremos con la segunda, tengo planeado hacer máximo 4 partes, así que aún nos queda mucho. Lo que acabamos de leer —que puede que no hayan entendido— es un poco de lo que ha pasado con YeTao, la luna roja y la conexión con otro ser, el dios zorro. Más adelante esto tendrá sentido.
Una disculpa por la demora, espero que les guste, y esperen por lo que sigue.
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