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Me desperté con el sonido molesto de la alarma, el eco familiar del día a día que me arrancaba de un sueño pesado, como siempre. Al principio, no entendí bien dónde estaba, esa sensación de aturdimiento mañanero que te dice que la noche fue demasiado corta, y el estrés de los días anteriores no ayuda. Mis ojos se abrieron lentamente, y la luz que se filtraba a través de las cortinas me hizo fruncir el ceño. Mi habitación seguía igual, el mismo desorden de siempre, las mismas paredes beige que me habían visto crecer y luchar por encontrar mi lugar.
Me estiré y miré la hora en el reloj de la mesita de noche. Era temprano, como siempre. El trabajo me esperaba, y las deudas también, esas malditas deudas que no entendían de días buenos o malos. Suspiré, sintiendo ese nudo en el estómago que siempre tengo cuando pienso en los números en rojo, en los pagos atrasados que se acumulan, en los préstamos que pedí para cubrir emergencias. ¿De dónde iba a sacar el dinero para todo esto? Mi sueldo no era suficiente, nunca lo era, y la angustia por no poder cubrir las cuentas me carcomía cada día un poco más.
Me levanté de la cama y me dirigí al baño, intentando despejarme. El agua fría sobre mi cara me ayudó a sentirme más viva, aunque no menos agobiada. Al salir, me vestí rápidamente con mi uniforme, un simple delantal negro sobre una camiseta gris que ya estaba un poco desgastada. Me miré en el espejo, tratando de encontrar algo de ánimo en mi reflejo. No lo logré. Solo veía a una mujer cansada, atrapada en una rutina que no sabía cómo romper.
El café que preparé rápidamente en la cocina fue lo único que me dio algo de consuelo, al menos por unos minutos. Los tragos amargos me ayudaron a despejarme, aunque la incomodidad de la situación financiera seguía pesando sobre mi mente. El sonido de mi teléfono vibrando en la mesa me interrumpió. Miré la pantalla sin ganas, viendo las notificaciones de bancos y agencias de cobranza. No quería verlo. Apagué el celular, guardándolo en mi bolso y salí, deseando que el día fuera menos abrumador que los anteriores.
Al llegar a la cafetería, el sonido familiar de las máquinas de café y el murmullo de las voces me dieron la bienvenida. Era un lugar tranquilo, pero hoy algo se sentía diferente. El aire estaba cargado, como si algo fuera a romperse en cualquier momento. Saludé a Isabel y Clara, que ya estaban trabajando en la barra. Ambas me miraron con una expresión tensa, como si estuvieran esperando algo.
— ¿Qué pasa? — Pregunté, tratando de mantener la calma, aunque un leve malestar se instalaba en mi pecho.
Isabel me lanzó una mirada rápida antes de señalar discretamente a una mesa en el rincón. Allí estaba él. Christopher Bang. Sentado en su habitual postura de arrogancia, con su laptop abierta frente a él y un café en la mano. Estaba trabajando, o al menos lo parecía. La cafetería, por alguna razón, estaba extrañamente más silenciosa de lo habitual, como si todos estuvieran observando en secreto lo que sucedía.
— ¿Qué hace él aquí? — pregunté, sin poder evitar la curiosidad. Christopher Bang rara vez venía a este café. De hecho, solía aparecer solo una vez cada dos semanas, o quizá cada semana y media, pero verlo dos veces en la misma semana era algo realmente inusual.
Clara me miró con preocupación y se encogió de hombros. Isabel no apartó los ojos de él, como si estuviera esperando que algo sucediera. La tensión en el aire era palpable.
— No tengo idea. Pero está haciendo que todos se pongan nerviosos. Es como si no pudiéramos respirar cuando está cerca. — Isabel susurró, claramente incómoda.
Mi mirada se dirigió de nuevo a Christopher, quien seguía allí, completamente ajeno a la reacción de todos a su alrededor. Una mezcla de enojo y cansancio se apoderó de mí. No me importaba lo que hiciera, no quería pensar en él. No quería que su presencia arruinara mi día. Pero, como siempre, parecía que no tenía opción. Él estaba allí, y con su sola presencia, ya estaba haciendo que todo se volviera más complicado.
Me di un respiro profundo, tomé mi lugar en el mostrador y comencé a atender a los primeros clientes. La rutina era lo único que me mantenía anclada en algo conocido, en algo que no me hacía pensar en mis problemas, ni en él. Pero algo en mi estómago seguía revuelto, y era difícil ignorarlo.
Al cabo de unos minutos, me di cuenta de que Christopher ya no solo estaba trabajando en su laptop, sino que me observaba. Me quedé quieta por un segundo, notando cómo sus ojos oscuros se fijaban en mí con esa intensidad que solo él tenía. Mi corazón dio un vuelco, y me sentí repentinamente incómoda, como si estuviera siendo evaluada, medida. ¿Qué quería de mí? ¿Por qué no podía simplemente desaparecer de mi vida?
Sentí que mi respiración se aceleraba, y fue entonces cuando, con una calma imperturbable, levantó la mano y me hizo un gesto.
— Tú. — Su voz era suave, pero cargada de autoridad. — Ven aquí.
Mi cuerpo se tensó al instante, y mi mente comenzó a buscar excusas para no acercarme. Pero, inevitablemente, la voz de Marta me alcanzó desde el fondo.
— Elise, ve a atender esa mesa ahora. Es importante.
Resignada, me dirigí a su mesa con paso firme, intentando mantener la compostura. No quería darle el gusto de verme nerviosa. Me acerqué con una sonrisa cortante, tan profesional como pude.
— Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle? — Pregunté, mi voz tan fría como pude hacerla.
Christopher levantó la mirada y sonrió con esa arrogancia que me ponía de los nervios. Su mirada se desvió hacia la taza de café, y luego, hacia mí.
— No me llames "señor". Ya sabes, me llamo Christopher, ¿verdad? — Dijo, dejando un tono de burla en sus palabras.
No me moví ni un milímetro. Respondí con firmeza, sin mostrar el más mínimo interés.
— No hablo con los clientes más de lo necesario. Es una regla — contesté, repitiendo lo que le había dicho antes. No pensaba darme por vencida.
Su risa fue suave, como si estuviera divertido por mi actitud, y esa sonrisa burlona no hizo más que aumentar mi incomodidad. ¿Por qué no podía simplemente irse a otro lugar?
— Vaya, parece que te incomoda mi presencia. ¿Es por lo que soy o por lo que represento? — Su voz era un susurro, pero cargada de un desafío que no podía ignorar.
No le respondí. Solo me limité a tomar su pedido, que era un simple café, como si lo que más me importara en ese momento fuera terminar lo más rápido posible y volver a mi espacio personal. Pero él no iba a dejarlo tan fácil.
— Te incomodo, ¿verdad? — Dijo, mientras jugaba con su taza. — O tal vez… es que no te interesa que alguien como yo te note. La indiferencia te hace especial.
Me detuve un momento. Estaba tan cansada, y no podía creer que estaba atrapada en una conversación con él. Pensé en irme, ignorarlo, pero me vi obligada a responder.
— Si no le importa, Christopher, tengo otras mesas a las que atender. — Respondí sin perder la compostura, aunque por dentro mi paciencia estaba agotada.
Su expresión cambió, y por un segundo pensé que iba a decir algo más, pero en lugar de eso, simplemente se recostó en su silla, volviendo a su laptop.
— Claro, claro. Disfruta de tu día, No te preocupes por mí. — Dijo, su voz bajando de tono, pero aún con un toque de sarcasmo.
Al fin, me alejé, resoplando internamente. No quería más interacción con él, pero sabía que esa no sería la última vez que nuestras vidas se cruzaran. Algo en su mirada me decía que no me dejaría en paz tan fácilmente.
El resto del día pasó entre idas y venidas, el sonido de la máquina de café y las voces de los clientes, pero la presencia de Christopher seguía pesando sobre mí. Como si el destino estuviera dispuesto a torturarme. Y, sin embargo, me encontraba de nuevo atrapada en su órbita, cuestionándome por qué la vida parecía empeñada en ponerme frente a él, una y otra vez.
El resto del día pasó en un desenfreno de clientes entrando y saliendo, pero algo en mí había cambiado. Al principio, había estado tratando de mantener la compostura, de hacer todo con la mejor actitud posible, como siempre. Pero ahora, mi entusiasmo había decaído, y mi mente estaba tan absorbida por los problemas personales que casi no podía concentrarme en el trabajo. Me sentía como si estuviera simplemente haciendo las cosas por hacerlas, con una sonrisa que ya no era genuina.
Cuando pasé junto a Clara, ella me observó por un momento, y no necesitaba ser adivina para saber que me había notado. Siempre tenía una mirada aguda para esas cosas. De hecho, ya me conocía bien, y mi falta de energía no pasó desapercibida.
Antes de que pudiera seguir atendiendo, Clara se acercó con rapidez y, sin previo aviso, me agarró del brazo, llevándome hacia la parte trasera del café, lejos de las mesas. Me detuve por un momento, confundida, sin entender por qué me estaba alejando.
— ¿Qué pasa? — Pregunté, tratando de soltarme de su agarre, pero sin demasiada fuerza, ya que no quería parecer grosera.
Clara me miró fijamente, casi con reproche, y su voz se suavizó, pero era clara en su tono.
— ¿Qué te está pasando hoy, Elise? — Sus palabras fueron suaves, pero cargadas de preocupación. — Tu actitud está afectando el ambiente. Si la encargada te ve así, te va a reprochar, lo sabes, ¿verdad?
Suspiré pesadamente, y fue como si todo el cansancio acumulado de las últimas semanas se desbordara en ese único suspiro. Me apoyé en una de las estanterías del café, mirando el suelo un momento, y me di cuenta de que necesitaba hablar, necesitaba desahogarme, aunque no tenía muchas ganas de compartir mis problemas.
— No sé… — Comencé, y mi voz sonó más quebrada de lo que esperaba. — Es que... todo me está superando. Christopher está aquí, y su presencia me molesta... No es solo eso, Clara. Es que tengo tantas deudas, los impuestos de la casa, y mi sueldo no me alcanza para nada.
Clara me miró con más atención, asintiendo lentamente, como si estuviera procesando lo que le acababa de contar. Pero antes de que pudiera decir algo más, me hizo una señal con la mano, indicándome que bajara la voz. Giré la cabeza hacia el área donde Christopher estaba, y mi corazón dio un pequeño salto al darme cuenta de que su mesa no estaba tan lejos. Estaba, al igual que antes, con la laptop abierta, pero esta vez no estaba tan concentrado como antes. De alguna forma, sentí que nos estaba observando, o al menos podía escuchar lo que estábamos diciendo.
— ¡Shh! Baja la voz, Elise. ¡Él está ahí! — Clara me susurró, mirando con cautela hacia la mesa de Christopher.
Le hice un gesto de indiferencia, poniendo los ojos en blanco. No me importaba lo que él pudiera pensar. ¿Qué le importaba a él si yo estaba mal? Yo no tenía por qué darle explicaciones a alguien como él. Pensé que si de alguna manera podía desahogarme, me sentiría mejor.
Tomé aire y continué en voz baja, como si no pudiera parar.
— Tengo más deudas que lo que me puede pagar este maldito trabajo. La hipoteca, los impuestos, las tarjetas… Y todo eso sin mencionar las facturas de servicios. Todo se acumula, y mi salario… No me alcanza para nada.
Clara me observaba en silencio, como si tratara de comprender lo que le estaba diciendo. Se acercó un poco más a mí, pero esta vez con un gesto de solidaridad.
— ¿Sabes qué, Elise? — Dijo mientras sacaba su monedero. — Toma esto. Te lo doy con todo mi cariño, es todo lo que tengo en este momento. No me dejes decirte que no te puedo ayudar.
Mi primera reacción fue rechazar el dinero, con la mano levantada, intentando que no lo dejara allí.
— No, Clara, no puedo aceptar tu dinero. — Respondí, casi a la defensiva. — Me voy a buscar un adelanto con Marta. A veces me ayuda un poco, aunque no mucho… Pero tengo que intentar.
Clara suspiró, claramente preocupada por mí, pero no insistió más. Sabía que no aceptaría el dinero, no importaba cuánto lo necesitara. La gente como yo no estaba acostumbrada a pedir ayuda, mucho menos aceptar algo sin sentir que estaba tomando más de lo que debía.
Nos quedamos un momento en silencio, y luego volvimos a nuestra estación de trabajo. El ruido de la cafetería volvió a envolvernos, pero yo sentía que no podía sacarme la sensación de estar atrapada. Mientras atendía a los clientes, mi mente seguía dando vueltas a las palabras de Clara, a mis deudas, a lo que acababa de confesarle… Y, por supuesto, a Christopher, quien parecía ser la única distracción que realmente me perturbaba.
Lo que no sabía en ese momento era que Christopher había escuchado parte de nuestra conversación. Mientras yo anotaba algunas cosas en el mostrador, vi que de repente se levantó de su mesa. Miré de reojo hacia él, pero intenté no darle demasiada atención. Sin embargo, cuando se acercó, el aire en el café pareció volverse más denso.
De repente, sentí su presencia junto a mí. Me giré, y ahí estaba, tan imponente como siempre, con su expresión de quien todo lo sabe y nada le sorprende. Mi postura se tensó al instante. Él no dijo nada, solo me observó por un momento, y luego, sin preámbulos, me hizo una pregunta que no esperaba.
— ¿Cuánto ganas aquí? — Su tono era directo, sin rodeos, como si fuera algo completamente normal preguntarme eso.
Mi mente se quedó en blanco por un segundo. Me sorprendió su pregunta, y, por un momento, no supe qué decir. Sentí mi rostro enrojecer, y, por la vergüenza, preferí no contestar. No podía decirle cuánto ganaba. Sentía que sería una humillación.
— No puedo decirte… — Dije finalmente, mi voz bajando de tono.
Él me observó por un momento, y luego, sin más, soltó una cifra, sin dudarlo:
— ¿Tres mil al mes? — Preguntó, como si fuera una cifra lógica.
Mi cabeza negó rápidamente, y miré hacia abajo, sintiendo cómo la incomodidad me envolvía.
— No... Menos… — Respondí, con una pequeña risa nerviosa. — Menos de dos mil.
Él arqueó una ceja, y su expresión cambió, sorprendida. Miró a su alrededor, como si estuviera evaluando el lugar, y luego volvió a fijarse en mí.
— Eso no está bien. Con tu aspecto, podrías estar ganando mucho más, ¿sabías? — Me dijo, su voz suave, pero cargada de una cierta firmeza. — Mañana por la mañana, quiero que vayas a mi empresa. Tienes un puesto para ti allí. Podrías ganar tres veces más que aquí.
Me quedé completamente atónita, sin poder responderle de inmediato. ¿Qué me estaba diciendo? ¿Realmente quería ofrecerme un trabajo? ¿En su empresa? Lo miré fijamente, buscando alguna señal de que todo esto era una broma, pero no había ninguna.
— No puedo, Christopher — dije rápidamente, volviendo a la realidad. — No puedo dejar este trabajo. ¿Qué tal si no me gusta el nuevo puesto? Sería un riesgo muy grande.
Su expresión no cambió. Se inclinó ligeramente hacia mí y, con una sonrisa en los labios, agregó:
— Si te gusta el puesto, será tuyo. Sin más. Pero ve mañana a las 9 a.m. No tienes nada que perder.
Con eso, sin darme tiempo a responder, se dio la vuelta y se alejó, dejando una sensación extraña en el aire. Yo lo miré mientras se dirigía a la puerta, y mi mente empezó a girar. ¿Ir o no ir? ¿Renunciar al café y probar suerte en algo completamente nuevo, o quedarme en lo conocido, aunque sin futuro?
Mi corazón latía con fuerza, y, mientras lo veía salir, su última frase seguía retumbando en mi cabeza.
Era un riesgo. Un gran riesgo.
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