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El sol de la mañana, aún tímido tras las cortinas, apenas iluminaba el departamento cuando el insistente zumbido del despertador arrancó a Elise del sueño. Hoy era el día.  La reunión con Christopher, un evento que la había mantenido en vilo durante toda la noche, se acercaba con una velocidad que le aceleraba el pulso.  La idea de verse inmersa en ese ambiente, rodeada de personas que seguramente irradiaban poder y sofisticación, la hacía sentir un intruso, un pequeño grano de arena en una máquina perfecta y poderosa.

Se duchó con agua fría para serenarse, pero la tensión persistía.  Eligió un vestido sastre azul marino, elegante pero sin ser ostentoso, intentando encontrar un equilibrio entre profesionalidad y discreción.  Un toque sutil de maquillaje y un recogido sencillo completaban el atuendo, un escudo contra la inseguridad que la embargaba.  El café, esa bebida que en otras ocasiones le producía un reconfortante placer, hoy solo conseguía acentuar el nerviosismo que le apretaba el estómago.  Cada sorbo era una nueva oleada de ansiedad.

El trayecto hasta la oficina transcurrió en un silencio que se rompía con el suave zumbido del tráfico matutino.   En el recibidor, las caras conocidas la recibían con la habitual cordialidad; pero la sonrisa de Elise era más bien una máscara que ocultaba la intranquilidad que la carcomía por dentro.

—¡Hola, Elise! Buenos días— la saludó Edwin con su habitual sonrisa amplia, una sonrisa que parecía irradiar confianza y tranquilidad, un contraste flagrante con la tormenta interior de Elise.

—Buenos días, Edwin— respondió con una voz ligeramente temblorosa. 

—Te ves...nerviosa — observó él, con una mirada perspicaz. Elise se sonrojó levemente.

—Un poco. Es la reunión con Christopher, ¿sabes? No quiero quedar mal—  Edwin rió, un sonido cálido y reconfortante. 

—Tranquila, Elise, verás que todo saldrá bien.  Antes de que llegue el jefe, ¿un café?—  La oferta era un bálsamo en su tormenta interior, y aceptó gustosa.

La cafetería del edificio era un hervidero de conversaciones animadas.  Elise, sin embargo, apenas escuchaba las palabras de Edwin, su mente divagaba, imaginando el escenario que la esperaba, el tipo de personas que conocería y, sobre todo, el encuentro inevitable con Christopher.  Una figura se acercó a su mesa.  Una joven, con unos ojos vivos y penetrantes detrás de unas gafas de montura fina y cabello corto, liso y oscuro.

—¡Hola!  Debes ser la nueva secretaria del señor Christopher.  Un gusto, soy Keyla, su asistente—  La presentación era directa y segura.  Elise, impresionada por su energía y aplomo, respondió con una sonrisa más genuina que las anteriores.

—Un gusto, Keyla. Soy Elise—  El apretón de manos de Keyla fue firme, seguro, un contraste con la ligereza de Elise.

Mientras charlaba con Edwin y Keyla, la conversación fluía entre anécdotas laborales y comentarios sobre el ambiente de trabajo. Keyla, con una sinceridad sorprendente, describió a Christopher como un jefe justo y exigente, capaz de grandes muestras de generosidad y a la vez, con un carácter impredecible, capaz de pasar de la amabilidad al mal humor en un instante, dejando caer una frase, una indirecta; una frase que Elise no entendió del todo, pero que sentía una sutil vibra amenazante.

De repente, el timbre de la llamada de Keyla, resonó con un tono inesperado, cortando la conversación. La expresión de Keyla cambió dramáticamente; sus ojos se abrieron de par en par, y la taza de café tembló en su mano antes de caer con un pequeño ruido sordo sobre la mesa.

—¡Ya viene!— exclamó, su voz cargada de una energía que hizo que la atmósfera cambiara instantáneamente.  Una energía frenética que recorrió la cafetería como una descarga eléctrica.

Elise, presa del pánico, sintió como un escalofrío le recorría la espalda.  Los empleados, como si estuvieran dirigidos por una fuerza invisible, empezaron a moverse con una velocidad y una precisión sorprendentes.  El ambiente pasó de una tranquila conversación a un caos organizado y frenético.  Elise observó, perpleja, como la gente corría, acomodaba papeles con una celeridad asombrosa, se sentaba en sus escritorios y fingía trabajar con una intensidad que no dejaba lugar a dudas: todos estaban simulando actividad.

Edwin, sin embargo, mantenía la calma, observando la escena con una serenidad que no dejaba de sorprender a Elise. 

—Esto… es normal— murmuró él, como si leyera sus pensamientos.

Se dirigieron hacia la entrada principal, donde Keyla, que había desaparecido tras la alerta, reapareció con un maletín que contenía lo que parecían ser carpetas importantes, con las gafas ajustadas con nerviosismo.  Antes de que Elise pudiera formular alguna pregunta, la puerta se abrió y Christopher apareció.

Alto, imponente, con un porte que irradiaba poder y elegancia, Christopher entró con una serenidad que contrastaba de manera radical con la atmósfera frenética que lo había precedido.  Era como si hubiera cruzado una barrera invisible, dejando tras de sí el torbellino de actividad y entrando en una burbuja de calma absoluta. 

—Señor Christopher— saludó Keyla, con una formalidad que contrastaba con su agitación anterior. 

—Hola, Keyla— respondió él, con una voz tranquila y amable.  Su saludo a Edwin fue cordial, un simple "Hola, Edwin", acompañado de una breve sonrisa. 

Pero cuando su mirada se cruzó con la de Elise, una mirada profunda e intensa que parecía traspasar las apariencias, sintió un escalofrío que no era solo de nerviosismo. ñ "Elise", dijo Christopher, su voz serena, pero su mirada decía algo más. 

—Hoy vienes a la reunión, ¿verdad, Edwin?

La mirada de Christopher, intensa y penetrante, se posó en Elise, deteniéndose un instante antes de desviarse hacia Edwin.  Elise sintió un rubor subirle por las mejillas;  el silencio que siguió a la pregunta de Christopher se prolongó, cargado de una tensión palpable que parecía llenar el espacio entre los cuatro.  Edwin respondió con un asentimiento, su voz apenas un susurro en la atmósfera tensa.

Christopher, sin esperar respuesta, se dirigió hacia el ascensor, su figura imponente dominando el vestíbulo.  El movimiento de su mano, un simple gesto casi imperceptible, indicó a Edwin que lo siguiera.  La mirada de Christopher, sin embargo, volvió a posarse en Elise, esta vez con un dejo de algo que no supo identificar: ¿interés? ¿expectativa? ¿algo más?  Elise no pudo precisar, solo sintió el peso de esa mirada en su piel, una sensación que le producía una mezcla de fascinación y temor.

—Keyla, reúne las carpetas para la reunión de hoy y dáselas a Elise—  ordenó Christopher, su voz firme y autoritaria, sin dirigirse directamente a Keyla, sino más bien al espacio, como si la orden se dirigiera a un destino inminente e inevitable.  Keyla, aún ligeramente agitada, asintió con una energía frenética, sus manos ya se movían con una precisión mecánica, buscando entre las carpetas.

—Ven, te mostraré dónde es— dijo Keyla, dirigiéndose a Elise con una sonrisa un poco forzada, como si quisiera tranquilizarla, o quizás tranquilizarse a sí misma.

Elise, nerviosa, siguió a Keyla mientras sentía la mirada de Christopher en su espalda, una mirada que la hacía consciente de su presencia incluso cuando éste ya estaba dentro del ascensor, desapareciendo tras las puertas metálicas que se cerraban lentamente.  El recorrido hasta la sala de juntas fue un laberinto de pasillos, donde el bullicio de la actividad frenética parecía haberse desvanecido, dejando tras de sí un silencio misterioso e inquietante.  El silencio pesado, tan diferente del caos que había precedido la llegada de Christopher,  no hacía más que aumentar la tensión que sentía Elise.

Keyla, observando la tensión de Elise, intentó romper el silencio con un comentario trivial sobre la decoración de la oficina, un intento de normalizar la situación.

—Muy moderno, ¿verdad?— dijo con una sonrisa.  Elise, sin embargo, sólo podía concentrarse en la sensación de estar siendo observada, perseguida por una mirada invisible, la mirada de Christopher, que parecía impregnar el aire a su alrededor,  aumentando su nerviosismo.  Llegaron a la sala de juntas, un espacio amplio y luminoso, donde la luz del sol entraba a través de los amplios ventanales, reflejándose en la mesa de cristal, impoluta, lista para el inicio de la reunión.

Keyla depositó con cuidado las carpetas sobre la mesa, una sensación fría y dura bajo los dedos de Elise.  El peso de las carpetas parecía ir más allá del papel y la tinta, un peso intangible, que reflejaba la carga de importancia y la incertidumbre que envolvían a Elise. 

—Aquí tienes todo— dijo Keyla, dirigiéndose a Elise con una mirada que sugería algo más que la simple entrega de unas carpetas. 

—Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme.— Y luego, desapareció, dejando a Elise sola con los papeles.

Elise, aún con el eco de la conversación con Keyla resonando en sus oídos, tomó las carpetas.  El tacto del papel era frío y liso bajo sus dedos, pero el peso que sentía era mucho más que el físico; era el peso de la expectativa, de la incertidumbre, del misterio que envolvía la reunión y a la figura imponente de Christopher.  Se dirigió hacia el ascensor, el latir de su corazón resonando en sus oídos como el eco de sus propios pasos.  Las puertas se abrieron, y ahí estaban, Christopher y Edwin, emergiendo del ascensor como si hubieran surgido de un mundo paralelo, un mundo de poder y misterio que hasta ese momento Elise sólo había podido intuir.

La sorpresa de Elise fue palpable.  Retrocedió un paso, instintivamente, llevándose una mano al pecho;  el encuentro inesperado la tomó desprevenida, un choque entre la tensión contenida y la realidad abrupta.  Christopher, con su porte inquebrantable, parecía ajeno al sobresalto de Elise; su mirada, tranquila y serena, se posó en ella por un instante, antes de desviarse hacia Edwin.  El breve encuentro, cargado de tensión, silenció el espacio entre los tres.

—¿Listos?— preguntó Christopher, su voz tranquila.
Edwin, con su usual calma, asintió, 
Elise, sin saber por qué, sintió una repentina oleada de adrenalina, una extraña mezcla de temor y excitación.  Tomó un respiro profundo, recogió las carpetas con más seguridad y se incorporó, lista para entrar en el mundo de Christopher, un mundo que ahora parecía más misterioso, más intrigante, y también, quizás, más peligroso de lo que había imaginado.  Siguió a Christopher y Edwin hacia la salida.

El viaje en auto fue un trayecto silencioso, roto solo por el suave murmullo del motor y el leve crujir de las carpetas en el regazo de Elise.  La tensión del encuentro anterior aún flotaba en el aire, una capa invisible que separaba a Elise de los dos hombres que la acompañaban. Christopher, impasible, miraba por la ventana, mientras Edwin, con su habitual tranquilidad, se dedicaba a revisar unos papeles.  Elise, por su parte, se sentía un observador silencioso, atrapada en un espacio entre la familiaridad de Edwin y la misteriosa distancia de Christopher.

Llegaron a un edificio imponente, de líneas modernas y elegantes.  Una recepcionista, con una sonrisa impecable, les dio la bienvenida.  Los guio hasta la sala de juntas, donde ya esperaban varias personas, sentadas alrededor de una mesa impoluta.  En la entrada, un hombre de aspecto distinguido, el dueño del edificio, sin duda, les estrechó la mano a Christopher y Edwin con firmeza, antes de saludar educadamente a Elise con una cortesía que no ocultaba un cierto dejo de curiosidad.  Los hizo pasar, con un gesto de invitación que irradiaba eficiencia.

Christopher y Edwin tomaron asiento en una de las cabeceras de la mesa, dejando a Elise en una situación incómoda.  El aire en la sala era denso, una mezcla de expectación y tensión.  Elise, sin saber dónde ubicarse, se dirigió discretamente a Edwin, quien le indicó, con un gesto suave pero firme, que se colocara detrás de él y Christopher, tomando notas de lo que considerara importante.  Las palabras de Edwin, aparentemente sencillas, resonaron en Elise como una sentencia; ¿qué sería importante? ¿cómo saberlo? Era nueva en este mundo, inexperta, y el temor a cometer un error la atenazaba.

Observó a las mujeres presentes, algunas la miraban con desdén, otras con una sonrisa burlona, y una sensación de incomodidad creció en ella.  El deseo de responderles con una frase mordaz, de expresar su malestar, fue inmediato; sin embargo, la presencia de Christopher y Edwin, la importancia del evento, la frenó.  Masticó su enojo y se obligó a mantener la compostura.  Con un movimiento suave, colocó las carpetas sobre la mesa, al lado de Christopher.  Él, absorto en una conversación con un socio, se giró al sentir su presencia y, por un instante, sus miradas se cruzaron.  Una chispa, casi imperceptible, pareció cruzar entre ellos, un breve encuentro silencioso de miradas que dejó a Elise sonrojada y con el corazón palpitando.

La reunión comenzó.  Los asistentes, un grupo de personas de aspecto poderoso y decidido, presentaron sus ideas para un proyecto de construcción: un campo de golf de lujo, con un lago artificial y un hotel adyacente.  Las cifras eran astronómicas, y Christopher, con su exigencia habitual, pedía más: mejoras, detalles, cambios, sin dejar de exigir que al menos la mitad del proyecto le perteneciera, argumentando su experiencia y papel como arquitecto.  Elise tomó notas frenéticamente, sus dedos volando sobre la libreta; la atmósfera era tensa, las negociaciones se prolongaban, y la tensión aumentó. Al final, tras un tira y afloja de argumentos y contraargumentos, se llegó a un acuerdo: un cincuenta y cinco por ciento para Christopher.  Él, sin ocultar su satisfacción, estrechó la mano del socio con quien había negociado y se retiraron de la oficina, dejando a Elise en un estado de confusión, fascinación, y con la certeza de que estaba sumergiéndose en un mundo mucho más complejo de lo que jamás había imaginado.

El trayecto de regreso en la furgoneta fue un marcado contraste con la formalidad de la reunión.  Edwin, animado por el éxito de la negociación, hablaba con entusiasmo sobre los detalles del proyecto,  describiendo con pasión las características del campo de golf y el hotel.  Elise, sin embargo, apenas prestaba atención a sus palabras; su mirada se centraba en Christopher, quien, con el codo apoyado en la ventanilla, permanecía sumido en un silencio pensativo, una expresión de insatisfacción velada en sus rasgos.  Su semblante era una mezcla de frustración y concentración,  como si estuviera luchando contra algo que se resistía a su voluntad.

Edwin, percibiendo el malestar de Christopher, le dio un ligero golpecito en el hombro.

—¿Ya hombre, tienes el cincuenta y cinco por ciento del proyecto!—exclamó, tratando de animarlo.  Pero la respuesta de Christopher fue un silencio tenso,  un gesto que revelaba que el éxito alcanzado no lo satisfacía del todo.

Impulsada por una inesperada valentía, Elise intervino.

—Perdón que me entrometa— dijo con cautela,
—pero si ya tienen los planos y el proyecto, y más de la mitad de las acciones… ¿qué es lo que les molesta?.

Christopher soltó un suspiro, acomodándose en su asiento. 

—Es que no quería la mitad, Elise, quiero todo el proyecto.— confesó, su voz baja y un poco más ronca de lo habitual.  No era un reproche a Elise; era una expresión de frustración, de una ambición desmedida que parecía superarlo.  —Pero de una forma u otra, compraré todas las acciones— añadió con una determinación que, a Elise, le pareció inquietante.

La afirmación de Christopher resonó en el silencio que siguió,  una declaración que para Edwin y Elise sonaba a locura.  ¿Cómo podría llegar a comprar todas las acciones?  El proyecto era enorme, la inversión descomunal.  Era un objetivo ambicioso hasta el punto de ser casi irreal.

—Ya creo que estás obsesionado con este proyecto, Christopher— dijo Edwin, su voz impregnada de preocupación.  Christopher negó con la cabeza, su mirada fija en algún punto indefinido en el horizonte.

—No, Edwin, este proyecto era mío completamente, y tú me tendrás que ayudar a convencer al señor Lee.— replicó Christopher, su tono firme, casi imperativo.  Edwin, sin protestar abiertamente, asintió con un gesto resignado, aunque la duda en sus ojos era evidente.  Ambos sabían que era una locura, una tarea casi imposible, pero la determinación de Christopher era inquebrantable, un reflejo de su ambición voraz y su obsesión por la perfección.

Para Elise, el viaje de regreso se convirtió en un preludio de algo nuevo y desconocido, algo que, a pesar del éxito de la reunión, dejaba en ella una incómoda sensación de incertidumbre y anticipación de lo que el futuro les tenía reservado.





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