𝙤𝙣𝙚
Mosaicos.
"Desearia que reconocieran mi existencia, poder reivindicar mi existencia; envidio a aquellos con la capacidad de hacerlo para si.
No es que los odie.
Es sólo que les envidio."
— Paradichlorobenzene, Owata P.
Cuenta la leyenda que hay una estación prohibida en el metro de la ciudad. Se dice que cualquiera puede llegar a ella, pero nadie ha logrado regresar vivo.
Las historias que se cuentan mis compañeros van desde viajes en el tiempo hasta portales interdimensionales. Un asesino, laboratorios secretos... Cualquier cosa que se les ocurra es juntada con la estación prohibida y queda una nueva versión. Pero por más que se burlen y se creen historias en su cabeza, nadie se ha atrevido a poner un pie ahí.
Y entonces Mile abrió la boca.
— Es estúpido — dijo, con toda la seguridad del mundo pese a sentir sus miradas en la espalda —. No es posible que crean en los mitos de los viejos: es solo una estación cerrada y ya, no hay misterio.
La oposición de mi amigo ante la leyenda hizo escándalo entre los de mi edad, quienes comenzaron a seguirle para negar su opinión. Y él, harto no solo del acoso que recibió esos días sino del que había recibido toda su vida, se paró sobre una mesa en el receso del jueves y pidió atención para dar su anuncio.
— La leyenda es mentira y yo lo demostraré: Ania y yo iremos esta noche, dormiremos ahí y volveremos mañana. Mostraré que ustedes están equivocados.
El grupo lo aceptó con silencio y nadie, ni siquiera el propio Mile, se acercó a preguntarme si estaba de acuerdo en ir. Nunca me hablaban, de cualquier forma. Era obvio que estaba dentro incluso sin mi consentimiento, y dado que Mile era mi mejor amigo, mi vecino desde que teníamos tres, no podía simplemente dejarle ir solo. Su terquedad y mi lealtad sellaron nuestros destinos a ir directo a las puertas de la muerte.
La seguridad que había mostrado en el salón desapareció conforme caminábamos hacia nuestras casas. Su dura mirada se desvaneció y las manos comenzaron a temblarle nerviosamente. Levantó una y la observó en silencio.
— ¿Ya te arrepentiste de lo que dijiste? — pregunté, tratando de hacer conversación, pero él se quedó callado —. Si te asusta, no deberías ir.
— Tenemos que ir, ya dije que lo haríamos — exclamó, volteando a verme —. No me da miedo la estación, pero realmente no esperaba que me atosigaran hasta decir eso.
— Te da más miedo volver con las manos vacías que no volver — asintió y su cabello cenizo se revolvió con el viento.
No sabíamos que hay peores formas de afrontar nuestros miedos.
Como dije, llegar a la estación no es difícil. La última estación de la ruta no es la última, y después de un tramo de tres minutos se abren las puertas en la estación prohibida gracias al programa de los trenes.
El reloj marcaba las nueve cuando salimos del tren, él con las piernas temblorosas y yo observando todo con indiferencia. Contrario a lo que pensamos, la estación estaba demasiado limpia, las luces encendidas y las taquillas abiertas, pero vacías. Todas las puertas estaban abiertas, todas menos una: La salida. Tres candados la adornaban, siendo lo único donde el tiempo había pasado en todo el lugar.
— No es aterrador — le dije a Mile mientras bajábamos las escaleras, de vuelta a la estación para pasar las siguientes nueve horas ahí.
— Es una estación normal, solo abandonada — contestó, saltando los torniquetes y dirigiéndose a las oficinas de los encargados, donde nos quedaríamos en la noche —. Me pregunto por qué la cerraron.
— Leí de un caso similar en Gothan. Una estación cerrada por veinticuatro muertes, todas inexplicables — no había una sola muestra de polvo o una telaraña en toda la oficina —. Solo tocaban una puerta, se desmayaban y jamás se volvían a levantar.
Mile observó su mano y no contestó. En su lugar, abrió su mochila y comenzó a hacer tarea. Podíamos estar en la boca del diablo, pero no iba a dejar de ser responsable.
La noche transcurrió en silencio. No éramos los más habladores ni había mucho de qué hablar. A las once nos acurrucamos en una esquina cercana a la puerta, abrazados y cubiertos por nuestras sudaderas.
— Mañana nos burlaremos de ellos — murmuró a mi oído, pasando mi cabello oscuro atrás de mi oreja —. No nos podrán decir nada después de esto.
Nos dormimos antes de medianoche.
Tal y como esperaba que sucediera, nos despertó el sonido de un tren. Pero no era el primer tren por la mañana pues el reloj marcaba las tres, y tampoco era sólo uno: El estruendo venía de todos lados, no solo de las vías. Miles de alarmas sonaron cuando se detuvieron y yo solo sentí a Mile aferrarse a mí en silencio.
Finalmente, una araña descendió del techo, justo frente a nosotros. Nos observamos mutuamente con vista de túnel, sus ojos negros sobre los míos, hasta que Mile gritó a mi lado. No era una araña la que descendía, eran cientos.
En un acto reflejo, ambos nos paramos y salimos en un segundo de la oficina. No sé lo que esperábamos, pero lo que vimos nos tomó por sorpresa.
La estación no estaba sucia ni habían cadáveres en el suelo. Eso habría sido nada comparado con lo que había en realidad. Un mosaico de realidades, el andén reflejado en el andén y múltiples vías que aparecían y desaparecían de la vista en un microsegundo. Pese a estar solos, se escuchaba el bullicio de una estación abierta en la mañana y, en algunas partes del mosaico, era posible ver personas reales que, pese a no tener rostro, nos observaban como a una presa.
Mile retrocedió, seguramente intentando volver a la oficina, pero no había ninguna puerta tras él, solo una pared lisa. Y no había una taquilla ni habían escaleras o torniquetes, todo menos el andén y las vías había desaparecido en el mosaico.
— Tenemos que salir de aquí — dijo con voz temblorosa un segundo después, pero ambos sabíamos que no era posible. El mosaico de realidades se había llevado nuestras salidas.
— Ania, tenemos que salir — me jaló la manga, pero yo estaba hipnotizada observando miles de trenes de miles de lugares. Mi mente estaba en blanco y solo podía observar lo que había frente a mí, sin siquiera pensar en salir, en la apuesta o en Mile, quien había entrado en pánico y empezaba a soltar lágrimas de desesperación.
Cuando le escuché llorar, mi mente volvió en sí y lo observé. En otra situación, como cuando nuestros compañeros le obligaron a quedarse en un salón por toda una jornada, le habría consolado, pero no pude sacar palabras de mi boca. Sin embargo, sabía que estaba hablando.
Nunca podré saber qué es lo que él vió, pero estoy segura de que ambos vimos cosas completamente diferentes en ese lugar. Mientras hablaba, él comenzó a girar, asustado y me gritó que corriéramos. La desesperación invadió al no poder reaccionar y él solo gritaba que nos iban a atrapar. En mi visión solo habían personas sin rostro que me observaban en silencio, en la suya habían monstruos que lo perseguían.
Finalmente, mi amigo cedió al pánico y se tiró en el suelo, escondiendo la cabeza entre sus piernas y pidiendo a gritos que lo dejaran en paz. No había nadie a su alrededor, pero lloraba como si lo golpearan.
Nunca supe si quienes le orillaron a esto le golpearon en nuestra realidad.
Una sombra se formó bajo él y comenzó a extenderse por el mosaico, volviendo el espejo en un escenario negro, sin suelo y sin techo. Solo oscuridad.
— Ania, por favor, ayúdame — sollozó, levantando la cabeza y mirándome. Sus ojos claros llenos de lágrimas y los míos indiferentes como siempre, no por gusto esta vez —. Ania, por favor, por favor, por favor — extendió su mano hacia mí, la mano que había tocado las cadenas y que había observado en silencio horas atrás, la mano que estaba cubierta en una sustancia oscura, la mano que se cubría de oscuridad y que se extendía por todo su cuerpo.
La primera vez que lo acosaron, yo estuve ahí.
Él daba pelea, pero yo lo detuve de golpear a alguien cuando tenía la mano levantada. Observaba desde lejos la pelea y jamás lo defendí, pero lo detuve de defenderse solo.
Él siempre estaba sufriendo y siempre estaba nervioso, cuidando su espalda mientras que yo solo observaba desde lejos. Nunca le defendí y solo le daba consuelo cuando todo había acabado.
Jamás hice nada.
— Ania, por favor — gritaba mi nombre con dolor mientras su cuerpo dejaba de distinguirse del fondo. Se hacía uno con la oscuridad y yo no podía moverme —. Ania, Ania, por favor, ayuda.
— No.
Sus ojos claros llenos de lágrimas desparecieron a la vez que comencé a correr hacia él. No fui capaz de moverme hasta que no había nada que hacer.
La estación volvió. No había un mosaico, no habían sombras y no habían arañas, pero tampoco había rastro de él.
El primer tren de la mañana sonó a lo lejos y yo supe que no había vuelta atrás con lo que había pasado y con lo que había visto.
La leyenda dice que cualquiera puede llegar a esta estación, pero no ha habido nadie capaz de volver con vida. Pensaba en las palabras de mis compañeros cuando me acerqué al andén.
Y la muerte se rió de mí a manera de bienvenida.
Palabras totales: 1157.
𖤍 Mis personajes son:
Mile Mathews y Ania Axante. Sinceramente, son personajes creados únicamente para la historia y realmente representan la impotencia. Sé cómo narrar la historia de Mile, pero últimamente he estado en el lado de no poder hacer nada y se ha vuelto mi peor terror.
𖤍 ¿Cómo te sentiste?
Mientras escribía esto, muy bien. Cuando lo estaba planeado y revisando, todo lo contrario. No soy fan del terror y me cuesta escribirlo, y cuando ví lo mucho que se metieron mis miedos en la historia me sentí aún peor.
𖤍 ¿Tuviste dificultades?
Si, antes de escribirlo me sentía perdida. No consumo terror en ninguna forma y me costó llegar a esto. Gracias a una plática acerca de Underworld tuve la idea. Hice una pequeña referencia a ese juego y a su gemelo por eso.
𖤍 ¿Qué disfrutaste?
Por más cursi que suene, me encanta escribir y me gustó escribir y arreglar el relato en general. Disfruté hacer esto aunque el resultado final no sea mi favorito. Espero les haya gustado leerlo tanto como disfruté escribirlo.
—t.
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