1.2
Sometimes, you're a stranger in my bed
Don't know if you love me or you want me dead
Push me away, push me away
Then beg me to stay, beg me to stay, yeah
Muchas veces —la mayoría—, el descaro de Chuuya no tenía límites. Nunca se mostraba avergonzado, ni inseguro. Siempre iba con la cabeza alta, una sonrisa arrogante en su rostro, sabiéndose rey de su propio juego.
Otras, Dazai notaba en sus ojos el ligero brillo de duda. De miedo. De tristeza. De dolor.
Sobre todo después de una ronda de sexo en la que tan solo habían cruzado cinco palabras. Esas veces en las que Chuuya fumaba un cigarrillo —lo cual hacía solo cuando estaba nervioso—.
Ese era uno de esos días.
El humo salió de sus labios mientras su otra mano tecleaba algo en su móvil.
—¿Pasa algo? —se apoyó en su codo, mirándole mientras Chuuya seguía tecleando.
Había veces en las que la mirada azul de su amante podía dar miedo. Se volvía afilada, amenazante, como si su siguiente movimiento fuera cortarle el cuello con un ligero giro de muñeca. Eso casi siempre hacía reír a Dazai, puesto que le fascinaba sentir la adrenalina que le provocaba el peligro. Sobre todo un peligro de hermosos ojos azules.
Chuuya siempre jugaba con él, pero si habían mantenido tanto esa relación era porque Dazai también sabía jugar y le gustaba hacerlo.
No despegaron la mirada del otro por un largo momento, casi interminable, hasta que Dazai sustituyó el contacto visual por uno más físico, estirándose para besar el cuello del pelirrojo.
También había veces, sobre todo noches como esas en las que no habían planeado que nada de eso ocurriese, en las que Chuuya rehuía de él. Interponiendo una mano entre ambos era suficiente para saber que no quería que Dazai se acercase más.
Normalmente esa era la señal que Dazai tenía para irse. Nunca preguntaba las razones, pero aunque lo hiciese sabía que no iba a tener respuestas sinceras.
Chuuya era un completo desconocido para Dazai. No sabía dónde vivía, en qué trabajaba o si tenía familia. Un buen día apareció en su vida para desarmarlo pedazo a pedazo, lentamente, hasta hacerse imprescindible para él.
Siempre era Dazai quien buscaba a Chuuya, pero nunca le encontraría si este no quería ser encontrado. Nunca vería a Chuuya si no quería ser visto.
Y Chuuya sabía que le necesitaba, porque se había vuelto adicto a él. Si en algún momento Chuuya le necesitase, no tendría que hacer más que chasquear sus dedos y estaría ahí para él.
Dazai odiaba ser manipulado de esa manera, pero no podía evitarlo. Sus ojos, su risa, sus besos, sus caricias eran suficiente para someterle a su voluntad.
Y normalmente la señal de Dazai para irse era el rechazo de Chuuya a que le tocase. Pero no siempre era así.
Había veces en las que era Chuuya el que se iba. Le pedía que se quedase en la habitación de hotel en la que estuvieran y recogía sus cosas, marchándose tan elegante y fugaz como siempre llegaba a su vida.
Y Dazai no preguntaba, porque no obtendría respuestas, pero esa noche un pequeño papel quedó oculto en la almohada en la que antes había estado Chuuya. Tan pequeño que por poco no lo veía, pero tenía la costumbre de observar siempre a su alrededor.
Era un número. Un número de teléfono apuntado con prisa, la tinta negra manchando gran parte del papel.
Tomó su móvil, mirando la hora —cinco y media de la madrugada— junto a las llamadas perdidas que tenía y suspiró. Tendría que dar explicaciones al regresar a su casa, algo de lo que estaba muy harto, pero que no podría evitar.
En cuanto apuntó el número de teléfono, lo guardó con una simple «C» en su teléfono y tomó su mechero, el mismo que Chuuya había estado usando.
El papel se quemó delante de sus ojos, el fuego mezclándose con los primeros rayos de sol del último día de marzo que empezaban a colarse en la habitación.
El humo le acarició el rostro, se coló en lo más profundo de sus pulmones, y se desvaneció con el amanecer de Yokohama.
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