𝗖𝗮𝗽𝗶𝘁𝘂𝗹𝗼 𝟯: 𝗕𝗿𝗼𝗺𝗮𝘀 𝗲𝗻 𝘂𝗻 𝗿𝗼𝘁𝗼 𝗰𝗼𝗿𝗮𝘇𝗼́𝗻










— Hola, Sigma, no te había visto desde hace mucho tiempo. —Dazai, suspendido en un árbol, lo observaba con esa sonrisa inconfundible, la misma que siempre usaba para enmascarar sus pensamientos más profundos. Su risa resonó lejana, como una melodía incompleta.

— Dazai, tú siempre tan impredecible, ¿cómo te vas a bajar? —La voz de Sigma era un susurro tenso, casi como si ya supiera que la respuesta no sería simple.

— Ay, no lo sé. ¿No te gustaría salvarme? —Dazai lanzó la indirecta con esa expresión traviesa que, a pesar de todo, parecía sincera. Como si todo fuera un juego, pero también algo más.

— Pues, deberías pedir un superhéroe que sí sepa lo que hace. —Sigma miró hacia el cielo, evitando la mirada de Dazai. ¿Cómo podía un corazón tan lleno de heridas seguir latiendo con tanta indiferencia ante todo lo que estaba sucediendo?

— ¿Por qué? —La pregunta simple, pero cargada de algo pesado que Sigma no alcanzaba a entender.

— Porque no es suficiente mi presencia para salvarte de ahí, Dazai. Lo siento. —Dijo, y sus palabras cayeron como una piedra en un lago profundo, pero sin ondas. La verdad, hiriente y callada, permaneció ahí, suspendida en el aire.

Dazai, sin embargo, no se inmutó. Miró a Sigma fijamente, con esa intensidad que no dejaba espacio a las dudas.

— ¿Y si te dijera que no quiero salvarte? Solo quiero que sigas siendo tú. Que sigas siendo tan... imperfecto como eres.

La sinceridad detrás de esas palabras caló hondo en Sigma. Fue como si todo el peso del mundo se desvaneciera por un segundo, solo para ser reemplazado por una verdad pura. Dazai no decía eso para hacerle sentir bien. No lo decía porque fuera algo que debiera decir. Lo decía porque lo sentía. Porque, en ese momento, el alma de Sigma se vio reflejada en esos ojos llenos de sombras y luz.

Pero Sigma no estaba listo para esa revelación. No podía estarlo. Y se apartó, aunque no de una manera fría. Fue más bien un gesto de auto-defensa, como si su corazón estuviera demasiado roto como para aceptar algo tan crudo y sincero.

— No soy tan especial. Solo un corazón roto. —Las palabras se escaparon de sus labios como un suspiro ahogado, como si fuera lo único que quedaba de él.

Dazai no dijo nada al principio. Solo se acercó. Sus pasos, ligeros como si flotara, le permitieron inclinarse hasta quedar a la altura de Sigma, quien, incapaz de mirar hacia arriba, sintió la cercanía de Dazai como una caricia en el aire. Y luego, la voz de Dazai, suave, en un susurro lleno de intención:

— A veces, los corazones rotos son los más hermosos, Sigma. Pero debes dejar de esconderte detrás de las bromas.

Las palabras, suaves pero penetrantes, llegaron a lo más profundo de su ser. Un dolor familiar, pero distinto, despertó en el interior de Sigma, y aunque no curaron nada, algo comenzó a cambiar. En ese momento, Dazai no era la distracción, ni el juego, ni la mentira. Era la verdad, desnuda y sin adornos.

Y aunque Sigma no estaba listo para aceptar esa verdad, algo en él comenzó a desmoronarse, lentamente. Como si, tal vez, por primera vez en mucho tiempo, alguien lo viera de verdad. No el Sigma que fingía sonrisas, no el Sigma que se escondía detrás de su propio muro de ironías. Sino al verdadero Sigma, herido, roto, pero genuino.

Tal vez, solo tal vez, podría aprender a sanar.

El parque estaba envuelto en el murmullo de las hojas que danzaban con la brisa y el distante eco de risas infantiles. Sentados en un banco de madera, Dazai y Sigma parecían dos piezas de un rompecabezas que nunca encajaría del todo. Dazai se balanceaba ligeramente hacia adelante, con la despreocupación de quien lleva todo el peso del mundo como una broma privada. Sigma, en cambio, miraba sus propias manos, inquieto, atrapado en un torbellino que solo él entendía.

— Por cierto, ¿está todo bien? —preguntó Dazai con su tono usual, una mezcla de burla y sincera curiosidad. Su mirada era afilada, más allá de las bromas. — Siempre que te veo, siento que algo malo pasa contigo.

Sigma alzó la vista, desconcertado, aunque intentando disimular.

— Eh, pues no, estoy muy bien, Dazai. No sé por qué piensas eso.

Dazai inclinó la cabeza, sonriendo como un gato que acaba de descubrir un ratón torpe.

— Es sencillo. Una vez fui al casino y vi cómo un niño te tiraba un dado a la cara repetidas veces. Tú estabas completamente absorto, como si algo muy grande te preocupara.

Sigma soltó una risa nerviosa.

— Vaya, eres bastante perspicaz, Dazai.

— Lo sé, no hay otro como yo.

Sigma dejó escapar una leve sonrisa.

— Pff, Dazai, ya basta. Eres un idiota encantador.

— Y este idiota encantador sabe lo que pasa, más o menos. Bueno, en realidad, Ranpo me lo dijo con su famosa “ultradeducción”.

Sigma parpadeó, sorprendido.

— No puede ser. ¿Tan malo soy disimulando?

Dazai se encogió de hombros con dramatismo exagerado.

— Sí. Según Ranpo, Fyodor y tú están saliendo, pero te engaña con Nikolai. Yo solo deduje la mitad.

Sigma sintió un nudo en la garganta. Era curioso cómo escuchar en voz alta algo que ya sabías podía doler aún más.

— Vaya, ya veo por qué Ranpo presume por media Yokohama su habilidad. Y bien, ya lo sabes.

Dazai se enderezó en el banco, su expresión convirtiéndose en algo que se asemejaba a la seriedad.

— Tengo un plan para que termines esa relación.

Sigma alzó una ceja.

— ¿Y cómo llamarías a nuestro plan? —preguntó, intentando mantener un tono ligero.

— Es simple: “Simplemente Dazai”. —Dazai sonrió como si acabara de descifrar el sentido de la vida.

Sigma lo miró en silencio por un momento, incapaz de contenerse.

— Ese fue el peor chiste que he escuchado en mi vida.

Dazai fingió ofenderse, llevándose la mano al pecho con dramatismo.

— ¿Peor que “pobre cosita fea”? —respondió, sacando un violín imaginario y simulando tocarlo con trágico entusiasmo.

Sigma no pudo evitar soltar una carcajada.

— Pff, en serio. Tus chistes son malos, pero gracias, Dazai. Esto lo tengo que arreglar yo.

Dazai sonrió, satisfecho.

— Eso, Sigma. Impotente frente al idiota de Fyodor, pero con espíritu. Tú puedes.

Sigma lo miró de reojo, pero en su interior, un pequeño rayo de esperanza se había encendido. Tal vez, solo tal vez, podría encontrar la manera de corregir aquel error en la ecuación de su vida.

—No me llames impotente, idiota encantador —respondió Sigma, entrecerrando los ojos, pero su sonrisa traicionaba el enfado.

Dazai contemplaba el rostro de Sigma, como si buscara en sus expresiones algo más allá de lo visible. Había algo fascinante en la forma en que sus emociones se reflejaban en su mirada, una mezcla de vulnerabilidad y fortaleza que lo intrigaba. No era frecuente que alguien lograra captar su atención de esa manera, pero Sigma lo hacía, incluso sin intentarlo.

A Dazai le gustaba verlo cada que podía, no porque necesitara hacerlo, sino porque encontraba una calma extraña en esos instantes. Era como mirar una obra de arte que no terminaba de descifrar, pero cuya belleza radicaba precisamente en ese misterio.

— ¡Dazai! ¡Idiota, no te escapes del trabajo! — Kunikida apareció de repente, su voz firme y llena de irritación, mientras se agachaba para levantar a Dazai, que estaba completamente noqueado, y lo arrastraba por el parque.

Dazai, con los ojos cerrados, solo emitió un sonido incomprensible y una sonrisa tonta en su rostro.

— Oh, Kunikida, te extrañé... — murmuró, apenas consciente, y con su voz arrastrada por el golpe que acababa de recibir.

Kunikida, con un suspiro de frustración, lo sacudió ligeramente.

— ¡No es momento para bromas! — gruñó, pero la irritación en su voz se mezclaba con algo más, algo que solo Dazai parecía entender. El contraste entre su actitud severa y la suavidad con que trataba a Dazai no pasaba desapercibido.

Sigma observaba la escena, su mirada no podía evitar ser cautivada por la relación entre ambos. Había algo que le parecía curioso y hasta un poco entrañable en su dinámica: Kunikida tan estricto, y Dazai tan relajado y... idiota.

Una ligera sonrisa apareció en los labios de Sigma, que no pudo evitar compararlo con la tensa relación que él mismo había vivido.

— Dazai... incluso en este estado, sigues siendo más agradable que Fyodor — pensó, con un leve suspiro.

La situación de Sigma era mucho más complicada, llena de mentiras y emociones difíciles de procesar. Y por un momento, mirando a Kunikida y Dazai, pensó que tal vez todo podría ser más sencillo de lo que parecía. Sin secretos, sin engaños.

— Aunque el infierno te esté persiguiendo, sigues con la misma energía. Qué raro, ¿verdad? — Sigma murmuró para sí mismo, dejando escapar una ligera risa amarga, mientras observaba cómo Kunikida, sin dejar de gruñir, cargaba a Dazai en dirección al trabajo.

Dazai se encontraba inclinado sobre la mesa, una lámpara tenue iluminaba su rostro mientras sus dedos jugueteaban con la pluma, trazando palabras con delicadeza sobre el papel. Su lengua, curiosa y ligeramente asomada, reflejaba la concentración que dedicaba a cada carta. Como si estuviera dibujando una obra maestra, pero en lugar de tinta, lo que dejaba en el papel era su cariño, ese que no podía expresar de otra manera.

Sabía que Sigma no celebraba su cumpleaños. Sabía que su mundo estaba gobernado por una sombra que lo controlaba, que le prohibía la alegría y lo sumía en una rutina de silencio y pasividad. Y, sin embargo, Dazai no podía dejar de escribir. Cada letra era un susurro suave, una declaración disfrazada, como si al hacerlo, pudiera robarle un pedazo de felicidad a la vida de Sigma.

"Te quiero", escribió en la primera tarjeta. Las palabras eran simples, pero el peso que llevaban en su interior era innegable. Lo decía sin decirlo, porque sabía que era lo que Sigma necesitaba, aunque nunca lo pudiera admitir.

La pluma se deslizaba sobre el papel con una suavidad cautelosa, como si temiera que la más mínima vibración pudiera destruir ese frágil momento de intimidad. La luz amarilla de la lámpara reflejaba su rostro cansado, pero también su ternura, esa que intentaba esconder bajo su fachada de despreocupación. Pero aquí, en este pequeño rincón apartado del mundo, Dazai era solo un hombre que deseaba hacer sentir menos solitario a otro, aunque sus propios sentimientos estuvieran encadenados a las sombras de una relación tóxica.

Se detuvo un momento, mirando las cartas apiladas sobre la mesa. Sabía que estas palabras nunca llegarían a Sigma de la manera que él deseaba. La distancia que los separaba no solo era física, sino emocional. Pero al menos, en ese pequeño acto, podía ofrecer algo. Algo que Fyodor le había robado: libertad.

Con una sonrisa casi imperceptible, Dazai susurró en voz baja, como si hablar consigo mismo pudiera aliviar el peso de su corazón. —Te quiero, Sigma. Aunque no pueda decírtelo en voz alta—.

Dazai se escurrió en silencio por los pasillos, con una mirada traviesa en sus ojos. Con su habitual aire de misterio, entró a una de las oficinas del cuartel, donde encontró el disfraz perfecto: una chaqueta gris, un sombrero algo grande y, lo más importante, un bigote falso que colgaba cómicamente sobre su labio superior. Se lo ajustó con una sonrisa, disfrutando de su propia idea.

— Hoy, Kunikida, hoy va a ser un buen día —murmuró para sí mismo mientras se preparaba para la broma.

Con el disfraz de cartero completamente puesto, Dazai avanzó hacia la oficina de Kunikida con pasos exageradamente solemnes. Cuando llegó a la puerta, la abrió con la mayor pompa posible y llamó con una voz grave y ceremonial:

— ¡Kunikida! El presidente me ha enviado a hacer un encargo muy importante, su carta ha llegado.

Kunikida levantó la vista desde su escritorio, frunciendo el ceño al ver al "cartero" de bigote ridículo.

— Eh, ¿A usted lo conozco? —preguntó, fijando su mirada en Dazai, que trataba de disimular el brillo de diversión en sus ojos.

— ¡No, mi buen señor! —respondió Dazai, de manera completamente seria, mientras estiraba el sobre hacia Kunikida. — Una carta muy importante para usted.

Kunikida lo miró con desconfianza, pero, como siempre, aceptó la carta, sin saber que dentro estaba la trampa que Dazai había preparado.

Dazai sonrió por dentro. Mientras Kunikida abría el sobre, él se hacía a un lado, observando con disimulo. El momento llegó: en cuanto Kunikida leyó las primeras palabras, el somnífero hizo efecto y su cuerpo se desplomó sobre el escritorio, con un pesado suspiro.

— ¡Perfecto! —exclamó Dazai en un susurro, totalmente satisfecho. — Entrega completada.

Cuando Dazai salió corriendo del despacho, con una sonrisa burlona en su rostro, se dio cuenta de que la carta había volado del buzón antes de ser entregada. La brisa juguetona había soplado con fuerza, y la carta, como una hoja al viento, volaba por los pasillos del cuartel.

— ¡Nooo! ¡Espera, maldita carta! —gritó Dazai, saltando hacia adelante en un intento de atraparla. Pero la carta seguía danzando en el aire, como si tuviera vida propia, esquivando sus manos cada vez que intentaba apresarla.

La persecución era todo un espectáculo: Dazai saltaba de un lado a otro, haciendo movimientos absurdos mientras corría a lo largo del pasillo. Su sombrero caía al suelo, pero él no se detenía, ni siquiera para recuperar su falso bigote que se había despegado de su rostro.

— ¡No me escaparás! —exclamó, tropezando y casi cayendo, pero siempre logrando mantener el equilibrio justo a tiempo.

La carta volaba, girando en el aire, haciéndolo ir de un extremo del cuartel a otro. Dazai giraba en círculos y saltaba por encima de los muebles, mientras intentaba atraparla con los dedos, fallando una y otra vez. Finalmente, con una última zancada, estiró su brazo y, con una gran sonrisa de triunfo, logró atrapar la carta en el aire.

— ¡Sí! ¡Lo conseguí! —celebró Dazai, sosteniendo la carta con ambas manos como si hubiera ganado un trofeo.

Con la carta finalmente asegurada, Dazai la metió rápidamente en el buzón con una expresión de satisfacción, antes de dar un par de saltitos de alegría. No pudo evitar reírse mientras observaba cómo la carta, al fin, encontraba su destino.

— ¡Entrega completada! —anunció, como si estuviera realizando una misión de gran importancia.

Y con una última mirada hacia el pasillo desordenado y la brisa que todavía hacía volar algunos papeles, Dazai se dio la vuelta y salió del cuartel, dejando atrás el caos que acababa de causar, pero sin dejar de sonreír.

















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