𝐄𝐩𝐢𝐥𝐨𝐠𝐨

Epílogo

John camina por las calles de Nueva York en aquella tarde de otoño. Con las manos en los bolsillos de su mejor traje y una leve sonrisa en los labios aspira aquella relajante atmósfera, pese a ser otoño es un día bastante cálido, aunque no le molesta al ojiverde, con los años ha descubierto que ama el calor, en realidad eso es algo sobre sí mismo que Alexander le ha enseñado.

El usual ruido de Nueva York cae en oídos sordos para el ojiverde, ha aprendido también a centrarse en los ruidos más pequeños que la vida ofrece: El cantar de los pájaros, la música que a veces se escucha en el ambiente, el sonido de una tranquila brisa...

Se detiene frente a un cristal en el que ve su reflejo para comprobar su apariencia, ajusta la corbata de aquel traje azul que lleva puesto, es su favorito, pues con ese traje se casó

Al ver el interior de la tienda se percata de que es una florería, por sus ventanales se ve la amplia y hermosa selección de flores que el local posee. Cientos de plantas de colores cálidos se despliegan ante él, por lo que no duda en entrar y pedir un ramo variado.

— ¿Son para alguien en especial?

Pregunta la joven vendedora mientras coloca unos tulipanes en el ramo, quedando este con varias flores de tonos rojos y amarillos.

— Así es. — Responde John con el amor desbordante por su voz. — Para alguien muy especial...

La joven vendedora sonríe enternecida mientras mira al pecoso que viste un elegante traje azul, esa es una de las ventajas de trabajar en una florería, es testigo de muchas relaciones capaces de sobrevivir al tiempo, por lo que, sin que el ojiverde lo note, pone unas cuantas flores extras en el ramo.

Luego de despedirse de aquella amable señorita y de pagar el ramo, John sale de la tienda y retoma el camino ahora con las flores en mano. A los pocos pasos ve uno de sus restaurantes favoritos, uno de los primeros al que su esposo y él visitaron, aquel en donde se toparon con un desagradable hombre que les recordó que el mundo no es color de rosa.

Sin embargo los únicos recuerdos en la mente del castaño son los buenos, como Alexander le invitó ahí por primera vez, lo bien que lo pasaron ahí en su primera cita y el resto de ocasiones que acudieron a aquel restaurante en compañía de sus hijos.

Motivado por aquellos recuerdos acelera el paso lo más que sus piernas le permiten, buscando llegar pronto a su destino.

De reojo observa las flores en su mano, acomodando sus pétalos, contando los tonos da colores en estas, ajeno al usual caos de la ciudad. Por mucho que el tiempo pase, Nueva York nunca envejece.

Al estar en la puerta del lugar, mira el reloj, faltan unos diez minutos para que el resto llegue.

"No creo que les importe si me adelanto"

Con ese pensamiento se adentra con una sonrisa nostálgica, camina tranquilo por aquel lugar donde reina el gris, las flores que trae de seguro le darán más color, ojalá pudiera hacer algo por ese silencio también.

Finalmente llega, frena su caminar.

— Hola, Alex, te traje flores. — Las deja en el suelo para luego colocar las manos en sus bolsillos.
— Es un ramo variado, tu favorito, estoy seguro de que aún lo sigues amando.

Asegura él con una sonrisa nostálgica frente a la tumba sobre la cual dejó las flores, tumba que pertenece al amor de su vida, y que se haya descansando en paz ahí, vistiendo aquel traje que usó el día en que se casaron, el propio Alexander pidió que lo enterraran con ese traje. John, desde hace tres años, es viudo.

[Reproducir para mejor ambientación]

Professor Layton OST US Version | Time Travel 

https://youtu.be/NEA1Bsv-raU

Mira con añoro la inscripción de tumba de su esposo.

La vida es un instante, no es lenta ni va despacio, así que digo cada frase como si fuera mi epitafio

Cada que lo lee una sonrisa se cuela en los labios del ojiverde. A sus ochenta y tres años aún le es bastante fácil sonreír, otra cosa que Alexander le enseñó.

Decide caminar un poco, paseando por los pasillos que esas tumbas forman, esos pasillos de recuerdos y nostalgia.

Hércules fue uno de los primeros en abandonar este mundo, a los noventa y cinco años, un par de años después que su esposa, dejando ambos un gran vacío en los corazones de sus tres hijos, quiénes sintieron el peso de la ausencia de sus padres en sus corazones, aunque afortunadamente se tenían los unos a los otros para enfrentar la realidad.

Un duro golpe para John y Alexander, pues el irlandés fue un gran peldaño en su relación ¡Vamos! De no ser por él no se habrían encontrado, aunque Hércules confiaba en que iban a terminar encontrándose tarde o temprano, incluso si él no hubiera intervenido.

A medida que avanza, su paso se vuelve cada vez más lento, como si quisiera frenar el paso de sus recuerdos, estancarse en ellos, detener el tiempo en ellos, sumergirse en sus recuerdos.

El siguiente, años después, fue Lafayette, luego de una vida plena junto a Adrienne y su hijo, George, dejando a Adrienne junto a este. Al igual que la de Hércules su partida fue calmada, en paz, rodeado de sus amigos y familiares.

El caso de William no fue el mismo, quién murió en un accidente de tránsito una noche lluviosa cuando se encontraba con Martha en Inglaterra.

Fue súbito, repentino para el joven inglés quién iba conduciendo aquella noche de espesa niebla. Una de las últimas cosas que cruzó su mente fue que no pudo despedirse de la neoyorquina, con quien pasó su vida, sin matrimonio, sin hijos, pero aun así felices ambos.

Para la neoyorquina, en su momento, fue como si se acabara el jodido mundo, como si la realidad se desvaneciera bajo sus pies. Fue tan súbito, tan repentino... Al igual que para Alexander y John, para ambos el rubio fue de sus mejores amigos.

Pero todos sabían que, por mucho que doliera, es ese el ciclo de la vida, no tiene caso culpar al mundo cuando se trata de algo completamente natural.

"Aunque es más fácil decirlo que hacerlo"

Eso fue algo que John aprendió ese día en que perdió a su amado Alexander, el cual también se fue en paz, sosteniendo la mano de Laurens, y con sus hijos a su lado. El ojiverde sostenía su mano fuertemente, entre lágrimas mientras sentía que su mundo se desvanecía pero con una radiante sonrisa, pues quería que esa fuera la última vista que el caribeño tuviera de él.

Frente a los ojos de Laurens, veía el rostro de Alexander, el cual poseía marcas que evidenciaban todos los años que pasaron juntos, al igual que sus manos, ambas llenas de arrugas que evidencian todo su tiempo juntos.

Pese a todo, a que sentía un inmenso dolor al ver a Alexander partir, John estaba feliz, feliz porque podía despedirse de él, podía elegir las palabras que él oiría como últimas, y se alegró mucho de que Alexander no tuviera que soportar perderlo otra vez.

Con sus últimas fuerzas, Alexander le entregó a su esposo un sobre y, antes de cerrar sus ojos y soltar la mano ajena, suspiró sus últimas palabras, palabras que acariciaron el corazón de John.

Nos vemos

De eso ya tres años, y John lo recuerda tan claramente...

— ¿Papá?

Una voz le saca de su nostalgia, levanta el rostro y se topa con tres caras muy familiares

— Hola

Saluda a sus hijos y a Martha quiénes fueron su faro luego de la profunda oscuridad que intentó envolverle luego de la muerte de su esposo.

— Te adelantaste otra vez...

Murmura Frances. John la mira sin poder ocultar su orgullo. Su hija, su niña, quién se había vuelto toda una hermosa mujer, una gimnasta de envidiable talento.

A diferencia de Philip, Frances tardó unos meses en dirigirse a Alexander y John como sus padres, de hecho la primera vez que lo hizo fue por accidente, se le escapo de los labios luego de agradecer al pecoso por la cena. En ese momento ella sintió morir de la vergüenza ¡Estaba toda su familia presente! Aunque a ellos les pareció un momento tierno.

Philip, por su parte, no perdió nunca esa chispa y alegría que le caracterizaba, finalmente admitiendo su amor por la poesía, dedicándose a estudiar letras.

Ambos siempre estuvieron más que agradecidos con John y Alexander por el hogar que les dieron, por los valores que ambos les enseñaron. El vacío que el caribeño dejó en ambos solo John supo suplirlo.

— Cómo siempre.

Esta vez es Martha quien habla. John no podría estar más agradecido por que sea ella quien permanece a su lado, su amiga, su casi hermana, la que le salvó de su propio pasado en esta vida.

— No es mi culpa que sean tan lentos.

Se defiende el ojiverde mientras rasca su nuca. De todas maneras ninguno de los tres está molesto, si alguien tiene derecho a adelantarse en ver la tumba de Alexander, ese es John.

Los cuatro, en silencio, se dirigen hacia la tumba de Alexander, mirando nostálgicos las tumbas con nombres familiares a su paso.

Philip y Frances se paran frente a la tumba de Alexander, John y Martha se quedan alejados a poco más de un metro de ellos.

John observa como Martha mira a Frances. La neoyorquina siempre le tuvo un cariño especial, aunque quedó bastante sorprendida al verla por primera vez, es la viva imagen de la pequeña que ella crió hace tantos años y aquel cariño parece ser mutuo. Frances siempre le tuvo una gran confianza y estima a Martha, siempre encontró en ella un aura familiar, una guía femenina que tanta falta le hacía en aquella familia

— Aún no se cómo Frances sobrevivió siendo la única chica en esa casa de locos.

— Tal vez sea porque ella es parte de esos locos.

Responde el mayor con una risita.

— Ellos no lo saben ¿O sí?

John mira a sus hijos frente a la tumba de su esposo. ¿Lo saben? Él mismo se ha hecho esa pregunta miles de veces, sus hijos ¿Sabrán las difíciles vidas que vivieron hace tanto tiempo? Si fueran cualquier otra persona, John pensaría que lo mejor sería que lo hagan, qué recuerden pero, en este caso, al tratarse de sus hijos...

— Si lo saben, nunca lo han demostrado, aunque, honestamente, preferiría que no lo supieran...

Martha mira a su amigo, aunque no está del todo de acuerdo con eso, puede entender por qué piensa de tal forma.

La mujer mira a su alrededor, a Philip, a Frances y a John...

Algunos le preguntaron si no se sentía sola, al nunca haber tenido hijos, sin embargo el decir que se siente sola sería una gran mentira teniendo a su amigo y los hijos de este, los cuales llegó a considerar como sus propios sobrinos al pasar tanto tiempo con ellos, como cuando los cuidaba junto con William como favor a John y Alexander... sería mentira decir que no extraña esos tiempos.

— Recuerdo, cuando era joven, solía decir que el tiempo pasa demasiado lento... ahora me pregunto cómo demonios pasamos de trabajar en una cafetería a estar tan viejos los dos.

— Habla por ti, yo sigo siendo joven. — Asegura John. — De seguro si fuera a pedir trabajo en esa misma cafetería, me lo darían.

Al oír la risa de Martha, John se percata de que aquel sonido sigue siendo igual de alegre que en años anteriores.

Philip observa la tumba de su padre, esforzará por sonreír y no soltarse a llorar, luego dirige su vista hacia su hermana, cuyos orbes azules se encuentran humedecidos a causa de las lágrimas que intenta contener.

— ¿Lo extrañas?

Pregunta con tono fraternal mientras abraza a la rubia por sus hombros.

— ¿Tu qué crees, tonto?

Responde ella con otra pregunta a la par que esconde sus ojos en los hombros del menor, quién con una sonrisa de lado, observa a su hermana.

Si, ambos extrañan a Alexander. Lo extrañan a él, a sus malas bromas, como se preocupaba por ellos, como los mimaba cuando estaban enfermos...

Luego de unos minutos se dirigen en dirección hacia su padre, como es costumbre luego de visitar la tumba de Alexander se dirigirán a casa del ojiverde a cenar.

— ¿Quieres venir, Martha?

Ofrece Frances con voz amable, de vez en cuando suelen invitar a la ojimiel a la cena. Martha observa a la más joven con una sonrisa, sin duda sigue siendo aquella dulce niña que crió hace tanto.

— Creo que esta vez pasó, querida. — Rechaza la oferta de modo gentil. — Tengo cosas de ancianas que hacer, ya sabes, alimentar patos, tejer, jugar al bingo y quejarme por la juventud de hoy en día.

— ¡Oye!

Exclaman Philip y Frances.

— Ustedes ya son adultos, no deben porque sentirse ofendidos.

El ojiverde sonríe, su amiga no ha perdido su sentido del humor tan particular. En el momento en que él y sus hijos toman caminos separados de la neoyorquina, se detiene a la par que siente un dolor en su pecho.

— Oye Martha. — Espera a que ella volteé a verlo. — Cuídate.

La rubia le regala una sonrisa.

— Te veo mañana, pecas.

Dice mientras se marcha, completamente ignorante a la mentira que representan sus propias palabras.

Mientras él y sus hijos se dirigen hacia su hogar, John ve cada rincón de la ciudad en que creció, cada milímetro de ella le trae algún recuerdo.

Pasan por la cafetería "Reencontré", su primer trabajo cuando apenas era un adolescente, acostumbrándose a la vida. Tantas pequeñas aventuras cotidianas vividas ahí, tantas carcajadas por idioteces junto a sus amigos, tantas cosas que el destino le deparaba y él no tenía ni idea. Aquel edificio no era más que eso, un edificio; sin embargo John le tiende cierto cariño, no solo por ser su primer trabajo, sino porque ese lugar le vio en su "antes" y "después" le vio en lo más hundido, al borde de la depresión y como paso a paso encaminaba su vida nuevamente, cómo se reconstruía del golpe que su propio pasado le había propinado.

Pasan por un parque, un parque que él conoce muy bien, en ese parque, hace tantos años Peggy rompió con él. Una sonrisa aparece en su rostro y alma con cada recuerdo de la joven de colores radiantes, su sonrisa, su alegría, su superación y ganas de salir adelante, el camino que emprendió y como ella la dejó acompañarla en aquel pequeño viaje personal. Peggy no fue su primera novia, pero se atreve a decir que fue la primera chica que amó de verdad, siente que su relación con ella le hizo una mejor persona y le hizo madurar en muchos aspectos. Aunque su corazón ya no perteneciera a la joven Schuyler, le es imposible negar que fue hermosa, por dentro y por fuera.

Pasan por un edificio que conoce muy bien, en aquel edificio se encuentra el primer departamento al que se mudó, donde conoció al que, a día de hoy, considera su mejor amigo. Aquel francés que, en un principio no iba a ser más que un simple compañero de piso pero que terminó siendo casi un hermano. Un amigo que supo cuando apoyarlo, cuando gritarle, cuando tragarse el orgullo y pedir una disculpa cuando esta era necesaria. Lafayette siempre le pareció una ironía andante a John pues en su grupo de amigos, él solía ser el más maduro en muchos aspectos, pero a la vez muy inmaduro en aspectos tan simples como admitir cariño, sea romántico o fraternal. Era una persona muy calmada y racional, hasta que Martha hacía de las suyas sacándole de sus casillas, claro.

Caminan junto a una sastrería que Laurens identifica de inmediato, al igual que los trabajadores en su interior, los hijos de Hércules, aquel sabio irlandés que sin duda fue el único que logró mantener la cabeza en todo aquel lío, posiblemente debido a su edad y experiencia en la vida, bien dicen que "Más sabe el diablo por viejo que por diablo". Hércules fue demasiado importante para John, pues cuando la había cagado, cuando todo el mundo estaba en su derecho de gritarle, Hércules fue el primero que se mostró comprensivo, que mostró empatía con el caos que estaba sintiendo en su mente en esos momentos. Si no hubieran tenido a Hércules en medio de aquel caos... quién sabe lo que habría pasado.

Pocos metros después llegan al que, en su momento, fue el departamento de Alexander, su amado esposo, sin embargo, para John, el lugar donde se alojan los recuerdos de Alexander es otro, por lo que al ver ese edificio piensa en William. Aquel alegre chico inglés, su amigo, su compañero. De no ser por el joven inglés, posiblemente su anterior vida hubiera sido aún más corta, William hizo mucho más aguantable esa humillación. Él, su particular alegría y sentido del humor, él también fue de los pocos que le comprendieron, que se mostró comprensivo con su situación, que era capaz de sacarle una sonrisa en aquellos tiempos tan jodidos... honestamente, no podría haber pensado un mejor pretendiente para Martha.

Luego de sumergirse en aquel mar de recuerdos, John llega a su hogar, saca la llave y la coloca en la cerradura, y al abrirla otra ola de recuerdos le golpea, ese es su hogar, el hogar que compartió con Alexander, ese es el apogeo de los recuerdos de su amado, cada pared, cada milímetro del suelo, cada foto colgada, cada adorno tiene la esencia de su esposo. Cada que entra a su hogar, siente que los recuerdos de su amado le envuelven a modo de bienvenida.

Aún recuerda cómo Alexander dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo al verlo llegar, le sonreía, se acercaba a él, le abrazaba para luego besarlo tiernamente en los labios y bromear sobre cualquier tontería. Jura aún poder oírle preguntar que hace aquel guapo desconocido en su hogar.

"Te extrañé, John"

[...]

Frances adora comer en la casa de sus padres, aunque uno de ellos ya no se encuentre, estar en la casa en que creció le provoca una gran alegría, un sentimiento de calidez familiar que ha estado presente en ella desde el momento en que John le preguntó si deseaba ser parte de su familia.

— ¿Puedes tú sola con eso?

Pregunta Philip a sus espaldas, viendo como la rubia vigila la carne en la parrilla.

— ¿Y tú puedes hacer tu solo la ensalada? ¿No volverás a cortarte y llorar?

Pregunta con actitud socarrona a la vez que se cruza de brazos con una sonrisa burlona.

— ¡Tenia once años, déjame!

Exclama molesto Philip, haciendo reír a la mayor.

Desde su habitación, John escucha a sus hijos reír mientras acomoda el traje de su día de bodas en el armario, siempre se lo pone para visitar la tumba de su esposo.

Mira el extremo de la cama que pertenecía a Alexander, recuerda cada vez que despertaba y veía al menor con esa sonrisa, quién luego lo abrazaba, impidiéndole levantarse.

Se pone de pie y se acerca al espejo, definitivamente el tiempo se nota en su rostro y en las canas en su cabello, sin embargo recuerda a Alexander diciéndole que, a sus ojos, él se veía igual de joven que cuando trabajaba en la cafetería.

Cada que se ve al espejo, recuerda como Alexander lo abrazaba desde atrás, preguntando "¿Quién es el chico lindo del espejo?"

Recuerdos, recuerdos... el aire de cada habitación de esa casa está colmada de recuerdos junto a su amado Alexander, junto a su familia...

Se dirige hacia la sala donde ve a sus hijos, poniendo la mesa mientras ríen.

— Ya casi está la comida papá.

Asegura Philip mientras termina de servir los cubiertos.

— ¿Puedo ayudar en algo?

— Si, siéntate y deja que nos ocupemos del resto nosotros.

— No me trates como un anciano, Frances.

Ordena el mayor mientras se sienta en la mesa para esperar su cena.

— Solo te estamos devolviendo el favor.

Responde Philip mientras lleva unos vasos a la mesa, después de todo incontables fueron las veces en que John y Alexander les sirvieron así la cena.

Al rato los tres se hayan cenando ya, degustando la carne que Frances había cocinado.

— Te enseñé bien, Frances.

La halaga John, pues fue él quien le enseñó cómo se hace una buena parrillada.

— Tú me enseñaste muchas cosas, papá.

— Como a defenderse... conmigo como muñeco de pruebas. — Ambos ríen al recordar esas tardes en las que John le enseñaba defenderse a la joven con el pobre Philip como sujeto de pruebas. — O cuando le practicaba peinados con mi cabello.

— De alguna forma debía aprender ¿Verdad?

Pregunta Frances con un tono inocente. John los observa feliz y orgulloso.

La cena transcurre entre bromas y anécdotas variadas, como cada cena semanal que tienen, con ese ambiente familiar, aunque cierto es que duele ver esa silla vacía junto a John.

— ¿Ya no quieres más, papá? Apenas comiste...

Philip dirige la vista hacia el plato de su padre ante ese comentario de Frances, es verdad, John apenas ha comido.

— No tengo hambre, Frances.

Responde John intentando restarle importancia, pero a juzgar por la expresión de sus hijos no lo ha logrado.

Mientras Philip lava los platos, no logra calmar su mente, últimamente hasta el más mínimo malestar con respecto a John le pone de los nervios.

— Toma.

Extiende el plato mojado a Frances, quién lo seca y luego lo deja en el escurridor de platos, ambos están bastante callados.

Sin mediar palabra ambos vuelven a la sala, donde John los nota afligidos. Medita sobre cómo podría animarles.

— Oigan. — Atrae la atención de sus hijos mientras se sienta en la mesa. — ¿Les he contado cómo fue mi primer beso con su padre?

Los más jóvenes alzan la vista, claramente animados al oír eso.

— No. — Miente Frances. — Cuéntanosla.

Ambos se sientan en la mesa, dispuestos a oír aquella anécdota una vez más, escuchar anécdotas sobre el noviazgo de sus padres siempre les alegra. John comienza a relatar la breve historia, dejándose llevándose un poco, de tal forma que termina relatando un poco de todo: El incide del restaurante, su propuesta de matrimonio, su boda, teniendo cuidado de no soltar ningún detalle sobre su vida pasada.

— ¿Por qué elegiste la temática del siglo dieciocho para la propuesta de boda?

Pregunta Frances curiosa, aunque ama esa anécdota esa es un detalle que no logra entender, y su confusión aumenta aún más al ver la sonrisa enigmática en el rostro de su padre.

— Nos traía recuerdos...

Eso es todo lo que dice. Frances y Philip intercambian una mirada, este último se encoge de hombros.

— Vaya, mira la hora. — Observa John el reloj de pared. — Ya es tarde.

— ¿No podemos quedarnos un poco más?

— Estoy algo cansado, chicos...

Lo más jóvenes hacen un puchero, no quieren irse, quieren quedarse con su padre, presienten que si se van...

— ¿Podemos volver mañana por la tarde?

La pregunta toma de sorpresa a John, quién medita está considerando decir que no, pero termina por desistir ante los ojitos de su hija.

— No veo por qué no...

De seguro el mundo le da tiempo para una tarde con sus hijos. Sin embargo, mientras abre la puerta para sus hijos, el dolor en su pecho hace que ya no esté tan seguro.

— Nos vemos mañana, papá.

Se despide Frances. John siente culpa al oír lo esperanzada que suena.

— Adiós, niños.

Al cerrar la puerta John se encuentra la soledad y tranquilidad de su hogar, observa la espaciosa sala.

Da una vuelta por la casa, deteniéndose admirar cada foto colgada por las paredes de esta, algunas de él mismo, otras de sus hijos, otras de su esposo, otras de él junto a sus amigos.

Se encuentra a si mismo admirando la foto del día de su boda, al igual que casi todas las noches en realidad. Al hacerlo toda su historia se reproduce en su cabeza, desde que vio al joven y atrevido pelirrojo sentarse a su lado en aquel claro del bosque, su alocado romance en medio de una guerra, cómo un día en el trabajo volteó y se topó con un apuesto joven que, sin que lo supiera, era el amor de su vida.

"¿Quién iba a decirle a mi yo del pasado que aquel cliente era mi futuro esposo?"

Una risilla se le escapa para luego acariciar la foto.

— Debí haberte sacado más fotos...

Se lamenta con amargura. Siente que su vista se nubla, lo mejor será que se vaya a acostar.

Mientras sube las escaleras hacia su dormitorio, pasa por las habitaciones de Frances y Philip, las mira brevemente antes de entrar en su propia habitación y cerrar la puerta.

Luego de cambiarse se sienta en su cama, en silencio, para luego abrir el cajón de su mesa de noche.

Entre sus manos sostiene un sobre, el cual contiene una carta, es la carta más preciada para él pues Alexander se la entregó en sus últimos minutos de vida.

Tanto el sobre como la hoja están algo viejos, aún así John ha puesto todo su esfuerzo en conservar en buenas condiciones aquella carta. La lee todas las noches, la ha leído tanto que se sabe cada palabra de memoria, pero aún sonríe cada que ve la cuidada caligrafía de su esposo dando vida en papel a las que el pecoso recuerda como las verdaderas últimas palabras de Alexander.

Mi queridísimo John:

Disculpa lo anticuado de mi gesto. ¿Quién escribe cartas en pleno siglo veintiuno? Lo sé, pero teniendo en cuenta nuestra historia, lo consideré apropiado.

En el momento en que escribo esto, tú estas durmiendo a mi lado, te ves tan tranquilo. Juro que si pudiera tomar esa expresión de serenidad se la presentaría a los mismísimos ángeles en mi partida; pues no me queda mucho tiempo.

¿Por dónde empezar? ¿Por qué no por lo obvio? Nunca viene mal recordar el bello azul del cielo.

Te amo.

Lo hice en su momento y nunca, nunca he dejado de hacerlo. Te amé incluso antes de conocerte, John.

Te amo como Ícaro amó al Sol, demasiado.

He de admitir que más de una vez me pregunté a mí mismo "¿Por qué sigues tras él?" Pero si algo me has enseñado es que el amor no es cómo las matemáticas, no debemos tratar de "descifrarlo" ni tratar de entenderlo. Las personas no somos ecuaciones, somos mucho más complejos que las matemáticas. Tal vez si lo fuéramos, todo sería más simple pero, sin duda, mucho menos divertido.

He de admitir, también, que hubo una vez en la que creí que mi corazón era libre de tus encantos, de tus sonrisas, que era totalmente indiferente a tus constantes cambios, que podía ser feliz sin ti. Creí poder verte campar a tus anchas balanceándote entre la vida y la muerte sin que me importara.

"Ve e intenta morir las veces que quieras, a ver a quien le importa"

Me equivoqué.

Aún recuerdo perfectamente las últimas palabras de tu última carta, recuerdo cada palabra.

«Adiós, mi querido amigo; mientras que las circunstancias colocan una distancia tan grande entre nosotros, te suplico que no retires el consuelo de tus cartas. Conoces los sentimientos inalterables de tu afectuoso Laurens»

No voy a mentirte, no fingiré únicamente haber tenido ojos para ti. Tuve a más personas en aquella vida, no voy a negarlo y se qué tu también, sé que no fui la única persona a la que amaste. Tuve otras amantes, con las que al ver que no había ninguna respuesta por su parte, decidí rendirme. Pero contigo no, no quería rendirme contigo John, eso fue algo que descubrí al leer ese pequeño párrafo que logró pintar mi interior de colores que creí extintos ya.

Tú fuiste, eres y serás, especial. Fuiste la persona por la que más lágrimas derramé, la persona cuyo nombre más pronuncié en suspiros llenos de amor y en arranques de rabia. Fuiste la persona por la que más sufrí.

Al leer esa carta, por primera vez en mucho tiempo, me sonrojé y logré identificar aquel particular latido contra mi pecho. En ese momento me di cuenta -con un ligero horror, no mentiré- que nunca dejé de amarte, que así seas el hombre más frío y complicado del mundo, en tu terquedad, jamás me devolverías esa pequeña parte de mí que me arrebataste. Entendí que estaba y estaré condenado a amarte siempre.

En ese momento entendí que siempre sería tuyo.

Entendí que necesitaba verte, necesitaba tenerte junto a mí en el Congreso, en mi vida. Por eso, en un acto de egoísmo sin la más mínima importancia por mi esposa y la tuya -quién en ese momento ya se encontraba descansando en paz aunque yo no lo supiera- te pedí venir junto a mí, te pedí volver. Sabía perfectamente lo que haría al verte, te besaría, te abrazaría sin importarme nada ni nadie más, demostrando que sólo pienso en mí y en mi felicidad pero ¿Qué puedo decir? Sacas mi lado más egoísta, ese lado mío inunda todo mi ser y sólo puedo pensar en estar a tu lado.

Disculpa mi atrevimiento, me atrevo a decir que te he amado más que nadie en el mundo, ergo, fui quién más llegó a sufrir por ti porque eso es el amor, sufrimiento, el sufrimiento más humano posible. Un sufrimiento que te recuerda que eres humano eso sucedió conmigo

Cuando leí esa carta, felizmente, acepté la hermosa condena que la vida me dio, acepté que siempre iba a amarte y que nunca dejaría de hacerlo, y te lo comuniqué en esa carta con dos simples palabras.

Por desgracia en el momento en que me percaté de aquél hecho, tu sueño se volvió realidad y no leíste aquella breve pero sincera carta.

Ahora mismo te acabas de susurrar mi nombre entre sueños, lo que me hace increíblemente feliz a la vez que me llena de tristeza. Yo, mejor que nadie, se el dolor por el que pasarás con mi partida.

Con tu muerte, lo que más me dolió no fue sólo el saber que no volvería a verte ni a oírte, lo que más me dañó fue darme cuenta de que contigo te llevaste un trozo de mi corazón y que una parte de mi siempre quedaría vacía. Me sentía, ya no cómo un Sol que convertía la oscuridad en luz, sino cómo una estrella que intentaba iluminar con luz artificial aunque sea un pedazo de noche.

Pero lo más doloroso fue, que no pude decirte adiós, no pude despedirme de ti. Pese a que las palabras suelen ser mis amigas, cuándo se trata de mis sentimientos... tengo problemas para ponerlos en papel... no soy muy bueno. Pero aún así me hubiera gustado poder despedirme de ti, poder elegir las últimas palabras que te diría.

Sin embargo la vida nos dio una segunda oportunidad, mí querido -Jack- John.

Nos volvimos a encontrar y aún recuerdo esa felicidad inexplicable al verte, esa sensación de haber encontrado algo que perdí hace mucho, de sentir que, por primera vez, estaba completo. No lo entendía en ese momento, no entendía que era tuyo.

Aún cuándo no te recordaba, aún sin saberlo te amaba.

Agradezco enormemente a la vida haberme dado está segunda oportunidad, estando ya consiente de mis errores supe que no repetir para tener esa feliz vida contigo.

Agradezco que esta vez pueda despedirme de ti, recordándote lo mucho que te amo.

Nunca, jamás me arrepentí de amarte, cada vez que lloré por ti, cada vez que golpeaba una pared con rabia, todo eso no era más que evidencia de todo el amor que sentí, y siento, por ti. Amarte fue una de las montañas rusas más dolorosas que viví pero ¡Joder que lo valió!

En estos momentos y en los que me quedan sólo puedo agradecer por ambas vidas a tu lado y atesorar hasta el más pequeño recuerdo junto a ti.

Sé que estarás bien, lo sé, he aprendido que eres fuerte y si yo pude continuar mi vida valiéndome únicamente de tu recuerdo y otros seres queridos, se que tú sin duda podrás.

Por el momento, mi queridísimo John, viviré lo que me queda felizmente a tu lado.

Deseo que el destino me dé el privilegio de volver a encontrarme contigo, de volver a enamorarme de ti, de volver a tener un "primer beso" contigo. Aún si no lo recuerdo, sabré que pertenezco a tus brazos.

Rogaré con cada latido de mi corazón a quien sea que este sobre nosotros, sea algún dios o una fuerza sin nombre, que me obligue a cumplir mi promesa de "ser siempre tuyo"

Me despido, mi amor, recordándote que tú fuiste la primera persona a la que me entregué completamente. Asegurándote que te amé en la vida anterior, te ame en esta y en un millón de vidas más igual lo haré.

Espero volver a encontrarte, una tercera vez. No puedo prometerte un final feliz nuevamente pero hay algo que puedo hacer y lo plasmaré aquí y ahora: Juro que te amaré, te amaré infinitamente más que nadie en el mundo, te amaré más que cualquier persona que hayas conocido o que conocerás, te amaré más que Martha, más que William y más que ese tal Kinlonch.

Porque yo pongo el alma en cada palabra que escribo y con esas dos simples palabras con las que firmé esa última carta para ti, amarré mi alma a la tuya antes que a la de nadie más y lo volveré a hacer.

Adieu, mi mejor amigo, mi esposo, mi amante, mi cómplice en lo que en su momento fue un crimen, mi amor.

Siempre tuyo.

Alexander Hamilton.

Para cuando termina de leer la carta se percata del par de lágrimas al final de la hoja.

— Joder, lo he vuelto a hacer. — Se lamenta con una sonrisa mientras limpia sus ojos. — A este paso terminaré arruinando la carta yo solo.

No es su culpa, es que cada vez que lee aquella carta, se imagina a Alexander escribiéndola, pensando cada palabra con recelo... y termina soltando un par de lágrimas.

Da un beso a la carta antes de guardarla en el sobre, normalmente la devolvería al cajón para leerla la noche siguiente, pero esta vez la deja sobre la almohada, a su lado, reposando en la almohada que era ocupada por Alexander.

Luego de apagar la luz, con calma se arropa a sí mismo bajo las cobijas de su cama.

Con una sonrisa mira al techo.

"Lo siento hijos..."

John sonríe cada que tiene oportunidad ¿Y si no hay una oportunidad? Pues él mismo la crea, pues la vida no tiene sentido si solo es la espera de la muerte, un día sin una sonrisa sincera es un día perdido.

Una vez más se deja envolver por los recuerdos, deja que estos lo arrastren como una corriente en el río le arrastraría de estar en el agua. Una corriente cálida y gentil.

Recuerda las palabras que le dijo a Alexander la tarde en que adoptaron a Philip y Frances mientras extiende su mano hacia el techo, como si quisiera alcanzar algo. Siente sus latidos volverse cada vez más lentos, más tranquilos.

— Voy a encontrarte; me enamoraré de ti nuevamente y te amaré con todo mi corazón...

Aunque su voz es débil, se repite esas palabras, tratando de grabar cada letra en su subconsciente, deseando que queden grabadas en su alma.

Sus párpados pesan, su interior se vuelve frío. Varios rostros cruzan su mente.

William, Lafayette, Hércules, Martha... Alexander.

Baja su mano, quedando está tendida sobre el colchón y cierra los ojos, la habitación se sume en un silencio sepulcral, al igual que toda la casa. El viento nocturno arrastró consigo sus últimas palabras.

John no despertó a la mañana siguiente.

[...]

Un lindo día de otoño, una joven pelinegra con ojos marrones vestida con una blusa rosa, un saco fino color rosa sobre esta y un jean de color negro, camina por el campus de la Universidad pisando las hojas de tonos rojizos junto a su amiga.

Alexandra Hamilton, ese era su nombre, aunque lo odia - en serio ¿En qué estaban pensando sus padres?- y por eso exige que todos los demás la llamen simplemente Alex; pero sea el nombre que tenga, ella que estaba destinada a grandes cosas.

Su madre la había abandonado pero ¿Eso le importa? ¡Para nada! Tiene a su padre junto a ella y su gran mente. Gracias a su inteligencia ha logrado conseguir una beca para la Universidad, pero este es solo el primer paso en su camino.

Dicen que la cima del mundo puede dar vértigo a quiénes no están listos para ella, pero ese no es el caso para la joven Hamilton, la cima lleva su nombre desde hace mucho tiempo.

Sin embargo hay algo que ha estado ocupando su mente últimamente, bueno, alguien.

— ¿Ahora quien te está ignorando?

Pregunta la joven Wendy Jackson y es que ella conocía perfectamente a su amiga, había muchas cosas que Alex no toleraba y una de ellas es ser ignorada.

Wendy y Alex se conocen desde hace un año, se conocieron en la cafetería de la Universidad. Wendy había derramado una bebida, por accidente, sobre Alex, quién, obviamente, se enojó.

En una situación normal Wendy se habría disculpado, sin embargo, había algo en esa chica que le invitaba a molestarla, por lo que eso hizo, asegurando que fue la propia Alex quién volcó la bebida sobre sí misma, cosa que enfureció a la de ojos marrones. Sin embargo aquel peculiar comienzo a la amistad entre ellas.

La de cabello negro hace un gesto hacia el otro extremo del campus, donde se halla un grupo de tres estudiantes, una joven de cabello negro, ojos marrones y piel morena; un muchacho con el cabello rubio oscuro y ojos color miel y, por último, una joven de cabello rizado recogido en una coleta alta atado con un lazo negro.

— ¿Cuál de todos es?

— La de rulos.

Responde mientras entre-cierra los ojos, mirando a dicho joven.

Los ojos verdes de Wendy se dirigen a dicha persona. Al estudiarla mejor logra ver un montón de pecas adornando su rostro, unos ojos verdes, unos labios sonrosadas curvados en una leve sonrisa mientras mira la hoja sobre la cual se haya dibujando, eso es todo lo que logra distinguir de ella a esta distancia, sin embargo, aquella chica parece tener un aura... familiar.

Alex continúa mirando fijamente a la joven de cabello enrulado. Ella odia que la ignoren y esa joven ya lo ha hecho un par de veces, la última vez que ocurrió fue en la biblioteca. Alex, le preguntó si tardaría mucho más con el libro que ella estaba leyendo ¡Y esa joven de cabello rizado la ignoró por completo! ¡Ni volteó a mirarla!

Alex se pregunta si aquella chica podría tener algo en su contra, no sería la primera persona a la que le caería mal sin haber hablado siquiera. Al ver que el muchacho rubio y la chica morena se marchan, presumiblemente solo un momento, pues dejaron sus cosas ahí; decide algo.

— ¿A dónde vas?

Pregunta Wendy al verla empezar a caminar.

— A ver cuál demonios es su problema. — Explica Alex. — Si quiere razones para odiarme, pues le daré motivos para ello.

Asegura confiada. Wendy pensaría en detenerla, sin embargo uno de los motivos por los que es amiga de Alex es divertido verla discutir con otras personas.

— Mientras no la termines golpeando, por mi bien

Una vez obtenido el permiso de la rubia, Alex se encamina hacia la joven de pelo rizado, con su paso firme como es costumbre en ella.

Para sorpresa de la joven a cada paso, siente su corazón acelerarse más y más, pero no está nerviosa, todo lo contrario, de hecho mientras más se acerca a esa joven se siente más y más... relajada.

Mientras más se acerca a la chica que continúa centrada en su dibujo, mejor puede apreciar sus facciones. Sus labios finos, su nariz pequeña y redondeada, sus cejas pobladas, sus iris verdes y sus cientos de pecas cubriendo cada rincón de su rostro. Su vestimenta también es bastante linda, una blusa color lila con lunares blancos y una falda color gris.

Al estar frente a la chica, que aún no se ha percatado de su presencia, Alex cree que tal vez ha exagerado, parece una chica dulce -su apariencia sin duda lo es, tal vez eso sea lo que le ha ablandado a la de ojos marrones- tal vez puedan llevarse bien.

— Ehm... hola. — Saluda luego de aclararse la garganta. — No sé si me recordaras, soy Alex, nos hemos visto un par de veces y...

Se detiene al ver que la chica de pecas sigue dibujando, sin prestarle la más mínima atención.

— ¡Ejem!

Alex emite un fuerte carraspeo para atraer su atención, cosa que no da resultado, lo que le enfada aún más. Ella viene con toda su buena voluntad a entablar una conversación y ¿Que obtiene? ¡Indiferencia!

— ¡Oye! — Harta de esperar, le arrebata el cuaderno a la contraria. — ¡Te estoy hablando!

Esa acción logra atraer la atención de la chica, quién, aún así, tiene el descaro de portar una expresión confundida. ¡Cómo si no le hubiera oído!

— ¿Puedo preguntar por qué...? — Alex interrumpe su pregunta cuando siente un golpe en su nuca, exclamando una maldición del dolor voltea para ver al responsable de aquella acción, se topa con el mismo joven de cabello rubio que estaba acompañando a la chica antes, la verdad no se ve nada feliz. — ¿Qué mier...?

— ¡Deja a mi amiga en paz!

Exclama el chico mientras le arrebata el cuaderno. Dicho esto se acerca de nuevo a la joven de ojos verdes a devolver dicho objeto.

— ¿Puedo preguntar qué pasa aquí?

Esta vez quien habla es la joven de piel morena y ahora que ha hablado, Alex logra distinguir un acento francés en ella.

— Bueno... — Alex balbucea un momento, sintiéndose nerviosa. — M-me acerqué a hablar con ella un minuto pero... parecía no oírme y... creo que me enojé un poco.

— ¿Solo un poco? — Inquiere la francesa con una sonrisa. — Aunque veo difícil que haya podido oírte.

Mientras habla hace un gesto hacia la ojiverde, cuando Alex la ve, nota los gestos con su mano que está haciendo, los cuales logran identificar como lenguaje de señas.

— Oh, no me digas que es...

— ¿Sorda? — Termina su oración el chico rubio mientras se acerca a Alex. — ¿Hasta ahora lo notas?

— Max, cálmate. — Pide la de acento francés. — Estoy seguro de que ella no lo sabía.

— E-es verdad, n-no lo sabía. — Se apresura en aclararse Alex, sintiendo la culpa crecer en su pecho. — L-lo siento, lo siento mucho.

Max estudia a la chica de cabello negro, como si estuviera juzgándola -cosa que está haciendo, en realidad- normalmente no confiaría en una chica a la que encontró gritando a su amiga... sin embargo la chica de verdad luce arrepentida, además... algo le dice que es buena persona.

— Bueno, un error lo comete cualquiera...

Dice finalmente el muchacho, para alivio de Alex, quién luego dirige su vista hacia la castaña de pecas.

La joven de ojos verdes estudia a la chica frente a ella, luego dirige la vista a su amiga Lafayette, quien con unos gestos en lenguaje de señas le explica la situación, luego vuelve a ver a la chica, quien de verdad luce apenada, arrepentida y avergonzada por sus acciones. Incluso aunque no pueda oírla, sabe que está arrepentida. Hace unos gestos hacia Lafayette para que esta los traduzca.

— Dice que está todo bien.

Asegura la francesa con una sonrisa, Alex siente su alma volver a su cuerpo.

— Gracias...

Aquella joven luce aliviada, cosa que pinta una sonrisa en la joven de pecas, aquella chica parece una buena chica, le hubiera gustado conocerla un poco más, sin embargo pronto daría inicio su siguiente clase, por lo que ella junto con Max y Lafayette debieron irse a su salón.

Alex ve a la chica de pecas marcharse, sintiéndose miserable y aún algo culpable.

"Sabía que mi boca me terminaría metiendo en un lío algún día"

Piensa para sí misma mientras regresa con Wendy.

— ¿Qué sucedió ahí? Desde aquí la cosa se veía algo fea.

— ¿Y por qué no te acercaste a ayudarme? — La de ojos verdes se encoge de hombros. — Gracias...

No muy orgullosa, Alex procede a explicarle lo sucedido a su amiga, quién la escucha atenta mientras siente bastante vergüenza ajena por lo sucedido a su amiga.

— Solo a ti pueden pasarte esas cosas, Alex. Cambiando de tema... ¿Crees que tenga oportunidad con aquel chico rubio?

— ¿En serio?

Pregunta la de pelo negro indignada, Wendy vuelve a encogerse de hombros, esta vez con una sonrisa de lado. Alex cree que la rubia debería patentar aquel gesto.

Mientras vuelve a su salón de clases, Alex no logra sacarse de la mente el rostro de aquella joven de pecas; ni su gentil sonrisa...

"Mierda, ni me aprendí su nombre"

La última vez que vio a esa chica fue en la biblioteca de la Universidad hace un par de días, tal vez, si tiene suerte, hoy la encuentre ahí nuevamente.

Se detiene en seco, sorprendida misma por este hilo de pensamiento ¿Por qué le importa tanto eso? Ya se disculpó y todo quedó bien, solo una anécdota vergonzosa entonces ¿Por qué darle más vueltas? ¿Por qué quiere volver a ver a la chica de las pecas?

"Porque no llegué a disculparme de verdad"

Se responde a sí misma, si, es por eso, debe ser por eso. Después de clases se dirigirá a la biblioteca a zanjar este asunto.

[...]

Aunque sus ojos verdes estudian atentos cada palabra del libro, su mente está en las nubes prácticamente.

La joven de pecas no logra sacarse de la cabeza a aquella chica de cabello negro con la que se cruzó hoy, un encuentro efímero ciertamente, pero aún así... Esos ojos color chocolate, esa tez bronceada, aquel cabello negro cayendo cual cascada.

Un repentino sentimiento de nostalgia la golpea de repente ante esa descripción, sin saber porque siente sus ojos llenarse de lágrimas y un deseo de volver a ver a esa joven le golpea el pecho, aunque no entiende por qué.

Un par de suaves toques en su hombro la distraen, voltea hacia atrás y grande es su sorpresa al ver a la misma joven que vio más temprano ese mismo día, siente sus mejillas enrojecer ante el pensamiento de que tal vez haya oído sus pensamientos, aunque sabe que eso es imposible.

El ver a la chica de pecas reaccionar tan nerviosa ante su presencia, hace sentir algo mal a Alexander, no creerá que volverá a gritarle ¿Verdad?

La pelinegra se apresura en saludar para luego señalar la silla junto a la castaña con su sonrisa más gentil, preguntando de esta forma si puede sentarse a su lado, recibiendo un asentimiento por respuesta.

Luego de ver a la joven sentarse a su lado, frente a los ojos verdes de la castaña, esta saca su cuaderno y lo coloca sobre la mesa, deslizándolo hacia la contraria, quién distingue algo escrito en tinta rosa en una de las hojas.

« ¿Me recuerdas? Soy la tonta de más temprano, tranquila, no vine a gritarte de nuevo»

En los labios de la joven de pecas aparece una sonrisa, la cual se ensancha al ver que tenía esa nota preparada de antes, pues no la vio escribirla cuando se sentó. Toma un bolígrafo color violeta de su mochila y escribe bajo la nota de tinta rosa.

«Sip, te recuerdo. No te preocupes, de seguro aunque me gritaras no me molestaría, imagino que ya sabes porque»

Alex sonríe al ver que esa joven tiene sentido del humor, toma su bolígrafo rosa y escribe bajo el pequeño texto.

«Por cierto, me llamo Alex, creo que no llegué a decirlo»

"Alex..."

Debe ser un apodo, sin duda pero aún así genera un sentimiento peculiar en la ojiverde, al igual que esa prolija y cuidada caligrafía.

«Un gusto, yo soy Jane. Por cierto me gusta tu letra. »

Las mejillas de Alex son carcomidas por un intenso sonrojo al leer eso, un cumplido simple y desinteresado, ni siquiera fue a ella directamente, sino a su letra; pero aún así logró ponerla nerviosa.

«Gracias. A propósito, creo que te debo una disculpa por lo de hoy.»

«Creí que ya me las habías dado»

«Pues sí, pero no una en condiciones»

Jane levanta la vista hacia Alex, quién de nuevo porta esa expresión de culpa, se apresura en escribir.

«No pasa nada, ese tipo de cosas me pasan bastante seguido. Una vez, un chico que pretendía invitarme a salir sin haberme hablado antes me dedicó una canción con su guitarra, fue bastante incómodo cuando mis amigos se lo dijeron.»

Alex suelta una risita al leer eso, pero esta se ve apagada cuando se da cuenta de algo. Al no poder oír, de seguro Jane lo tuvo bastante difícil en muchas cosas, relaciones, amistades y estudios. Aparentemente los dos amigos con los que estaba aquel día saben lenguaje de señas, pero los que no...

Mira a la chica de pecas a los ojos, y siente que se pierde en ellos. Esos ojos verdes con un iris de misterio, por unos segundos ve las siluetas de una historia en aquellos orbes verdes color esmeralda, una historia que la atrapa, que la intriga, que siente que la engatusa, que se le hace familiar.

Quiere saber aquella historia.

« ¿Puedo pedirte algo?»

Aquella pregunta llama la atención de Jane.

«Dime.»

« ¿Me enseñarías lenguaje de señas?»

Esa petición toma aún más de sorpresa a Jane, quién mira a la contraria, esta luce seria. La ojiverde se apresura en escribir su respuesta, aunque está fuera una pregunta en realidad.

« ¿Lo haces por lo de hoy? No tienes porque, de ver...»

Jane pretendía seguir escribiendo, sin embargo Alex, al ver lo que estaba escribiendo, la detiene tomando su mano.

En aquel preciso momento, en el que sus manos se tocan una corriente eléctrica recorre el cuerpo de ambas, a la vez que una sensación cálida les recorre a ambas. Es un sentimiento raro, como el de estar completas al fin, como de encontrar algo perdido.

Alex es quien aparta su mano, avergonzada, se apresura en escribir su respuesta, mientras se pregunta mentalmente que rayos fue eso.

«No lo hago porque me sienta culpable, lo hago porque, siendo sincera, algo en ti me incita a conocerte. Pareces una buena persona, además de interesante, siento que... me gustaría conocerte»

Aquel simple pero sincero mensaje tiñe de un tono aterciopelado las mejillas de Jane, quién no se atreve a ver a Alex; es su lugar lleva su mano hasta su pecho, esas palabras, esta sensación... todo esto es tan familiar.

Sin saber porque está feliz, sin saber porque todo esto le alegra, sin saber porque todo esto le es familiar, sin saber porque... siente que estaba escrito en alguna parte que hoy conociera a Alex.

«Encantada te enseño, Alex»

Escribe con tinta violeta, llenando un espacio más en el cuaderno y en la alegría de la joven pelinegra, quién se pierde en la amable sonrisa de Jane.

Una sensación de tranquilidad inunda a la pelinegra, siente que acaba de encontrar algo importante, alguien que terminará significando mucho para ella.

Sin que ninguna lo supiera, al menos de momento, dos almas que se prometieron ser siempre la una de la otra se volvieron a encontrar, manteniendo una promesa más antigua que la vida de las propias jóvenes sentadas en esa biblioteca intercambiando notas.

Alex ya tiene decidido que será lo primero que le preguntará a Jane cuando aprenda lenguaje de señas, no sabe porque se le vino eso a la mente pero siente que debe hacerle esa pregunta a la castaña.

« ¿Alguna vez has tenido esa sensación de déjà vu?»

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top