La lógica

     Después de la emisión de mi primer programa quedé perpleja. No me esperaba para nada que se toque un tema tan morboso y delicado. Que atraparan a una adolescente infraganti, con un docente y en el propio establecimiento educativo. Eso me pareció algo demasiado impresionante, sobre todo para una madre que cree que su hija es solo una niña inocente.

Caminaba por las calles nocturnas, sintiendo el hedor de los puestos de salchichas, observando a los transeúntes caminar de la mano. Imaginaba a Mariangeles en todos lados sobretodo cuando observaba a alguna pareja joven.

Me detuve en un café de mala muerte y pedí un cortado. Me senté en una estrecha mesa, que se tambaleaba al son del bandoneón, que se oía en una pequeña radio en la barra.

Observaba a los comensales sosteniendo entre mis dedos un pocillo con el humeante café. Luego miré mi muñeca y observé en mi pequeño reloj de aguja de Los Picapiedras, que era la una de la mañana.

Saqué el móvil del bolsillo de mi chaqueta de jeans y le envié un mensaje a Singin. Le escribí que estaba sentada en una cafetería, si quería hacerme compañía, finalmente
él aceptó en un santiamén y mis mejillas adoptaron el color de un tomate.

La espera fue extensa, pero estaba ansiosa por hacer un debate sobre mi primer programa.

Después de unos cuarenta minutos apareció, vestía un pantalón de tweed y una chaqueta de pana azul.

Me dijo sin rodeos que debería haber indagado más a la mujer, para alargar la charla. Él se arremangó las mangas de la camisa y se puso nervioso.

Kim, tu tienes una personalidad confusa —repuso Singin—. Mi hermana era así, pero ahora sé liberó del pánico y del estrés desde que se psicoanalizó con un psiquiatra que vive aquí cerca, la verdad que la ayudó mucho a desenvolverse.

Seguro que sí, seguro que le ha funcionado.

Eres tierna y compasiva, pero si no desarrollas carácter te harán trizas en el aire.

¡Singin, basta de sarcasmos! —dije sin vacilación.

¿Quién de los dos usa un reloj de los Picapiedras? —preguntó, muy alterado.

La vida nos enseña a aceptar lo que no podemos cambiar mascullé.

¡No! —gritó Singin, tan furioso que los otros comensales lo miraron asombrados.

¿Pero que te pasa a ti, hombre?

Kim, eres infantil y no oyes consejo
—dijo, resoplando penosamente.

Me puse de pie bruscamente y sentí una ola de calor. El sudor frío caía por mi columna vertebral. En un ínterin cerré los ojos y sentí que me desplomaba.


.

....

Salí en cuanto pude del café, deseosa de abandonar el lugar, para respirar hondo en la acera. Singin me sostenía de un brazo y me preguntaba sin parar, que me había pasado. Levanté la vista y le lancé una mirada hosca.

El joven era ceñudo por naturaleza y me hacía perder los estribos en un santiamén.

—¡Caramba! —dijo, sonriendo.

Singin, algunas veces me inquietas hasta aturdirme con tus reflexiones —agregué nerviosa.

—¿Estás bien? —preguntó el ojiverde con una renovada confianza.

Probablemente—. Suspiré confusa.

El joven alzó los ojos al cielo nublado.

—Parece que va a llover —masculló Singin.

—Sí, se siente el petricor.

—Bueno, bueno, hagamos las paces. Deberíamos ir a tomar unas chelas, al bar de enfrente —sugirió el muchacho— ; ¿Te parece bien?

Singin cada vez que te miro, te veo una pinta de incorregible —agregué riendo.

Cállate, Kim. Tú me intimidas. Singin se incorporó en el asiento de la cervecería Yucateca y observó por el ventanal como caían las primeras gotas de la noche.

—¿Te gusta la lluvia? —pregunté.

—Esto es magnifico — dijo Singin, y prosiguió leyendo la carta de bebidas.

Bebimos demasiado. Singin comenzó a relatar sus aventuras y como siempre dio a conocer su simpatía por la teoría marxista. El gozaba conversando sobre como modificar el orden social, criticando al capitalismo.

Lo enfrenté con una mirada, sin animosidad alguna contra él. Intenté comprender sus sentimientos y emociones, de forma objetiva y racional.

Singin vámonos. Te van a quitar el permiso de conducir, si nos detiene la policía para un test de alcoholemia.

Nos subimos al auto y sentí miedo, el vehículo fue patinando por la calle mojada hasta un semáforo. Salí del auto y examiné el parachoques delantero, que estaba aplastado contra el poste amarillo.

Estaba tan asustada, me senté al volante, di marcha atrás y me alejé grácilmente de la avenida. Pero estábamos los dos a salvo.

......

Después de la dramática salida, fuimos a mi casa. Mi madre estaba despierta, esperandome. Entonces los tres tomamos café, sentados en el comedor, mirando las gotas de lluvia deslizar por la ventana.

Pero los modales brutales de Singin, alejaron a mamá de la mesa, y quedamos los dos, entre café frío y sonrisas efervescentes.

El ojiverde sonreía, entre parloteos el dijo que mi madre  evidentemente era una antisemita.

Sentí sus palabras como una puñalada trapera, no entendía nada.

—¿Cómo puedes decir eso? —exclamé de pie.

—A simple vista veo en los ojos de tu madre una cierta hostilidad hacia los judíos — agregó.

—Ah ...—. Su total ignorancia que profesa, solo me provoca abofetearlo en la cara.

No digo o pienso que tu madre tenga aversión hacia los judíos, pero ella no paraba de observar mi pequeña estrella de David, que cuelga en esta cadenita sobre mi cuello —replicó gélidamente Singin.

—¿Acaso presumes que ella tiene judeofobia? —exclamé exaltada.

Kim, baja la voz —masculló—; tu madre te va a oír y me va a echar de la casa.

—¡Qué disgustos me das!

— Oh, mujer. —Singin se puso su chaqueta y se volvió hacia la puerta—. ¿Encima tienes la bondad de irte ahora? Estás volviéndome loca.

—Es totalmente absurdo —dijo Singin, y se fue otra vez hacia la puerta. Me voy a casa.

—Oíd, tu me sacas de quicio, pero te quiero. No quiero conflicto racial, ni religioso, sobre todo si implica a mi madre.

—Bueno, pues será mejor que te diga que también te quiero —dijo suavemente Singin.

Cállate ya, por el amor de Dios. Eso se ve desde el espacio —dije sin vacilación.

—Ahora si me voy—. Abrió el picaporte. Salió a conducir bajo entre relámpagos y mojaduras.

......

Luego de tantas idas y vueltas, finalmente había llegado el sábado. Me exaltaba la posibilidad de que mi programa de radio sea popular.

Sé que que carezco de imaginación para crear una emisión revolucionaria. Pero mis radioescuchas tienen historias bastantes pintorescas, pero siento que debo armar una estrategia para que llamen a la estación y me relaten sus inusitadas crónicas de vida.

La verdad que la vida me entristece, mi vana esperanza. Mi corazón está desierto y comienzo a sentir desespero. Singin crea un sortilegio para distraerme, pero no veo convicción en sus actos, ni en sus palabras.

Su pensamiento es critico por naturaleza y su vago pensamiento se fija fuerte en cientos de detalles, que para mí son poco redundantes. ¿Porque motivo estamos en busca del ideal?
Yo creo que no es necesario crear más complicación de la que ya existe.

Lentamente caía la noche, era hora de tomar mis llaves y conducir hacia la emisora. Me puse mis zapatos rojos de tacón y un labial bermellón, haciendo juego. El entusiasmo parecía flotar sobre mí, levanté la vista en el semáforo y observé la luna violácea sobre la cresta de una nube, hasta que oí el atorbellinado zumbido del viento.

Estacioné y bajé de mi vehículo. Lo vi a Antoine parado en la vereda con una sonrisa imponente.

—¿Quién tendrá piedad de ti? —exclamó, creando una marejada de risas.

—Oiga señor ex profesor, perdóneme usted. ¿Acaso me estaba esperando?

—Si —afirmó Antoine—. Y dime ¿Estás preparada para el programa de hoy?

—Desde luego, aunque tengo miedo que llame un demente y me deje muda.

—Tenemos un equipo preparado para afrontar cualquier discrepancia al aire. No temas —agregó el hombre, agarrándome del brazo mientras subíamos las escaleras.

—Gracias Antoine, si sucede algo anormal, me portaré como una arpía y los empujare hacía un abismo.

—A la larga la gente te va a envidiar —dijo el jefe de sonido.

—Ves, Kim. Tu magnificencia puede turbar a cualquier persona.

—Pena, que el hijo de Cosmos no piense de ese modo —agregué—; el muchacho es un verdadero psicópata.

—¿De verás? A él le gustan las hazañas — exclamó Antoine.

—Lo creo. A veces pienso que un simpatizante del Ku Klux klan.

—No lo sé, debe ser un complejo o querrá impresionarte —dijo Antoine con una mirada dubitativa.

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