-Lᴀ ғɪᴇsᴛᴀ
Harry y Ginny procuraron volver a verse durante el resto del día, a solas y sin que nadie se enterara, mientras los demás se crean la mentira de que ya no se trataban como novios, Voldemort no se atrevería a hacer una jugada con la chica.
Cada encuentro suyo era único y especial, y aunque los besos, caricias, y el deseo de querer dar otro paso también estaban invitados, ambos preferían pasar todo el tiempo posible juntos, tranquilos, y haciendo otras cosas entre risas.
La llegada de Charlie supuso un gran alivio para Harry; al menos lo distrajo ver cómo la señora Weasley lo obligaba asentarse en una silla, cómo levantaba admonitoriamente su varita mágica y anunciaba que se disponía a hacerle un corte de pelo apropiado a su hijo. Como en la cocina de La Madriguera no había espacio suficiente para celebrar la cena de cumpleaños de Harry —y aún faltaban por llegar Charlie, Lupin, Tonks y Hagrid—, juntaron varias mesas en el jardín. Fred y George hechizaron unos farolillos morados, todos con un gran diecisiete estampado, y los suspendieron sobre las mesas. Gracias a los cuidados de la señora Weasley, George ya tenía la herida curada, pero Harry todavía no se acostumbraba a ver el oscuro orificio que le había quedado en lugar de la oreja, pese a que los gemelos no paraban de hacer chistes sobre él.
Hermione hizo aparecer unas serpentinas doradas de la punta de su varita mágica y las colgó con mucho arte encima de árboles y arbustos.
—¡Qué bonito queda!—alabó Ron cuando, con un último floreo de la varita, Hermione tiñó de dorado las hojas del manzano silvestre—. Eres una artista para estas cosas.
—Gracias, Ron.—repuso ella, complacida y un poco turbada.
Harry, muy divertido, se dio la vuelta para que no vieran su expresión; estaba segurísimo de que encontraría un capítulo dedicado a los cumplidos cuando tuviera tiempo de leer detenidamente su ejemplar de Doce formas infalibles de hechizar a una bruja. Entonces advirtió que Ginny estaba al lado hablando francés con la mamá de Fleur, se acercó cuidadosamente olvidando la promesa hecha a Ron.
—Oh ma chérie, ¡Tu es si belle!—exclamó la señora Delacour admirando a la castaña-rojiza.
Ella rió un poco mientras respondía, —Merci beaucoup, j'espère aller en France très bientôt.
—Oh ce serait fabuleux! nous serions ravis de vous accueillir chez nous vous êtes toujours les bienvenus.
Harry la abrazó por detrás, y la chica reconoció su tacto, por lo cuál reposó su cabeza hacia atrás, en el hombro del chico.
—¿Le importaría que se la robe un segundo?—sonrió a la señora.
—Oh, no, no, pog favog, adelante, mucho gusto hablag contigo, Ginevga.—se fue moviendo sus caderas hacia otro lado del lugar.
—¿Qué haces aquí, rayito?—se volteó, rodeando el cuello del azabache con sus brazos, mientras él le rodeaba la cintura.
—¿Acaso necesito una excusa para venir a verte?—le preguntó.
—No, pero estaba hablando con la mamá de Fleur.
—¿Hubieses preferido que no viniera?—la miró sabiendo la respuesta.
—Jamás.
—¡Apártense, apártense!—vociferó la señora Weasley, y entró por la verja con una snitch del tamaño de una pelota de playa flotando delante de ella.
Segundos más tarde, Harry comprendió que la snitch era su pastel de cumpleaños, y que la señora Weasley la hacía flotar con la varita mágica para no arriesgarse a llevarla con las manos por aquel terreno tan irregular. Cuando el pastel se hubo posado por fin en medio de la mesa, Harry exclamó:
—¡Es increíble, señora Weasley!
—Bah, no es nada, cielo.—repuso ella con cariño.
Ron asomó la cabeza por detrás de su madre, le hizo una seña de aprobación con el pulgar a Harry y articuló con los labios: «¡Bien!»
A las siete en punto ya habían llegado todos los invitados; Fred y George fueron a esperarlos al final del camino y los acompañaron a la casa. Para tan señalada ocasión, Hagrid se había puesto su mejor traje —marrón, peludo y horrible—. Lupin sonrió al estrecharle la mano, pero a Harry le pareció que no estaba muy contento (qué raro); en cambio, Tonks, al lado de su marido, estaba sencillamente radiante.
—¡Feliz cumpleaños, Harry!—lo felicitó la bruja abrazándolo con fuerza.
—Diecisiete, ¿eh?—dijo Hagrid mientras cogía la copa de vino, del tamaño de un balde, que le ofrecía Fred—. Ya han pasado seis años desde el día que nos conocimos, ¿te acuerdas, Harry?
—Vagamente.—sonrió—. ¿Verdad que echaste la puerta abajo, provocaste que a Dudley le saliera una cola de cerdo y me dijiste que yo era mago?
—No tengo buena memoria para los detalles.—repuso Hagrid riendo—. Ron, Ginny, Hermione, ¿va todo bien?
—Muy bien, Hagrid.—respondió la castaña-rojiza al lado de su mejor amiga—. Y tú, ¿cómo estás?
—No puedo quejarme. Un poco atareado, porque tengo unos unicornios recién nacidos; ya se los enseñaré cuando vuelvan.—Harry evitó la mirada de sus tres amigos mientras Hagrid rebuscaba en un bolsillo—. Toma, Harry. No sabía qué regalarte, pero entonces me acordé de esto. —Sacó un monedero ligeramente peludo que se cerraba tirando de un largo cordón que también servía para colgárselo del cuello—. Es de piel de moke. Esconde lo que quieras dentro, porque sólo puede sacarlo su propietario. No se ven muchos, la verdad.
—¡Gracias, Hagrid!
—De nada, de nada.—replicó el hombretón haciendo un ademán con una mano tan grande como la tapa de un cubo de basura—. ¡Mira, ahí está Charlie! Siempre me cayó bien ese chico. ¡Eh, Charlie!
El aludido se acercó, pasándose, compungido, una mano por la recién rapada cabeza. Era más alto que Ron, más fornido, y tenía los musculosos brazos cubiertos de arañazos y quemaduras.
—Hola, Hagrid. ¿Qué tal?
—Hace mucho tiempo que quiero escribirte. ¿Cómo anda Norberto?
—¿Norberto, dices?—repitió Charlie, muerto de risa—. ¿Te refieres al ridgeback noruego? ¡Pues querrás decir Norberta!
—¿Cómooo? ¿Que Norberto es una hembra?
—Ni más ni menos.—confirmó Charlie.
—¿Cómo lo sabes?—preguntó Hermione.
—Las hembras son mucho más feroces —explicó Ginny sin que se lo pidieran. Charlie y ella miraron hacia atrás y, bajando la voz, el pelirrojo mayor añadió.
—: A ver si llega pronto nuestro padre, porque mamá se está poniendo nerviosa.
Al mirar a la señora Weasley comprobaron, en efecto, que intentaba conversar con madame Delacour mientras echaba vistazos una y otra vez a la verja.
—Creo que será mejor que empecemos sin Arthur.—anunció Molly al cabo de un momento a los invitados en general—. Deben de haberlo entretenido en...¡Oh!
Todo el mundo lo vio al mismo tiempo: un rayo de luz cruzó el jardín y fue a parar sobre la mesa, donde se descompuso y formó una comadreja plateada que se sentó sobre las patas traseras y habló con la voz del señor Weasley:—«El ministro de Magia me acompaña.»
Acto seguido, el patronus se esfumó. La familia de Fleur se quedó contemplando con perplejidad el sitio donde se había desvanecido.
—No quiero que nos encuentre aquí.—dijo de inmediato Lupin—. Lo siento, Harry; ya te lo explicaré en otro momento. Cogió a Tonks por la muñeca y se la llevó de allí; llegaron a la valla, la saltaron y enseguida se perdieron de vista.
—¿Que el ministro viene...? —balbuceó la señora Weasley, desconcertada—. Pero...¿por qué? No lo entiendo.
Pero no había tiempo para conjeturas; un segundo más tarde, Arthur Weasley apareció de la nada junto a la verja, en compañía de Rufus Scrimgeour, a quien era fácil reconocer por su melena entrecana. Los recién llegados atravesaron el patio y se encaminaron hacia el jardín, donde se hallaba la mesa iluminada por los farolillos. Los comensales guardaban silencio mientras los veían acercarse. Cuando la luz alcanzó a Scrimgeour, Harry comprobó que el ministro estaba flaco, ceñudo y mucho más viejo que la última vez que se habían visto.
—Lamento esta intromisión.—se disculpó Scrimgeour al detenerse cojeando junto a la mesa, agarrando una jaula revoltosa tapada con una manta—. Y más ahora que veo que me he colado en una fiesta.—Clavó la vista en el enorme pastel con forma de snitch y musitó—: Muchas felicidades.
—Gracias.—dijo Harry.
—Quiero hablar en privado contigo.—añadió el ministro—. Y también con Ronald y Ginevra Weasley, y Hermione Granger.
—¿Con nosotros?—se extrañó Ron—. ¿Por qué?
—Se lo explicaré cuando estemos en un sitio menos concurrido. ¿Algún lugar para conversar a solas?—le preguntó al señor Weasley.
—Sí, por supuesto.—respondió Arthur, que parecía nervioso—. Pueden ir al salón.
—Condúcenos, por favor.—pidió el ministro a Ron—. No es necesario que nos acompañes, Arthur.
Harry advirtió que éste le dirigía una mirada de preocupación a su esposa cuando Ron, Ginny, Hermione y él se levantaron de la mesa. Y mientras guiaban en silencio a Scrimgeour hacia la casa, intuyó que sus amigos estaban pensando lo mismo que él: de algún modo, el ministro debía de haberse enterado de que planeaban no asistir a Hogwarts ese año.
Scrimgeour no dijo nada mientras cruzaban la desordenada cocina y entraban en el salón. Aunque la débil y dorada luz del crepúsculo todavía bañaba el jardín, allí dentro ya estaba oscuro. Al entrar, Harry apuntó con su varita hacia las lámparas de aceite, que iluminaron la acogedora aunque deslucida estancia. El ministro se acomodó en la hundida butaca que solía ocupar el señor Weasley, dejando la jaula a un lado, y los cuatro jóvenes se apretujaron en el sofá, estaban de izquierda a derecha, Hermione, Ron, Ginny y Harry. Una vez que los cinco se hubieron sentado, Scrimgeour tomó la palabra.
—Quiero hacerles unas preguntas, y creo que será mejor que lo haga individualmente. Ustedes —señaló a Harry, Ginny y Hermione— pueden esperar arriba. Empezaré con Ronald.
—No pensamos ir a ninguna parte.—le espetó Harry mientras que sus dos amigas lo apoyaban asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Puede interrogarnos a los cuatro juntos, o a ninguno.
Scrimgeour le lanzó una fría mirada. Harry tuvo la impresión de que el ministro trataba de decidir si valía la pena iniciar tan pronto las hostilidades.
—Está bien. Los cuatro a la vez, pues —concedió, y carraspeó antes de proseguir—: Como seguramente suponen, estoy aquí para hablar con ustedes del testamento de Albus Dumbledore.—los chicos se miraron perplejos—. ¡Vaya, les he dado una sorpresa! ¿He de deducir, entonces, que no sabían que Dumbledore les ha dejado algo en herencia?
—¿A todos?—preguntó Ron—. ¿A Ginny, Hermione y a mí también?
—Sí, a los...
Pero Harry lo interrumpió:—Dumbledore murió hace más de un mes. ¿Por qué han tardado tanto en entregarnos lo que nos legó?
—Eso es obvio, James.—intervino Ginny—. Querían examinarlo.—luego miró al ministro sin expresión alguna. —Pero no tenían derecho a hacerlo.
—Tengo todo el derecho del mundo.—se defendió Scrimgeour con menosprecio—. El Decreto para la confiscación justificable concede al ministerio poderes para incautar el contenido de un testamento...
—¡Esa ley se creó para impedir que los magos dejaran en herencia artilugios tenebrosos.—argumentó Hermione—, y el ministerio ha de tener pruebas sólidas de que las pertenencias del difunto son ilegales antes de decomisarlas! ¿Insinúa que creyó que Dumbledore intentaba legarnos algún objeto maldito?
—¿Tiene intención de cursar la carrera de Derecho Mágico, señorita Granger?—ironizó Scrimgeour.
—No, no es mi propósito. ¡Pero espero hacer algo positivo en la vida!
Ron se echó a reír y Scrimgeour le lanzó un vistazo rápido, pero volvió a prestar atención a Harry,que le preguntaba:
—¿Y por qué ahora ha decidido darnos lo que nos pertenece? ¿Ya no se le ocurre ningún pretexto para retenerlo?
—Debe de ser porque ya han pasado los treinta y un días que marca la ley.—respondió Ginny en lugar del ministro—. No es lícito retener los objetos más días, a menos que el ministerio logre demostrar que son peligrosos. ¿No es así?—lo miró seria.
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