Cemento

   Después de caminar durante cuarenta minutos, llegamos a Cemento. La cuna del rock era nada más ni nada menos que un enorme caja de resonancia. La fachada estaba pintada de negro mate, con una gran persiana que estaba sujeta por una gruesa cadena. Compramos las entradas que nos salieron 30 pesos. Pese y considerando que era un sitio emblemático y de culto del rock porteño, me pareció un poco caro. 

Cuando entramos al lugar estaba temblando todo parecía inefable y por fin podía palpar la noche en el templo del underground. La discoteca parecía un enorme refugio para las personas de la noche, un museo para quien estuviera dispuesto a valorar de cerca toda esta movida y hasta una teatro para los amantes del rock nacional.

Estábamos los tres de pie mirando todo a nuestro alrededor y a todos, sintiendo el aroma a marihuana que inundaba nuestras narices.

Mi tío le decía a la muchacha que Cemento estaba abierto desde mi nacimiento. Luego de esa pequeña plática vimos que el grupo que iba a tocar en vivo ya había llegado, la gente comenzaba a saltar y a gritar, se empezaba a reunir ese público propio y yo estaba dando los primeros pasos dentro del circuito under

Mi ansiedad estaba al tope, mis latidos aumentaban y la música retumbaba en mis oídos como si fuese un tambor.

La muchacha también parecía excitada; la perspectiva de escuchar y ver todo de cerca era algo nuevo ya que era su nuestra primera vez en un antro de estos.

Por otro lado, la banda había comenzado a tocar y Jethro estaba sumido en su transe. En cambio yo, me detenía con la mirada para ver a los demás jóvenes. Algunos usaban crestas en el cabello, me impactaba verlos hacer pogo y que sus cabellos puntiagudos siguieran intactos como si no existiera la humedad ni la gravedad.

Cuando el show terminó mi tío miró fijamente a Maureen y le preguntó su edad.
La joven ladeó su cabeza rápidamente y le dijo que era treintañera. Sin dudas, se notó que no quiso dar a conocer su edad exacta.
Jethro sonrió inmediatamente después de su respuesta.

—Creí que tenías unos veinticinco años —dije.

Maureen se ruborizó y miró fijamente a mi tío Jethro. Él exhaló un anillo de humo y nos miró para luego preguntar si íbamos a comprar algo para beber.

Compramos unas cervezas. Mientras tomábamos contemplaba como mi tío coqueaba con la paraguaya. Ellos siguieron bebiendo sin parar hasta que la mujer reveló su estado; no tenía un hogar en esta ciudad y se hallaba completamente ebria.

Jethro realizó un valiente esfuerzo y le dijo que podía dormir en su casa. Ella sonrió y le agradeció con un beso en la comisura de los labios.

—Salgamos de aquí —murmuró él intentando encontrar la salida entre la multitud de gente que coreaba el estribillo de una canción de Nirvana.

Nos tomamos un taxi en la esquina. Apenas iluminados por las primeras luces del día, sabía que nada podia romper el encanto, ni el cansancio, ni la noticia de que la muchacha no tenía donde parar a dormir.

Cuando llegamos a la puerta de la casa de mi tío, toda la magia se esfumó y volvimos a la realidad.

Jethro resopló antes de poner la llave en la cerradura.

—Bueno tío, me voy —dije mientras bostezaba.

—Quédate un poco. Danubio hay que hacer el café —dijo incorporándose.

Ella se sentó en el comedor y mi tío aprovechó para decirme al oído que intente indagarla mientras él se pegaba una ducha.

—Me voy a bañar. No tardo —gritó.

—Ahora que estamos solos tal vez podrías decirme si tu tío es de confianza. Dime que hacer —susurró la mujer.

—¿Qué hacer? ¿Qué podría aconsejarte yo?  —repliqué.

Ella descruza y vuelve a cruzar sus piernas por debajo de la mesa.

—¿Puedes decirme si tu tío no se aprovechará de mí? —exclamó y posó su mano derecha encima de la mía—. Cómo sé que no tiene malas intenciones.

—Es un tipo sano y buena gente. No deberías preocuparte tanto. Te doy mi palabra —dije en voz baja.

Maureen me devolvió una sonrisa torcida.

—Entonces quédate aquí. Al menos hoy —me imploró mirándome con fervor a los ojos.

—¿Estás segura de que me quieres aquí? —preguntó encendiendo un cigarrillo con cuidado.

—Claro que sí —dijo.

—Pero... —dije y resoplé.

—Dime, dime —repitió.

—¿Quién me asegura de que no eres una viuda negra? —pregunté con voz gutural.

—No lo soy, yo soy decente —afirmó.

Su lenguaje corporal era esperanzador.

—Esta bien.

—Bueno, pues quizá él también tenga dudas sobre mí. Ya parezco una solitaria fracasada —susurró.

—Él te va a dar un gran voto de confianza, no deberías temerle —susurré.

—Lo sé. Tanto tiempo desperdiciado en Paraguay con mi ex... —dijo.

—¿Sos casada? —exclamé.

—No, no.

—Entonces dime.

—¿Qué?

—¿Qué haces en este país? —pregunté al fin.

—Mi ex me pegaba y me obligaba a prostituirme porque no quería salir a trabajar. —Maureen suspira.

—Esta bien, no creo que esto sea de mi incumbencia —repliqué con disimulo.

—Ahora que escapé puedo tener una vida nueva. No solo escapé de el hombre que me torturaba, también huí de mi amplia gama de pecados —dijo ella llorando y negando con la cabeza.

—No debiste desperdiciar tu vida así —susurré.

—Lo sé. Pero hoy día mi vida no está comprometida con nada ni nadie —replicó—. No puedo desperciarla si soy alguien sin pasado. Pero no tengo la intención de quedarme muchos días aquí, tengo que conseguir trabajo.

Mi tío salió del baño vistiendo un pijama color bordeaux.

—¿Y bien? —exclamó mi tío mientras se peinaba su largo cabello.

Maureen no dice nada, pero brotaban lágrimas de sus límpidos ojos.

—Ella esta triste, solo eso —dije y fui a la cocina a poner en funcionamiento a la cafetera eléctrica.

Jethro le toma la barbilla entre las manos y le limpia las lágrimas con un toalla de papel.

—Dios, estás llorando. ¿Qué ocurre? —Ella no responde—. ¿Te dijo algo malo mi sobrino?

—Claro que no. Le conté algo de mi pasado —dijo compungida—. Lo siento, Jethro.

Él echa la cabeza para atrás con un exagerado gesto y dice:

—¿No me digas que tenés novio? —exclamó Jethro sin vacilación o temor.

—No tengo.

—¿Hijos?

—Soy infértil, según mi ginecólogo.

—Lo siento, parezco un tonto haciéndote estás preguntas... —dijo mi tío avergonzado.

Maureen se encoje los hombros, pero con un gesto divertido.

—Aquí está el café. Jethro pruébalo —le dije en tono burlón puesto que estaba amargo.

—¿Lo dices de en serio? Pruébalo tú —me dijo desafiandome.

Respiro hondo y me acabo el pocillo de un solo trago.

—Tu sobrino no le puso azúcar. Eso es todo —dijo ella curvando la comisura de sus labios.

Las risas amables comenzaban a surgir después de toda la amargura que Maureen cargaba por dentro.

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