-Xᴇɴᴏᴘʜɪʟɪᴜs Lᴏᴠᴇɢᴏᴏᴅ
Ginny y Hermione llegaron a una conclusión, iban a a ir a ver al padre de Luna, tenían asuntos pendientes con él.
—Tenemos que hablar.—dijeron a la par, pasaron por en medio de ambos chicos, —Queremos ir a ver a Xenophilius Lovegood.
—Está bien.—concedió Harry, entre divertido y enojado—. Pero después de hablar con Xenophilius intentaremos encontrar algún otro Horrocrux, ¿de acuerdo? Y por cierto, ¿dónde viven los Lovegood? ¿Alguien lo sabe?
—Sí, yo; no muy lejos de mi casa—respondió Ron—. No sé dónde exactamente, pero mis padres siempre señalan hacia las montañas cuando los mencionan. No nos costará mucho encontrarlos.
Cuando Hermione hubo vuelto a su litera, Harry bajó la voz y dijo:
—Sólo le has dado la razón para que te perdone.
—En el amor y la guerra todo vale.—replicó Ron alegremente—, y aquí hay un poco de las dos cosas. ¡Anímate, Luna estará pasando las vacaciones de Navidad en su casa!
A la mañana siguiente se aparecieron en una ventosa ladera, y desde esa estratégica posición disfrutaron de un excelente panorama de Ottery St. Catchpole. El pueblo ofrecía el aspecto de una colección de casas de juguete bañadas por los anchos y sesgados rayos de sol que se filtraban entre las nubes. Haciéndose visera con la mano, estuvieron un par de minutos contemplando La Madriguera, pero sólo lograron distinguir los altos setos y los árboles frutales del huerto, que protegían la torcida y desvencijada casa de las miradas de los muggles.
—Qué raro resulta estar tan cerca y no poder visitarlos —comentó Ron.
—Bueno, no será porque haga mucho tiempo que no estás con ellos. Al fin y al cabo, has pasado la Navidad ahí.—repuso Hermione con frialdad.
—¡No la he pasado en La Madriguera! —replicó Ron casi riendo—. ¿Me crees capaz de volver a mi casa y decirle a mi familia que los había dejado tirados? Claro, a Fred y George les habría encantado, sin duda.
—Entonces, ¿dónde has estado? —preguntó Ginny.
—En El Refugio, la casa nueva de Bill y Fleur. Bill siempre se ha portado bien conmigo. La verdad es que no se enorgulleció de mí cuando se enteró de lo que había hecho, pero como se dio cuenta de que estaba arrepentido, no quiso agobiarme. El resto de mi familia no sabe que estuve en su casa, porque Bill tuvo el detalle de decirle a nuestra madre que Fleur y él no irían a La Madriguera por Navidad, porque eran sus primeras vacaciones de casados y querían celebrar la fiesta en la intimidad. Creo que a Fleur no le importó. Ya sabes cómo detesta los conciertos radiofónicos de Celestina Warbeck.
Al fin Ron le dio la espalda a La Madriguera y, echando a andar hacia la cumbre de la colina, dijo:
—Probemos ahí arriba.
Caminaron varias horas; Harry, ante la insistencia de Hermione, lo hizo oculto bajo la capa invisible. El macizo de colinas parecía deshabitado, pues tan sólo encontraron una casita donde daba la impresión de que no vivía nadie.
—¿Crees que esta casa podría ser la suya? A lo mejor se han ido a pasar la Navidad fuera y todavía no han vuelto —comentó Hermione mientras atisbaba una pulcra y pequeña cocina por una ventana con geranios en el alféizar. Ron dio un resoplido.
—¡Qué va! Si miraras por la ventana de la casa de los Lovegood sabrías enseguida quién vive ahí. Probemos en el siguiente macizo.
Y se aparecieron unos kilómetros más al norte.
—¡Ajá! —gritó Ron con el cabello y la ropa a los cuatro vientos. Señalaba hacia
la cima de la colina en que se habían aparecido, donde un enorme cilindro negro se erigía en vertical destacándose contra el cielo crepuscular; detrás de ese extraño edificio estaba suspendida la luna, fantasmagórica—. Ésa tiene que ser la casa de Luna. ¿Quién más podría vivir en un sitio así? ¡Parece una torre de ajedrez gigantesca!
Desconcertadas, Ginny y Hermione arrugaron el entrecejo y contemplaron la construcción. Ron tenía las piernas más largas y fue el primero en llegar a la cima de la colina. Cuando Harry, Ginny y Hermione lo alcanzaron, jadeando y con flato, estaba sonriendo de oreja a oreja.
—Es su casa. ¡Mirad!
Había tres letreros pintados a mano, clavados con chinchetas en una desvencijada verja. El primero rezaba: «El Quisquilloso. Director: X. Lovegood»; el segundo, «Permitido coger muérdago»; y el tercero, «Cuidado con las ciruelas dirigibles». La verja chirrió cuando la abrieron. En el zigzagueante sendero que conducía hasta la puerta principal había una gran variedad de plantas extrañas, entre ellas un arbusto cargado de esos frutos de color naranja, con forma de rábano, que a veces Luna usaba como pendientes. Harry creyó reconocer un snargaluff y se apartó cuanto pudo de la marchita cepa. Retorcidos a causa del viento, dos viejos manzanos silvestres, desprovistos de hojas pero cargados de frutos rojos del tamaño de bayas y de espesas coronas de muérdago salpicadas de bolitas blancas, montaban guardia a ambos lados de la puerta. Una pequeña lechuza, de cabeza achatada semejante a la de un halcón, los observaba desde una rama.
—Es mejor que vayas tú primero, Harry—dijo Ginny, —. Es a ti a quien quiere ayudar el señor Lovegood, no a nosotros.
Harry lo hizo, entonces ella dio tres golpes en la gruesa puerta negra, tachonada con clavos de hierro y cuya aldaba tenía forma de águila.
Al cabo de unos diez segundos, la puerta se abrió de par en par y apareció Xenophilius Lovegood en persona, descalzo, en camisa de dormir —manchada— y con el largo, blanco y esponjoso cabello, sucio y despeinado. La verdad es que Xenophilius iba mucho más pulcro y arreglado el día de la boda de Bill y Fleur.
—¿Qué ocurre? ¿Quiénes son y qué quieren? —gritó con voz aguda.
—¡Hola, señor Lovegood! —lo saludó Harry, y le tendió la mano—. Soy Harry, Harry Potter.
Xenophilius no se la estrechó, aunque enfocó rápidamente el ojo que no bizqueaba en la cicatriz de la frente de Harry.
—¿Le importa que entremos? Queremos preguntarle una cosa.
Apenas hubieron traspuesto el umbral, Xenophilius cerró de golpe la puerta. Se hallaban en la cocina más rara que Ginny había visto jamás: completamente circular, daba la impresión de estar dentro de un enorme pimentero; los fogones, el fregadero y los armarios tenían forma curvada, para adaptarse a la forma de las paredes, y en todas partes había flores, insectos y pájaros pintados con intensos colores primarios. A Harry le pareció reconocer el estilo de Luna; el efecto, en un espacio tan cerrado, era ligeramente abrumador.
En medio de la cocina había una escalera de caracol de hierro forjado que conducía a los pisos superiores, de donde provenían fuertes ruidos, y la chica se preguntó qué estaría haciendo Luna.
—Será mejor que subamos —propuso Xenophilius, aún incómodo, y los guió por la escalera.
La habitación del piso superior era una combinación de salón y taller, todavía más atestada de cosas que la cocina. Aunque era mucho más pequeña, y también circular, recordaba la Sala de los Menesteres en aquella inolvidable ocasión en que se había transformado en un gigantesco laberinto compuesto de objetos escondidos a lo largo de siglos. Había montañas y montañas de libros y papeles en todas las superficies. Del techo colgaban diversos modelos de criaturas —realizados con primor— que agitaban las alas o batían las mandíbulas y que Harry no supo identificar. Luna no estaba allí y lo que hacía tanto ruido era un artilugio de madera repleto de engranajes y ruedas que giraban mediante magia; parecía el extraño resultado del cruce de un banco de trabajo y una estantería vieja, pero Harry dedujo que debía de ser una anticuada prensa, porque no paraba de escupir ejemplares de El Quisquilloso.
—Discúlpenme —dijo Xenophilius y, dando un par de zancadas, se acercó a la máquina, sacó un mugriento mantel de entre una montaña de libros y papeles, que cayeron al suelo, y cubrió la prensa, con lo que los fuertes golpes y traqueteos se amortiguaron un poco. Entonces miró a Harry y preguntó—: ¿A qué han venido?
Pero, antes de que el chico contestara, Ginny inquirió:
—¿Dónde está Luna?
Xenophilius tragó saliva una vez más, como si estuviera armándose de valor. Por fin, con una voz temblorosa que apenas se oyó (ahogada por el ruido de la prensa), dijo:
—Luna está en el arroyo pescando plimpys de agua dulce. Seguro... seguro que se alegrará de veros....—miró el collar que tenía puesto Ginny, con intriga.
Se acercó lentamente, pero los brazos de Harry y Ron le impidieron el paso hacia el cuello de la chica, quien la miraba con confusión.
—¿Qué sucede?—preguntó ella.
—Ese relicario...—retrocedió, —Es de la familia Dumbledore....¿por qué lo tienes tú?
—Albus Dumbledore me lo heredó.—dijo la castaña-rojiza, —En su testamento me heredó la reliquia de su familia.
—Ese relicario es muy particular, Ginevra.—pareció haber entrado en una especie de trance, —Es muy poderoso, te protegerá de todo...
Ginny negó, —Lo siento, señor, pero eso no es cierto.—empezó a recordar, —Cuando Nagini nos atacó, él relicario no le impidió acercarse a mí, ella me rodeó por todo el cuerpo, y no tuve ningún tipo de protección.
—Es cierto.—dijo Harry, —Y una vez le lancé un protego, y la tambaleó.
El señor Lovegood rió, —¿Pero salió herida?—hizo que los cuatro jóvenes se pusieran a pensar, —El relicario solo actúa cuando el que lo porta se encuentra en riesgo, ¿la serpiente quiso atacarte, o Harry quiso herirte?
—Pues no...—entendió Ginny.
—Debes tener mucho cuidado, Ginevra. Hay una forma de activarlo, está activado, y lo estará siempre, solo procura llevarlo puesto todo el tiempo.—le explicó, —De otra forma, no podrá protegerte, no está ligado a ti.
—¿Y por qué no?
—Porque no eres una Dumbledore, a ellos los protege aún no tengan puesto el relicario, siempre y cuando no hayan apagado esa conexión...tú solo lo portas, solo te protegerá si lo llevas puesto.
En ese momento Ginny se confundió, si Dumbledore alguna vez portó el relicario, ¿cómo fue posible que haya muerto, si tenía la protección ligada? ¿Acaso Albus desactivó su conexión?
—Bueno, ¿en qué puedo ayudarte, Potter?—dijo Lovegood.
—Verá...—repuso Harry mirando a Ginny, que asintió para darle ánimo— se trata de ese símbolo que llevaba usted colgado del cuello en la boda de Bill y Fleur. Nos gustaría saber qué significa.
—¿Te refieres al símbolo de las Reliquias de la Muerte? —inquirió Xenophilius, extrañado.
—¿Ha dicho usted las Reliquias de la Muerte?
—Eso es. ¿No han oído hablar de ellas? No me sorprende, pues muy pocos magos creen en ellas. ¡Acuérdense de aquel cabeza de chorlito que estaba en la boda de su hermano —dijo mirando a Ron y Ginny—, que me agredió por llevar el símbolo de un famoso mago tenebroso! ¡Qué ignorancia! Las reliquias no tienen nada que ver con la magia oscura, al menos en sentido estricto. Uno simplemente utiliza el símbolo para darse a conocer a otros creyentes, con la esperanza de que lo ayuden en su búsqueda.
Le echó varios terrones de azúcar a su infusión de gurdirraíz, la removió y bebió un sorbo.
—Perdone —intervino Harry—, pero sigo sin entenderlo del todo.—Para ser educado, bebió también un sorbo de infusión, y estuvo a punto de vomitar; la bebida era asquerosa, como si alguien hubiera licuado grageas de todos los sabores con gusto a mocos.
—Bueno, es que los creyentes buscan las Reliquias de la Muerte —explicó Xenophilius mientras se relamía como si estuviera encantado con la infusión de gurdirraíz.
—Pero ¿qué son las Reliquias de la Muerte? —preguntó Hermione.
—Supongo que conocen «La fábula de los tres hermanos», ¿no? —inquirió y dejó la taza vacía.
—No —contestó Harry, pero Ron, Ginny y Hermione dijeron:
—Sí.
—Vaya, vaya, Potter; pues todo empieza a partir de esa fábula —afirmó Xenophilius, muy serio—. Veamos, he de tener un ejemplar por algún sitio... — Paseó vagamente la mirada por las montañas de pergaminos y libros que había en la habitación.
—Yo tengo un ejemplar, señor Lovegood —dijo Hermione, y sacó los Cuentos de Beedle el Bardo del bolsito de cuentas.
—¿Es el original? —preguntó Xenophilius, asombrado, y, al ver que Hermione asentía, sugirió—: Bueno, pues ¿por qué no nos lees esa historia en voz alta? Así nos aseguraremos de que todos la entendemos.
—De acuerdo —aceptó Hermione, nerviosa. Abrió el libro y Harry vio que el símbolo que estaban investigando aparecía al principio de la página. Hermione tosió un poco y comenzó a leer—: «Había una vez tres hermanos que viajaban a la hora del crepúsculo por una solitaria y sinuosa carretera...»
—Mi madre siempre decía «a medianoche» —la interrumpió Ron, que se había puesto cómodo, con los brazos detrás de la cabeza, para escuchar la lectura. Hermione lo miró con fastidio—. ¡Perdona, perdona! Es que si te imaginas que es medianoche da más miedo —se excusó.
—Claro, como no pasamos bastante miedo ya... —terció Harry, burlón. Xenophilius no parecía prestarles mucha atención y contemplaba el cielo por la ventana—. Sigue, Hermione.
—«Los hermanos llegaron a un río demasiado profundo para vadearlo y demasiado peligroso para cruzarlo a nado. Pero como los tres hombres eran muy diestros en las artes mágicas, no tuvieron más que agitar sus varitas e hicieron aparecer un puente para salvar las traicioneras aguas. Cuando se hallaban hacia la mitad del puente, una figura encapuchada les cerró el paso... Y la Muerte les habló...Estaba contrariada porque acababa de perder a tres posibles víctimas, ya que normalmente los viajeros se ahogaban en el río. Pero ella fue muy astuta y, fingiendo felicitar a los tres hermanos por sus poderes mágicos, les dijo que cada uno tenía opción a un premio por haber sido lo bastante listo para eludirla. Así pues, el hermano mayor, que era un hombre muy combativo, pidió la varita mágica más poderosa que existiera, una varita capaz de hacerle ganar todos los duelos a su propietario; en definitiva, ¡una varita digna de un mago que había vencido a la Muerte! Ésta se encaminó hacia un saúco que había en la orilla del río, hizo una varita con una rama y se la entregó. A continuación, el hermano mediano, que era muy arrogante, quiso humillar aún más a la Muerte, y pidió que le concediera el poder de devolver la vida a los muertos. La Muerte cogió una piedra de la orilla del río y se la entregó, diciéndole que la piedra tendría el poder de resucitar a los difuntos. Por último, la Muerte le preguntó al hermano menor qué deseaba. Éste era el más humilde y también el más sensato de los tres, y no se fiaba un pelo. Así que le pidió algo que le permitiera marcharse de aquel lugar sin que ella pudiera seguirlo. Y la Muerte, de mala gana, le entregó su propia capa invisible.»
—¿La Muerte tiene una capa invisible? —volvió a interrumpirla Harry.
—Sí, para acercarse a sus víctimas sin que la vean —confirmó Ron—. A veces se harta de correr detrás de ellas, agitando los brazos y chillando... Perdona, Hermione.
—«Entonces la Muerte se apartó y dejó que los tres hermanos siguieran su camino. Y así lo hicieron ellos mientras comentaban, maravillados, la aventura que acababan de vivir y admiraban los regalos que les había dado la Muerte. A su debido tiempo, se separaron y cada uno se dirigió hacia su propio destino. El hermano mayor siguió viajando algo más de una semana, y al llegar a una lejana aldea buscó a un mago con el que mantenía una grave disputa. Naturalmente, armado con la Varita de Saúco, era inevitable que ganara el duelo que se produjo. Tras matar a su enemigo y dejarlo tendido en el suelo, se dirigió a una posada, donde se jactó por todo lo alto de la poderosa varita mágica que le había arrebatado a la propia Muerte, y de lo invencible que se había vuelto gracias a ella. Esa misma noche, otro mago se acercó con sigilo mientras el hermano mayor yacía, borracho como una cuba, en su cama, le robó la varita y, por si acaso, le cortó el cuello. Y así fue como la Muerte se llevó al hermano mayor. Entretanto, el hermano mediano llegó a su casa, donde vivía solo. Una vez allí, cogió la piedra que tenía el poder de revivir a los muertos y la hizo girar tres veces en la mano. Para su asombro y placer, vio aparecer ante él la figura de la muchacha con quien se habría casado si ella no hubiera muerto prematuramente. Pero la muchacha estaba triste y distante, separada de él por una especie de velo. Pese a que había regresado al mundo de los mortales, no pertenecía a él y por eso sufría. Al fin, el hombre enloqueció a causa de su desesperada nostalgia y se suicidó para reunirse de una vez por todas con su amada. Y así fue como la Muerte se llevó al hermano mediano. Después buscó al hermano menor durante años, pero nunca logró encontrarlo. Cuando éste tuvo una edad muy avanzada, se quitó por fin la capa invisible y se la regaló a su hijo. Y entonces recibió a la Muerte como si fuera una vieja amiga, y se marchó con ella de buen grado. Y así, como iguales, ambos se alejaron de la vida.»
Hermione cerró el libro, pero Xenophilius tardó un momento en reparar en que la muchacha había terminado de leer; entonces desvió la mirada de la ventana y dijo:
—Bueno, ya lo saben.
—¿Perdón? —preguntó Hermione, confusa.
—Ésas son las Reliquias de la Muerte —explicó. A continuación cogió una pluma de una mesa abarrotada de cachivaches, sacó un trozo de pergamino de entre los libros y las enumeró—La Varita de Saúco —y trazó una línea vertical en el pergamino—; la Piedra de la Resurrección —y dibujó un círculo encima de la línea—, y la Capa Invisible —y, al trazarla, encerró la línea y el círculo en un triángulo componiendo el símbolo que tanto intrigaba a Hermione—. Las tres juntas son las Reliquias de la Muerte.
—Pero en la fábula no se menciona esa expresión.—observó Hermione.
—No, por supuesto que no —admitió Xenophilius con una petulancia exasperante —. «La fábula de los tres hermanos» es un cuento infantil, narrado para divertir más que para instruir. Sin embargo, los que entendemos de semejantes materias sabemos que ese antiguo relato se refiere a tres objetos o reliquias que, si se unen, convertirán a su propietario en el señor de la muerte.
Se quedaron en silencio y Xenophilius echó un nuevo vistazo por la ventana; el sol estaba declinando.
—Dígame, señor Lovegood, ¿tiene la familia Peverell algo que ver con las Reliquias de la Muerte?—preguntó Hermione.
Xenophilius se mostró sorprendido y algo que Harry no logró identificar le rebulló en la memoria. Peverell... Había oído ese nombre antes. —¡Vaya, vaya! ¡Me habías engañado, jovencita! —exclamó Xenophilius; se sentó mucho más erguido en la butaca y miró a Hermione con ojos desorbitados—. ¡Creía que no conocías la Búsqueda de las Reliquias! Muchos de nosotros, los Buscadores, creemos que los Peverell tienen mucho, muchísimo que ver con ellas.
—¿Quiénes son los Peverell? —quiso saber Ron.
—Era el apellido grabado en la tumba donde aparecía ese símbolo, en Godric's Hollow —explicó Hermione sin dejar de observar a Xenophilius—. Constaba el nombre de Ignotus Peverell.
—¡Exacto! —dijo Xenophilius levantando un dedo con pedantería—. ¡El símbolo de las Reliquias de la Muerte en la tumba de Ignotus es una prueba concluyente!
—¿De qué? —preguntó Ron.
—Pues de que los tres hermanos de la fábula eran en realidad los tres hermanos Peverell: Antioch, Cadmus e Ignotus, y que ellos fueron los primeros poseedores de las reliquias.
Tras echar un enésimo vistazo por la ventana, se puso en pie; recogió la bandeja y se encaminó hacia la escalera de caracol.
—Se quedarán a cenar, ¿verdad? —preguntó mientras bajaba al piso inferior—. Todo el mundo nos pide nuestra receta de sopa de plimpys de agua dulce.
—Seguramente para enseñársela al Departamento de Toxicología de San Mungo —murmuró Ron.
Harry esperó hasta que oyeron al mago trajinando en la cocina, y entonces le preguntó a Ginny:
—¿Qué opinas?
La chica negó decidida, —Hay que irnos...—miró por la ventana, —Luna no está aquí, no está aquí desde hace un buen tiempo.
Sus amigos asintieron, y cuando el señor Lovegood subió, los vio con sus cosas en la mano, y se extrañó.
—¿Qué sucede?
—Creo que hace semanas que Luna no está aquí —le espetó Harry—. No tiene la ropa en el armario ni ha dormido en su cama. ¿Dónde está? ¿Y por qué usted no cesa de mirar por la ventana?
El mago soltó la bandeja, y los cuencos se hicieron añicos contra el suelo. Los cuatro jóvenes empuñaron sus varitas antes de que Xenophilius lograra meterse la mano en el bolsillo. En ese instante la prensa soltó un fuerte resoplido y, debajo del mantel que la cubría, empezó a escupir un ejemplar tras otro de El Quisquilloso; al cabo de un rato dejó de hacer ruido.
Hermione se agachó y, sin dejar de apuntar a Lovegood con la varita, cogió un ejemplar.
—¡Mira esto, Harry!
El muchacho se aproximó a ella tan rápido como se lo permitió el revoltijo que había en la habitación. En la portada de El Quisquilloso había una fotografía suya, bajo el titular «Indeseable n.o 1», y la cifra de la recompensa.
—Veo que El Quisquilloso ha cambiado de enfoque —rezongó Harry con frialdad mientras trataba de atar cabos—. ¿Por eso salió al jardín, señor Lovegood? ¿Para enviar una lechuza al ministerio?
Xenophilius se pasó la lengua por los labios y susurró:
—Se llevaron a mi Luna a causa de las cosas que yo escribía. Se llevaron a mi Luna y no sé dónde está ni qué le han hecho. Pero quizá me la devuelvan si yo... si yo...
—Si les entrega a Harry, ¿verdad? —dijo Ginny.
—Ni hablar —le espetó Ron—. Apártese. Nos largamos.
Xenophilius parecía haber envejecido de golpe y esbozaba una sonrisa horripilante.
—Llegarán en cualquier momento. Tengo que salvar a Luna; no puedo perderla. ¡No se marchen!
Se plantó delante de la escalera con ambos brazos extendidos, y de repente Harry visualizó a su madre haciendo lo mismo delante de la cuna cuando él era un bebé. —No nos obligue a hacerle daño —le advirtió—. Apártese de nuestro camino, señor Lovegood.
—¡¡Harry, mira!! —gritó Hermione.
Unas figuras montadas en escobas pasaban volando por delante de la ventana. Los cuatro chicos se quedaron mirándolas y Xenophilius aprovechó la ocasión para sacar su varita mágica. Harry se dio cuenta justo a tiempo y se lanzó hacia un lado, empujando a Ron, Ginny y Hermione; el hechizo aturdidor del mago cruzó la estancia y fue a dar contra el cuerno de erumpent. Se produjo una explosión descomunal y la onda expansiva destrozó la habitación: volaron trozos de madera, papeles y cascotes en todas direcciones, y se formó una densa nube de polvo blanco. Harry salió despedido por el suelo; no paraban de caerle escombros encima y se cubrió la cabeza con los brazos. Oyó el chillido de Hermione, el bramido de los hermanos y una serie de escalofriantes ruidos metálicos que le indicaron que Xenophilius había caído de espaldas por la escalera de caracol. Semienterrado bajo los escombros, Harry intentó levantarse, pero había tanto polvo que apenas podía respirar y ver nada. La mitad del techo se había derrumbado, y un extremo de la cama de Luna colgaba por el boquete; el busto de Rowena Ravenclaw yacía junto a él, con media cara destrozada; fragmentos de pergamino flotaban por la habitación y la prensa se había volcado, bloqueando la escalera que conducía a la cocina. Entonces una figura blanquecina se movió a su lado: era Ginny que, cubierta de polvo como una estatua, se llevó un dedo a los labios.
La puerta del piso de abajo se abrió bruscamente.
—¿No te dije que no había necesidad de correr tanto, Travers? —espetó una voz áspera—. ¿No te dije que ese chiflado sólo estaba delirando, como siempre?
Se oyó un fuerte golpe y un grito de dolor de Xenophilius.
—¡No... no! ¡Arriba... Potter!
—¡Ya te advertí la semana pasada, Lovegood, que no volveríamos a menos que tuvieras información fehaciente! ¿Recuerdas lo que pasó cuando intentaste cambiarnos a tu hija por ese ridículo sombrero? ¿Y la semana anterior —otro golpe, otro chillido—, cuando creíste que te la devolveríamos si nos ofrecías pruebas de la existencia de los snorkacks... —golpe— de cabeza... —golpe— arrugada?
—¡No, no! ¡Se lo suplico! —gimoteó Xenophilius—. ¡Potter está aquí, se lo aseguro! ¡En serio!
—¡Y ahora resulta que nos hace venir aquí con la intención de tirarnos la casa encima! —bramó el mortífago, y se oyó una lluvia de golpes y gritos de dolor de Xenophilius.
Ginny se mordió el labio inferior, —Hay que irnos.—susurró.
Los cuatro amigos se agarraron de las manos, y se fueron del lugar, apareciéndose en un bosque.
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