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Mei estaba sentada en el comedor, moviendo con frustración la taza de té entre sus manos mientras veía el reloj una y otra vez. Era la tercera noche consecutiva que Satoru no regresaba a casa, o al menos no a una hora decente. Sus intentos de contactarlo habían sido inútiles; las llamadas quedaban sin respuesta, los mensajes ignorados.

—Esto no puede seguir así... —murmuró para sí misma, sintiendo un nudo de enojo crecer en su pecho.

Desde hacía días, los padres de Satoru también intentaban ubicarlo, pero el alfa se mostraba igual de esquivo con ellos. Todo el mundo notaba su ausencia, su distanciamiento... y Mei lo sentía más que nadie.

Finalmente, a altas horas de la noche, Satoru apareció. La puerta principal se abrió con ese característico sonido que le delataba, pero su presencia era distinta: seca, distante, como si estuviera entrando en una casa que no consideraba su hogar. Mei lo observó desde la sala, sus brazos cruzados y la mirada afilada.

—¿Dónde estabas? —preguntó con un tono firme y sin rodeos.

Satoru apenas la miró de reojo mientras se quitaba los zapatos. Su expresión era neutral, pero el agotamiento se notaba en las ojeras bajo sus ojos.

—Trabajando.

La respuesta fue corta, sin emoción, y eso solo aumentó la frustración de Mei. Sus ojos bajaron rápidamente al cuello de Satoru y se detuvieron en ese detalle que la hizo hervir de la rabia: el collar negro, ajustado, con una "S" de diamantes brillando en el centro.

—¿Qué demonios es eso? —espetó, señalando el collar con un dedo acusador—. ¿Estás jugando o qué? Eres un alfa, Satoru, no un... perro.

Satoru se detuvo y giró su cabeza lentamente hacia ella, clavando una mirada fría que la hizo estremecer. El brillo usual de sus ojos había sido reemplazado por algo más oscuro, algo que Mei no reconocía.

—¿Y qué si lo soy? —respondió con desgano, tocando el collar con una mano como si fuera algo preciado—. ¿Desde cuándo te importa lo que llevo o dejo de llevar?

—¡No me hables así! Soy tu prometida, y este comportamiento tuyo es inaceptable. ¡Has estado desaparecido, ignorando a todos, y ahora apareces con eso puesto!

La voz de Mei subió, cargada de enojo, pero Satoru simplemente bufó, visiblemente harto.

—¿Prometida? No lo eres más que por un maldito papel, Mei.

Esas palabras cayeron como un balde de agua fría sobre ella, dejando un silencio sepulcral en la habitación. Mei apretó los puños, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza, lleno de ira e incredulidad.

—¿Qué estás insinuando? —susurró con la voz temblorosa, aunque sus ojos seguían fijos en él.

—Nada. Lo que ves es lo que hay. —Satoru le lanzó una última mirada cansada antes de pasar de largo, dirigiéndose hacia su habitación. Antes de cerrar la puerta, dejó escapar unas palabras frías y secas—: Deja de preocuparte por lo que no te corresponde.

Mei se quedó sola en la sala, su cuerpo temblando de frustración. Se llevó una mano al pecho, intentando calmar los latidos acelerados. Ese no era el Satoru que ella conocía. Ese no era el alfa con el que había crecido...

—¿Qué te está pasando, Satoru...? —susurró, sintiendo cómo la impotencia comenzaba a consumirla.

Satoru se dejó caer pesadamente sobre la cama, sin molestarse en quitarse la ropa. El cansancio lo envolvió por completo, pero no tanto como los pensamientos que lo atormentaban día y noche. Cerró los ojos, y pronto el mundo real se desvaneció, dando paso a un sueño cálido y reconfortante.

En su mente, Satoru se vio en un escenario perfecto: él sentado en el sofá de una casa familiar, con Tsumiki corriendo alegremente por la sala. Sus risas llenaban el ambiente, y a su lado, Suguru se inclinaba para colocar un beso suave en su mejilla. Satoru tomó su mano, entrelazándola con ternura, sintiendo ese calor que siempre había deseado.

—Somos una familia... —murmuró Satoru en su sueño, su voz apenas audible mientras una sonrisa se formaba en sus labios dormidos—. Tú y yo, Suguru... nuestra Tsumiki...

Por un instante, todo fue perfecto. Sin problemas, sin promesas forzadas, solo ellos tres, juntos.

Mientras tanto, en la sala, Mei Mei estaba sentada con su teléfono en mano. La frustración aún era visible en sus facciones, pero una ligera sonrisa se asomaba mientras hablaba con el organizador de la boda.

—Sí, apresuren los preparativos. Quiero todo listo lo antes posible.

Del otro lado de la llamada, el organizador pareció sorprendido.

—¿Tan rápido, señorita Mei? Normalmente, las bodas tardan meses en prepararse con tantos detalles...

—¿Y? No es problema. —Mei Mei respondió con una frialdad impecable—. Tengo todo bajo control. Asegúrate de que sea perfecta. No quiero que haya espacio para ningún error.

Terminó la llamada y dejó el teléfono sobre la mesa, exhalando profundamente. Miró hacia la puerta del dormitorio donde Satoru dormía profundamente, ajeno a lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

—Quieras o no, Satoru... te casarás conmigo. —susurró con determinación, su sonrisa volviéndose más afilada—. No tendrás tiempo para escapar.

Mei Mei se puso de pie y caminó con seguridad hacia su habitación, convencida de que, con todo en marcha, Satoru no tendría otra opción. Aunque él pareciera distante y perdido ahora, pronto estaría atrapado en el futuro que ella había planeado.

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A la mañana siguiente, Mei Mei despertó temprano y, con toda la dulzura que podía fingir, acarició suavemente el brazo de Satoru, aún adormilado. Se aferró a su cuerpo, buscando algo de calidez o, quizás, una respuesta que nunca llegó. Satoru seguía dormido profundamente, su expresión serena, pero distante.

Mei Mei suspiró con frustración antes de levantarse. Sabía que las cosas no eran como quería, pero estaba decidida a sellar su futuro con él. Al final, tenía una idea: si Satoru no venía por voluntad propia, lo obligaría a involucrarse.

Tras desayunar, pidió permiso a la empresa de Satoru para que él pudiera acompañarla a un día “especial” de pruebas de vestido de novia. Satoru estaba a punto de negarse, como siempre, inventando cualquier excusa para ir a trabajar. Ir al trabajo era lo único que le permitía ver a Suguru, aunque fuera de lejos.

—Tengo mucho que hacer en la oficina, Mei. No puedo acompañarte. —intentó decir con calma.

—Ya pedí el permiso. Así que no hay excusas, Satoru. Es importante para mí, y será importante para ti también. —respondió Mei con una sonrisa que no admitía discusión.

Satoru suspiró, sintiéndose atrapado. Resignado, tomó las llaves y acompañó a Mei hasta una tienda exclusiva de vestidos de novia, donde todo era lujo y perfección.

La tienda estaba repleta de maniquíes adornados con vestidos blancos, con encajes delicados y perlas que brillaban bajo la luz. Mei Mei estaba radiante, paseando entre las opciones y seleccionando los modelos más elegantes.

—¿No es precioso este? —preguntaba emocionada mientras se giraba hacia Satoru con un vestido ajustado y de encaje—. ¿O quizás este otro?

Satoru apenas respondía. Estaba presente físicamente, pero su mente vagaba muy lejos. Cada vestido que Mei se probaba solo servía para despertar pensamientos que lo atormentaban. La veía a ella, sí, pero en su mente, otra imagen se superponía constantemente.

Suguru.

Se imaginaba a Suguru probándose esos mismos vestidos, con ese largo cabello cayendo en cascada por su espalda, sus mejillas ligeramente sonrojadas al mirarse al espejo. Suguru sonreiría nervioso, intentando ocultar su incomodidad.

De repente, Mei salió del probador con un vestido espectacular: delicado, con detalles de pedrería en el escote y una falda amplia que la hacía lucir como una princesa.

—Este... es perfecto, ¿verdad? —preguntó ella, girando sobre sí misma.

Satoru se quedó en silencio por un momento. Sus ojos se clavaron en el vestido, pero no en Mei. De nuevo, en su mente, fue Suguru quien apareció con esa prenda.

Un susurro escapó de sus labios, más un pensamiento en voz alta que una respuesta:

—Te ves hermoso...

Mei Mei se detuvo de golpe, sus ojos iluminándose con sorpresa y emoción.

—¿Oh? ¿De verdad lo piensas? —dijo ella con una sonrisa triunfante, convencida de que finalmente había logrado captar su atención.

—¿Qué? Ah... sí, claro. —Satoru respondió con desgano, apartando la mirada rápidamente, como si estuviera intentando borrar aquella imagen de su mente.

Mei, radiante, volvió al probador para quitarse el vestido, segura de que había ganado otra pequeña batalla. Pero Satoru se quedó quieto en su asiento, con el ceño fruncido, sintiendo una mezcla de culpa y frustración.

—¿Qué estás haciendo, Satoru...? —murmuró para sí mismo, pasándose una mano por el rostro.

Por más que intentara escapar de sus sentimientos, su corazón siempre terminaba regresando al mismo lugar: Suguru.

Mei Mei no cabía en sí de felicidad. Después de comprar el vestido perfecto, decidió llevar a Satoru a un lugar especial: el restaurante donde se conocieron por primera vez. Era un sitio elegante, pequeño, con luces cálidas y una atmósfera íntima.

—¿Recuerdas este lugar? —preguntó Mei con una sonrisa radiante mientras tomaban asiento.

Satoru miró alrededor con cierta incomodidad. Claro que recordaba ese lugar. No porque fuera especial para él, sino porque era el inicio de todo el error.

—Sí... jeje, ¿cómo olvidarlo? —respondió con una risa forzada, desviando la mirada hacia la ventana.

Mei no pareció notar su actitud distante. Siguió hablando mientras hojeaba el menú.

—Fue Utahime quien nos unió, ¿no? ¿Te acuerdas cómo le pediste que organizara un encuentro "casual"?

Satoru apretó los labios, el recuerdo golpeándolo como un jarro de agua fría. Había sido él quien, en un arrebato de distracción y presión, le pidió a Utahime que lo ayudara a encontrarse con Mei. En ese entonces, todo le parecía más sencillo, y nunca imaginó en qué se convertiría su vida.

—Sí... fue idea mía. —murmuró finalmente, sin mucho ánimo.

Mei Mei sonrió, ignorando por completo el tono en su voz.

—Ese día supe que seríamos el uno para el otro. —dijo con firmeza, como si aquello fuera un hecho indiscutible.

Satoru miró su plato vacío y no pudo evitar preguntarse: ¿Cómo llegué hasta aquí? Sus pensamientos volaron una vez más hacia Suguru, la única persona que realmente ocupaba su mente. Quería volver a verlo, escuchar su voz, sentir aunque fuera unos segundos de aquella conexión que lo hacía sentirse vivo.

Pero estaba atrapado en ese momento, sentado frente a Mei, con su futuro decidido sin que él pudiera detenerlo.

—Satoru, ¿me estás escuchando? —la voz de Mei lo sacó de su ensimismamiento.

—Ah, sí. Claro. ¿Qué decías?

—Te estaba diciendo que este lugar será perfecto para nuestra cena de compromiso. —anunció con emoción.

Satoru forzó una sonrisa, aunque sentía el estómago revuelto. ¿Cena de compromiso? Cada paso lo ataba más a algo que no deseaba, algo que no podía controlar.

—Claro, Mei. Lo que tú quieras. —respondió al final, sintiéndose cada vez más distante de todo lo que lo rodeaba.

Los dos cenaron, aunque la escena parecía sacada de una obra en la que sólo uno de los actores realmente interpretaba su papel. Mei hablaba con entusiasmo, gesticulando y sonriendo, mientras Satoru apenas asentía de vez en cuando, su mirada perdida en algún punto del mantel blanco.

—Y entonces podríamos decorar la ceremonia con flores de cerezo. ¿No te parece? —comentó Mei, con la voz llena de ilusión.

—Uh-huh... sí, claro. —respondió Satoru automáticamente, ni siquiera registrando lo que había dicho.

Mei apenas notó su desconexión. Seguía hablando, hablando y hablando: de los preparativos, los invitados, los menús... todo mientras Satoru se limitaba a mover los cubiertos por el plato, empujando la comida sin ganas.

¿Por qué estoy aquí? —se preguntaba una y otra vez, sintiendo que el aire a su alrededor se volvía más denso con cada segundo. Su mente viajaba de regreso a Suguru: a su sonrisa, a cómo se veía con el cabello suelto, a la manera en que lo miraba en aquellos momentos en los que estaban solos. Ese pensamiento lo tranquilizaba y a la vez lo llenaba de culpa.

—Satoru, ¿estás bien? —la voz de Mei interrumpió sus pensamientos, y él parpadeó, confundido.

—Sí, sí, estoy bien. —dijo apresuradamente, intentando recomponer su expresión.

—Pareces distraído. ¿Estás cansado? —preguntó ella con una dulzura que a él sólo le resultó pesada.

—Un poco. Mucho trabajo. —mintió, evitando mirarla directamente.

Mei asintió, comprensiva.

—Bueno, después de la boda, todo será más fácil. Te prometo que nos iremos de viaje y podrás descansar.

Satoru forzó una sonrisa, pero no dijo nada. La idea de un futuro con Mei le parecía cada vez más irreal, como si estuviera atrapado en una vida que no era suya. La cena continuó igual: Mei entusiasmada, pintando un futuro perfecto en su cabeza, mientras Satoru sólo escuchaba fragmentos, su mente muy lejos de allí.

...

Suguru suspiró profundamente mientras ordenaba algunos documentos en su escritorio. El reloj marcaba las 8:00 p.m., y el día de trabajo había sido agotador, pero aún mantenía un ligero brillo de esperanza: Satoru solía aparecer a esas horas, con su actitud despreocupada y esa sonrisa arrogante que, de algún modo, lograba iluminarle el día.

Sin embargo, esa puerta nunca se abrió.

Utahime, al notar la expresión ansiosa en el rostro de Suguru, decidió romper el silencio.

—Suguru… no lo esperes. Satoru no vendrá hoy.

Suguru volteó hacia ella con una mirada confundida y un tanto preocupada.

—¿Por qué? ¿Le pasó algo?

Utahime negó suavemente, con una mueca de resignación.

—No. Mei lo obligó a acompañarla a probarse vestidos de boda.

Esas palabras cayeron como un golpe seco al pecho de Suguru. Sintió cómo la poca energía que le quedaba desaparecía de golpe, y su expresión perdió todo rastro de brillo. Forzó una sonrisa débil, aunque no engañó a Utahime.

—Oh… ya veo. —murmuró, intentando sonar despreocupado. Se volvió hacia los papeles, fingiendo que los revisaba, aunque apenas podía enfocar la vista.

Utahime lo observó unos segundos, preocupada, pero decidió no decir nada más. Sabía que, a veces, era mejor dejar a Suguru en paz con sus pensamientos.

Cuando finalmente quedó solo en la oficina, Suguru dejó caer la cabeza sobre sus brazos cruzados en el escritorio. Sus ojos miraron con resignación el vacío de la pared.

—¿Por qué me ilusiono? —pensó, su pecho encogiéndose con cada segundo que pasaba—. Claro que está con ella… se van a casar. ¿Qué esperaba?

Quiso reírse de sí mismo, pero no le salió ningún sonido. Apretó los puños con fuerza, recordando todas las veces que Satoru le prometió estar a su lado, las noches que compartieron, las miradas cargadas de deseo y cariño. Todo parecía tan real… hasta que la realidad se estrellaba contra él como un muro de piedra.

Se levantó con torpeza y recogió sus cosas, sintiéndose más cansado que nunca. Al salir de la oficina, el aire frío de la noche le golpeó el rostro, y no pudo evitar mirar hacia el cielo estrellado.

—Idiota… —susurró para sí mismo, sin saber si se lo decía a Satoru o a él mismo.

Suguru dejó las llaves sobre la mesita de la entrada y se quitó el abrigo con un suspiro agotado. La jornada había sido larga, y cada paso hasta su hogar parecía pesarle más que el anterior. Al abrir la puerta de la habitación de Tsumiki, la vio aún dormida, acurrucada entre las sábanas como un pequeño bulto de calma.

Se acercó despacio, arrodillándose junto a la cama para observarla unos segundos. Su respiración tranquila y su rostro sereno lo reconfortaban, pero algo dentro de él también dolía. La despertó suavemente, acariciando su cabeza con ternura hasta que la pequeña comenzó a abrir los ojos poco a poco.

—Vamos, Tsumiki... Es hora de comer. —susurró con voz suave, forzando una sonrisa para ella.

Tsumiki lo miró aún somnolienta, parpadeando mientras su mirada lo estudiaba con curiosidad. Suguru pudo notar la forma en que sus ojos vagaban como si buscara algo... o a alguien. Aquello hizo que su sonrisa se apagara ligeramente.

—Tu padre no vendrá hoy. —dijo con voz calmada, aunque el dolor lo apretaba por dentro.

Tsumiki no respondió, porque nunca lo hacía, pero sus ojos se bajaron despacio, como si entendiera. Esa expresión silenciosa era lo que más le dolía a Suguru; Tsumiki nunca reclamaba, pero su silencio hablaba más que mil palabras.

—Está ocupado. —murmuró Suguru, más para sí mismo que para ella, mientras la cargaba con cuidado entre sus brazos.

La niña apoyó su cabeza en el hombro de Suguru, su pequeño gesto de confianza derritiendo un poco el muro de tristeza en el corazón del omega. La llevó hasta la cocina, acomodándola en su silla habitual, antes de comenzar a preparar algo sencillo de comer.

Mientras cortaba los ingredientes, Suguru no pudo evitar sentir un vacío en el pecho. Sabía que Satoru había acompañado a Mei por obligación, pero aquello no hacía menos doloroso el hecho de que no estuviera con ellos.

"¿Por qué sigo esperando algo que nunca llega?", pensó, apretando el cuchillo entre sus manos mientras el sonido de la tabla de madera llenaba el silencio de la cocina.

Tsumiki, desde su lugar, lo observaba en silencio. Una vez más, sin necesidad de palabras, Suguru sintió la realidad pesándole como una piedra: él y Tsumiki estaban solos.

La niña simplemente lo miró, sin comprender del todo, pero no protestó. Suguru la tomó en brazos y le dio un beso en la frente.

—Vamos a darte un baño, ¿sí?

El agua caliente pronto llenó la tina, envolviendo el baño en un vapor suave. Suguru cuidó cada detalle mientras bañaba a Tsumiki. La niña parecía feliz, jugando con sus juguetes de goma, salpicando un poco de agua y riendo de manera casi imperceptible. Suguru la observaba, sonriendo débilmente, pero en su interior sentía que algo faltaba.

Satoru debería estar aquí...

—Te portas muy bien, ¿lo sabías? —le dijo a Tsumiki, intentando distraerse de sus pensamientos.

Una vez que terminó de bañarla, la envolvió en una toalla suave y la llevó a su habitación. La vistió con cuidado, poniéndole una ropita abrigadora para evitar que le diera frío. Todo el proceso lo hacía con delicadeza, pero el cansancio seguía pesándole.

Al terminar, fue a la cocina y preparó una papilla para la pequeña. Tsumiki la comió con calma, abriendo la boca con cada cucharada, lo que le sacó una sonrisa sincera a Suguru. Cuando terminó, la cargó en brazos y se acomodó en la mecedora.

—Hora de dormir, cariño... —susurró, dejando que la niña se acurrucara contra él.

Mientras la mecía suavemente, Suguru permitió que el silencio de la casa lo envolviera. Le dio pecho para terminar de calmarla, y Tsumiki, finalmente saciada, cayó dormida en sus brazos. Suguru la miró con ternura antes de llevarla con cuidado a su cuna y arroparla.

Cuando volvió a la sala, el cansancio lo golpeó de lleno. Se dejó caer en el sofá, apoyando la cabeza en el respaldo mientras miraba al techo.

—¿Por qué siento que no es suficiente? —se preguntó en voz baja, como si el silencio pudiera darle respuestas.

Quería a Satoru con él, no solo para ayudarlo, sino porque lo extrañaba. Quería verlo sonreír, escuchar su voz llena de confianza, sentir que no estaba solo en todo esto. Pero la realidad era otra.

Suguru cerró los ojos, abrazándose a sí mismo mientras la soledad de la noche lo envolvía. Una lágrima amenazó con caer, pero la contuvo. Tenía que ser fuerte, aunque el vacío en su pecho le recordara que, por ahora, solo tenía a Tsumiki... y a nadie más.

Satoru estaba acostado en la cama, su mirada fija en el techo mientras sentía el peso del abrazo de Mei a su alrededor. La Omega dormía profundamente, con una sonrisa serena en el rostro, como si en sueños todo fuera perfecto.

—Te amo demasiado, Satoru... —murmuró Mei entre sueños, apretándolo un poco más contra su cuerpo, buscando su calor.

Satoru no respondió de inmediato. Sus ojos parpadearon lentamente, y su pecho subió y bajó con un suspiro pesado.

—Yo te amo más... Suguru.

Las palabras escaparon de su boca apenas como un murmullo, pero fueron lo suficientemente claras para sí mismo. Apenas las dijo, cerró los ojos con fuerza, como si deseara borrar el peso de esa confesión.

Se quedó inmóvil por unos minutos, sintiendo el abrazo de Mei pero deseando otro. En su mente, la imagen de Suguru aparecía, sosteniendo a Tsumiki con delicadeza, sonriéndole en medio de una casa llena de amor y calidez. Ese era el hogar que él deseaba, pero estaba atrapado en un lugar que se sentía ajeno.

—¿Qué estoy haciendo...? —susurró apenas audible, mientras sus dedos apretaban con fuerza las sábanas.

A su lado, Mei continuaba dormida, completamente ajena a lo que ocurría dentro del corazón de Satoru. Él, en cambio, permanecía despierto, sintiendo cómo el vacío se hacía cada vez más profundo.

...

A la mañana siguiente, Suguru despertó de golpe al darse cuenta de que iba tarde. Su corazón latió con fuerza mientras se apresuraba a arreglarse. Se puso unas medias negras transparentes, sus tacones y su uniforme con movimientos apresurados. Apenas si tuvo tiempo de hacerse un chongo descuidado, dejando su típico mechón suelto. Se colocó los lentes rápidamente y tomó su bolso junto a los papeles que necesitaba.

No tuvo tiempo de despedirse de Tsumiki ni de despertarla, por lo que solo se aseguró de que la pequeña siguiera arropada y salió corriendo de casa. El frío de la mañana le golpeó el rostro, pero no le importó.

Al llegar al edificio, subió al ascensor, buscando tomar aire para calmarse después de toda la prisa. Pero al mirar al frente, su corazón se detuvo.

Satoru estaba allí, junto a Mei Mei. Ella sonreía tranquila, aferrada al brazo del Alfa, y llevaba un chongo con un mechón suelto, tal y como Suguru acostumbraba a peinarse. Suguru no pudo evitar quedarse quieto por un segundo, sintiendo cómo la sorpresa y la tristeza lo golpeaban al mismo tiempo.

Satoru también lo vio y pareció sorprendido, mientras Mei mantenía su sonrisa. Suguru apretó los papeles entre sus manos, bajando la mirada, y ni siquiera hizo el intento de mirarlos de nuevo.

—(Maldito idiota que soy... ¿cómo pude volver a confiar en él?) —pensó, con un nudo en la garganta.

El ascensor se detuvo y Suguru salió apresurado sin decir una palabra, ignorando por completo la mirada que Satoru aún tenía sobre él.

Suguru corrió hasta llegar a la oficina donde Utahime ya estaba sentada, somnolienta y con una taza de café entre las manos. Apenas alzó la mirada cuando vio la puerta abrirse de golpe, sobresaltándose al ver a Suguru entrar con el rostro pálido y los papeles temblando en sus manos.

—Suguru, ¿estás bien? —preguntó preocupada, dejando la taza sobre el escritorio.

Pero Suguru no respondió. Cerró la puerta con fuerza, apoyando la espalda contra ella mientras su respiración se aceleraba. Entonces, sin poder contenerse más, se derrumbó, cayendo de rodillas al suelo con las lágrimas comenzando a resbalar por sus mejillas.

—¡Suguru! —Utahime se levantó rápidamente, acercándose a él, pero se detuvo al ver el estado en el que se encontraba.

Suguru temblaba, apretando los papeles contra su pecho como si intentara protegerse de algo. Las lágrimas caían en silencio al principio, pero pronto su respiración se volvió más pesada, y pequeños sollozos comenzaron a escapar de sus labios.

—¿Por qué…? —susurró entre lágrimas—. ¿Por qué soy tan estúpido, Utahime? —Su voz quebrada la hizo sentir un nudo en el estómago—. ¿Por qué dejé que volviera a hacerme esto?

Utahime se arrodilló frente a él, colocando con cuidado una mano en su hombro, intentando consolarlo aunque no sabía exactamente qué había pasado.

—Suguru, ¿qué pasó? —preguntó con suavidad.

—Lo vi… —murmuró Suguru, sollozando más fuerte—. Él estaba con ella… y ella llevaba mi peinado. Mi maldito peinado, Utahime… —Se llevó las manos al rostro, ahogando un grito de frustración—. Satoru… me está usando.

Utahime abrió los ojos con sorpresa, comprendiendo poco a poco lo que había pasado. No necesitó más detalles para entender que Suguru estaba destrozado, y que Satoru tenía mucho que ver.

—No digas eso… —intentó consolarlo Utahime, pero Suguru negó con la cabeza, incapaz de detener su llanto.

—¡Es la verdad! —exclamó con la voz rota—. Yo creí que… creí que tal vez podría importarle, aunque fuera un poco. ¡Pero no! Siempre termina regresando con ella. Y yo… yo soy el idiota que lo sigue esperando…

Utahime apretó los labios con fuerza y lo abrazó sin decir nada más. No había palabras que pudieran borrar el dolor que Suguru sentía en ese momento, pero al menos podía ofrecerle su apoyo. Suguru temblaba entre sus brazos, derramando todas las lágrimas que había estado conteniendo.

—No estás solo, Suguru —susurró Utahime, acariciando su espalda—. Te lo prometo, no estás solo.

Pero para Suguru, en ese momento, la soledad lo envolvía por completo.

Utahime soltó un suspiro, manteniendo su abrazo firme mientras sentía los temblores de Suguru disminuir poco a poco. Sabía que no era momento para bromas o comentarios sarcásticos, así que simplemente lo dejó desahogarse.

—¿Te sientes un poco mejor? —preguntó suavemente, apartándose solo lo suficiente para verle el rostro.

Suguru asintió apenas, limpiándose las lágrimas con la manga de su blusa. Su mirada seguía reflejando dolor, pero también un atisbo de enojo que Utahime reconoció al instante.

—Juro que mataré a Satoru… —murmuró Suguru, con la voz todavía quebrada pero ahora cargada de determinación.

Utahime arqueó una ceja, intentando contener una sonrisa irónica.

—Eso suena muy drástico, Suguru… Aunque no te culpo.

—No estoy bromeando —respondió él, apretando los puños sobre su falda—. No sé cómo lo haré, pero haré que pague por esto. Por jugar conmigo… por volver a romperme.

Utahime suspiró de nuevo, pasando una mano por su propio cabello. Sabía que Suguru no hablaba en serio, pero verlo tan herido le dolía profundamente.

—Lo que realmente tienes que hacer es mantener la cabeza en alto —dijo Utahime con firmeza, tomando las manos de Suguru entre las suyas—. No puedes dejar que ese idiota te siga destrozando. ¿Sabes lo que haría más daño que cualquier venganza? Que te vea feliz sin él.

Suguru la miró con los ojos todavía enrojecidos, como si intentara procesar sus palabras.

—¿Feliz sin él…? —repitió en voz baja.

—Sí —asintió Utahime—. No digo que sea fácil, pero no puedes seguir dejando que Satoru te controle de esta manera. Él no merece tus lágrimas, y mucho menos tu corazón.

Suguru bajó la mirada, sintiendo cómo su pecho volvía a doler. Pero esta vez, la ira comenzaba a ganar terreno frente a la tristeza.

—Lo intentaré… —murmuró finalmente.

—Eso es todo lo que te pido —respondió Utahime con una sonrisa suave—. Ahora ven, toma un poco de agua y relájate. Hoy trabajaremos juntos, y no voy a dejarte solo ni un segundo.

Suguru asintió lentamente, permitiendo que Utahime lo ayudara a ponerse de pie. Aunque todavía sentía un peso en el pecho, sus palabras le dieron un pequeño rayo de esperanza. Tal vez, algún día, podría dejar de llorar por Satoru.

Suguru continuó con su trabajo, aunque su ánimo estaba por los suelos. Sus manos temblaban al sostener los papeles, su mirada perdida y apagada. Había intentado enfocarse en sus tareas, pero cada pequeño detalle le recordaba lo que había ocurrido esa mañana. Apretó los labios, tragando las lágrimas que aún querían salir, y se obligó a seguir, aunque el peso en su pecho no disminuía.

Utahime lo observaba de reojo desde su lugar, sintiendo cómo la tensión y el dolor rodeaban a Suguru como una sombra. Su corazón se encogió al verlo así. No podía quedarse de brazos cruzados. Lo que más le preocupaba era que Mei Mei no estaba cerca, y ese pequeño detalle le dio la oportunidad que esperaba. Sin pensarlo dos veces, salió del salón y se dirigió hacia la oficina de Satoru.

Entró sin siquiera tocar la puerta, haciendo que el alfa, que se encontraba distraído revisando unos documentos, levantara la cabeza sorprendido.

—¿Qué haces aquí, Utahime? —preguntó Satoru con el ceño fruncido.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —Utahime cerró la puerta con fuerza, sus ojos ardiendo de enojo—. ¡Estoy aquí porque eres un maldito imbécil, Satoru!

Satoru parpadeó, sorprendido por el tono de su voz. —¿De qué estás hablando?

—¡No te hagas el estúpido! —Utahime avanzó hacia su escritorio, apoyando las manos con fuerza en la superficie de madera—. ¿Qué demonios le estás haciendo a Suguru? ¿¡Cómo puedes ser tan cruel con él!?

—Yo no—…

—¡Cállate! —lo interrumpió, su voz temblando de ira—. No tienes derecho a excusarte. ¡Lo vi esta mañana! ¡Vi cómo lo mirabas y cómo él intentaba no derrumbarse frente a ti y a esa… mujer! ¿Acaso disfrutas viéndolo así? ¿Disfrutas destruyendo lo único bueno que tienes en tu vida?

Satoru se tensó, desviando la mirada hacia el suelo. —Yo no quiero lastimarlo… —murmuró, su voz casi inaudible.

—¡Pero lo estás haciendo! —Utahime golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¡Te estás comportando como un maldito cobarde, Satoru! ¿Qué te pasa? Suguru está ahí, sufriendo por ti, y tú… ¿tú qué? ¿Te pones a jugar a las fantasías con Mei? ¡Por Dios, hasta imitó cómo se peina Suguru! ¿No lo ves? ¡Ella está jugando contigo, y tú te dejas como un estúpido!

Satoru cerró los ojos con fuerza, respirando agitadamente. Sus manos temblaban ligeramente, y su mandíbula se tensaba con cada palabra que Utahime decía. La verdad lo golpeaba como una avalancha, y no podía evitar sentirse asfixiado.

—No es tan fácil… —dijo finalmente, con la voz rota—. No es fácil para mí… dejar esto. No es fácil actuar como si no sintiera nada. Estoy tratando de hacer lo correcto, ¿¡entiendes!? ¡Intento que todo sea normal!

—¿Normal? —Utahime soltó una risa amarga y sarcástica—. ¿Te escuchas? ¡No hay nada normal en lo que estás haciendo! Estás destruyéndolo. ¡Estás destruyendo a Suguru y a ti mismo!

—¡Ya basta! —gritó Satoru, levantándose de golpe. Su mirada estaba llena de frustración y dolor—. ¡No quiero lastimarlo! ¡No quiero verlo así! Pero ya no sé qué hacer, Utahime. ¡Ya no sé qué hacer!

Utahime lo miró con furia, pero también con lástima. Se acercó hasta quedar frente a él y, sin dudarlo, levantó la mano y le dio una fuerte bofetada que resonó en toda la oficina.

Satoru se quedó helado, con la mejilla ardiendo, los ojos muy abiertos.

—¡Despierta, Satoru! —espetó Utahime, con la voz temblando por la rabia—. ¡Deja de ser un cobarde! Si de verdad no quieres lastimarlo, ¡entonces haz algo! ¡Discúlpate! Habla con él, dile la verdad. Porque si sigues así, lo perderás. Y cuando eso pase, te juro que no vas a poder recuperarlo nunca más.

Satoru no respondió. Sus hombros cayeron ligeramente, y por primera vez en mucho tiempo, su máscara de indiferencia y seguridad se rompió por completo. Utahime lo miró con una última expresión de decepción antes de girarse y salir de la oficina, dejando al alfa solo con sus pensamientos.

Satoru se dejó caer en su silla, apoyando los codos en las rodillas y hundiendo el rostro en sus manos. Sus pensamientos eran un caos, pero entre todo el ruido en su mente, una sola imagen apareció con claridad: Suguru, con lágrimas en los ojos, alejándose de él.

Satoru se quedó en silencio por un largo momento después de que Utahime salió de la oficina. Su mirada se perdió en el suelo, mientras el eco de las palabras de ella seguía retumbando en su cabeza.

—"Lo perderás. Y cuando eso pase, no vas a poder recuperarlo nunca más"… —repitió en un susurro casi inaudible.

Se dejó caer de nuevo en su silla, su cuerpo sintiéndose más pesado de lo habitual. Sus ojos, normalmente llenos de arrogancia y confianza, ahora lucían opacos y vacíos. Sus pensamientos lo consumían, como una espiral que no podía detener.

—Suguru… —musitó su nombre con suavidad, como si al pronunciarlo pudiera aliviar la presión en su pecho. Cerró los ojos y lo imaginó, con esa sonrisa tranquila que siempre había amado, con su voz suave llamándolo "tonto" en uno de esos momentos donde Suguru era la única persona capaz de ponerle los pies sobre la tierra.

Pero esa sonrisa ya no estaba. Él mismo había sido el responsable de borrarla.

—Soy un idiota… —se recriminó, su voz apenas audible.

Satoru apoyó los codos en sus rodillas y hundió el rostro en sus manos. Las palabras de Utahime seguían golpeando cada rincón de su mente. Ella tenía razón, lo sabía. Pero sentía que no importaba lo que hiciera, todo siempre terminaba en un desastre.

—No sé qué hacer, Utahime… —dijo en voz alta, como si ella aún estuviera presente—. A veces pienso que si yo no existiera, Suguru y todos serían más felices… —bajó la mirada al suelo, su voz temblando levemente.

El silencio de la oficina se volvió sofocante. El sonido del reloj en la pared era lo único que rompía la quietud. Satoru sentía un nudo en la garganta que no podía tragar, un peso que no podía sacudirse. Por primera vez en mucho tiempo, el alfa, tan fuerte a los ojos de los demás, se sintió pequeño, insignificante… y completamente solo.

Sus dedos rozaron el collar que aún llevaba puesto, ese objeto que antes le parecía divertido y ahora sentía como un recordatorio cruel de lo lejos que había llegado su mentira. No pudo evitar cerrar los ojos de nuevo, intentando imaginar un mundo donde las cosas hubieran sido distintas. Donde Suguru sonreía a su lado, donde él no había tomado todas esas decisiones egoístas, donde no lo había lastimado.

—Lo siento, Suguru… —murmuró, con un hilo de voz quebrada, permitiendo que una lágrima rodara por su mejilla.

Mei había decidido que aquel día sería especialmente productiva. Caminaba por la sala de trabajo, con su mirada afilada recorriendo a cada uno de los empleados de Satoru. La atmósfera era tensa, y los murmullos casi inexistentes; todos conocían cómo era Mei Mei cuando se ponía exigente.

Sin embargo, su atención no tardó en posarse en Suguru. Él intentaba concentrarse en su trabajo, pero el humor con el que había llegado no le daba margen para soportar ningún tipo de provocación. Mei lo notó enseguida, y su sonrisa se volvió ligeramente maliciosa.

—Suguru, ¿todo bien? —preguntó con una dulzura casi teatral mientras se acercaba.

Suguru apenas alzó la mirada, sus dedos aferrando el bolígrafo con fuerza. No tenía ánimos, y menos para conversar con ella.

—Estoy trabajando, Mei, ¿qué quieres? —respondió con tono cortante.

Algunos empleados intercambiaron miradas preocupadas, anticipando lo que estaba por venir. Mei fingió sorpresa ante la frialdad de Suguru y llevó una mano a su pecho con un aire dramático.

—¡Vaya! Qué actitud tan grosera. Solo intentaba ser amable... No todos podemos darnos el lujo de desquitar nuestros problemas personales en el trabajo.

Suguru apretó la mandíbula. Esa indirecta lo alcanzó de lleno. Respiró profundamente, intentando calmarse, pero Mei no se detuvo ahí.

—Debe ser difícil estar tan solito, ¿verdad, Suguru? —continuó ella, inclinándose levemente para que solo él pudiera escuchar—. Ver cómo Satoru está feliz con alguien que sí puede ser suficiente para él.

Ese fue el golpe final. El corazón de Suguru se encogió en un dolor punzante, como si las palabras de Mei se clavaran directamente en sus heridas más profundas. El ruido del bolígrafo rompiéndose entre sus dedos fue casi imperceptible, pero su voz, ahora llena de rabia contenida, retumbó por toda la sala.

—¡Cállate de una maldita vez, Mei! —rugió, poniéndose de pie de golpe. Todos los trabajadores se quedaron petrificados en sus lugares.

Mei levantó las manos en un gesto de falsa inocencia, pero la sonrisa juguetona aún brillaba en sus labios.

—Oh... solo decía la verdad. No tienes por qué ponerte tan a la defensiva, querido Suguru.

—¿A la defensiva? —Suguru rió amargamente, sin poder contenerse—. No seas hipócrita, Mei. Eres una víbora disfrazada de oveja. No te importa nadie más que tú misma y, francamente, ni siquiera sé cómo Satoru soporta estar cerca de alguien tan miserable.

El silencio en la oficina fue sepulcral. Mei abrió los ojos con dramatismo y dejó escapar un pequeño sollozo, como si sus palabras la hubieran destrozado.

—¿Por qué me odias tanto...? —susurró, dejando caer un par de lágrimas perfectamente calculadas por sus mejillas—. Yo solo quería llevarnos bien...

Y fue entonces cuando Satoru apareció. Bajaba las escaleras con paso decidido, buscándolo, pero se detuvo al ver la escena frente a él.

Suguru sintió cómo todo su cuerpo se tensaba al percibir ese aroma tan familiar. Era como un veneno dulce que no podía evitar tragar. Su corazón, que ya dolía, comenzó a latir desbocado. Satoru estaba allí, de pie, observando cómo Mei lloraba y cómo Suguru permanecía rígido, furioso, al otro lado de la habitación.

Los ojos de Satoru pasaron de Mei a Suguru con una mezcla de confusión y preocupación. Mei aprovechó el momento y se volvió hacia él, su rostro bañado en lágrimas.

—Satoru... —sollozó suavemente—. Suguru... me insultó. No sé qué hice mal...

Suguru sintió cómo su garganta se cerraba y sus puños temblaban de pura impotencia. No pudo soportar la mirada de Satoru sobre él, como si ya lo hubiera juzgado y condenado.

—Suguru... —dijo Satoru con voz tensa, como si no entendiera nada de lo que ocurría, pero su tono dolió más de lo que debería—. ¿Qué está pasando?

Suguru apretó los dientes y miró hacia el suelo, evitando cualquier contacto visual. En ese momento, no quería ni necesitaba explicarse. Todo lo que sentía era rabia, frustración y un dolor insoportable que amenazaba con consumirlo por completo.

—¿De verdad crees que esto es mi culpa? —murmuró en voz baja, pero con suficiente fuerza para que Satoru lo escuchara—. No importa lo que haga, ¿verdad? Siempre voy a ser el malo.

Satoru intentó acercarse, pero Suguru dio un paso atrás, sus hombros temblando ligeramente.

—No quiero escuchar nada de ti —espetó con dureza, su voz quebrándose al final. Luego, sin mirar atrás, tomó sus cosas y salió de la sala con pasos apresurados, dejando tras de sí a Satoru confundido y a Mei "llorando" en su falsa desesperación.

Satoru no supo qué hacer. Quería correr tras él, pero algo lo detenía. Se llevó una mano al pecho, sintiendo un peso extraño, algo que lo carcomía por dentro. Suguru estaba sufriendo... y él no había hecho nada para evitarlo.

Por primera vez, Satoru sintió que estaba perdiendo algo importante, algo que quizás ya no podría recuperar.

...

Suguru se refugió en uno de los baños vacíos del edificio, apoyando su espalda contra la puerta mientras intentaba contener el torbellino de emociones que lo ahogaban. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, pero seguían cayendo silenciosas, como si su cuerpo supiera lo que su mente apenas comenzaba a aceptar.

—Soy el otro... —murmuró con un amargo suspiro, casi riéndose de sí mismo—. El otro Omega...

Era eso, ¿verdad? El segundo plato. El que siempre estaría esperando con los brazos abiertos, dispuesto a cualquier cosa solo para sentir que pertenecía a Satoru, aunque fuera un instante. Su corazón palpitó dolorosamente en su pecho, quebrado en mil pedazos. Él no era prioridad para Satoru... solo un escape, una sombra en su vida.

De repente, la mordida de enlace en su cuello comenzó a arder como nunca antes. El dolor fue tan punzante que Suguru llevó una mano temblorosa a la marca, tratando de calmarlo, pero solo logró que se intensificara.

—Maldición... —susurró entre dientes, cerrando los ojos con fuerza.

Era como si el vínculo mismo le estuviera recordando su lugar, como si la conexión entre ellos lo castigara por no haber sido suficiente. "Eres solo una opción, no su elección", susurraba una voz cruel en su mente.

Respiró hondo, intentando calmarse, aunque cada inhalación parecía clavarse en sus pulmones. Su pecho subía y bajaba con dificultad, y el peso del dolor lo hacía sentir diminuto en ese baño vacío.

—No más... —murmuró, con un temblor en la voz—. No quiero..

Suguru sabía que no podía seguir así, pero ¿cómo se soltaba de alguien a quien amaba tanto? Cada lágrima que caía era un reflejo de su amor y su desilusión. Por más que quisiera alejarse, el dolor de ese vínculo lo ataba de una manera que sentía imposible de romper.

Al cabo de unos minutos, logró calmar su respiración. Se limpió el rostro con firmeza, tratando de recomponerse. Se miró en el espejo y vio sus ojos rojos e hinchados, pero lo ignoró. No podía darse el lujo de derrumbarse más.

—Tienes que ser fuerte... por ti y por Tsumiki —se dijo a sí mismo, aunque su voz sonaba frágil.

Salió del baño con la cabeza baja, evitando cruzarse con nadie. Por dentro, sentía que algo dentro de él había terminado de romperse, dejando solo vacío donde antes había esperanza.

...

Suguru se ocultó toda la jornada, evitando a todos, hasta que finalmente llegó la hora de salida. Con los ojos aún hinchados por el llanto y el corazón hecho pedazos, recogió sus cosas rápidamente. Se despidió apresurado de Utahime, quien intentó detenerlo, preocupada por su estado.

—Suguru, déjame ayudarte, por favor—le dijo ella con suavidad, tomando su brazo.

—No... Estoy bien, Utahime. Solo... necesito estar solo —respondió él con la voz rota, apartándose sin mirarla.

Antes de que ella pudiera insistir, Suguru ya había salido del edificio. Caminó por las calles vacías hasta llegar a un callejón cercano. El silencio lo envolvió, pero también el frío del ambiente y de su propio dolor. Su cuerpo aún temblaba. Suguru intentó calmar su respiración, secándose las lágrimas con brusquedad, pero de repente unas manos fuertes lo tomaron por la cintura desde las sombras, halándolo con posesividad.

—¡¿Qué?! —exclamó Suguru con pánico, intentando liberarse, hasta que giró el rostro y vio quién era.

Era Satoru.

—¡¿Qué demonios haces, Satoru?! ¡Suéltame! —gritó furioso, forcejeando con él.

Pero Satoru no lo dejó ir. Sus manos lo sujetaron con fuerza pasando por sus curvas bien formadas, con desesperación. Suguru lo miró de cerca y vio algo que lo desconcertó: Satoru estaba llorando. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras sus ojos lo miraban, llenos de arrepentimiento y dolor.

—Suguru... —musitó Satoru con la voz quebrada, sin soltarlo.

—¡Déjame en paz! —gritó Suguru, luchando por liberarse—. ¡No quiero verte, Satoru! ¡No después de lo que hiciste!

Pero Satoru no cedió. Lo empujó contra la pared del callejón con suavidad, pero con firmeza, acorralándolo. Suguru sintió su espalda chocar con el muro frío y miró a Satoru con furia y lágrimas en los ojos.

—¡¿Qué quieres de mí?! —gritó Suguru, apretando los puños—. ¡Ya me hiciste suficiente daño!

Satoru no respondió con palabras. Simplemente se inclinó y le robó un beso. Un beso desesperado, torpe, lleno de una angustia que Suguru no entendía del todo. El Omega abrió los ojos con sorpresa, sintiendo cómo las lágrimas volvían a brotar. Intentó apartarse, pero Satoru lo sostuvo con fuerza, como si al soltarlo, el mundo entero se desmoronaría.

—¡Basta, Satoru! —protestó Suguru cuando logró apartar el rostro, respirando agitadamente.

Satoru lo miró con desesperación, con su frente apoyada contra la de Suguru.

—No puedo... —murmuró Satoru, su voz apenas audible—. No puedo perderte, Suguru... No quiero que me odies.

Suguru sintió cómo su corazón se encogía. ¿Cómo podía decirle eso después de todo? Lo miró con incredulidad, las lágrimas corriendo sin control.

—¿No quieres que te odie? —respondió con la voz rota—. ¡Ya lo hiciste, Satoru! ¡Me convertiste en tu segunda opción, en tu maldito consuelo! ¡Y ahora vienes a buscarme como si yo fuera tu refugio después de estar con ella!

Satoru cerró los ojos con fuerza, como si esas palabras lo atravesaran. Las manos con las que sujetaba a Suguru temblaron ligeramente.

—No quería lastimarte... —murmuró—. No sé qué hacer, Suguru. A veces... pienso que si yo no existiera, tú y todos los demás serían más felices.

Esa confesión hizo que Suguru se quedara helado. Miró a Satoru, a ese Alfa que siempre había sido fuerte, inquebrantable... y por primera vez lo vio roto.

—¿Crees que esto te justifica? —susurró Suguru, con un dolor inmenso en su voz—. ¿Crees que puedes destruirme y luego venir a buscar consuelo?

—No lo entiendo, Suguru... —dijo Satoru con voz temblorosa, mirándolo a los ojos—. Yo solo te quiero a ti. Pero no sé cómo... no sé cómo dejar de arruinarlo todo.

Suguru lo miró con los labios temblorosos, las lágrimas corriendo en silencio. Por un momento, vio al Satoru de siempre, a ese hombre al que había amado tanto. Pero el daño ya estaba hecho. Suguru no podía volver a confiar, no esta vez.

—No me vuelvas a tocar, Satoru —susurró finalmente con firmeza—. Porque si lo haces, te juro que no me volverás a ver jamás.

Con un último empujón, logró apartarse de Satoru. El Alfa no lo detuvo esta vez. Suguru salió corriendo del callejón, con las lágrimas empañando su visión, mientras Satoru se quedaba allí, de pie, con las manos temblando y el corazón cada vez más roto.
Satoru no lo dejó ir. Con un movimiento rápido, lo abrazó por detrás, sus manos aferrándose a las curvas delicadas de la cintura de Suguru. El Omega se sobresaltó al sentir el contacto, su cuerpo entero tensándose al instante.

—¡Satoru, suéltame! —exclamó Suguru con la voz temblorosa, retorciéndose entre los brazos que lo aprisionaban.

Pero Satoru no lo hizo. Se aferró a él con más fuerza, como si temiera que desapareciera de un momento a otro. El calor del cuerpo de Satoru lo envolvía, pero para Suguru, esa calidez no traía consuelo. Era asfixiante.

—No puedo, Suguru —murmuró Satoru con voz rota—. No puedo dejarte ir.

—¡Déjame! ¡No quiero que me toques! —gritó Suguru, tratando de zafarse con todas sus fuerzas. Sus lágrimas caían sin cesar, la desesperación consumiéndolo.

De repente, Satoru lo alzó en el aire, cargándolo con facilidad. Suguru pataleó y golpeó sus hombros, luchando como podía.

—¡Bájame, Satoru! ¡Suéltame! —suplicaba entre gritos y llantos, su voz quebrada por el enojo y el dolor—. ¡Eres un maldito imbécil! ¡No tienes derecho a hacerme esto!

Satoru lo sujetó con firmeza, sin hacer caso a sus súplicas. Apretó más sus brazos alrededor de Suguru, intentando calmarlo con el contacto, pero solo lograba empeorar las cosas. Suguru lloraba sin control, su pecho subiendo y bajando rápidamente por la angustia.

—Suguru... solo escúchame, por favor... —dijo Satoru, acercándose, su voz ahogada en un susurro.

El Alfa inclinó el rostro, tratando de robarle un beso desesperado, uno que Suguru rechazaba con toda su fuerza.

—¡No, Satoru! —gritó Suguru, moviendo su rostro de un lado a otro para evitarlo—. ¡No me hagas esto! ¡No quiero ser tu segunda opción!

Pero Satoru no escuchaba. En su demencia por aferrarse a él, ignoraba las lágrimas de Suguru y el temblor de su cuerpo.

Finalmente, con todas las fuerzas que le quedaban, Suguru empujó con violencia el rostro de Satoru. El Alfa se detuvo en seco, sorprendido, y lo dejó bajar al suelo. Suguru retrocedió de inmediato, respirando agitadamente, sus ojos llenos de ira y dolor.

—¿Qué demonios te pasa? —le gritó Suguru, su voz quebrada y las lágrimas aún corriendo por su rostro—. ¡No soy un maldito juguete, Satoru! ¡No puedes hacer esto solo porque te sientes solo!

Satoru lo miró, paralizado. El peso de sus acciones finalmente comenzaba a caer sobre él. Las lágrimas seguían marcando su rostro, pero ahora no se atrevía a acercarse.

Suguru se limpió las lágrimas con brusquedad, mirándolo con profundo desprecio y tristeza.

—Me das asco —susurró finalmente, su voz apenas audible—. Pero más asco me doy yo... por haberte amado tanto.

Dicho eso, Suguru se dio la vuelta y comenzó a alejarse, dejándolo atrás. Cada paso que daba sentía su corazón romperse aún más, pero no iba a volver atrás. No esta vez.

Satoru se quedó allí, viendo cómo Suguru se alejaba, sin poder moverse, sin poder detenerlo. Lo único que le quedaba era el eco de su propia desesperación y el peso insoportable de lo que acababa de hacer.

Satoru cayó de rodillas en el frío pavimento, sus manos temblando al apoyarse en el suelo. Las lágrimas caían sin control, rodando por su rostro mientras su pecho subía y bajaba con una respiración entrecortada. La desesperación lo consumía, cada latido de su corazón era una punzada insoportable.

—¿Qué estoy haciendo? —murmuró con la voz rota, llevándose las manos al rostro—. Suguru... yo

La culpa lo golpeó como una ola violenta. En su desesperación por no perderlo, había llegado demasiado lejos, casi cruzando un límite imperdonable. Su cuerpo se dobló más sobre sí mismo, sollozando como un niño. Satoru, el todopoderoso Alfa, estaba colapsando en medio de un callejón vacío, sintiéndose más pequeño y patético que nunca.

Mientras tanto, Suguru corría desesperado por las calles, las lágrimas empañando su visión. Su pecho ardía con cada paso, como si el aire no llegara a sus pulmones. Al llegar a casa, cerró la puerta con fuerza y la atrancó, como si temiera que alguien pudiera entrar. Su cuerpo temblaba, apoyado contra la madera mientras trataba de recuperar el aliento.

El llanto de Tsumiki lo sacó de su trance. La pequeña se removía en su cuna, sus sollozos suaves resonando en el silencio de la habitación. Suguru se limpió las lágrimas con las mangas de su uniforme y se acercó a ella.

—Shh... tranquila, mi amor... —musitó con una voz temblorosa mientras la tomaba en brazos.

Se sentó en el borde de la cama y la abrazó con cuidado, su mejilla apoyada en la cabecita de la niña. Las lágrimas seguían cayendo por su rostro, pero su voz trataba de sonar calmada para consolarla.

—Mi bebé... no te preocupes —susurró, su voz rota en un murmullo—. Mami se encargará de todo...

La pequeña comenzó a calmarse lentamente en sus brazos, su llanto convirtiéndose en suaves respiraciones. Suguru la meció con delicadeza, sus lágrimas cayendo silenciosamente sobre el cabello de la niña.

—Perdóname... —continuó, su voz apenas audible—. Perdona a tu mami por ser tan estúpida en el amor...

Se aferró a su hija como si fuera lo único que lo mantenía en pie, como si el pequeño cuerpecito de Tsumiki pudiera sostenerlo en los momentos en los que sentía que se desmoronaba. El silencio de la habitación lo envolvió, dejándolo solo con sus pensamientos y el eco de su propio dolor.

Esa noche, Suguru comprendió que debía protegerse y proteger a su hija. Porque si no lo hacía, nadie más lo haría por él.

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Satoru llegó a su casa, completamente agotado y derrotado. Había dejado a Mei mucho antes, sabiendo que la situación con ella ya no era sostenible, pero aún sintiendo el peso de lo que había sucedido. La atmósfera en la casa estaba cargada de tensión cuando entró, y la voz de Mei, fría y llena de resentimiento, lo recibió en el umbral de la puerta.

—Espero le hayas dicho de su pésimo comportamiento a Geto... —dijo Mei, mirando a Satoru con una mezcla de enfado y desdén—. No voy a dejar que ese idiota me esté tratando así.

Satoru la miró en silencio, sin encontrar las palabras para contradecirla o defenderse. Todo lo que quería era escapar de la tormenta emocional que lo consumía, alejarse de la presión, de las decisiones erróneas, de los recuerdos que lo atormentaban.

—Sí... —respondió débilmente, sus ojos vacíos de expresión—. Ya se lo dije...

No esperaba más, ni de Mei ni de nadie. Se dirigió lentamente a su habitación, el peso de sus propios pensamientos aplastándolo aún más. Sabía que se había perdido a sí mismo en la confusión, pero no sabía cómo recuperar lo que había destruido. En su mente, los recuerdos de Suguru y todo lo que había hecho mal lo asfixiaban. Pero no tenía el coraje de enfrentar la verdad.

Cuando llegó a la cama, simplemente se tiró de espaldas, mirando el techo con una mirada vacía.

—Tengo que hacer algo... —murmuró para sí mismo, aunque sabía que la respuesta no estaba clara, ni siquiera para él.

Cerró los ojos, pero el cansancio mental y físico lo superaba. En un intento de desconectar de todo, de todo lo que había hecho mal, finalmente se durmió, sin saber qué depararía el día siguiente.

Pero todos los intentos de Satoru fueron en vano. Desde esa noche en el callejón, Suguru había levantado una barrera infranqueable entre ellos. No respondía sus mensajes, no tomaba sus llamadas y, cuando se cruzaban en el trabajo, ni siquiera lo miraba a los ojos.

Satoru intentó todo: excusas, disculpas, incluso dejando notas discretas en el escritorio de Suguru. Pero la respuesta siempre era la misma: un silencio frío y distante.

—Suguru... por favor, solo déjame explicarlo —le susurró una vez Satoru en el pasillo, su voz apenas audible, tratando de no llamar la atención de los demás.

Suguru ni siquiera se detuvo. Caminó sin mirarlo, con la mirada fija al frente y el paso firme, como si Satoru fuera un fantasma.

Cada rechazo lo hundía más en su propio tormento. La culpa lo carcomía; no había excusa válida para lo que había hecho. Pero lo peor de todo era saber que había perdido lo más importante para él: la confianza y el amor de Suguru.

Una tarde, sentado solo en su oficina con los codos apoyados en el escritorio y la cabeza entre las manos, Satoru murmuró con amargura:

—Lo arruiné... lo perdí todo.

Por más que intentara reparar lo que había roto, Suguru no quería saber nada de él. Y, en el fondo, Satoru sabía que se lo merecía.

Y así.. paso un arduo año;

El tiempo había pasado con rapidez, y Suguru se dedicó completamente a su pequeña Tsumiki. Su mundo giraba en torno a ella; cada risa, cada pequeño logro y cada nueva palabra intentada le llenaban el corazón de orgullo.

Aquel día, el cumpleaños número uno de Tsumiki, Suguru se aseguró de que fuera especial. Llegó a casa con un pastel grande de chocolate y oreo, adornado con una vela que brillaba en el centro. La niña, con sus ojitos grandes y brillantes, miraba la sorpresa con emoción, dando pequeños saltitos en su lugar.

—¿Te gusta, mi amor? —preguntó Suguru con una sonrisa suave, hincándose frente a ella.

Tsumiki respondió abrazándolo con fuerza, hundiendo su pequeña cara en el cuello de Suguru. Ese gesto hizo que su corazón doliera un poco, pero esta vez no por tristeza, sino por la felicidad de tenerla.

—No quiero que crezcas, Tsumiki... —musitó con una risa suave, mirando el rostro feliz de su hija—. Un día serás una adolescente rebelde, como lo fue tu madre... y no sabré cómo controlarte.

La pequeña rio, aunque no entendiera del todo lo que su madre decía, y extendió su manita hacia la vela, expectante. Suguru sostuvo su manita con cuidado.

—Primero, soplamos juntos, ¿de acuerdo? —le dijo con ternura.

Ambos soplaron la vela con suavidad, y Tsumiki, emocionada, se inclinó para morder el pastel directamente con su boquita. Suguru soltó una carcajada al verla mancharse de chocolate y crema, mientras la niña se relamía con gusto.

—¡Tsumiki! —exclamó Suguru con una sonrisa—. ¡Me estás haciendo competencia!

La tarde continuó en paz. Suguru tomó varias fotos para recordar ese momento: su hija sonriendo con el pastel, sus manitas manchadas de chocolate, su carita llena de emoción. Fotos que él sabía que guardaría como un tesoro para siempre.

En esa pequeña celebración íntima, por primera vez en mucho tiempo, Suguru sintió que no necesitaba nada más. Tsumiki era todo su mundo, y con ella, su vida tenía un propósito.

Los dos se la pasaron muy bien. Suguru le dio un peluche muy lindo, la pequeña rio y le dio un beso en la mejilla.

—¡Ga... gatia! —dijo con mucho cuidado, y Suguru la abrazó sin pensarlo.

—¡Eres lo único que me alegra, Tsumiki!

Como era domingo, eso significaba que podía llevar a pasear a su pequeña. Hasta que recibió una videollamada: era Shoko, la cual venía acompañada de Utahime. Las dos estaban muy felices.

—¿Dónde está la cumpleañera? —preguntaron sonrientes.

—Está justamente comiendo su pastel.

—¡Pía! —dijo la pequeña sonriente, reconociendo a las chicas como sus tías.

Shoko soltó un sonido de ternura, riendo.

—¡Ay, mi amor! —dijo Utahime emocionada.

—¡Es una ternura! ¡Mírenla! —Shoko sonrió ampliamente, acercando su rostro a la cámara—. Oye, Suguru, ¿le compraste algo más además del peluche?

Suguru negó con la cabeza mientras acomodaba a Tsumiki en su regazo.

—No, con el pastel y su peluche tiene suficiente. Además, la llevaremos al parque más tarde, así que no necesita nada más.

Utahime intervino con una sonrisa cálida.

—¡Estás haciendo un gran trabajo, Suguru! Tsumiki se ve muy feliz.

—Hago lo que puedo... —respondió Suguru con una sonrisa cansada, aunque genuina.

La pequeña, viendo la pantalla, aplaudió emocionada.

—¡Tía! ¡Pía! —volvió a exclamar, haciendo que las dos mujeres al otro lado de la pantalla estallaran en risas.

—¡Mira Shoko, ya está hablando más claro que tú cuando te emborrachas! —Utahime soltó una carcajada, lo que hizo que Suguru también sonriera, relajándose un poco.

Shoko rodó los ojos con burla.

—Lo que importa es que esta princesa está creciendo hermosa y feliz, ¿cierto, Tsumiki? —preguntó con ternura, haciendo que la pequeña asintiera mientras abrazaba con fuerza su nuevo peluche.

—Bueno, Suguru, cuando salgamos del trabajo el lunes, podemos ir a verte para llevarle otro regalo, ¿te parece? —sugirió Utahime, sonriendo.

—Sí, claro, lo que sea por consentirla, pero no se molesten tanto... —respondió Suguru, aunque en el fondo agradecía el apoyo que sus amigas siempre le brindaban.

Después de despedirse de Shoko y Utahime, Suguru miró a su pequeña con cariño.

—¿Lista para salir, Tsumiki? Vamos a pasear y a disfrutar tu día, ¿te parece?

La niña respondió con una sonrisa y palmaditas en su peluche. Suguru sintió cómo, al menos en esos momentos, todo el peso de la tristeza se aliviaba un poco. Tsumiki era su mundo entero, y verla sonreír era lo único que necesitaba para seguir adelante.

Suguru decidió alistarse con ropa cómoda para el día en el parque: una playera blanca holgada y un pants negro que le permitiera moverse con libertad. Su largo cabello, por una vez, lo dejó suelto, permitiendo que el viento lo despeinara suavemente.

Tsumiki, por su parte, lucía preciosa con un vestido rosado que resaltaba su carita redonda y sonriente. Sus zapatitos blancos hacían un ligero ruido al caminar emocionada de un lado a otro mientras Suguru terminaba de prepararse.

—Ven aquí, Tsumiki, que te pongo una cinta en el cabello. —Suguru la llamó con una sonrisa, sujetando una pequeña cinta blanca que combinaba perfectamente con el vestido.

La niña se acercó corriendo, tambaleándose un poco, y Suguru aprovechó para peinarle su cabello corto con cuidado, colocando la cinta con delicadeza.

—¡Perfecto! Mi bebé se ve como toda una princesa.

Tsumiki aplaudió, encantada con su atuendo, y alzó los bracitos para que Suguru la cargara. Él no pudo resistirse y la levantó con cariño, dándole un beso en la mejilla.

—Hoy será un día especial, mi amor. Nos lo merecemos, ¿no crees? —murmuró, más para sí mismo que para la pequeña, aunque ella asintió feliz, sin entender del todo.

Ya listos, Suguru suspiro y tomo aire para salir.
—Vamos a divertirnos mucho hoy, Tsumiki. Solo tú y yo.

La pequeña respondió abrazándolo del cuello, y Suguru sonrió, decidido a dejar atrás sus preocupaciones al menos por un día.

Al llegar al parque, Suguru y Tsumiki inmediatamente llamaron la atención de todos. La brisa fresca del lugar hacía que el cabello suelto de Suguru se meciera con gracia, dándole un aire despreocupado y encantador. Su ropa sencilla contrastaba con su presencia imponente y su expresión serena, atrayendo miradas sin que él siquiera se diera cuenta.

Los alfas que paseaban o corrían por el parque no pudieron evitar detenerse a observarlo; algunos lo hacían disimuladamente, mientras que otros casi tropezaban por no apartar la vista. Era como si Suguru irradiara una belleza natural difícil de ignorar.

—¿Viste eso? ¿Quién es él? —susurró uno de los alfas a su amigo, sin apartar la mirada de Suguru, que se agachaba con ternura para ajustar el vestido de Tsumiki.

Por otro lado, las mujeres del parque también lo miraban con admiración y sonrisas amables. Algunas se acercaban con pretextos, entablando conversación.

—¡Qué linda está tu niña! Es una preciosura, son iguales. —comentó una mujer mayor, lanzándole un cumplido con naturalidad.

—Gracias... —respondió Suguru con una sonrisa tímida, sin dejar de vigilar a Tsumiki, que corría hacia los columpios.

—Debe ser agotador, ¿no? Criar a una niña tan pequeña tú solo. Pero lo estás haciendo muy bien. Se nota que es feliz.

Suguru agradeció con un leve asentimiento, sin decir mucho más. Él no buscaba ser el centro de atención, pero era inevitable que lo fuera. Incluso algunas madres que paseaban con sus hijos no podían evitar fijarse en él.

—Qué suerte tiene esa niña de tener un papá tan dedicado... y tan guapo, la verdad. —murmuraban algunas con risitas a lo lejos, mientras Suguru ignoraba los comentarios y se enfocaba en Tsumiki.

La pequeña era igualmente una sensación. Su vestido rosado la hacía ver como una muñeca viviente, y su risa pura al subirse a los columpios enternecía a cualquiera que la escuchara.

—¡Más alto, mami! —gritó Tsumiki, riendo mientras Suguru empujaba el columpio con cuidado.

—No tan alto, princesa. No quiero que salgas volando.

Los dos llamaban la atención por la hermosa escena que formaban juntos. Suguru no solo era atractivo, sino que su cariño por su hija era palpable, lo que lo hacía aún más irresistible a los ojos de quienes lo observaban.

—Es un omega, ¿no? Se ve tan fuerte y tan independiente... No es común ver algo así. —murmuró un alfa a su amigo, aún mirando fijamente a Suguru.

—Sí... pero tiene una niña. Seguro ya está vinculado. Una lástima.

Suguru, ajeno a todas las conversaciones a su alrededor, solo tenía ojos para Tsumiki, que ahora corría hacia los juegos. Aquel día estaba decidido a dejar atrás cualquier tristeza, enfocándose en su pequeña y en el tiempo que podían compartir juntos.

—¿Te diviertes, Tsumiki? —preguntó con una sonrisa suave mientras la veía trepar por una pequeña estructura.

—¡Sí, mami! ¡Mucho!

—Entonces vamos a seguir jugando. Hoy es tu día.

Y así, entre risas de Tsumiki y la admiración de quienes los rodeaban, Suguru se sintió, aunque fuera por un momento, en paz.

Mientras Suguru llevaba a Tsumiki de la mano hacia los juegos, una sonrisa nostálgica cruzó su rostro. La alegría de ver a su hija tan feliz le trajo un recuerdo imborrable, uno que aún le tocaba el corazón como si hubiera ocurrido ayer: la primera palabra de Tsumiki.

—"Mami..." —murmuró para sí, recordando el momento exacto.

Suguru lo veía con claridad en su mente. Había sido una tarde tranquila en casa, Tsumiki apenas empezaba a balbucear palabras sin sentido mientras él preparaba su biberón. De repente, la pequeña había alzado sus brazos hacia él con esos ojitos brillantes, pronunciando con total claridad:

—"Mami..."

El biberón casi se le cayó de las manos en ese instante. Sus lágrimas brotaron tan rápido que ni siquiera pudo detenerlas.

—¿Qué dijiste, amor? ¿Otra vez? —había preguntado entre sollozos, arrodillándose frente a ella.

—¡Mami! —repitió la bebé, sonriendo con toda la inocencia del mundo, como si supiera exactamente lo que decía y el impacto que tendría en su madre.

Suguru se había derrumbado ahí mismo, llorando mientras reía al mismo tiempo. La abrazó con tanta fuerza y cariño que la pequeña comenzó a reír también, disfrutando de la emoción de su madre.

—"No tienes idea de lo feliz que me haces, Tsumiki... —le había susurrado esa vez, entre lágrimas— Eres lo mejor que me ha pasado."

Ahora, de pie en el parque y viendo a su hija correr feliz entre los otros niños, Suguru rió para sí mismo, llevándose una mano al rostro como si pudiera ocultar la ternura que le causaba el recuerdo.

—"Cómo lloré ese día... —musitó, riendo suavemente— Lloré como un bebé más que tú."

Su pequeña Tsumiki había sido su salvación, su razón de seguir adelante incluso en los días más oscuros. Verla crecer sana y feliz era el único consuelo que necesitaba, y ese recuerdo, el de su primera palabra, se quedaría grabado en su corazón para siempre.

—"¡Mami, ven! ¡Ven a jugar!" —gritó Tsumiki desde una estructura colorida, llamándolo con esa misma voz dulce que tanto adoraba.

Suguru dejó escapar una carcajada ligera, sus lágrimas reemplazadas por una sonrisa genuina.

—"Voy, princesa, voy."

Y sin pensarlo más, corrió hacia ella, dejando atrás cualquier tristeza o melancolía, entregándose por completo a la felicidad del presente.

Los dos continuaron disfrutando de su día en el parque, entre risas y juegos bajo el cálido sol. Suguru observaba a Tsumiki con una sonrisa que no abandonaba su rostro, viendo cómo la pequeña intentaba subir por el tobogán con todas sus fuerzas.

Sin embargo, mientras ayudaba a su hija a subir, un alfa se acercó a ellos. Era alto, de piel morena, con una complexión atlética y una sonrisa confiada que parecía querer encantar a cualquiera con su presencia.

—Disculpa —dijo el alfa con voz calmada y amigable, acercándose con una seguridad natural—. No pude evitar verte desde lejos. Me llamo Miguel, un placer conocerte.

Suguru lo miró de reojo, su expresión cambiando ligeramente. Una sensación incómoda se instaló en su pecho. No quería ser grosero, pero en cuanto vio la intención en la mirada de aquel hombre, supo lo que buscaba.

—Gracias, pero... no estoy interesado —respondió con voz firme, su tono educado pero distante.

Miguel pareció sorprendido por el rechazo, aunque intentó mantener su sonrisa despreocupada.

—Eh, tranquilo, no quería incomodarte. Solo pensé en presentarme. Es raro ver a alguien como tú por aquí.

Suguru apretó suavemente la manita de Tsumiki, quien ya había comenzado a impacientarse al no entender lo que ocurría. No le gustaban estas situaciones, y menos después de sus experiencias pasadas. Había jurado no permitir que ningún alfa se acercara demasiado, no después de lo que había vivido.

—Te agradezco el gesto, pero no. —Suguru lo miró directamente, su voz ahora más fría—. No estoy interesado en una relación ni en nada similar.

El alfa, al ver que no lograría nada, levantó las manos en señal de rendición, intentando mantener la compostura.

—Está bien, entiendo. Que tengan un buen día —respondió Miguel, con un tono algo incómodo antes de darse la vuelta y marcharse.

Suguru respiró profundo y se inclinó para recoger a su hija, quien lo abrazó del cuello con una sonrisa inocente, sin darse cuenta de la incomodidad que había atravesado su madre.

—¿Todo bien, mami? —susurró la pequeña con voz suave, mirando a Suguru con sus grandes ojos.

—Sí, mi amor, todo está bien —respondió, sonriendo mientras besaba su frente—. Vamos a jugar, ¿sí?

Suguru decidió no darle más vueltas al asunto. El día era para su hija, y no dejaría que algo tan pequeño le arruinara el momento. Siguió jugando con Tsumiki, dedicándose por completo a ella, aferrándose a la alegría que solo su hija podía traerle.

(Nota: Ay Suguru lo que te perdiste, un pilín de 40cm 🥺 y obviamente un morenazo)

Suguru fue por un helado para él y su pequeña. Estaba feliz de que ella se lo pasara tan bien.

—Tsumiki, ¿de qué sabor quieres? —preguntó suavemente.

La niña, con los ojos brillantes y emocionados, señaló con su dedito uno de los sabores más vistosos.

—¡Ese! —dijo con entusiasmo, apuntando al helado de fresa.

Suguru asintió con una sonrisa tierna y se dirigió al vendedor para pedirlo. Mientras esperaba, miró a su hija, que seguía moviendo las piernitas con emoción. Era un alivio verla tan feliz y despreocupada.

—Aquí tienes, princesa —le dijo, entregándole el cono de helado después de pagarlo.

—¡Gracias, mami! —exclamó Tsumiki, sujetándolo con cuidado, dándole una lamida rápida y manchándose la nariz con crema rosa.

Suguru no pudo evitar reír al verla tan adorable.

—Eres una niña muy inteligente —comentó mientras sacaba un pañuelo para limpiarle la nariz.

—¡Y tú eres el mejor, mami! —respondió la pequeña con una sonrisa llena de inocencia, haciendo que Suguru se sintiera cálido por dentro.

—¿Yo? ¿El mejor? —preguntó en broma, inclinándose un poco—. No sé si eso sea cierto… pero me alegra que lo pienses.

—¡Sí lo eres! —aseguró Tsumiki, dándole otra lamida al helado, con sus mejillas sonrojadas de la emoción.

Suguru la miró con amor, sintiendo cómo cada pequeña palabra de su hija hacía desaparecer, aunque fuera por un instante, los fantasmas de su pasado.

—Vamos, no comas tan rápido o te va a doler la cabeza —le dijo con cariño, sujetando la mano de Tsumiki mientras él comenzaba a disfrutar de su propio helado de vainilla.

—¡No importa! ¡Está muy rico! —rio la niña, manchándose el vestido sin darse cuenta.

Suguru suspiró, negando con la cabeza mientras le limpiaba otra vez con cuidado.

—Eres un caos, Tsumiki. Un caos adorable —le dijo entre risas.

—¡Caos! —repitió ella con una carcajada inocente, como si fuera un juego.

El viento sopló suavemente en el parque, y Suguru miró alrededor, disfrutando de ese momento tan simple pero significativo. Sentado en una banca bajo la sombra de un árbol, con su hija a su lado, todo parecía estar en calma, como si el mundo entero le diera un respiro solo para ellos.

“Mientras ella sonría, todo está bien”, pensó Suguru, dándole otra mordida a su helado y sonriendo de lado mientras Tsumiki seguía disfrutando del suyo.

Suguru terminó su helado y lo mismo hizo Tsumiki, ambos con las manos un poco pegajosas y sonrisas satisfechas. Sin embargo, la tarde seguía avanzando, y el estómago de la pequeña comenzó a protestar con un gruñido que hizo reír a Suguru.

—¿Tienes hambre otra vez, pequeña glotona? —preguntó en broma, revolviéndole el cabello suavemente.

—¡Sí, mami! —respondió Tsumiki, llevando sus manitas a su pancita con un puchero—. ¡Quiero comida!

Suguru suspiró con una sonrisa. No quería regresar a casa y ponerse a cocinar, menos cuando su hija podía ser un poco melindrosa con la comida. Por eso, decidió que lo mejor sería salir a comer algo más formal.

—Está bien, iremos a un lugar lindo. Pero prometes portarte bien, ¿sí?

—¡Sí, mami! —respondió la niña con entusiasmo, aferrándose a su mano mientras caminaban juntos hacia una zona donde había varios restaurantes.

Finalmente, entraron a uno bastante acogedor y agradable, decorado con tonos cálidos y mesas bien dispuestas. Había un área infantil con dibujos en las paredes y unos cuantos juguetes, lo que hizo que los ojos de Tsumiki brillaran de emoción al instante.

—¿Te gusta? —preguntó Suguru al ver su reacción.

—¡Sí! —gritó suavemente, emocionada por todo lo que veía.

Suguru tomó asiento en una mesa junto a una ventana, acomodando a Tsumiki en una silla especial para niños. Enseguida, un mesero se acercó con los menús, entregándole uno a Suguru y otro pequeño con dibujos a la niña.

—Vamos a ver, ¿qué quieres comer, princesa? —preguntó con paciencia mientras abría su menú.

Tsumiki comenzó a señalar con su dedito las imágenes de comida en el menú infantil.

—¡Esto! —dijo con firmeza, señalando una hamburguesa pequeña con forma de osito.

Suguru sonrió.

—¿Segura? ¿No quieres algo más? —preguntó, mirándola con ternura.

—¡No! ¡El osito! —respondió Tsumiki con decisión, cruzando sus bracitos como si estuviera muy segura de su elección.

Suguru no pudo evitar reír.

—Está bien, está bien, una hamburguesa de osito para ti.

Después de ayudarla a decidir, Suguru pidió lo suyo: un plato de arroz con curry y ensalada, algo sencillo pero delicioso.

Mientras esperaban la comida, Suguru observó a Tsumiki, que estaba entretenida coloreando un dibujo que el mesero le había dado junto con unos crayones.

—Lo haces muy bien —le dijo Suguru, apoyando la mejilla en su mano mientras la miraba con cariño.

—¡Gracias, mami! Mira, ¡es un osito como mi comida! —respondió la pequeña, mostrándole el dibujo a medias que había coloreado con esmero.

Suguru sonrió, sintiendo cómo el cansancio del día se desvanecía por completo al ver la alegría de su hija.

“Si ella está feliz, entonces todo vale la pena”, pensó mientras el aroma de la comida recién preparada comenzaba a llenar el lugar, creando una atmósfera cálida y tranquila.

La comida no tardó mucho en llegar. La hamburguesa en forma de osito fue colocada frente a Tsumiki, quien soltó una exclamación de asombro al verla.

—¡Es un osito de verdad, mami! —dijo emocionada, aplaudiendo con sus manitas.

—Sí, lo es. —Suguru rió suavemente—. Ahora vamos, princesa, debes comértelo para que no te dé hambre más tarde.

—¡Pero me da pena comerlo! —protestó la pequeña, mirando la hamburguesa con ojos grandes y dudosos.

Suguru se inclinó un poco, sonriendo.

—No te preocupes, el osito quiere que lo comas. Así puede darte mucha energía para que sigas jugando.

La niña pareció meditarlo seriamente antes de asentir.

—¡Está bien! ¡Gracias, osito! —dijo antes de darle una gran mordida.

Suguru no pudo evitar reír ante lo adorable que se veía, disfrutando de su inocencia y alegría. Por su parte, comenzó a comer su plato de curry con calma, observando a Tsumiki de reojo mientras ella comía despacio, concentrada en no desordenar su plato.

—¿Está rico? —preguntó Suguru.

Tsumiki asintió con energía, las mejillas llenas de comida.

—¡Muy rico! —respondió con un tono algo torpe por tener la boca ocupada.

—No hables con la boca llena —le corrigió Suguru con suavidad, pero sin perder su sonrisa.

El tiempo en el restaurante transcurrió tranquilo. Alrededor de ellos, otras familias disfrutaban también de sus comidas, pero Suguru sentía como si él y su pequeña estuvieran en un pequeño mundo aparte.

Cuando terminaron de comer, Suguru limpió cuidadosamente las manos y la carita de Tsumiki con una servilleta, mientras ella reía entre cosquillas por las atenciones de su madre.

—¡Mami, ya! —se quejó suavemente entre risas.

—Es que eres un desastre —respondió Suguru, fingiendo un tono de reproche mientras le daba un último toque para dejarla limpia.

Poco después, pagaron la cuenta y salieron del restaurante. El sol ya comenzaba a bajar, pintando el cielo de tonos anaranjados y rosados. Suguru tomó la mano de Tsumiki y juntos caminaron lentamente de regreso.

—¿Te divertiste hoy? —preguntó Suguru, mirando a su hija con ternura.

—¡Sí, mami! Me gusta el parque, el helado, el osito… ¡todo! —respondió la pequeña, dando saltitos junto a él.

Suguru rió suavemente, sintiendo cómo su corazón se llenaba de calidez. No necesitaba nada más que esto. Aunque la vida le había puesto pruebas difíciles, Tsumiki era su mayor razón para seguir adelante.

—Me alegra, mi amor. —Se detuvo un momento y se agachó para colocar un beso suave en su frente—. Eres lo más importante que tengo.

La pequeña lo miró con ojos brillantes y, sin decir nada, se aferró a su cuello en un abrazo fuerte y cariñoso.

—¡Te quiero mucho, mami!

Suguru sonrió con lágrimas asomándose en sus ojos.

—Y yo a ti, pequeña. Siempre, siempre te voy a querer.

Con ese momento lleno de amor, los dos continuaron su camino a casa, con el atardecer como su único testigo, iluminando su andar con suavidad. Para Suguru, nada en el mundo podría reemplazar esta felicidad tan simple y pura que sentía junto a su hija.

Los dos durmieron juntos, ya que Tsumiki, a pesar de tener apenas un año, ya era muy autónoma en varias cosas. Las personas en el trabajo de Suguru solían decir que ella era una niña genio, pues había logrado cosas sorprendentes para su edad. Suguru apreciaba mucho esto; cada pequeño logro de su hija lo llenaba de orgullo.

Cuando Tsumiki acompañaba a su madre al trabajo, siempre se portaba de maravilla. Nunca hacía ruido ni causaba problemas. Prefería sentarse con sus colores y hojas a dibujar en silencio mientras Suguru trabajaba. Utahime, que siempre estaba pendiente de la pequeña, a menudo se ofrecía para cuidarla y entretenerla.

—¿Quieres ir por un chocolate? —preguntó Utahime con una sonrisa amable, inclinándose un poco hacia la pequeña.

—¡Sí! —respondió Tsumiki emocionada, abrazando la pierna de su "tía".

Utahime sonrió con ternura y la cargó, llevándola hacia la cafetería que se encontraba dentro del edificio. Mientras caminaban, Tsumiki observaba todo a su alrededor con sus ojos grandes y llenos de curiosidad.

Cuando llegaron, Utahime pidió un chocolate caliente para la niña y un café para ella. La señorita de la cafetería entregó el pedido y Utahime se lo dio a Tsumiki, quien lo tomó con mucho cuidado.

—¿Y mami? —preguntó la niña después de dar un sorbo pequeño, mirando con inocencia a Utahime.

—Tu mami está trabajando, tranquila, pronto la iremos a ver —respondió Utahime con una sonrisa, dándole un pequeño toque en la nariz.

—¡Quiero jugar! —exclamó Tsumiki después de unos momentos, mostrando una sonrisa radiante.

—Bueno, está bien —cedió Utahime con un suspiro, dejando su café en la mesa—. Juguemos a las escondidas. Tú te escondes y yo te encuentro, ¿sí?

—¡Sí! —respondió la pequeña emocionada, dando pequeños saltitos.

—Está bien, contaré hasta diez —dijo Utahime, cerrando los ojos y cubriéndose el rostro con una mano—. Uno... dos...

Apenas comenzó a contar, Tsumiki corrió con pasos ligeros y silenciosos, desapareciendo en un instante. Cuando Utahime abrió los ojos después de contar, no pudo evitar sorprenderse.

—¿Dónde te has metido tan rápido? —murmuró con una sonrisa, tomándose un momento para beber de su café. Pensó en voz baja mientras recorría la zona—. Esto me servirá para practicar... como futura madre... —Su mente divagó unos segundos imaginando a Shoko embarazada, algo que le sacó una sonrisa soñadora.

—¿Dónde estás, Tsumiki? —dijo entonces en voz alta, con un tono de burla como si esperara que le respondieran.

...

Mientras tanto, Tsumiki corría por las escaleras con energía, subiendo un piso más arriba. Sin embargo, en su prisa, tropezó accidentalmente con alguien. El impacto fue leve, pero hizo que cayera sentada en el suelo. Al levantar la vista, se encontró con un hombre alto de cabello blanco y ojos azules. Él la miró con expresión severa al principio, pero su rostro se transformó al instante en uno de sorpresa.

—¿Tsumiki? —dijo el hombre con voz entrecortada.

La niña lo miró con extrañeza, su pequeña cabeza ladeada mientras intentaba procesar cómo aquel desconocido sabía su nombre.

—¡S-soy yo, tu papi! —agregó el hombre temblando visiblemente, su voz rota por una mezcla de emociones.

Tsumiki abrió sus ojos grandes y sorprendidos, sin entender completamente lo que sucedía, pero aquella palabra, "papi", hizo eco en su mente.

(Nota: Pinche Gojo que no te puedes aguantar las ganas de detonarte a Geto)

Tsumiki, con los ojos brillando de emoción, recordó aquella noche en la que, siendo aún más pequeña, jugó hasta quedarse dormida junto a un hombre. El rostro de ese hombre, siempre lleno de ternura, le vino a la mente con claridad. Recordó cómo él la miraba, sonriendo con cariño, esperando que ella le dijera "papá". Aquella imagen, aunque borrosa en su memoria, se iluminó como si de repente todo tuviera sentido.

—Papi... —murmuró Tsumiki, como si esa palabra finalmente encajara en su pequeño corazón.

Miró al hombre que tenía frente a ella, la expresión en su rostro había cambiado. Sonreía de una forma tan llena de emoción que casi parecía que iba a llorar. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras la observaba.

—¡Papi! —gritó Tsumiki, corriendo hacia él con una sonrisa radiante, sin dudar ni un segundo.

Satoru, con una mezcla de asombro y amor, se inclinó para recibirla. Abrió los brazos, y cuando Tsumiki llegó, la abrazó con todo su ser, como si fuera su hija biológica. El abrazo fue cálido, lleno de cariño y protección, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Satoru, con lágrimas que apenas podían contenerse, abrazó a la pequeña con una fuerza suave pero firme, como si finalmente todo tuviera sentido.

—Te he echado tanto de menos, Tsumiki... —susurró Satoru, su voz quebrada por la emoción.

Tsumiki se quedó en silencio por unos segundos, mirando fijamente el rostro de Satoru. Había algo en él, algo familiar, que hizo que una pequeña chispa se encendiera en su memoria. Recordaba vagamente a un hombre que había jugado con ella cuando era más pequeña, un hombre con el mismo cabello blanco y ojos brillantes que la miraban con cariño.

—Papi...—susurró, casi para sí misma, sus pequeños labios temblando. Cómo si fuera irreal

Satoru asintió rápidamente, con una sonrisa cálida que apenas ocultaba la emoción que lo desbordaba.

—Sí, pequeña... soy yo —murmuró con la voz quebrada, inclinándose hacia ella.

Sin esperar más, Tsumiki se lanzó a sus brazos, abrazándolo con todas sus fuerzas. Satoru cayó de rodillas, aferrándola contra su pecho mientras las lágrimas amenazaban con escaparse de sus ojos.

—Papi—dijo la niña otra vez, ahora con una sonrisa en el rostro.

—Aquí estoy, pequeña. No me voy a ir a ningún lado —susurró Satoru, acariciando su cabello con ternura.

Mientras tanto, Utahime recorría con rapidez los pasillos del edificio, buscando a Tsumiki con creciente desesperación. Miraba bajo mesas, detrás de puertas, llamando su nombre en voz alta.

—¿Dónde estás, Tsumiki? ¡Ya sal, ganaste! —decía, intentando sonar tranquila, pero su corazón latía a mil por hora.

Se detuvo un momento para pensar, llevándose una mano al pecho. ¿Es posible que se haya escondido tan bien? pensó. Pero algo en su interior le decía que esto era diferente. Tsumiki no solía desaparecer así.

—Ay no... Suguru me va a matar —murmuró nerviosa, acelerando el paso.

Por otro lado, Satoru se puso de pie con Tsumiki aún en brazos. La niña no paraba de sonreír, aferrada al cuello del hombre que ella creía su padre.

—¿Qué te parece si vamos a comprar unos juguetes? —dijo Satoru de repente, con su típica sonrisa divertida.

Tsumiki abrió los ojos con asombro, casi como si la idea fuera un sueño hecho realidad.

—¡¿Juguetes?! —exclamó emocionada.

—Sí, claro. Pero no cualquier juguete, iremos a la tienda más grande que existe por aquí. Puedo apostar que nunca has visto algo así.

—¡Sí quiero! —dijo la pequeña, aplaudiendo con sus manitas.

Satoru rió con suavidad y, cargándola con cuidado, la llevó hacia su auto que estaba estacionado cerca. La colocó en el asiento trasero, asegurándose de abrochar bien el cinturón de seguridad.

—¿Lista para la aventura? —preguntó mientras la miraba a través del espejo retrovisor.

—¡Sí, papi! —respondió ella alegremente.

Satoru encendió el auto, su sonrisa se mantuvo, pero había un brillo de preocupación en su mirada. Sabía que esto no estaba bien, que Suguru estaría buscando desesperadamente a su hija y que las cosas se complicarían. Pero, por ahora, no podía dejar de disfrutar el pequeño momento de felicidad que sentía junto a ella.

—Vamos a hacer que este día sea el mejor, Tsumiki —murmuró mientras salían del estacionamiento.

El auto avanzó por la ciudad, y Tsumiki miraba por la ventana con asombro, disfrutando del paisaje urbano y sin soltar nunca aquella sonrisa brillante. Mientras tanto, Satoru solo podía pensar en cómo explicarle a Suguru lo que había hecho… pero eso sería un problema para después.

El trayecto hacia la tienda de juguetes fue corto, pero para Tsumiki, cada segundo se sentía como una pequeña eternidad de emoción. Miraba todo con curiosidad, señalando cosas por la ventana mientras preguntaba de todo. Satoru, con una sonrisa divertida, respondía a todas sus preguntas con paciencia, disfrutando de la energía de la niña.

—¿Vas a comprar muchos juguetes, papi? —preguntó Tsumiki, mirando al frente con grandes ojos brillantes.

—Solo lo que quieras, pequeña —respondió Satoru, su tono cálido y protector, mientras tomaba una curva—. Todo lo que tú desees, porque eres una niña muy especial.

Tsumiki sonrió aún más, si eso era posible. La idea de ir a una tienda llena de juguetes le parecía un sueño hecho realidad. Mientras tanto, Satoru mantenía su mirada fija en la carretera, pero en su mente ya pasaban varias cosas. Sabía que no podía quedarse con Tsumiki por mucho tiempo sin enfrentar las consecuencias de su acto. Suguru pronto se daría cuenta de que su hija había desaparecido, y la situación se volvería complicada.

Al llegar a la tienda, el inmenso cartel con colores brillantes y la música alegre que se filtraba desde dentro hizo que Tsumiki gritara de felicidad.

—¡Es aquí! ¡Mira, papi! —exclamó, saltando de emoción.

Satoru la cargó de nuevo en brazos, sonriendo ante la energía desbordante de la niña. Al entrar, el ambiente de la tienda la envolvió por completo: estantes llenos de peluches, muñecas, figuras de acción, y todo tipo de juguetes. Tsumiki miraba todo con los ojos muy abiertos, casi sin saber por dónde comenzar.

—¿Cuál quieres? —le preguntó Satoru, dándole una pequeña vuelta en el aire, haciendo que Tsumiki riera con la emoción.

—¡Ese! —dijo ella, señalando una estantería llena de peluches de diferentes tamaños. Su dedo se detuvo en un oso de peluche grande, de pelaje suave y de color blanco, casi tan grande como ella.

—¿Ese? ¿Estás segura? —Satoru la miró con una sonrisa juguetona. Ella asintió rápidamente, sus ojos brillando.

—¡Sí! ¡Quiero ese! —dijo, abrazando la pierna de Satoru con fuerza.

—Está bien, ese será tuyo —respondió, agachándose para tomar el oso de peluche y entregárselo a Tsumiki, quien lo abrazó con todas sus fuerzas, como si no pudiera creer que al fin era suyo.

Pasearon por la tienda un rato más, Satoru permitiendo que Tsumiki eligiera lo que más le gustara. Todo parecía perfecto, un día lleno de risas y momentos dulces. Pero mientras recorrían los pasillos de juguetes, la preocupación de Satoru no desaparecía. Sabía que este acto impulsivo tendría consecuencias. Si Suguru descubrían que había llevado a Tsumiki sin su permiso, podría enojarse mucho. Y no solo eso, sino que la relación entre ellos se complicaría aún más.

De repente, mientras caminaban hacia la caja, el teléfono de Satoru vibró en su bolsillo. Lo sacó rápidamente, notando el nombre de Suguru en la pantalla. Un suspiro escapó de sus labios antes de contestar.

—¿Suguru? —dijo con una voz tranquila, intentando disimular la tensión.

—Satoru, ¿dónde está Tsumiki? —preguntó Suguru, su tono preocupado.

Satoru miró a Tsumiki, quien estaba absorta con su oso de peluche, y sintió una punzada de culpa. Cerró los ojos un momento antes de responder.

—Estoy con ella... —dijo, eludiendo dar más detalles.

—¿Con ella? ¿Qué quieres decir con eso? —la voz de Suguru se volvió más firme, y Satoru pudo escuchar su respiración acelerada a través del teléfono—. ¿Dónde está mi hija? ¿La tienes tú?

—Sí, está conmigo, Suguru. Solo... quería pasar un tiempo con ella —Satoru respondió, tratando de sonar calmado, pero en su interior, sabía que lo que había hecho no tenía justificación.

Suguru permaneció en silencio por un momento, respirando profundamente.

—Satoru, no juegues con esto. Devuélveme a mi hija ahora mismo —dijo, su voz temblando de frustración—. No sé qué estás pensando, pero esto no va a quedar así.

Satoru apretó los dientes, mirando a Tsumiki, quien ya estaba saltando emocionada con su nuevo juguete. La culpabilidad lo envolvía, pero no podía ignorar la alegría de la niña. Sabía que estaba mal, pero en ese momento no quería arruinar lo que parecía ser un pequeño paraíso para ella.

—Te prometo que te la devolveré pronto, Suguru. Solo dame un poco más de tiempo —respondió Satoru, buscando una forma de calmar la situación, aunque sabía que era solo una solución temporal.

La conversación terminó con un tenso "No hagas nada más imprudente" de Suguru, y Satoru colgó el teléfono. Miró a Tsumiki, quien lo miraba con una sonrisa inocente.

—Vamos, pequeña, sigamos disfrutando el día —dijo Satoru, tomando su mano y guiándola hacia la salida de la tienda.

Pero en su mente, los pensamientos oscilaban entre el amor por esa pequeña que había sido como su hija y las consecuencias de sus actos.

---

Suguru, por su parte, estaba preocupado. ¿Qué hacía Satoru con su hija? ¿Qué le habrá dicho? Utahime se había disculpado mil veces con Suguru por haber perdido a Tsumiki. Aunque él aceptó las disculpas, su preocupación era lo que Satoru podría haberle dicho a la niña.

Cuando llegaron, Satoru bajó con Tsumiki en brazos. La pequeña abrazaba sus nuevos juguetes con una sonrisa de oreja a oreja. En cuanto sus miradas se cruzaron, la tensión entre Suguru y Satoru se volvió palpable. Los ojos de Suguru se posaron primero en su hija, luego en el peluche que Tsumiki sostenía con fuerza.

Utahime desde la lejanía esperando en el coche. Vio la escena destruida. —Mierda..

—¡Mami, mira! —exclamó Tsumiki con alegría, levantando su juguete hacia ella. —¡Papi me lo compró!

—¿Papi? —replicó Suguru, la molestia evidentemente marcada en su tono. Sus ojos se clavaron en Satoru, quien evitó la mirada de Suguru, sintiendo la culpa apoderarse de él.

—¡Sí, papi! —respondió Tsumiki con total naturalidad, sin percatarse del cambio en el ambiente.

La frase de Tsumiki hizo que el corazón de Suguru se encogiera. No sabía si sentirse herido o furioso. ¿Por qué había permitido Satoru que Tsumiki pensara eso? Él, como padre, nunca había buscado que la niña tuviera más figuras paternas que él mismo, y mucho menos que alguien más tomara ese rol, aunque fuera por un momento.

—¿Papi? —volvió a preguntar, esta vez con un tono más grave, mientras se acercaba lentamente a Satoru.

Satoru, visiblemente incómodo, desvió la mirada hacia el suelo, sin saber cómo responder. La culpa era evidente en su rostro, y aunque intentó decir algo, no encontró las palabras correctas.

—Lo siento... Suguru. No quería... —comenzó a decir, su voz quebrándose ligeramente.

—¿No querías qué, Satoru? —interrumpió Suguru, ahora con una furia contenida que podía notarse en sus palabras—. ¿Qué le dijiste a Tsumiki? No puede confundirse de esta manera. Ella ya tiene un padre.

Satoru levantó la mirada, pero no pudo sostener la de Suguru. Sabía que había cometido un error, pero el miedo de lastimar a Tsumiki lo había llevado a una decisión equivocada.

—Solo... pensé que sería un consuelo para ella —musitó Satoru, avergonzado—. Ella me miraba tan feliz y... no supe cómo decirle que no.

Suguru frunció el ceño, su enojo no disminuía. Sin embargo, miró a Tsumiki, quien no entendía la gravedad de la situación. La pequeña, con una sonrisa inocente, miraba a su padre con sus ojos llenos de admiración. Suguru suspiró, dándose cuenta de que debía manejar esto con más calma.

—Tsumiki, cariño, ven aquí —dijo Suguru, llamando suavemente a su hija.

Tsumiki se acercó, sin dejar de abrazar su peluche, mientras Suguru la tomaba en brazos con delicadeza. Miró a Satoru una última vez, aún sin poder quitarse la expresión de desconcierto.

—No quiero que nadie más ocupe el lugar de tu padre, Tsumiki. ¿Lo entiendes? —preguntó Suguru, intentando que la niña comprendiera que había un límite.

Tsumiki asintió, aunque su rostro aún reflejaba una confusión inocente. Satoru, por su parte, se sintió avergonzado, pero comprendió la postura de Suguru. No podía seguir interferiendo en una relación tan importante.

El silencio llenó el aire durante unos segundos, hasta que Suguru suspiró y habló de nuevo.

—Vamos a casa. Necesito hablar de esto con calma.

Tsumiki, al ver que su padre se inquietaba, abrazó con más fuerza su peluche, mientras Suguru se preparaba para enfrentar lo que fuera que Satoru hubiera causado con ese simple, pero confuso gesto.

Tsumiki miró a Suguru con una expresión llena de inocencia, abrazando aún más fuerte su peluche contra su pecho.

—Mami, ¿papi no vendrá con nosotros? —preguntó, volteando a mirar a Satoru con ojos suplicantes, como si no quisiera separarse de él.

Suguru sintió un nudo en el pecho al escucharla. Cerró los ojos un momento, tratando de controlar la mezcla de emociones que lo invadía: preocupación, enojo y una pequeña punzada de tristeza. Miró a Satoru, quien parecía igual de incómodo y perdido ante la pregunta de la niña.

—Cariño, Satoru no es tu... —Suguru se detuvo al ver cómo Tsumiki apretaba aún más el peluche, como si se aferrara a la idea de que ese hombre frente a ella era su "papi".

Satoru, al darse cuenta de la tensión, dio un paso al frente y sonrió suavemente, aunque en sus ojos había una tristeza evidente. Se agachó para estar a la altura de Tsumiki, sus ojos azules brillando con una mezcla de ternura y culpa.

—Tsumiki, cariño, tú ya tienes a la mejor mami del mundo —dijo Satoru con una voz suave, tratando de explicarse de la forma más sencilla posible—. Yo solo quise pasar un rato contigo y... bueno, creo que me emocioné demasiado.

Tsumiki ladeó la cabeza, sin entender del todo. Sus pequeñas manos se aferraron al brazo de Satoru mientras murmuraba:

—Pero... tú dijiste que eras mi papi.

Las palabras de la niña cayeron como un peso en el ambiente. Suguru respiró hondo, sintiendo cómo su paciencia comenzaba a desmoronarse. Dio un paso hacia ellos, con su mirada fija en Satoru.

—No debiste decirle eso —dijo Suguru con firmeza, aunque su tono trataba de mantenerse calmado por Tsumiki. Luego se agachó junto a su hija—. Tsumiki, mi amor, Satoru no es tu papi. Es... —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Es solo un amigo.

Tsumiki miró a Suguru, luego a Satoru, claramente confundida. Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas, y su pequeña voz tembló mientras decía:

—Pero yo quiero que papi venga con nosotros...

Satoru se sintió aún más culpable al ver la carita de Tsumiki. Quería decir algo, pero sabía que cualquier cosa que dijera solo empeoraría la situación. Suguru, por su parte, sintió que su corazón se rompía al ver a su hija al borde del llanto.

—Tsumiki... —murmuró Suguru, acariciando su cabello con ternura—. Escucha, Satoru no puede venir con nosotros porque él tiene cosas que hacer. Pero eso no significa que no pueda verte de vez en cuando, ¿de acuerdo?

La niña sollozó un poco, secándose los ojos con sus manitas. Luego miró a Satoru con una mezcla de tristeza y esperanza.

—¿De verdad vendrás a verme? —preguntó, su vocecita quebrada por el llanto.

Satoru asintió, aunque su corazón se sentía pesado.

—Claro que sí, pequeñita —dijo con una sonrisa suave—. Pero por ahora, tienes que ir con tu mami, ¿está bien?

Tsumiki asintió lentamente, aunque aún parecía triste. Suguru la tomó en brazos y comenzó a caminar hacia el auto, pero antes de entrar, lanzó una última mirada hacia Satoru.

—Necesitamos hablar, Satoru. Esto no puede volver a pasar.

Satoru asintió en silencio, sabiendo que había cruzado un límite importante. Mientras veía a Suguru y Tsumiki alejarse, no pudo evitar sentirse más vacío que nunca.

Antes de que Suguru pudiera llevarse a Tsumiki al auto, la pequeña se soltó de su brazo con sorprendente rapidez.

—¡No me quiero ir sin ti, papi! —gritó con frustración, sus pequeñas piernas corriendo hacia Satoru mientras Suguru la seguía, alarmado.

—¡Tsumiki, espera! —exclamó Suguru mientras intentaba alcanzarla.

Pero la niña ya había llegado hasta Satoru, abrazándose con fuerza a su pierna como si no quisiera soltarlo nunca.

—¡No quiero! —gritó de nuevo, aferrándose aún más a él—. ¡No quiero quedarme sola!

Las palabras de Tsumiki resonaron con fuerza en el aire, como un golpe directo al corazón de Satoru. Este se agachó lentamente para quedar a su altura, y aunque intentaba mantener una sonrisa, sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

El alfa no podía evitar recordar aquel día en que Suguru lo había apartado de la pequeña. Había rogado, había suplicado poder verla, pero no se lo permitió. Ahora, mientras sentía los bracitos de Tsumiki rodearlo con fuerza, pensó en todo lo que se había perdido: su primer cumpleaños, sus primeras palabras, los momentos pequeños pero significativos que nunca volverían.

—Tsumiki... —murmuró Satoru con la voz rota, acariciando su cabello—. Mi pequeña...

Suguru llegó hasta ellos, jadeando ligeramente. Al ver a Satoru abrazando a su hija, su mandíbula se tensó.

—Tsumiki, suéltalo, cariño. Tenemos que irnos —dijo con firmeza, aunque su voz era suave, tratando de no asustar a la niña.

—¡No quiero! —gritó ella con más fuerza, enterrando su rostro en el pecho de Satoru—. ¡No quiero que papi se quede solo!

Satoru sintió que su corazón se rompía en mil pedazos al escuchar eso. No sabía si eran las palabras de una niña o un reflejo de lo que ella podía sentir al verlo, pero esa frase lo atravesó como una daga.

Suguru suspiró, pasando una mano por su rostro, tratando de calmarse. Estaba agotado emocionalmente, pero no podía permitir que la situación se descontrolara más.

—Tsumiki... Satoru no está solo. Él tiene su vida, y nosotros tenemos la nuestra. Es hora de irnos, mi amor —dijo Suguru, aunque evitó mirar directamente a Satoru.

—¡Pero él es mi papi! —insistió Tsumiki, mirando a Suguru con lágrimas en los ojos.

Satoru bajó la cabeza, tragando con dificultad. Cada palabra de la niña hacía que el peso de su ausencia durante esos años se sintiera aún más insoportable.

—Cariño... —murmuró Suguru, con un nudo en la garganta. No quería herir a su hija, pero tampoco podía ignorar la realidad.

Satoru finalmente levantó la vista, y su mirada encontró la de Suguru. Había dolor, culpa y una súplica silenciosa en esos ojos azules.

—Déjame despedirme de ella, solo un momento —dijo Satoru en un susurro, apenas audible.

Suguru dudó por un instante, pero asintió con un movimiento breve, dando un paso atrás.

Satoru volvió a mirar a Tsumiki, quien lo observaba con ojos brillantes y llenos de lágrimas.

—Mi pequeña... —dijo Satoru con voz temblorosa, acariciando su mejilla—. Te prometo que siempre voy a estar aquí para ti, aunque no esté cerca todo el tiempo. Pero ahora, tienes que ir con tu mami, ¿de acuerdo?

Tsumiki negó con la cabeza, apretando más su abrazo.

—No quiero...

—Shh... está bien —susurró Satoru, intentando calmarla mientras contenía sus propias lágrimas—. No me voy a ir a ningún lado. Siempre voy a estar en tu corazón, ¿sí?

Después de un rato, la niña finalmente aflojó su abrazo, aunque no dejó de mirar a Satoru con tristeza. Suguru la tomó suavemente en brazos, alejándola poco a poco mientras ella estiraba sus manitas hacia Satoru.

Cuando Suguru empezó a caminar hacia el auto, Satoru se quedó de pie, inmóvil, viendo cómo se alejaban. Una lágrima rodó por su mejilla mientras murmuraba para sí mismo:

—Tsumiki... lo siento.

Satoru permaneció en el mismo lugar, mirando cómo Suguru se alejaba con Tsumiki en brazos. La pequeña todavía estiraba sus manos hacia él, sollozando suavemente, y su voz quebrada seguía resonando en su mente.

Suguru colocó a Tsumiki en el asiento trasero del auto con cuidado, pero podía sentir la mirada de Satoru clavada en su espalda. Ese peso, esa tensión, era como una espina que no podía ignorar. Cerró la puerta con un suspiro y se giró hacia Satoru, quien seguía parado en la entrada, sin moverse.

—Satoru, no puedes seguir interfiriendo así —dijo Suguru con voz tensa, acercándose unos pasos hacia él.

El alfa de cabello blanco levantó la vista, y en su rostro no había rastro de la arrogancia que solía tener. Solo había tristeza, una mezcla de arrepentimiento y un amor que no sabía cómo manejar.

—No estoy interfiriendo, Suguru. Solo quería verla... solo quería estar con ella aunque fuera un momento. —La voz de Satoru estaba rota, y su tono era casi suplicante—. ¿Es tan malo querer ser parte de su vida?

Suguru apretó los puños, su mandíbula tensándose al escuchar esas palabras.

—Tú decidiste alejarte. Fuiste tú quien se fue, quien rompió todo... —Suguru respiró hondo, intentando calmarse—. ¿Sabes lo difícil que fue para mí? Criarla solo, explicarle por qué su "papi" nunca estaba, por qué no podía verlo...

—No voy a negar Satoru, yo te llegué a considerar parte de nuestra familia.

—¡Yo no me fui porque quise! —respondió Satoru de repente, dando un paso hacia él, su voz elevándose un poco. Luego se detuvo, tragando con dificultad para no perder la calma—. Sabes lo que pasó, sabes por qué tomé esa decisión.

—Eso no cambia nada, Satoru —respondió Suguru con dureza, aunque su voz también estaba teñida de dolor—. Tsumiki es mi prioridad, y no voy a dejar que vuelva a pasar por algo que pueda lastimarla.

Satoru bajó la mirada, derrotado. Sabía que no tenía derecho a exigir nada, pero la conexión que había sentido con Tsumiki ese día era algo que no podía ignorar.

—No quiero quitarte nada, Suguru —dijo al final, con un susurro—. Solo quiero... quiero que ella sepa que estoy aquí. Que puede contar conmigo.

Suguru lo miró en silencio durante un momento, debatiendo internamente. Parte de él quería seguir protegiendo a su hija, alejarla de cualquier cosa que pudiera traerle confusión o dolor. Pero otra parte, una más vulnerable, reconocía que Tsumiki también merecía saber la verdad, o al menos, tener la oportunidad de conocer al hombre que ella veía como su "papi".

—Tendremos que hablar de esto con calma, Satoru —dijo finalmente, su tono menos hostil—. No ahora, no hoy. Pero esto no puede seguir así.

Satoru asintió lentamente, aunque sabía que aquello era solo una pequeña esperanza.

—Gracias —murmuró, su voz apenas audible.

Suguru volvió al auto de Utahime, y se sentó en el asiento del copiloto. Desde el retrovisor, pudo ver a Tsumiki abrazando el peluche que Satoru le había comprado, sus ojitos todavía llenos de lágrimas. Suguru apretó los puños al igual que el ceño

Satoru se quedó de pie en el mismo lugar, viendo cómo el auto desaparecía en la distancia. Cuando finalmente ya no pudo verlo, soltó un largo suspiro y se pasó una mano por el rostro, limpiando las lágrimas que aún caían.

—Algún día, Tsumiki... —susurró para sí mismo—. Algún día todo será diferente.

Se giró y comenzó a caminar hacia su propio auto, aunque su corazón seguía pesando más de lo que podía soportar.

Mientras conducía, Satoru escuchó el sonido de su teléfono vibrando. Al ver el nombre de Utahime en la pantalla, suspiró pesadamente antes de contestar.

—¿Qué pasa, Utahime? —dijo con tono cansado, sin apartar la vista del camino.

Pero antes de que pudiera decir algo más, la voz furiosa de la alfa lo interrumpió.

—¡¿Qué demonios te pasa, Gojo?! ¿Cómo se te ocurre llevarte a la niña sin avisar? ¡¿Tienes idea del susto que me diste?! —Utahime apenas tomaba pausas para respirar mientras descargaba toda su ira.

Satoru, que ya estaba emocionalmente agotado, cerró los ojos un momento antes de responder con calma.

—Utahime, sé que estás molesta, pero no es tan grave como lo estás pintando. Solo pasé tiempo con Tsumiki. No la puse en peligro.

—¡¿No es grave?! —replicó ella, casi gritando—. ¡Gojo, desapareciste con ella! ¡Suguru estaba preocupado, y yo me sentí horrible por haberla perdido de vista! ¡Es una niña, no un juguete que puedes tomar y devolver cuando quieras!

El tono de Utahime era tan severo que incluso Suguru, que escuchaba la conversación desde el asiento de copiloto del auto, podía percibir cada palabra claramente. Tsumiki, abrazada a su peluche en el asiento trasero, miró a su madre con curiosidad.

—¿Mami? —dijo en voz baja, pero Suguru hizo un gesto para que permaneciera en silencio.

Satoru respiró profundamente, intentando contener la culpa que sentía mezclada con su propio enojo.

—Utahime, no necesito que me des un sermón. Ya sé que me equivoqué, ¿de acuerdo? Pero, por favor, entiende que no fue fácil para mí...

—¿Fácil para ti? —Utahime lo interrumpió, incrédula—. ¿Y qué hay de Suguru? ¿Qué hay de Tsumiki? Ella no entiende lo que pasa, y tú solo estás complicándolo todo al aparecer de la nada.

El silencio que siguió fue pesado. Satoru sabía que Utahime tenía razón, pero no podía evitar sentir que lo juzgaban sin tomar en cuenta sus sentimientos.

—...Solo quería verla, Utahime —dijo finalmente, con la voz quebrada—. Quería sentir que todavía puedo ser parte de su vida, aunque sea un poco.

Utahime, aunque seguía molesta, notó la tristeza en su voz. Suspiró profundamente, tratando de calmarse.

—Satoru... —comenzó con un tono más suave—. No puedes forzar las cosas. Si de verdad quieres estar en su vida, hazlo bien. Habla con Suguru, lleguen a un acuerdo. Pero no vuelvas a hacer algo así, ¿me escuchaste?

—Lo haré... —respondió Satoru con resignación—. Gracias, Utahime.

Ella colgó sin decir nada más, dejando a Satoru con un nudo en el estómago mientras seguía conduciendo.

En el auto de Utahime, Tsumiki observaba cómo su madre parecía perdida en sus pensamientos. Después de un rato, finalmente habló.

—Mami, ¿papi está triste?

La pregunta inocente de la niña hizo que Suguru se pusiera peor

—No te preocupes por eso, Tsumiki. Todo estará bien —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

Pero incluso mientras lo decía, sabía que la situación estaba lejos de estar resuelta.

Utahime los dejo en su casa y se despidió. Había Sido un día muy largo..

..

Al entrar a casa Suguru decidió ya hablar. —Tsumiki, hija.. Satoru solamente fue muy amable contigo, el no es tu padre-

Suguru suspiró. Su día se había complicado de maneras que no había previsto, y su paciencia estaba al límite. Había intentado todo lo posible para explicarle a Tsumiki que Satoru no era su padre, pero la niña se negaba rotundamente a creerle.

—¡Sí es mi papi! —gritaba ella con terquedad, abrazando su peluche con fuerza mientras lo miraba con el ceño fruncido —. Él me lo dijo, ¡y me compró este peluche!

Suguru se masajeó las sienes, tratando de calmarse. Sabía que gritarle o discutir con ella no resolvería nada.

—Tsumiki, escúchame —dijo con voz firme pero suave, girándose ligeramente para mirarla—. Satoru no es tu padre. Solo fue un amigo que conociste cuando eras más pequeña. Yo soy tu madre, ¿recuerdas?

La niña frunció los labios y desvió la mirada hacia la ventana, claramente molesta.

—Pero él me dijo que era mi papi... —murmuró en voz baja, con un leve temblor en su tono.

Suguru sintió una punzada de dolor al verla así. Sabía que esto no era fácil para ella, pero tampoco lo era para él. La presencia de Satoru en su vida, incluso por un momento, había removido heridas que pensaba que estaban cerradas.

—Sé que esto es confuso para ti, cariño —dijo después de unos segundos de silencio, intentando suavizar el tono de su voz—. Pero hay cosas que no siempre son como parecen. Yo siempre estaré aquí para cuidarte, ¿de acuerdo? No necesitas a nadie más.

—¡Pero yo sí quiero a papi! —replicó Tsumiki con lágrimas en los ojos, abrazando su peluche como si fuera su mayor tesoro.

Suguru sintió que algo dentro de él se rompía al escuchar esas palabras. No podía culparla; ella no entendía todo lo que había sucedido entre él y Satoru, ni todo el dolor que eso había traído a su vida.

Finalmente, suspiró profundamente y volvió a concentrarse en sus quehaceres. No tenía respuestas para darle en ese momento, y tal vez tampoco las tendría más adelante.

—Hablaremos más de esto luego, ¿de acuerdo? —dijo con un tono cansado.

La niña no respondió, solo se fue a su cuarto, secándose las lágrimas con las mangas de su suéter.

El resto del día había un silencio tenso, lleno de pensamientos no dichos y emociones contenidas. Suguru sabía que tendría que enfrentar a Satoru tarde o temprano, pero lo que más le preocupaba era cómo proteger el corazón de su pequeña mientras lo hacía.

...

Suguru no quería estar peleado con su hija, tocó la puerta con cuidado y paso
—Vamos, cariño —dijo con suavidad, pero la pequeña evitó mirarlo mientras sujetaba con fuerza el peluche que Satoru le había regalado

—¡No es justo, mami! —sollozó, en su cama mientras abrazaba su peluche con más fuerza—. ¡Yo lo quiero! ¡Yo quiero a mi papi!

Las palabras de Tsumiki golpearon a Suguru como un martillo. Se agachó frente a ella, tratando de calmarla.

—Tsumiki, por favor, escúchame... —intentó decir, pero la niña negó con la cabeza, su rostro empapado de lágrimas.

—¡Tú no entiendes! —gritó entre sollozos—. Él me quiere, ¡me compró juguetes y me dijo que soy su hija!, ¿Por qué no quieres a mi papá?, ¡Las familias se quieren!

Suguru cerró los ojos, conteniendo el dolor y la frustración que lo invadían. No quería perder la compostura frente a su hija, pero esto era demasiado. Había pasado años protegiéndola, dándole todo lo que podía, y ahora, en cuestión de horas, Satoru había logrado instalarse en su corazón.

—Tsumiki... yo te quiero más que nada en este mundo —dijo finalmente, con un tono lleno de emoción contenida—. He estado contigo desde siempre. Te he cuidado, he estado a tu lado en cada momento importante de tu vida.

La niña lo miró con sus ojos grandes y llenos de lágrimas, pero no respondió.

Suguru suspiró y tomó sus pequeñas manos entre las suyas.

—Sé que estás confundida, y es normal. Satoru es... alguien que fue importante para mí hace mucho tiempo. Pero él no es tu padre, cariño. Yo soy todo lo que necesitas, ¿de acuerdo?

Tsumiki apartó la mirada, pero no dijo nada más. Suguru sabía que no la había convencido, pero al menos había plantado la semilla de la duda.

—Vamos a lavarnos las manos antes de cenar —dijo, tratando de suavizar el momento.

La niña asintió débilmente y se levantó, todavía aferrada a su peluche. Mientras la ayudaba a lavarse las manos, Suguru no podía evitar preguntarse cómo iba a manejar esta situación.

...

Por otro lado, Satoru estaba sentado en el sofá de su apartamento, con la mirada fija en su teléfono. Había intentado concentrarse en cualquier cosa para despejar su mente, pero la imagen de Tsumiki llorando seguía persiguiéndolo. Había visto en ella la misma expresión que Suguru solía tener cuando discutían en el pasado: una mezcla de dolor, amor y frustración.

Tomó su teléfono y, después de dudar unos segundos, marcó el número de Suguru.

—¿Qué quieres? —respondió la voz fría de Suguru al otro lado de la línea.

Satoru tragó saliva, notando la hostilidad en su tono.

—Solo quería saber cómo estas tu y mi.. y tu hija—dijo, intentando sonar neutral.

Hubo un largo silencio antes de que Suguru respondiera.

Geto no respondió la primera pregunta
—Está bien, pero confundida. Gracias a ti.

—Yo... no quería causar problemas —dijo Satoru, su voz bajando un poco—. Solo... quería pasar tiempo con ella.

—Eso no era tu decisión, Satoru —respondió Suguru con dureza—. Ella es mi hija, y no puedes simplemente aparecer en su vida y confundirla.

Satoru sintió un nudo en el estómago.

—¿Sabes cuánto tiempo pasé sin saber de ella? Sin saber nada de ustedes dos... —su voz tembló ligeramente, pero rápidamente recuperó la compostura—. No puedes pedirme que me quede de brazos cruzados ahora que la he visto.

Suguru apretó los dientes, sintiendo cómo la ira se acumulaba en su interior.

—No estoy pidiendo, Satoru. Estoy exigiendo. Tsumiki no necesita más confusión en su vida.

El silencio que siguió fue tenso y pesado. Finalmente, Satoru suspiró.

—No quiero pelear contigo, Suguru —dijo con voz cansada—. Pero quiero ser parte de su vida. De tu vida en si..

—Eso no depende de ti —respondió Suguru antes de colgar la llamada, dejando a Satoru solo con sus pensamientos y una creciente sensación de vacío.

Suguru miró su teléfono después de colgar y suspiró profundamente. Sabía que esta no sería la última vez que Satoru intentaría acercarse a Tsumiki, y aunque quería protegerla, también sabía que tendría que encontrar una manera de manejar la situación sin romperle el corazón a su hija... ni al suyo propio.

Satoru estaba sentado en el sofá cuando Mei llegó a casa, soltando un largo suspiro de cansancio. La Omega se quitó los tacones y, sin pensarlo dos veces, se dejó caer junto a él, abrazándolo por la cintura.

—Tuve un día difícil, ¿sabes? —dijo con voz suave, buscando su calor y consuelo mientras inhalaba sus feromonas.

Satoru no respondió de inmediato. Se mantuvo rígido, mirando al frente con expresión seria. Mei no parecía notarlo o, quizás, prefería ignorarlo mientras hundía su rostro en su pecho, buscando alivio en su proximidad.

—Al menos podría decirme algo bonito después de todo lo que hago por nosotros —murmuró Mei, levantando la mirada hacia él con un dejo de reproche.

Satoru suspiró con fastidio, sin ocultar su incomodidad. Le devolvió un abrazo mecánico, carente de afecto, como si simplemente quisiera que terminara la escena.

—Me alegra que estés en casa, Mei —dijo al fin, su tono seco y desprovisto de emoción.

La Omega frunció el ceño, notando la indiferencia en su voz, pero decidió no insistir. Se apartó un poco, cruzando los brazos mientras lo miraba de reojo.

—A veces parece que no quieres que esté aquí —comentó con frialdad.

—No pongas palabras en mi boca —respondió Satoru rápidamente, evitando su mirada.

El ambiente se tensó, pero Mei, como siempre, prefirió no alargar la discusión. Después de todo, sabía que su unión no era algo que Satoru hubiera deseado desde el principio. Era un compromiso forzado, una alianza planeada por las familias para garantizar beneficios mutuos. Mei lo sabía, pero eso no hacía menos doloroso el rechazo constante de Satoru.

Cuando Mei finalmente se levantó para irse a la habitación, Satoru permaneció en el sofá, dejando escapar un suspiro profundo. Sin embargo, en lugar de relajarse, su mente divagó hacia otro lugar.

Suguru.

Sin quererlo, la imagen del Omega invadió sus pensamientos. Recordó el rostro de Suguru, su mirada furiosa cuando lo enfrentó por llevarse a Tsumiki. También recordó a la niña abrazándolo con fuerza, llamándolo "papi". Su corazón se contrajo al pensar en todo lo que había perdido y en lo poco que podía hacer para recuperarlo.

¿Qué estaría haciendo Suguru en ese momento?

La pregunta le quemaba en la mente. Quería verlo, aunque sabía que no debía. Pero había algo en ese vínculo roto con Suguru que aún lo mantenía atrapado. Algo que Mei, con todos sus intentos, jamás podría llenar.

...

Suguru estaba sentado en la oscuridad de su habitación, solo, con una botella de agua y varias pastillas en la mesita a su lado. Se veía agotado, como si el peso del día lo hubiera aplastado por completo. Sus manos temblaban ligeramente mientras tomaba una de las pastillas y la llevaba a su boca, intentando aliviar al menos un poco el dolor físico y emocional que lo consumía.

En la habitación contigua, Tsumiki dormía profundamente, abrazada al peluche que Satoru le había regalado. A pesar de todo, no lo soltaba, y el simple hecho de verla con ese juguete hacía que el corazón de Suguru se partiera en pedazos. La niña había preguntado por Satoru incluso antes de quedarse dormida, como si no pudiera sacarlo de su mente.

Suguru apoyó los codos en las rodillas, cubriéndose el rostro con las manos. El silencio de la noche se sentía ensordecedor, y sus pensamientos eran un torbellino incontrolable. Finalmente, dejó escapar un suspiro tembloroso y levantó la mirada hacia la ventana, sus ojos llenos de lágrimas.

—No sabes cuánto desearía que él fuera tu verdadero padre —murmuró, su voz quebrándose al pronunciar esas palabras.

Recordó los días en que aún tenía esperanzas de formar una familia con Satoru, esos momentos fugaces en los que el futuro parecía brillante y lleno de posibilidades. Había soñado con una vida juntos, con risas y felicidad. Pero todo se había ido al drenaje, arrastrado por el orgullo, los errores y las circunstancias que ninguno de los dos pudo controlar.

Suguru dejó escapar una risa amarga, casi inaudible, mientras se pasaba una mano por el cabello desordenado. ¿Qué quedaba ahora? Solo los restos de un amor que nunca llegó a ser lo que él había soñado.

Se levantó lentamente, sintiendo su cuerpo pesado y desgastado. Caminó hacia la habitación de Tsumiki y se detuvo en la puerta, observándola dormir. La niña se veía tan tranquila, tan inocente, abrazando el peluche con una pequeña sonrisa en su rostro. Una sonrisa que no pudo evitar asociar con Satoru.

—Ojalá no me odiaras por esto —susurró, sus ojos llenándose nuevamente de lágrimas.

Apretó los puños y se dio la vuelta, regresando a su habitación. El dolor en su pecho no hacía más que intensificarse, y mientras se recostaba en la cama, cerró los ojos con fuerza, esperando que las pastillas hicieran efecto pronto. Pero sabía que ni siquiera eso sería suficiente para calmar el caos que llevaba dentro.

Suguru decidió ir al mercado a comprar algo para la comida del día siguiente. Quería distraerse después del tormento emocional que había sido ese dia

Mientras recorría los pasillos, distraído, sintió un pequeño impacto en su costado. Al bajar la mirada, vio a un niño con cabello rosado y ojos vivaces que lo miraba con una sonrisa enorme.

—¡Mami! —exclamó el niño con entusiasmo, abrazándose a Suguru.

Geto parpadeó, completamente desconcertado.

—¿Hola, pequeño? —preguntó con una sonrisa amable mientras se agachaba para ponerse a su altura—. ¿Te perdiste? ¿No está tu mamá cerca?

Antes de que el niño pudiera responder, una voz fuerte resonó desde el otro extremo del pasillo.

—¡Choso! —gritó un hombre alto con cabello rosa, que corría apresuradamente hacia ellos.

El hombre llegó, agitado, y recogió al niño en sus brazos.

—Lo siento mucho —se disculpó rápidamente, inclinando la cabeza—. Supongo que lo confundió con su… madre.

Suguru soltó una risa suave, intentando no incomodarlo.

—No se preocupe, es normal. Es un niño muy simpático.

El hombre rió, acomodando a su hijo en brazos.

—Gracias. Aunque, para ser honesto, creo que Choso está algo confundido porque… bueno, ustedes se parecen bastante.

Suguru arqueó una ceja, algo divertido, pero sin tomarlo en serio.

—Seguro es pura coincidencia.

Antes de que pudiera añadir algo más, escuchó pasos firmes acercándose desde detrás del hombre. Cuando levantó la mirada, se quedó helado.

Allí estaba alguien que parecía una versión casi idéntica a él, salvo por una cicatriz prominente en la frente. Y un rostro facil más.. calmado pero siniestro a la vez,  Suguru sintió como si estuviera viéndose en un espejo.

—Querido—murmuró la figura, mirándolo con una mezcla de curiosidad y confusión—. ¿Quién es él?

El hombre alto se giró hacia Suguru, algo apenado por no haber preguntado antes.

—Oh, lo siento. Ni siquiera sé su nombre.

—Suguru Geto, un placer conocerlos —respondió Suguru, inclinándose ligeramente.

El hombre asintió, con una sonrisa amable.

—Soy Jin Itadori, este pequeño es mi hijo Choso, y… él es mi esposo, Kenjaku Kaori.

Suguru parpadeó al escuchar el nombre, asintiendo con educación.

—Vaya, ya veo por qué dijo que nos parecíamos. Es impresionante.

Kenjaku lo miró con una sonrisa ladina y, tras unos segundos, preguntó:

—¿Eres un Alfa?

Suguru negó con la cabeza, sonriendo con suavidad.

—No, soy un Omega.

Ambos hombres parecieron sorprendidos, aunque pronto sus expresiones volvieron a la normalidad. La conversación fluyó con facilidad después de eso. Hablaron de la familia, de la crianza de Choso y de lo rápido que crecía el pequeño.

—¿Y quién de los dos llevó el embarazo? —preguntó Suguru con curiosidad tras un rato de charla.

Jin sonrió ampliamente y señaló a su esposo.

—Fue Kenjaku

—Oh, entonces también eres un Omega —dijo Suguru, sorprendido.

Kenjaku soltó una risa baja, casi siniestra.

—No exactamente. Soy un Alfa, pero puedo regular mi casta… y, bueno, dar a luz si lo considero necesario.

Suguru no pudo evitar reír por lo inusual de la confesión.

—Eso sí que es algo único.

Kenjaku sonrió, sus ojos brillando con algo de picardía.

—Lo haría mil veces si eso significara tener hijos con Jin. Oh, ¡cómo amo que me domine y me haga sentir en el cielo!

Jin rodó los ojos con una sonrisa divertida, acostumbrado al carácter teatral de su esposo.

Suguru rió, intentando ignorar el tono provocativo de Kenjaku.

—Y… ¿qué tal fue ser madre primeriza? —preguntó, intentando cambiar de tema.

Kenjaku dejó de sonreír y su expresión se volvió sombría.

—El proceso fue una tortura. Vomitar durante semanas, sentir que mi cuerpo no era mío… fue repugnante. Pero —miró a Jin, su mirada suavizándose—, si es para darle un hijo a él, lo haría otra vez.

Jin sonrió, acariciando el rostro de su esposo, que se sonrojó ligeramente.

—No hay palabras para describir cuánto lo amo. Enamorados es un término demasiado simple para lo que siento por él.

Kenjaku desvió la mirada, claramente avergonzado por las palabras de Jin.

—¡Jin! —protestó, aunque su tono estaba teñido de afecto.

Mientras la pareja compartía un beso en el medio del mercado, Suguru se quedó en silencio, una tristeza amarga invadiéndolo. Verlos tan felices y unidos solo le recordaba lo que nunca había tenido.

Ninguno de los Alfas con los que estuvo lo enlazó ni formó una familia con él. Satoru fue un cobarde. Toji… Toji lo había enlazado, pero luego lo abandonó.

—¿Y usted tiene una familia? —preguntó Jin, sacándolo de sus pensamientos.

Suguru forzó una sonrisa.

—Sí, tengo una hija.

—¡Qué lindo! —exclamó Kenjaku, genuinamente interesado—. ¿Y quién es el padre?

Suguru bajó la mirada, su sonrisa tornándose melancólica.

—Nos abandonó. Pero no importa. He sabido sacarla adelante con o sin Alfa.

Kenjaku lo miró con admiración.

—Eres increíblemente fuerte, Geto. Estoy seguro de que, en algún momento, encontrarás a alguien que te haga sentir lo que los humanos llaman… ¿cómo era? Ah, sí, mariposas en el estómago.

Suguru sonrió, aunque no pudo evitar notar lo extraño de la forma en que Kenjaku describió las emociones humanas. No lo cuestionó, agradecido por las palabras de aliento.

Por primera vez en mucho tiempo, Suguru sintió que tal vez había una pequeña esperanza para él, aunque aún no la encontrara.

Suguru se despidió de la pareja después de una agradable conversación en el mercado, pero Kenjaku, con una sonrisa astuta, le insistió para que los acompañara a su casa. Aunque Suguru no estaba acostumbrado a aceptar invitaciones tan rápido, algo en la calidez de la pareja y en la curiosidad por conocer más a Kenjaku le hizo decir que sí.

—Por favor, Geto-san, será un gusto tenerlo como invitado. Además, Choso parece haberle tomado cariño —dijo Jin con una sonrisa tranquila mientras acomodaba a su pequeño hijo en brazos.

—Bueno, no quiero incomodarlos, pero aceptaré —respondió Suguru, esbozando una ligera sonrisa mientras ambos pagaban sus compras en el mercado.

Al salir, Jin ayudó a Kenjaku y a Suguru a subirse al coche mientras él acomodaba las bolsas en el maletero. Kenjaku tomó asiento junto a Suguru en la parte trasera, sosteniendo al pequeño Choso, que no dejaba de moverse y balbucear, lleno de energía.

—Choso, cariño, cálmate un poco —dijo Kenjaku con paciencia mientras el niño trataba de agarrar los mechones sueltos del cabello de Suguru.

—Está bien, no se preocupe. Es un niño muy curioso, ¿no? —Suguru sonrió, observando cómo Choso lo miraba fijamente con sus grandes ojos oscuros.

Kenjaku asintió, entreteniendo al pequeño mientras Jin conducía. Durante el trayecto, los tres conversaron sobre sus experiencias como padres. Suguru compartió algunos detalles sobre Tsumiki, mientras Kenjaku hablaba de las noches agotadoras con Choso, haciendo que ambos rieran al recordar las dificultades de la crianza.

—Hubo noches en las que sentí que no podía más, pero Jin siempre estaba ahí para ayudarme. Aunque, sinceramente, Choso tiene un apetito insaciable... —comentó Kenjaku, suspirando.

Suguru rió suavemente. —Tsumiki también me dejó seco en varias ocasiones. A veces me preguntaba cómo podía comer tanto.

El ambiente se llenó de risas y anécdotas compartidas hasta que llegaron a la casa de la pareja. Jin se apresuró a abrir la puerta, invitando a Suguru a entrar primero.

—Por favor, siéntase como en casa. Voy a preparar algo de té para ustedes —dijo Jin, dejando las bolsas en la cocina antes de dirigirse hacia los armarios.

Kenjaku llevó a Suguru hasta la sala y lo invitó a sentarse en un sofá cómodo. La casa estaba decorada con detalles cálidos y familiares: fotos enmarcadas, juguetes esparcidos y muebles bien cuidados. Choso comenzó a gatear por la sala, buscando entre sus juguetes favoritos mientras su madre lo observaba con cariño.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Suguru, intrigado al ver la energía del pequeño.

—Tiene dos años, y ha sido un reto enorme... pero Jin ha sido mi mayor apoyo en todo este proceso —respondió Kenjaku, suspirando mientras recordaba las noches sin dormir y el agotamiento.

Suguru lo escuchó con atención mientras Kenjaku le contaba cómo Jin se quedaba despierto con él, ayudándole cuando Choso no dejaba de llorar o de demandar atención.

—Esas noches son terribles, pero al final, cuando los ves sonreír, todo vale la pena —comentó Suguru, sonriendo al recordar los momentos felices con su hija.

—¿Y usted? —preguntó Kenjaku con curiosidad—. ¿Cómo ha sido criar a Tsumiki solo?

Suguru bajó un poco la mirada, pensativo. —Ha sido difícil, pero ella es mi mayor motivo para seguir adelante. No me importa lo que tenga que pasar con tal de verla feliz.

Kenjaku lo observó con cierta admiración y asintió. —Eres un padre increíble, Suguru.

En ese momento, Jin entró en la sala con una bandeja de té y algunos bocadillos. Colocó la bandeja sobre la mesa frente a ellos y sirvió las tazas con una sonrisa tranquila.

—Aquí tienen, algo para relajarse un poco —dijo mientras se sentaba junto a Kenjaku, colocando una mano cariñosa sobre su hombro.

Suguru tomó su taza y agradeció en silencio. Mientras tanto, Choso se acercó gateando hacia él, sosteniendo un pequeño juguete de madera que levantó hacia Suguru con una sonrisa tímida.

—¿Esto es para mí? —preguntó Suguru, tomando el juguete con cuidado.

El niño asintió, y Suguru rió suavemente, devolviéndole el juguete al pequeño, que regresó gateando hacia su madre.

—Parece que le agradas, Suguru. No suele compartir sus juguetes con nadie —comentó Kenjaku con una sonrisa.

—Es un niño encantador —respondió Suguru, sintiéndose más relajado en compañía de la pareja.

Jin lo observó con una expresión amable y dijo: —Sabes, Suguru, creo que mereces encontrar a alguien que te apoye tanto como Kenjaku me apoya a mí. Es admirable todo lo que haces por tu hija, pero no está mal aceptar ayuda o compañía de vez en cuando.

Suguru se quedó pensativo, bajando la mirada hacia su taza.

—Supongo que tienes razón... pero por ahora, mi prioridad es Tsumiki.

Kenjaku, notando la leve melancolía en su tono, decidió intervenir para aligerar el ambiente.

—Suguru, deberías venir a visitarnos más seguido. Estoy seguro de que Choso estaría encantado de verte, y podrías tomarte un respiro aquí con nosotros.

Suguru sonrió, agradecido por la invitación. —Gracias, lo consideraré.

La tarde continuó llena de conversaciones animadas y risas, y por un breve momento, Suguru se permitió imaginar cómo sería tener una relación tan fuerte y equilibrada como la de Jin y Kenjaku. Sin embargo, una pequeña punzada de soledad permaneció en su interior, recordándole que, aunque estaba acostumbrado a estar solo, quizás no estaba destinado a permanecer así para siempre.

Suguru se levantó del sillón después de una tarde agradable, en la que había compartido risas y buenas charlas con Kenjaku y Jin. La casa estaba tranquila, el pequeño choso dormía plácidamente en los brazos de Kenjaku, y la calidez del momento le dio una sensación de paz a Suguru. Aún así, sabía que era hora de irse.

—Debería irme ya. Fue un placer conocerlos, en serio. Gracias por su hospitalidad —dijo Suguru, poniéndose de pie y sonriendo con gratitud.

Kenjaku asintió, cuidadosamente colocando a Choso en el sillón para evitar despertarlo. —El placer fue nuestro, Suguru. Por favor, mantengámonos en contacto. Nos encantaría verte de nuevo.

Jin acompañó a Suguru hasta la puerta, donde se despidieron cordialmente. Antes de que se fuera, Kenjaku se acercó, ofreciéndole un pequeño papel con su número. —Mantengámonos en contacto, no quiero que sea la última vez que charlamos —dijo con una mirada sincera.

—Lo haré, gracias —respondió Suguru, sonriendo, antes de salir.

La puerta se cerró detrás de él, y el silencio llenó la casa. Jin observó cómo Kenjaku acomodaba a choso en su cuna portátil, con una sonrisa suave en su rostro, y no pudo evitar sentirse profundamente atraído por su esposo.

—Te ves tan bien con él —comentó Jin con voz baja y tierna, admirando cómo Kenjaku, con tanta ternura, cuidaba de su hijo.

Kenjaku le sonrió con picardía, levantando la mirada hacia Jin. —¿Ah, sí? Bueno, si no fuera por ti, Jin, estaría desbordado —respondió, acercándose a él de manera juguetona.

Jin, un poco sorprendido por el tono de su esposo, lo miró fijamente. —¿Qué estás haciendo? —preguntó, sin poder evitar una sonrisa nerviosa.

Kenjaku se acercó aún más, rozando ligeramente sus labios contra los de Jin. —Solo pensaba en lo afortunado que soy de tenerte, de cómo me haces sentir... —dijo con una sonrisa cómplice.

Jin se sonrojó, sin saber cómo responder. Kenjaku, sin perder la oportunidad, continuó con tono travieso. —Sabes, lo que más me gustaría... es tener otro hijo. Me imagino lo increíble que sería —dijo, guiñándole un ojo.

Jin, un poco desconcertado, dejó escapar un suspiro. —No sé, cariño... no estoy muy seguro —dijo, aunque sus palabras no eran del todo firmes.

Kenjaku hizo un pequeño puchero, fingiendo desilusión. —Oh, qué pena... y yo que pensaba que tendríamos otra gran aventura —dijo, haciendo una pausa y luego sonriendo. —Bueno, no importa, tal vez otro día.

Jin, algo tentado por la actitud juguetona de Kenjaku, decidió no dejarlo escapar. Se acercó rápidamente, levantando a su esposo en brazos con una sonrisa traviesa. —Si tanto lo quieres, no quiero escuchar queja si te duele—dijo en tono serio, aunque su expresión delataba lo contrario.

El corazón de Kenjaku latió más rápido ante el gesto de Jin. Su rostro se iluminó de emoción. —¡Oh, por favor, Jin!~—exclamó, sintiendo una mezcla de anticipación y felicidad.

Jin subió las escaleras con su esposo en brazos, dejándolo en la cama antes de cerrar la puerta con suavidad. El ambiente se llenó de una emoción palpable, mientras Kenjaku miraba a su esposo con una sonrisa de complicidad.

—Lo disfrutaré como nunca —murmuró Kenjaku, justo antes de que Jin lo besara, sellando el momento de ternura y amor compartido entre ambos.

La habitación estaba envuelta en una tenue penumbra, con apenas la luz de la luna colándose entre las cortinas. Jin se inclinó sobre Kenjaku, quien estaba recostado en la cama, con una sonrisa tranquila y sus ojos oscuros brillando con picardía.

—No me mires así, sabes que no puedo resistirme —murmuró Jin, rozando su nariz contra la de su esposo antes de capturar sus labios en un beso lento y profundo.

Kenjaku soltó una suave risa entre el beso, rodeando el cuello de Jin con sus brazos y atrayéndolo más cerca. —¿Y quién dijo que quería que te resistieras? —susurró, su voz impregnada de un tono juguetón.

Jin no pudo evitar reír suavemente, mientras sus manos se deslizaban con delicadeza por el cuerpo de Kenjaku, apreciando cada detalle como si fuera la primera vez. Sus dedos trazaban líneas imaginarias sobre su piel, haciéndolo estremecer bajo su toque.

—No sé cómo lo haces... Siempre logras que me pierda en ti —confesó Jin en voz baja, mientras depositaba un beso suave en el cuello de su esposo, sintiendo cómo este se relajaba bajo sus caricias.

Kenjaku inclinó la cabeza hacia un lado, dejando que Jin continuara con su exploración. —Tal vez es porque sabes que te pertenezco, Jin. Siempre lo he hecho —respondió, su tono suave pero lleno de intención.

La confesión de Kenjaku pareció encender algo en Jin, quien lo miró a los ojos con una intensidad que hizo que el aire entre ellos pareciera cargarse de electricidad. —Eres demasiado bueno conmigo —dijo Jin, inclinándose para besarlo nuevamente, esta vez con más urgencia, como si quisiera transmitir todo lo que sentía a través de ese gesto.

Kenjaku correspondió con la misma pasión, perdiéndose en la conexión que compartían. Sus manos comenzaron a explorar el cuerpo de Jin, trazando cada línea y cada curva con familiaridad y deseo.

—¿Y tú crees que no me das todo lo que necesito? —preguntó Kenjaku, su voz un susurro mientras sus labios se movían contra los de Jin.

Jin se separó ligeramente, apoyando su frente contra la de su esposo mientras tomaba un momento para respirar. —A veces me pregunto si puedo darte tanto como tú me das...

Kenjaku negó con suavidad, acariciando el rostro de Jin con una mano. —No lo cuestiones, Jin. Lo único que quiero es esto... Tú, yo, y nuestra familia —dijo con una sonrisa cálida, inclinándose para depositar un beso suave en sus labios.

Jin se quedó en silencio por un momento, asimilando las palabras de su esposo. Luego, su expresión se suavizó, y una sonrisa apareció en su rostro. —Entonces, ¿qué dices si hacemos que nuestra familia crezca un poco mejor más?

Kenjaku abrió los ojos ligeramente sorprendido, antes de que una amplia sonrisa iluminara su rostro. —¿Hablas en serio?

Jin asintió, inclinándose para susurrar en su oído: —Siempre que estés listo, estoy dispuesto a intentarlo.

Kenjaku no pudo evitar reír suavemente, emocionado por las palabras de Jin. —Claro que estoy listo. Siempre lo he estado.

La conversación se desvaneció en un mar de risas, besos y caricias, mientras ambos se entregaban al momento, reforzando el vínculo que los unía. La noche se volvió suya, un recordatorio de que, a pesar de los desafíos y las dificultades, el amor que compartían era lo único que realmente importaba.

Gemidos de Kenjaku salían de la habitación. Mientras se aferraba a los brazos fuertes de Jin. Este daba movimientos lentos Pero fuertes, haciendo llorar de placer al Alfa de abajo. —¡A-Ah!~ ¡Mierda!..—musito. abriendo los ojos mirando como Jin sonreía dulcemente mientras seguía con sus movimientos. —Deberias bajar más el volumen querido.. si los vecinos nos vuelven a escuchar-

Fue interrumpido por el Alfa. —¿Crees que me importa lo que diga los Tsukumo?—alzo una ceja—Tsk.. veo que te importa lo que piense la demás gente de nosotros—dijo molesto. —Sabes que, ya no quiero continuar.—y con esto se zafó de la unión que tenía con el alfa. El cual se quedó confundido —¡E-eh cariño!, oh vamos.. no te enojes, sabes que me importa lo que tú sientas—intento acercase al Alfa que estaba en el borde de la cama desnudo con los brazos cruzados. —Pff.. lo dices por qué lo sientes o por qué ya te la dejé parada y te duele?—le miro de reojo molesto. Jin intento no reírse, este se acercó al otro —Vamos mi amor.. sabes que nunca me pondría en tu contra.

Kenjaku rodó los ojos molesto, —Si como no.—

—¡Ya querido perdóname!—rogo Jin abrazándolo de la cintura. El Alfa seguía molesto. —Ah.. ¿dónde habrá quedado ese Alfa que conocí?, Que en nuestra luna de miel me ahorcó mientras me rompia sin pudor..—dramatizo. Jin por su parte rio. Este por detrás se acercó seductoramente. —Si tanto deseas que sea así contigo, debías decirlo desde un principio.

Y así Jin tumbó a la fuerza a Kenjaku el cual se sorprendió, su pelo negro se esparció por toda la cama. Se sonrojo al ver como sus piernas eran abiertas. Miro a Jin el cual sonreía. —¡J-Jin era una broma- ¡A-AH!~—Abrio sus ojos sintiendo una de las buenas razones por la cual nunca podía enojarse con su esposo. Su sonrisa se formó.. riendo y disfrutando.

<< Por lo mientras Choso veía la tele a maximo volumen para no escuchar los gemidos de su madre, la cual parecía gata en celo. Este estaba tomando su jugo mientras comía galletas.  Cuando escuchaba nuevamente esos sonidos raros que venían del cuarto se sus padres —¡AH JIN, P-PARA!~ ¡Ngh!..—Chosito apretó el control molesto no solo por qué su progama estaba siendo obstruido por los gritos de su madre, si no por qué Yuki, de seguro empezaría a hacerle burla >>

(Nota: Kenjaku lo disfruto, y ya pronto aparece nuestro gallo Yüji (⁠ ⁠˘⁠ ⁠³⁠˘⁠), Pero bueno AMO ESTA PAREJAAA DIOSSS Aclaro que aquí, Kenjaku se parece a Geto beibe. Me gustaría k un día Satoru lo confunda con Geto jekeje sería curioso ver la reacción del ctm albino, k vea como un papasote como Jin se lo detona JEKEJAK UYY)

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Y obviamente kmo regalo de navidad tenía que actualizar jekeje, les deseo una feliz navidad. Y pues sin nada más que decir me despido

Byess mis lectores 💗💗

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