-Eʟ Mɪɴɪsᴛᴇʀɪᴏ

Salieron del callejón. En la abarrotada acera de la calle principal, a unos cincuenta metros, unas rejas negras y puntiagudas flanqueaban dos tramos de escalones, uno con el letrero «Damas» y el otro «Caballeros».

—Nos vemos ahora mismo —dijo Hermione, nerviosa, antes de bajar tambaleándose los escalones que conducían al lavabo de señoras, junto a Ginny. Harry y Ron siguieron a unos individuos de extraño atuendo que también bajaban hacia lo que parecía un lavabo público subterráneo, normal y corriente, revestido de azulejos blancos y negros.

—¿Tenemos que meternos en el retrete y tirar de la cadena? —susurró Hermione incrédula.

—Por lo visto, sí —respondió Ginny con una voz chillona y aguda que no reconoció.

Ambos se incorporaron y Ginny se subió al retrete; se sentía increíblemente imbécil.

Sin embargo, supo al instante que había hecho lo correcto, tiró de la cadena y un momento después descendía por una corta rampa hasta aterrizar en una de las chimeneas del Ministerio de Magia, con Hermione al lado, supo que habían llegado Harry y Ron, porque siseó:

—¡Pst!

Harry volvió la cabeza y vio a las dos chicos, y al mago con cara de hurón de Mantenimiento Mágico haciéndole señas desde el otro lado de la estatua. Enseguida fue a reunirse con ellos.

—¿Has llegado bien? —le preguntó Ginny.

—No, todavía está atrapado en el cagadero —se mofó Ron.

—¡Muy gracioso! Es horrible, ¿verdad? —le dijo a Harry, que estaba, contemplando la estatua—. ¿Has visto dónde están sentados?

Harry miró con más atención y vio que lo que había tomado por tronos labrados con motivos decorativos eran en realidad montañas de seres humanos esculpidos: cientos y cientos de cuerpos desnudos —hombres, mujeres y niños—, de rostros patéticos, retorcidos y apretujados para soportar el peso de aquella pareja de magos ataviados con elegantes túnicas.

—Muggles... —susurró Hermione— en el sitio que les corresponde. ¡Vamos, no perdamos más tiempo!

Mirando alrededor con disimulo, se unieron al torrente de magos y brujas que avanzaban hacia las puertas doradas que había al fondo del vestíbulo, pero no vieron ni rastro de la característica silueta de Dolores Umbridge. Cruzaron las puertas y entraron en un vestíbulo más pequeño, donde se estaban formando colas enfrente de veinte rejas doradas correspondientes a veinte ascensores. Nada más ponerse en la cola más cercana, una voz exclamó:

—¡Cattermole!

Los chicos se volvieron y a Harry le dio un vuelco el corazón. Uno de los mortífagos que había presenciado la muerte de Dumbledore se dirigía hacia ellos. Los empleados que estaban a su lado guardaron silencio y bajaron la vista. Harry sintió cómo el miedo los atenazaba. El tosco y ceñudo rostro de aquel individuo no acababa de encajar con su amplia y magnífica túnica, bordada con abundante hilo de oro. Entre la multitud que esperaba ante los ascensores, algunos gritaron con tono adulador: «¡Buenos días, Yaxley!», pero Yaxley los pasó por alto.

—Pedí que alguien de Mantenimiento Mágico fuera a ver qué ocurre en mi despacho, Cattermole. Pero sigue lloviendo.

Ron miró alrededor como si esperara que alguien interviniese, pero nadie dijo nada.

—¿Lloviendo? ¿En su despacho? Vaya, qué contrariedad, ¿no?—Ron soltó una risita nerviosa y Yaxley enarcó las cejas.

—¿Lo encuentras gracioso, Cattermole?

Un par de brujas se apartaron de la cola y se marcharon a toda prisa. —No —contestó Ron—. No, por supuesto que no...

—Por cierto, ¿sabes adónde voy? Abajo, a interrogar a tu esposa, Cattermole. De hecho, me sorprende que no estés allí acompañándola y confortándola mientras espera. Supongo que te has desentendido de ella, ¿verdad? Bueno, es lo más sensato. La próxima vez asegúrate de casarte con una sangre limpia.

Hermione soltó un gritito de horror y Yaxley la miró. La chica tosió un poco y se dio la vuelta.

—Yo... yo... —tartamudeó Ron.

—Si a mi esposa la acusaran de ser una sangre sucia (aunque yo jamás me casaría con una mujer que pudiera ser tomada por semejante escoria) y el jefe del Departamento de Seguridad Mágica necesitara que le arreglaran algo, daría prioridad a ese trabajo, Cattermole. ¿Lo captas?

—Sí, claro, claro —murmuró Ron.

—Pues entonces ocúpate de mi despacho, Cattermole, y si dentro de una hora no está completamente seco, el Estatus de Sangre de tu esposa estará aún más en entredicho de lo que ya está.

La reja dorada que tenían delante se abrió con un traqueteo. Yaxley saludó con una inclinación de la cabeza y una sonrisa a Harry, convencido de que éste aprobaría cómo había tratado a Cattermole, y se dirigió a otro ascensor. Los cuatro amigos entraron en el suyo, pero no los siguió nadie: era como si tuvieran una enfermedad contagiosa. La reja se cerró con estrépito y el ascensor comenzó su ascensión.

—¿Qué hago? —preguntó Ron a sus amigos; parecía muy acongojado—. Si no voy, mi esposa... es decir, la esposa de Cattermole...

—Te acompañaremos, tenemos que seguir juntos...—musitó Harry, pero Ron movió la cabeza enérgicamente.

—Eso es una locura, no tenemos mucho tiempo. Id vosotros en busca de Umbridge y yo iré a arreglar el despacho de Yaxley... Pero ¿qué hago para que deje de llover?

—Prueba con un Finite Incantatem —sugirió Ginny—. Si es un maleficio o una maldición, eso detendrá la lluvia; si no, es que ha pasado algo con un encantamiento atmosférico, y eso es más difícil de arreglar. Como medida provisional, haz un encantamiento impermeabilizante para proteger sus cosas...

—Repítelo todo más despacio —pidió Ron mientras buscaba ansiosamente una pluma en sus bolsillos, pero en ese momento el ascensor se detuvo con una sacudida.

Una incorpórea voz de mujer anunció: «Cuarta planta, Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, que incluye las Divisiones de Bestias, Seres y Espíritus, la Oficina de Coordinación de los Duendes y la Agencia Consultiva de Plagas.» La reja volvió a abrirse para dejar entrar a un par de magos y algunos aviones de papel violeta que revolotearon alrededor del foco del techo.

—Buenos días, Albert —dijo un hombre de poblado bigote sonriendo a Harry.

Cuando el ascensor dio un chirrido y siguió ascendiendo, el mago echó un vistazo a Ron y Hermione; la chica, angustiada, estaba susurrándole instrucciones a Ron. El mago se inclinó hacia Harry esbozando una sonrisa socarrona y musitó:

—Dirk Cresswell, ¿eh? ¿De Coordinación de los Duendes? Bien hecho, Albert. ¡Estoy seguro de que ahora conseguiré su puesto! —Le guiñó un ojo.

Harry le devolvió la sonrisa, con la esperanza de que bastara con eso. El ascensor se detuvo y las puertas volvieron a abrirse.

«Segunda planta, Departamento de Seguridad Mágica, que incluye la Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia, el Cuartel General de Aurores y los Servicios Administrativos del Wizengamot», dijo la voz de mujer.

Harry vio que Hermione le daba un empujoncito a Ron y que éste salía del ascensor dando traspiés, seguido de los otros magos, dejando solos a tres amigos. En cuanto la reja dorada se hubo cerrado, Hermione dijo con agitación:

—Miren, chicos, será mejor que vaya con él, porque me parece que no sabe lo que hace, y si lo descubren todo nuestro plan...

«Primera planta, Ministro de Magia y Personal Adjunto.»

La reja dorada volvió a abrirse y Hermione sofocó un grito. Ante ellos había cuatro personas, dos de ellas enfrascadas en una conversación: un mago de pelo largo con una elegante túnica negra y dorada, y una bruja rechoncha, de cara de sapo, que lucía un lazo de terciopelo en la corta melena y apoyaba contra el pecho un montón de hojas de pergamino prendidas con un sujetapapeles.

—¡Ah, Mafalda y Jane!—saludó Umbridge—. Les ha enviado Travers, ¿verdad?

—¡S... sí! —chilló Hermione.

—Bien, creo que servirán. —Y se dirigió al mago de la túnica negra y dorada—: Ya tenemos un problema solucionado, señor ministro. Si ellas se encarga de llevar el registro, podemos empezar. —Consultó sus anotaciones y añadió—: Para hoy están previstas diez personas, y una de ellas es la esposa de un empleado de la casa. ¡Vaya, vaya! ¡También aquí, en el mismísimo ministerio! —Subió al ascensor y se situó cerca de Ginny; asimismo, subieron los dos magos que habían estado escuchando la conversación de la bruja con el ministro—. Vamos directamente abajo, señoritas; en la sala del tribunal encontrarán todo lo que necesitas. Buenos días, Albert. ¿No bajas?

—Sí, claro —dijo Harry con la grave voz de Runcorn.

El chico salió del ascensor y las rejas doradas se cerraron detrás de él con un traqueteo. Al volver la cabeza, percibió la cara de congoja de Hermione que, flanqueada por los dos magos de elevada estatura y con el lazo de terciopelo de Umbridge a la altura del hombro, descendía hasta perderse de vista. Ginny tenía una cara de que quería irse de ese lugar lo antes posible, lucía aburrida.

—¡El siguiente! ¡Mary Cattermole! —anunció Umbridge.

Temblando de pies a cabeza, se levantó una mujer menuda, pálida como la cera, de cabello castaño oscuro recogido en un moño y ataviada con una sencilla túnica larga

—Siéntese —ordenó Umbridge con su meliflua y sedosa voz.

La señora Cattermole fue tambaleándose hasta el único asiento que había en medio de la sala, bajo la tarima. En cuanto se hubo sentado, unas cadenas surgieron de los brazos de la silla y la sujetaron a ella.

—¿Es usted Mary Elizabeth Cattermole? —preguntó Umbridge. La mujer dio una débil cabezada, —¿Está usted casada con Reginald Cattermole, del Departamento de Mantenimiento Mágico?

La mujer rompió a llorar y exclamó:

—¡No sé dónde está mi esposo, teníamos que encontrarnos aquí!

Umbridge hizo caso omiso y continuó preguntando:

—¿Es usted la madre de Maisie, Ellie y Alfred Cattermole?

Los sollozos de la mujer eran cada vez más angustiados.

—Están asustados, temen que no vuelva a casa...

—Ahórrese esos detalles —le espetó Yaxley—. Los críos de los sangre sucia no nos inspiran simpatía.

Los lamentos de la pobre mujer enmascararon los pasos de Harry, que avanzó con cautela hacia los escalones de la tarima. Nada más dejar atrás la línea por la que patrullaba el patronus con forma de gato, apreció el cambio de temperatura: allí se estaba cómodo y caliente. Seguro que el patronus era de Umbridge y resplandecía tanto porque la bruja se sentía muy feliz allí, en su elemento, ejerciendo las retorcidas leyes que ella misma había ayudado a redactar. Poco a poco y con mucha cautela, Harry avanzó por la tarima, por detrás de Umbridge, Yaxley y Hermione, y se sentó detrás de su amiga. No quería asustarla y que diera un respingo. Pensó en hacerles un encantamiento muffliato a los otros dos, pero, aunque pronunciara el conjuro en voz muy baja, alarmaría a Hermione. Entonces Umbridge se dirigió una vez más a la señora Cattermole, y el chico aprovechó la oportunidad.

—Estoy aquí —le susurró a Ginny al oído.

Como suponía, ésta dio tal respingo que casi derramó la tinta que tenía que servirle para registrar el interrogatorio, pero Umbridge y Yaxley, concentrados en la señora Cattermole, no lo notaron.

—Esta mañana, cuando ha llegado usted al ministerio —iba diciendo Umbridge —, le han confiscado una varita mágica de veintidós centímetros, cerezo y núcleo central de pelo de unicornio. ¿Reconoce esa descripción?

Mary Cattermole asintió con la cabeza y se enjugó las lágrimas con la manga. —¿Sería tan amable de decirnos a qué bruja o mago le robó esa varita?

—¿Ro... robar? —balbuceó la mujer entre gemidos—. No se la robé a nadie. La co... compré cuando tenía once años. Esa va... varita me eligió. —Y rompió a llorar con más ímpetu que antes.

Umbridge emitió una débil e infantil risita, y a Harry le dieron ganas de abalanzarse sobre ella; a continuación la arpía se inclinó sobre la barandilla para observar mejor a su víctima, y entonces un objeto dorado que le colgaba del cuello osciló y quedó suspendido en el aire: el guardapelo.

Al verlo, Hermione soltó un gritito, aunque a Umbridge y Yaxley, que seguían mirando fijamente a su presa, también les pasó inadvertido.

—Me parece que se equivoca, señora Cattermole —dijo Umbridge—. Las varitas mágicas sólo eligen a los magos y las brujas. Y usted no es bruja. Tengo aquí sus respuestas al cuestionario que le enviaron... Pásamelas, Mafalda. —Y tendió una de sus pequeñas manos.

Su parecido con un sapo era tan marcado que en ese momento a Ginny le sorprendió no ver unas membranas entre sus regordetes dedos. Aunque a Hermione le temblaban las manos, se puso a revolver en una montaña de documentos que se mantenían en equilibrio en la silla de al lado, y finalmente sacó un fajo de pergaminos con el nombre de la señora Cattermole.

—Qué... qué bonito, Dolores —observó la chica señalando el colgante que relucía entre los volantes de la blusa de Umbridge.

—¿Qué dices? —repuso Umbridge con brusquedad y agachó la cabeza—. ¡Ah, sí! Es una antigua joya familiar —añadió dando unos golpecitos al guardapelo que reposaba sobre su voluminoso pecho—. La «S» es de Selwyn. Es que estoy emparentada con ellos, ¿sabes? De hecho, son pocas las familias de sangre limpia con las que no tengo parentesco... Es una lástima —y fue subiendo el tono mientras hojeaba el cuestionario de Mary Cattermole— que no pueda decirse lo mismo de usted. Profesión de los padres: verduleros.

Yaxley rió burlonamente. Delante de la tarima, el gato de pelaje sedoso y plateado continuaba yendo de un lado a otro, y los dementores montaban guardia en los rincones. La mentira de Umbridge provocó que la sangre entrara a chorro en el cerebro de Harry y destruyera por completo su sentido de la precaución: era indignante que aquella mujer utilizara el guardapelo que había conseguido sobornando a un ladronzuelo para reforzar su presunta pureza de sangre. El muchacho enarboló la varita.

—Mientes, Dolores.—su cara empezaba a tener grumos y a cambiar, el efecto de la poción ya estaba terminando, —Y no se deben decir mentiras...¡Desmaius!

Hubo un destello de luz roja, y Umbridge se encorvó y dio con la frente en el borde de la barandilla. El cuestionario de la señora Cattermole resbaló de su regazo y cayó al suelo, y el gato se esfumó sin dejar rastro. De inmediato un aire gélido los golpeó como una ráfaga de viento; Yaxley, mirando desconcertado, trató de discernir qué había originado aquel trastorno, y entonces vio la mano de Harry empuñando la varita. También él intentó sacar su varita, pero ya era tarde.

—¡Desmaius!

El mago resbaló de la silla y quedó hecho un ovillo en el suelo.

—¡Harry!

—Mira, Hermione, si creías que iba a quedarme aquí sentado y dejar que esa mujer se las diera de...

—¡Harry! ¡La señora Cattermole!

El muchacho giró en redondo. Los dementores de los rincones se deslizaban hacia la mujer, encadenada a la silla; ya fuera porque el patronus había desaparecido o porque habían advertido que sus amos no controlaban la situación, actuaban por su cuenta sin contenerse. Mary Cattermole dio un grito de terror cuando una mano viscosa y cubierta de postillas la agarró por la barbilla y le echó la cabeza hacia atrás.

—¡Expecto patronum!

El pegaso plateado azulado surgió de la varita de Ginny y se abalanzó sobre los dementores, que retrocedieron rápidamente hacia la oscuridad. El pegaso trotaba de una punta a otra de la mazmorra y su luz, más poderosa y más cálida que la del gato, iluminó la estancia por completo.

—Coge el Horrocrux —le indicó Harry a Hermione.

Luego bajó los escalones presuroso, se guardó la capa invisible en la bolsa y se acercó a la señora Cattermole.

—Es Harry Potter...—dijo sin creérselo.

—Sí, ¿verdad? Hay que contárselos a los niños.—le dijo Ron.

Hermione, no se movía de su sitio, pero tenía el guardapelo, —Espera, estoy haciendo algo aquí arriba...

—¡Estamos rodeados de dementores, Hermione!

—Ya lo sé, Harry, pero si Umbridge despierta y ve que le falta el guardapelo...Tengo que duplicarlo. ¡Geminio! Ya está, esto la engañará... —Bajó corriendo los escalones—. A ver... ¡Relashio!

Las cadenas tintinearon y se introdujeron en los brazos de la silla. La señora Cattermole, más asustada que nunca, susurró:

—No lo entiendo.

—Vamos a sacarla de aquí —dijo Harry ayudándola a levantarse—. Vaya a su casa, coja a sus hijos y márchese. Si es necesario, salgan del país. Disfrácense y huyan. Ya ha visto cómo funciona esto: aquí nunca tendrá un juicio justo.

—Ginny —murmuró Hermione—, ¿cómo vamos a salir de aquí con todos esos dementores que hay detrás de la puerta?

—Con nuestros patronus —contestó apuntando al suyo con la varita. El pegaso dejó de trotar y, al paso, desprendiendo todavía un intenso resplandor, se dirigió hacia la puerta—. Necesitamos reunir todos los que podamos. Haz aparecer el tuyo, Her.

—¡Expecto patronum!—dijo Harry, el ciervo empezó a trotar tras el pegaso, no se separaban

—Expec... ¡Expecto patronum! —invocó Hermione, pero no lo logró.

—Es el único hechizo que se le resiste —le explicó Harry a la señora Cattermole, que no salía de su asombro—. Vaya mala suerte, la verdad. ¡Ánimo, Hermione!

—¡Expecto patronum!

Una nutria plateada salió de la varita de la chica y, flotando con elegancia como si nadara en el aire, fue a reunirse con el pegaso y ciervo.

—¡Vamos, vamos! —urgió Harry, y ambos condujeron a la anonadada mujer hasta la puerta.

Cuando los patronus salieron al pasillo, los que esperaban fuera profirieron gritos de asombro. Harry echó un vistazo: los dementores se desplazaron de inmediato hacia ambos lados del pasillo, apartándose de las criaturas plateadas y ocultándose en la oscuridad.

—Hemos decidido que se marchen todos a sus casas; reúnan a sus familias y escóndanse con ellas —aconsejó Harry a los hijos de muggles que esperaban allí; la luz de los patronus los deslumbraba y todavía estaban asustados—. Si pueden, váyanse al extranjero, o aléjense cuanto puedan del ministerio. Ésa es la... la nueva política oficial. Y ahora, sigan a los patronus y podrán salir del Atrio.

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