𝗜𝗜𝗜. 𝗭𝗼𝗿𝗼.

DÍA 3. SWORDS IN THE WIND.

Zoro x Manowar

El cielo convulsionaba con el humo y el fuego de la hoguera. En aquel yermo oscuro, la luz de la llama titilaba y dibujaba formas cambiantes. Pero no cambiaba los rostros de los supervivientes, allí de pie, mirando al fuego con tristeza.

La batalla había terminado, sí. Y a qué precio.

Con las espadas en mano, chorreando aún sangre, apuntaron sus filos al cielo. Querían darle un adiós a los caídos, aunque su muerte hubiese servido solo para dejar a unos pocos con vida, con una batalla perdida. Además de haberse quedado en un temeroso limbo, en el que ninguno de ellos imaginó estar. Las armaduras de todos ellos, ya no brillaban como antaño.

El joven del pelo verde se llevó la mano que le quedaba libre a su ojo izquierdo. Sangre encontró cuando la apartó y la miró, con el ojo que le quedaba sano. Había sobrevivido. Era uno de los guerreros que habían quedado en ese indeseable limbo en el que ningún soldado de su talla desearía estar. Qué sentido podía tener haber tomado parte en esa carnicería, para haber tenido ese final.

Miró a su alrededor, y a la cantidad de sepulturas que tendrían que dar. Resopló. Para eso habían quedado... para ser enterradores.

Zoro miró hacia arriba, siguiendo la estela del fuego hasta las nubes. Un cielo gris y plano tapaba la luz del sol. Se imaginó a todos sus compañeros caídos alejándose de ese infame lugar apagado, para ir adónde todos siempre soñaron. Para ellos todo era honor, y el honor se había ido con los fallecidos. El honor los había dejado atrás a ellos, los supervivientes.

Hubo una época en la que sus armaduras resplandecían como la plata más pulcra. Sus figuras eran dignas de considerarse de la misma realeza. Sus espadas tenían el más temible filo, capaz de cortar el acero más duro del mundo. Una época en la que se podían llamar a sí mismos, los Hijos de Odín.

Orgullosos, blandían sus armas en su nombre, jurando vivir por la batalla. Su vida estaba puesta en las manos de su señor. Morirían luchando como héroes, y de no hacerlo, vencerían al enemigo como reyes. Esa era su filosofía, su lema de vida y su mayor orgullo. Viviendo, honrarían a Odín. Muriendo para él, irían al Valhalla, a sentarse junto a él en un gran salón, allá en los cielos.

Allí, sin duda, es dónde deberían estar los soldados caídos. Pero ellos no.

Ellos habían sufrido el peor de los castigos. El limbo entre ser derrotados y no haber dado sus vidas por ello.

Ni los hechizos de las brujas, ni las más suplicantes plegarias habían servido para darles la victoria o una muerte digna a todos ellos. Ahora eran solo hombres, hombres con alma nacida no para ir al cielo, ni tampoco al infierno. Almas que se desvanecerían igual que una tormenta a la salida del sol, y de la que nadie se acuerda cuando el calor aprieta.

Poco a poco, la hoguera se fue desvaneciendo. Su fuerza se fue perdiendo, hasta que se convirtió en un par de débiles brasas incapaces de despertar una llama por sí solas.

Zoro fue el primero en bajar la espada, todos los demás le miraron.

El chico se quedó mirando fijamente los restos de la hoguera. Era como una metáfora de sí mismos. Ellos también se habían apagado. También habían perdido su fuerza para arder. Sus armaduras ahora parecían simple hierro viejo sin valor. Sus espadas parecían romas y sucias, incapaces de cortar una miserable rama. Sus figuras lucían patéticas, una sombra de lo que una vez fueron.

Zoro lanzó su espada a los restos de la hoguera sin pensarlo. Todos los presentes se le quedaron mirando, atónitos. Zoro jamás se había desprendido de su espada. Ver a Zoro sin un arma, era una idea descabellada para todos. Era como ver una noche sin estrellas.

Empezó a caer una llovizna molesta sobre ellos. La misma hizo que la espada de Zoro se fuese enterrando en las cenizas de la hoguera.

Todos los allí presentes hicieron lo mismo. Lanzaron sus armas al mismo lugar, entendiendo las razones del chico del pelo verde. Ninguno se deshizo de su armadura, no obstante. Ni se movieron del sitio.

Zoro fue también el primero en sentarse. La lluvia empezaba a ser una ligera brisa húmeda, a convertirse en un llanto pesado que caía del cielo. Ninguno dijo nada, pero todos se sentaron con él, en círculo alrededor de los restos de un fuego ya extinto.

No había lugar para ellos allí en la tierra, pues habían perdido.

Tampoco había lugar para ellos allá en el cielo, pues no habían dado su vida por su señor.

No irían a ninguna parte.

Ni al Valhalla.

Ni al cielo, ni al infierno.

 Solo a la tierra, donde se mezclarían con las cenizas del páramo, y donde nadie, con el tiempo, se acordaría de ellos.

¡Tercer relato! Este también ha salido cortito, pero igualmente me gusta mucho la temática. Qué curioso que a Zoro le saliera en el sorteo esta canción xDD.

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