𝟭𝟭. the art of charmspeak










GAME OF SECRETS
❪ act one: capítulo once ❫

❛ el arte del embrujahabla


















Venus no podía conciliar el sueño.

Seguido le sucedía que cuando tenía hambre no podía dormir, daba vueltas en la cama de un lado a otro hasta que en algún punto se quedaba inconsciente o, de estar en su casa, bajaba a la cocina y en secreto se comía la crema de maní que su tía guardaba allí para ocasiones de emergencia. Pero ahora no estaba en su casa, sino en un tren al que se habían colado ilegalmente gracias a que ella había encantado al señor de los boletos para que se los diera gratis.

La cama que le había tocado era la de más arriba, así que no podía hacer ningún movimiento brusco o se golpearía con el techo de la cabina, o se caería al suelo, lo que ella había calculado (usándose a sí misma como unidad de medida), eran aproximadamente tres metros de altura. Corría el riesgo de quebrarse más que una uña si no tenía cuidado.

Abrazó su estómago, por encima del sobre de dormir que la envolvía, cuando este rugió indicándole que debía ingerir algo pronto o, de lo contrario, el malestar sería peor. Comúnmente habría masticado un chicle hasta que la sensación de hambre se le pasara, pero no tenía ninguno. Los chicles habían quedado en el bolsillo de su mochila, la mochila que quedó en el autobús del que escaparon en la estación de servicio al huir de las Furias, para posteriormente caminar dos horas en medio de un bosque y acabar llegando a la guarida de Medusa, a la que Percy había decapitado antes de que Venus y él discutieran.

Había sido un día muy largo. Intentó recordar que era lo último que había ingerido y resultó ser un licuado de banana que había hecho en la cocina de Medusa. No se había atrevido a probar ninguno de los postres que estaban en la mesa, así que prefirió irse por algo saludable. Además, si la comida llegaba a estar envenenada, ¿quién envenenaría una banana? Era muy poco probable.

Aun así, no bastó para que su estómago dejara de reclamar comida.

En eso escuchó la voz de Percy.

—Oye, ¿estás dormida?

Venus se congeló en su sitio, incluso contuvo la respiración para no generar ningún ruido que alertara a Percy de que estaba despierta. ¿Qué probabilidad había de que él lo supiera ya? Venus creía que estaba dormido, aunque tampoco era como si le hubiese prestado demasiada atención.

—Sí. —Esa fue la voz de Annabeth.

Venus soltó el aire que estaba reteniendo, lentamente para no llamar la atención. Si Annabeth lo distraía, ella podía seguir en su papel de bella durmiente.

Percy se decepcionó un poco cuando no fue Venus quien respondió. Acababa de despertarse de una de sus extrañas pesadillas y creyó que escuchar la voz de la chica lo calmaría, como acostumbraba hacer. La había visto removerse desde el asiento (donde él había acomodado su sobre de dormir a falta de otra cama) y creyó que estaba despierta. No fue así.

—Tú y Thalia eran cercanas ¿no? —preguntó Percy, dado que ahora tenía que llenar el silencio con algo. No quería volver a dormir, al menos no en los minutos próximos.

Annabeth no respondió de inmediato, pero dijo que si, acentuando la s con un tono de duda. Claramente el nombre de Percy no encabezaba la lista de personas con las que se sentiría cómoda hablando del tema.

—¿Y cómo era ella?

—¿Por qué?

Venus sintió la incomodidad comenzar a brotar desde donde estaba Annabeth, dos camas más abajo que la suya.

—Fue la última niña prohibida antes de mí, ¿no? Debió pasar por las mismas cosas.

—Era valiente, porque sabía que era una niña prohibida pero no le importó —dijo Annabeth, remplazando la incomodidad con nostalgia—. Cuando Luke y Thalia me encontraron, Luke me cuidó de inmediato, pero con Thalia tuve que ganarlo.

—Ah. ¿Por eso fuiste dura conmigo? —preguntó Percy—. ¿Tengo que ganármelo?

—Sí... tal vez.

—Eso no me hace mucho sentido, la verdad.

—¿Qué parte?

—Su manera de hablar, cómo los dioses quieren que pensemos, el quemar una ofrenda para que te presten atención, tener que vencer a Clarisse sólo para que mi padre admita que es mi padre —suspiró con la mirada fija en la cama de Venus, no la veía, sólo mechones de su cabello castaño que estaban esparcidos por su almohada y eran visibles por la luz de la luna que se colaban entre la cortina de la ventanilla—. No debería funcionar así. La gente que te quiere no debería tratarte de esa forma.

—¿Quieres saber cómo terminé sola en las callen en primer lugar? —Annabeth debió interpretar el silencio de Percy como una invitación a que siguiera hablando, así que lo hizo—. Yo era como un regalo para mi padre. Así funciona con Atenea, nacemos de un pensamiento en su mente y somos dados a un compañero con quien siente una conexión —suspiró, sumergiéndose en sus memorias—. Por un tiempo, fui tratada como un regalo. Mi padre me cuidaba, me amaba, estoy segura... Luego conoció a una mujer, ellos tuvieron más hijos y para ella, yo no era un regalo, era un problema. Así que me fui. Tenía siete —otro suspiro—. Los dioses no piensan de esa forma, son los demás. Con los dioses conoces las reglas, muestras respeto y están de tu lado sin importar nada.

—No todos —dijo, pensando en la cantidad de chicos que había amontonados en la cabaña 11, no sabía qué sería de ellos si Hermes no les brindara hospedaje, y aún sabiendo esto, Luke no lo había pintado como padre del año.

Annabeth jugó con sus dedos por fuera del sobre.

—A veces también es cuestión de suerte, supongo —meditó bien sus palabras—. Algunos reciben todo el amor sin hacer nada, pero no puedes culpar a los dioses por tener hijos favoritos. Ellos están ocupados lidiando con otras cosas importantes, está bien que recurran a nosotros de vez en cuando.

Percy se preguntó si para un padre existía algo más importante que sus hijos, obviamente sabía que la respuesta era sí, pero creía que no debía serlo. Tener hijos sólo para ¿enviarlos a hacer sus recados? ¿Y mientras tanto dejarlos esperando en la cabaña 11? No le parecía justo.

—Sonaste molesta, ¿te gustaría que tu madre te prestara más atención?

—Ella me ama —contestó a la defensiva.

—No dije que no lo hiciera.

Annabeth suspiró, sabiendo que debía calmarse.

—A veces pienso en cómo es Afrodita con sus hijas, con Venus en especial; nunca ha tenido que hacer algo para que su madre la notara, hasta donde recuerdo. —Pareció darse cuenta que sus palabras podían estar siendo ofensivas—. No me mal entiendas, no es envidia, amo a mi madre y sé que se preocupa por nosotros, es sólo que algunas veces desearía que fuera más... desinteresada.

Lo dijo casi con miedo, como si le preocupara que Atenea la oyera y la reprendiera por expresar lo que sentía. Era una diosa exigente, los demás dioses siempre esperaban lo mejor de ella, por lo que ella esperaba lo mejor de sus hijos, nada menos que la perfección.

A Annabeth a veces le resultaba abrumadora.

En el fondo, sabía que buscaba formas de convencerse a sí misma de que Atenea la valoraba porque ya no podía contar con su padre para hacer eso. Pero el amor de los dioses siempre tenía un precio alto.

—Sí... —Percy estuvo de acuerdo.

No había sabido nada de su padre en años y Poseidón sólo lo reclamó porque necesitaba que encontrara el rayo de Zeus y así evitar una guerra. No se imaginaba a Afrodita pidiéndole algo como eso a Venus ni en sus sueños más locos, y eso que nunca había visto a la diosa. Aunque, por alguna razón, presentía que se parecía mucho a Venus.

Por algo debía de ser su favorita, ¿no?

Entonces sus pensamientos saltaron hacia otra cosa: ¿qué esperaba Afrodita de sus hijas? Pensó en la cosa más superficial que se le pudiera ocurrir, que era que fuesen bien vestidas a comprar el pan, pero luego sus neuronas hicieron sinopsis y supuso que todas ellas debían de tener a alguien que les comprara el pan.

Percy no se imaginaba a Venus comprando medialunas en la panadería de la esquina de la cuadra en la que vivía.

Escuchó a alguien removerse en su sobre de dormir.

—¿Grover, estás despierto? —preguntó Percy.

—Ahora sí, gracias —dijo con voz somnolienta y, evidentemente, sin el mejor humor.

—¿Estás bien?

—Se pone gruñón si no duerme bien —respondió Annabeth.

—Si pini griñin si ni duirmi bien —murmuró Grover, dándose la vuelta para quedar mirando hacia la pared y tapándose las orejas con la almohada—. Quiero ver que hacen si despiertan a Venus. Las hijas de Afrodita se ponen como locas si les interrumpen su sueño de belleza.

Okey, eso había sido muy estereotípico para el gusto de Venus, ella no se molestaba porque le arruinaran su sueño de belleza, ella se molestaba cuando no la dejaran dormir las ocho horas que necesitaba una persona para funcionar correctamente durante el día.

Percy agudizó la vista en torno a Venus, pero esta no dio señales de estar despierta, eso lo tranquilizó.

—Si, mejor ya vamos a dormirnos —sugirió Percy, sin querer darle otra razón a Venus para estar enfadada con él.

—Mírenlo —se burló Grover—, ya sé con qué asustarte la próxima.

Percy lanzó una almohada que impactó contra la espalda de Grover. El sátiro baló lastimoso.

—Cierra el hocico, intento de cabra, la vas a despertar —chistó Percy en un susurro alto.

Annabeth ahogó su risa en su propia almohada para no ser muy ruidosa, aunque llegó a ser oída por Venus, esta última prefirió no dar señales de que los estaba escuchando.

—No habías estado en una misión con él —dijo Annabeth, la diversión aún se notaba en su voz—, es diferente a una escuela refinadita.

—¿Refinadita? ¿Qué es refinadita? Tú eres refinadita —balbuceó Grover, dándose vuelta nuevamente. Ahora su cabeza colgaba de la cama—. Tengo hambre —protestó medio dormido.

El estómago de Venus reaccionó ante las palabras del sátiro, como si hubiera recordado que también necesitaba llenarse de alimentos. Venus exhaló con fuerza, giró hacia la pared y se hizo bolita, rezándole a Hipnos que la dejara dormir al menos hasta que amaneciera.





























❪ ➶ ❫






























Al día siguiente, Venus se despertó al sentir la cola de Prometeo golpear su rostro repetidas veces, lo empujó lejos de su cara y el perro acabó acurrucado en sus piernas. La cabina era iluminada por los rayos del sol que lograban colarse por la ventanilla pese a la cortina que la cubría, dando un aspecto cálido al lugar y, al mismo tiempo, logrando que Venus quisiera darse media vuelta y seguir durmiendo.

Por desgracia para ella, Annabeth hizo que todos se levantaran y ordenaran sus cosas; enrollando los sobres de dormir y acomodando las camas para que otra vez funcionaran como asientos de cabina. Prometeo quedó allí dentro para evitar que correteara por los pasillos y disturbara a los demás pasajeros mientras el cuarteto se dirigió al vagón comedor para desayunar.

—Faltan dos días para llegar a Los Ángeles. Suficiente tiempo antes de la fecha límite para llegar al Inframundo —comentó Grover.

—Te olvidas de que no es sólo llegar. Hay que recuperar el rayo y llevarlo hasta el Olimpo, eso queda en Nueva York —Venus recordó algo que todos parecían pasar por alto.

Ya habían acabado de comer y la mesa estaba exenta de platos y cubiertos.

—¿Puedo hacer una pregunta tonta? —dijo Percy, se notaba algo cohibido.

Annabeth lo observó con los ojos entrecerrados.

—Es como si quisieras que me burlara de ti.

Venus, que estaba sentada a su lado, pero con la vista puesta en la pradera que se extendía a ambos lados de las bigas de tren, la pateó discretamente por debajo de la mesa.

—Dime —lo animó Grover, sentado a la derecha de Percy.

—Nunca he ido a Los Ángeles en mi vida —dijo—. Uhm, imagino que ustedes tampoco han ido allí, con excepción de Venus, pero aun así ¿cómo vamos a saber a dónde iremos?

—Ni idea —la calma de Grover sorprendió a Percy—. Pero, ese es el paso treinta y siete y apenas vamos en el paso cuatro. Cruzamos ese puente al llegar.

—Si vas a dar un salto tan largo espero que sepas cómo aterrizar —murmuró Venus sin mirar a nadie.

Grover no entendió a qué se refería.

—Ella quiere decir que es arriesgado dejar todo a la incertidumbre —explicó Annabeth. También se sentía más segura cuando tenía un plan que seguir, en lugar de ir improvisando sobre la marcha.

—¿O sea que mi pregunta no era tan tonta después de todo? —Percy alzó las cejas y le mostró a Annabeth una media sonrisa de suficiencia.

Annabeth rodó los ojos, pero no le respondió, en su lugar, volteó a ver a Venus y dijo:

—Debimos dejarlo en el sótano con las estatuas.

Percy frunció el ceño, ofendido, pero antes de que pudiera replicar al comentario, Venus habló.

—¿Conoces el mito de Procrustes? —Había dejado de lado el paisaje para centrar su atención en Percy—. También se le conoce como ‹‹El Estirador››. En la antigüedad ofrecía posada a los viajeros solitarios y, mientras estos dormían, los ataba de pies y manos a la cama y los "ajustaba" hasta que encajaran: si eran demasiado altos, les cortaba las manos, pies y cabeza; si eran de baja estatura, los estiraba hasta desgarrarlos. —Percy formó una expresión de dolor de tan sólo imaginar aquello—. En algunas versiones, es un gigante, pero todas coinciden en que era hijo de Poseidón. Teseo lo mató atrapándolo en una de sus camas y cortándole la cabeza.

—Y eso nos importa porque...

—En la actualidad, Procrustes es dueño de una tienda de camas de agua —explicó—. Hay una entrada al Inframundo en la parte trasera.

—¿Cómo lo sabes?

—Sólo lo sé —respondió Venus, restándole importancia.

—Bien... —cedió Percy, aunque esa última respuesta no lo había convencido del todo—. Pregunta de seguimiento —dijo, y esta vez no le dio importancia a las expresiones de Annabeth—. ‹‹Al final, no lograrás salvar lo más importante.›› En Jersey les dije que el Oráculo me dijo que la misión fracasaría y no lo han mencionado. ¿No creen que deberíamos tomarnos más en serio esas palabras y...? —Dejó la pregunta a medias cuando sus ojos captaron algo a través de la ventanilla—. Oigan, ¿ya vieron? ¿Esos son...?

—Centauros —completó Venus, fascinada con lo que veían sus ojos. Aquella imagen era digna de ser retratada en un cuadro para ser admirada por los amantes del arte en las galerías.

—Nadie puede verlos —dijo Percy luego percatarse de que ningún otro pasajero miraba hacia la pradera.

—Es por la niebla.

Las criaturas galopaban libres en la colina, como manadas más numerosas lo habían hecho siglos atrás, antes de que Pan, el dios de lo salvaje, desapareciera.

Grover le contó esto a Percy, junto con cómo los humanos se habían encargado de saquear y destruir el reino de Pan desde que este ya no estaba para protegerlo. Le dijo también, que los sátiros más valientes se esmeraban por conseguir una licencia de buscador para partir en la búsqueda de Pan; ningún sátiro había regresado con vida jamás, pero cada uno debía mantener la esperanza en que, un día, el dios de lo salvaje volvería y arreglaría las cosas.

—Tu tío al que encontramos con Medusa, Ferdinand, ¿era buscador? —le preguntó Percy.

Grover asintió en silencio, sin apartar la vista de la ventana. No quería ver las miradas de compasión de sus amigos, en su lugar, prefería observar la familia de centauros perderse más y más en la distancia.

Annabeth retomó el rumbo de la conversación al notar el ambiente pesaroso.

—El Oráculo no dijo que la misión fracasaría; ‹‹no lograrás salvar lo más importante››. Podrían ser muchas cosas —dijo, tratando de mantenerse optimista—. Así son las profecías, así es como funciona el destino. No sabes qué significa; entre más quieras entenderlo, entenderlo se vuelve más complicado. A veces debes dejar que llegue a ti cuando estés listo.

—Disculpen... —todos alzaron la cabeza para observar al guardia de cabina parado junto a su mesa—, sus boletos, por favor.

Annabeth se los dio al hombre que, tras revisarlos, mostró una cara poco amigable.

—¿Su cabina es la 17B?

Venus y Annabeth se miraron la una a la otra, coincidiendo en que ninguna tenía idea de qué podía haber pasado.

Venus esperaba que todo aquello no fuese porque Prometeo se hubiese meado en la alfombra del tren.

Todos se pusieron de pie y siguieron al oficial por los estrechos pasillos del transporte. Annabeth y Grover iban justo detrás de él, pero Venus y Percy estaban más apartados, hablando en susurros.

—No me dijiste cómo conseguiste los boletos.

Venus suspiró, no tenía ganas de hablar con él, pero lo conocía y sabía que no dejaría de insistir hasta obtener una respuesta.

—Convencí al tipo para que nos los dieran.

Percy parpadeó asimilándolo.

—¿Gratis?

—No, a cambio le ofrecí uno de los huevos dorados de Prometeo.

—Sarcasmo, que original —se burló, y era tonto viniendo de alguien que cada dos frases, una era sarcástica, así que esperaba que ella se riera con él. No fue así.

—Si, pues, si no fuera por mi poca originalidad, no habríamos pasado Trenton —se cruzó de brazos y aceleró el paso, llegando casi a pisarle los talones a Annabeth.

Percy quiso darse una palmada en la frente, ¿por qué nada le salía bien cuando se trataba de Venus?

—Fue un chiste, no te haría mal reírte de los chistes.

—Oh, ¿así que ahora soy una amargada? —preguntó, llevando una mano a su pecho, ofendida.

—¡No fue lo que dije! —gritó por lo bajo Percy, con sus manos apretadas formando puños. Discutir con Venus lo exasperaba.

—Oigan...

—¡¿Qué?! —dijeron a la vez.

Grover tragó saliva y retrocedió un paso, visiblemente nervioso. No dijo nada, solamente apuntó con su dedo índice la cabina en la que ellos habían pasado la noche.

Al ver dentro, quedaron estupefactos, parecía como si un tornado hubiera pasado por allí: había un hoyo en el medio de la ventana y los cristales estaban esparcidos por todos lados, el tapiz de las paredes estaba rasguñado en hileras de tres, como si un tigre o algún animal de esa estirpe se hubiese limado las garras con la pared, los colchones también estaban arañados, y ni hablar de las almohadas, todo lo que quedaba de ellas eran retazos de las fundas de telas.

En medio de todo el caos se encontraba Prometeo, sentado en el suelo y agitando la cola, tenía entre sus dientes lo que antes era una almohada. Cuando el guardia del tren quiso acercarse, le mostró los colmillos y protestó con un gruñido que quedó sofocado por el bramante.

El hombre los miró dándoles a entender que estaban en problemas, pero los cuatro no hicieron más que verlo con la incredulidad pasmada en sus facciones.

—¿Ese perro es de ustedes?

—O sea, sí. Pero... —comenzó Venus.

Para sorpresa de todos, Percy fue quien la interrumpió.

—Escuche, ¿oficial?, yo soy el primero que quiere una excusa para deshacerse de ese conejo deforme, pero no es posible que crea que todo este desastre lo hizo esa bola de pelos —saltó en defensa de Prometeo, apuntando hacia el animal—. Mírelo, con ese tamaño entra en uno de los bolsos de mano de Venus, el hocico no le alcanza ni para morderme un dedo, y créame, lo intentó.

Venus no creía que decir eso ayudara a limpiar la imagen de su caniche, pero valoró que Percy lo intentara.

—Es evidente que no fue el perro —coincidió el oficial.

—Obvio, duh.

Tampoco era muy difícil darse cuenta.

—Tenemos un testigo que afirma haber escuchado la ventana romperse y luego voces de niños.

—Espere, ¿cree que fuimos nosotros? —Percy frunció el ceño—. ¿Por qué haríamos algo así? Además, ¿cómo? —su tono dejaba en evidencia que le parecía una acusación estúpida.

—Señor, cuando salimos para desayunar todo estaba intacto. No sabemos qué fue lo que pasó —dijo Grover, tratando de que les creyera.

Prometeo terminó de desplumar la almohada y se desplazó hasta llegar a los pies de Venus.

Annabeth volteó a ver a la mujer que estaba hablando con otro oficial a dos metros de donde estaban parados, parecía estar dando su testimonio. Debían esperar que se alejara para poder librarse de los policías.

—¿A qué hora salieron de la cabina?

—¿Estamos bajo arresto? —preguntó Annabeth, examinando el interior de la cabina.

—No te conviene usar ese tono, niña —recomendó el oficial, con las manos sobre sus caderas y los brazos como jarras.

Annabeth repitió la pregunta, esta vez con un tono rudo y demandante, y pronto se encontró discutiendo con el oficial, mientras Percy hacía un intento inútil como conciliador. Lo único que faltaba era que Grover se pusiera a cantar su canción del consenso de sátiros y ya podían ir saludando un psicólogo infantil.

De repente, Annabeth dejó de reclamar al ver a la mujer ser escoltada a otro lado por el segundo policía. Le hizo un gesto a Venus que ella supo interpretar adecuadamente.

—Entonces ¿estamos bajo arresto o no? Es que me perdí, ¿no podemos objetar? Me gusta usar palabras de abogado —Venus procuró fingir sorpresa e inocencia mientras bombardeaba al hombre con información, sin darle tiempo de procesarla—. Además, en dicho caso, tenemos el derecho de llamar a un abogado y ustedes están en la obligación de comunicarse con nuestros padres, ya que somos menores de edad. Le deseo suerte con esto último, nada más mire al pobre chico de aquí —dijo, e hizo un ademán hacia Percy—, su padre fue a comprar leche y se perdió en las góndolas. Muy triste.

Percy asintió, pero con la cabeza gacha y un pequeño puchero, siguiéndole la corriente.

—Le juro, oficial, que no hicimos nada —Venus mantuvo contacto visual con el hombre mientras, con su pie, barría a Prometeo hasta ocultarlo detrás de sus piernas—. Todo esto es un simple mal entendido, hay muchos niños a bordo del tren, pudo ser cualquiera de ellos haciendo una mala broma —mientras más hablaba, más convencido se veía el oficial, quien asentía lentamente con la cabeza—. Así que caso cerrado, somos inocentes y quedamos absueltos de toda culpa. ¿Está de acuerdo?

El oficial miró un momento la pared, sin pestañear, con los labios entre abiertos y postura rígida. Venus casi podía ver la señal de ‹‹cargando›› dar vueltas sobre su cabeza.

Entonces volvió a dirigir su atención a Venus.

—Tiene razón, me disculpo por haberles causado molestias. Lo más seguro para ustedes ahora es que esperen en el vagón comedor mientras preparan otra cabina —dijo, con un tono más amable.

Venus le mostró una sonrisa angelical de labios cerrados y rápidamente recogió a Prometeo en sus brazos para llevarlo junto con ellos al otro vagón.

Mientras Percy procesaba lo que acababa de suceder.

































❪ ➶ ❫



























Los cuatro habían vuelto a su antigua mesa en el vagón comedor. Prometeo caminaba en círculos entre sus piernas sin salir de debajo del mesón. El oficial al mando había dejado un colega encargado de vigilarlos, aparentemente por su seguridad. Esta iba y venía por el pasillo.

—Eso que hiciste antes con el guardia, ¿fue lo mismo que hiciste con el señor de los boletos? —le preguntó Percy a Venus.

Ella asintió.

—Es asombroso —exclamó, fascinado.

Venus frunció los labios y alzó sus celas, sus ojos no demostraron asombro alguno, más bien parecía aburrida.

—¿Cómo lo haces?

—Cosas de hija de Afrodita —no dio más detalles.

—¿Y funciona con todos? —preguntó, obteniendo un asentimiento como respuesta—. Prueba conmigo.

Una sonrisa involuntaria se deslizó por los labios de Venus, aunque los selló rápidamente para disimular. Le hacia gracia la capacidad casi nula de Percy de percibir el peligro o cuando una situación podía salírsele de las manos. Prácticamente le estaba entregando control completo de sí mismo.

Abrió la boca para decir algo, ni siquiera sabía qué, sólo algo para molestarlo, como introducir un dedo en su oído y luego chuparlo, o chuparse un dedo y luego introducirlo en su oído. Pero entonces sintió la mano de Annabeth apretar su rodilla y retuvo las palabras antes de formularlas.

—Él no quiere que lo hagas —dijo, como si de antemano supiera que Percy iba a arrepentirse de su petición.

—No, si quiero.

Annabeth le envió una mirada para que se callara.

—No, no quieres —advirtió con firmeza—. En especial cuando ella está molesta contigo. Los encantos de Afrodita son peligrosos.

Percy pasó su vista de Annabeth a Venus, buscando alguna señal de molestia en su rostro, pero esta ultima lo observaba con una expresión serena, brindándole una sonrisa de labios cerrados que alcanzaba sus ojos, causando que pequeñas arrugas se formaran en torno a las comisuras de estos. Nadie que la viese en ese momento pensaría que estaba enfadada, todo lo contrario, daba la impresión de que no lastimaría ni a una mosca. Entonces Percy se dio cuenta de que no era capaz de distinguir cuando Venus estaba realmente feliz o enojada. Eso lo asustó.

El recuerdo de ser incapaz de moverse lo golpeó, junto a las palabras que Quirón le habia dicho en el campamento: ‹‹Eso, es el encanto de una hija de Afrodita en su máximo esplendor››. Un escalofrío lo recorrió entero.

—Entonces... ¿estamos haciendo tiempo hasta descubrir que es un hombre lobo o...? —dijo Percy, sintiendo la necesidad de cambiar de tema.

Por los altavoces se anunció que el tren llegaría a la estación de San Luis en diez minutos.

Annabeth y Venus torcieron su torso hacia atrás y echaron un vistazo al oficial de policía, pero volvieron a su posición inicial cuando no notaron nada raro.

—Él no es un monstruo —susurró Annabeth.

—No lo sé —dijo Grover en el mismo tono.

—¿No lo sabes? —Venus enarcó una ceja, su mirada y su voz fueron carentes de emociones—. Se supone que tú eres quien puede olerlos.

Grover recostó su espalda al asiento y se encogió en sí mismo.

Percy frunció el ceño ante esto.

—Pues si él no es un monstruo, ¿qué está pasando? ¿Por qué destrozarían nuestra cabina?

—Estaban buscando algo... tal vez —dijo Grover, con sus ojos fijos en la mesa.

—No tenemos nada —dijo en un susurro elevado.

—Las personas que creen que le robaste el rayo a Zeus no piensan lo mismo —susurró devuelta Annabeth.

—Cierto. —Percy maldijo para sus adentros.

—Lo bueno es que no van a encontrar algo que no tenemos —dijo Venus.

—¿Y lo malo?

Venus observó a Percy, tratando de descifrar si lo había preguntado en serio, pero él la miraba fijamente esperando una respuesta.

A su lado, Annabeth rodó los ojos.

—Lo malo es que quieren matarte —dijo Venus en tono obvio.

—También cierto —murmuró Percy, como si acabara de acordarse.

—Como sea —habló Annabeth, omitiendo un comentarios sobre la idiotez del chico—, lo importante ahora es mantener un perfil bajo hasta llegar a Los Ángeles. No podemos...

Se calló cuando sintió una mano posarse en su hombro, giró su cabeza, sobresaltada, (al igual que todos), y se encontró con la mujer que había visto antes charlando con el oficial: era alta y flaca, y pese a que se distinguían arrugas en su cara, daba la impresión de que era todavía más joven de lo que aparentaba.

—¿Les molesta si me siento? —preguntó tras disculparse por interrumpirlos. Todos guardaron silencio y Venus quiso decirle que se fuera, pero una ola de repulsión la golpeó y tuvo que mantener su boca cerrada para contener las repentinas ganas de vomitar—. Pobres niños, sus padres no están aquí ¿o si? —volvió a preguntar, tomándose la libertad de sentarse junto a Percy, dejando a Grover apretado junto al cristal de la ventana. La mujer observó su bolso, de donde se oyó el llanto agudo de un perro—. ¿Verdad, preciosa? Los niños se asustan cuando están solos.

Prometeo se acurrucó contra las piernas de Venus y no dio indicios de querer separarse de ellas.

—Está bien, yo soy mamá. —Venus quiso decirle que eso a nadie le importaba, pero la bilis volvió a subir por su garganta y se obligó a tragar. La mujer les dedicó una sonrisa comprensiva que tenía el objetivo de transmitirles seguridad, pero no hizo más que inquietar a las chicas, quienes estaban sentadas frente a ella—. Seguro tienen mucho miedo —volteó y le habló al oficial que los custodiaba—. ¿Disculpe, le importaría darnos un poco de espacio? Creo que los incomoda.

Venus maldijo en sus adentros cuando el oficial asintió y se apartó hacia el otro extremo del pasillo, ¿no se supone que estaba allí para cuidarlos? ¿Cómo se le ocurría dejarlos solos con una extraña con complejo de sonrisitis? Se rascó la nariz ligeramente con su dedo índice y luego dejó descansando el dedo sobre sus labios, como si hacer eso evitara que el vómito se escapara de su organismo a su menos distracción.

Annabeth notó el gesto y dejó sus ojos fijos en la mujer, eso la tranquilizó un poco.

—Quiero decirles que lamento haberlos acusado de provocar el alboroto de allá, los oficiales ya me notificaron de mi error —se disculpó en general, pero su atención estaba puesta en Venus al momento de pronunciar sus últimas palabras, como si supiera que eso había sido obra suya.

Venus sintió sus párpados pesarle y cada vez le costaba más volver a abrir los ojos después de un parpadeo. Percy notó esto y con la mirada le preguntó si estaba bien, a lo que ella cambió su mano de posición, para que ahora su mentón descansara en su palma y sus dedos estuvieran amoldados a la forma de su mejilla, y asintió sonriendo como si no pasara nada, pero sus ojos aún lucían cansados.

—Así que quiero aprovechar este momento para decirles algunas cosas que necesito que entiendan —siguió hablando con una sonrisa, claramente falsa, al menos desde la perspectiva de Venus. Ella tenía todo un catálogo de sonrisas de ese estilo, se le hacía fácil distinguirlas en otras personas.

Las ganas de vomitar se volvieron más intensas, y no entendía por qué. Sentía una sensación de desprecio, tal vez asco, camuflada en el aire, como si alguien hubiera rociado un perfume con dicha fragancia y el olor la estaba llevando al límite. Sabía que la mujer frente a ella (más bien frente a Annabeth) tenía algo que ver, porque hasta que apareció en su vista, no había sentido nada. La examinó entera, desde sus ondas de peluquería barata hasta la blusa que llevaba puesta debajo de ese saco de lana de la temporada pasada. No, esperen, ¿o era de la anterior? Fijó su vista en el diseño, tratando de acordarse en qué revista lo había visto, pero se encontró con algo más interesante.

—¿Eso que tiene en el saco, son cristales? —Tal vez debió de haberlo preguntado de una manera más sutil, pero su vista comenzaba a nublarse, dándole la impresión de que los cristales de vidrio adquirían un leve destello.

La sonrisa de la mujer se congeló en su rostro.

—No rompieron la ventana desde el interior de la cabina, alguien la rompió desde el exterior —concluyó Grover.

La sensación de repudio se intensificó aun más, ahora Venus podía distinguir que emanaba directamente de la mujer.

Se escucharon gruñidos provenir del interior del bolso de la mujer, y a la vez este comenzó a sacudirse por sí solo. La señora se levantó del asiento y quedó en cuclillas frente bolso.

—Ya sé, ya sé, corazón, eres impaciente —le habló a este con voz suave, incluso cariñosa—. Oh, prepárate porque ya casi —se puso de pie y alternó su vista entre los cuatro con falsa pena—. No es su culpa, pero, por desgracia, van a tener que pagar los errores que sus padres cometieron.

—Oiga, señora —habló Percy, ya un poco harto de la situación—, no sé quién sea, pero creo que ya sé que es. Peleamos con monstruos como usted y los vencimos a todos.

—Monstruos como yo —rio, llevándose una mano al pecho. La siguiente vez que habló, su voz dejó de ser indulgente y dio paso a un tono más grave—. Bueno, pues claro que son como yo. Eran mis hijos.

—La madre de los monstruos —la voz de Grover tembló.

Tenían frente a ellos a la mismísima Equida.

La criatura dentro del bolso comenzó a gruñir más alto, demandando atención de su madre. Equidna lo calmó y volvió a concentrarse en ellos.

—Monstruo —saboreó la palabra mirando específicamente a Percy—. Que rara palabra considerando que mi abuela es tu bisabuela y esto siempre ha sido un asunto familiar.

Venus casi podía ver los engranajes en la cabeza de Percy tratando de armar su árbol genealógico.

—Es esposa de tu tío abuelo.

—Ah... ¿que bien?

—Aunque la verdad considero que el semidiós es la criatura más peligrosa, disruptiva y violenta —continuó su monólogo, ignorando la pequeña interrupción—. Si mi existencia tiene un fin, es el de detener la labor de los monstruos que son.

El bolso volvió a gruñir alto.

—Mi criaturita no es más que una bebé —dijo Equidna, dando su atención al bolso por un momento, antes de devolverla al cuarteto—. Hoy serán sus presas. ¿Ya tienen miedo? Tranquilos —se sentó en los asientos del otro lado del pasillo—, el miedo es natural, y también es esencial para la cacería; su miedo, su duda, su confusión...

Venus comenzó a percibir una sensación de excitación que le erizó los bellos, era evidente que esta cacería en la que ellos eran las presas entusiasmaba mucho a Equidna. Por un momento pensó, en su estado de indisposición, que la sensación le recordaba a lo que ella sentía cuando jugaba con los secretos de la gente. Se preguntó si ella también dibujaba esa sonrisa de loca que la estaba perturbando en ese momento. Esperaba que no.

Annabeth comenzó a deslizar su daga de bronce fuera de la funda, lenta y discretamente para no alertar a Equidna.

—Quería que ustedes entendieran qué es lo que pasaba para que ella rastreara el olor. —Claramente se refería a cualquier cosa que se encontrara metida en el bolso, y por algún motivo, el echo de que fuera un bolso de mano no hizo que Venus se preocupara menos—. Para que aprenda y crezca, porque eso es lo que una buena madre hace por sus hijos. Ustedes no sabrían.

Los gruñidos se volvieron más profundos, como los de un león bebé, aunque Venus nunca había escuchado rugir a uno. Vieron que el cierre del bolso comenzó a abrirse por sí solo, pero no dejaba nada del interior a la vista.

—Aquí es cuando corren —avisó Equidna, cuan una sonrisa ancha en su rostro.

Venus se mareó en el instante en que se puso de pie, sintió como si su estómago se hundiese y apoyó su peso en el borde de la mesa, mirando hacia el pasillo. Annabeth fue lo suficientemente rápida al apartarse cuando Venus se inclinó hacia delante y expulsó todo lo que había comido en el desayuno.

—Que asco —murmuró Equidna, viendo el vómito esparcido en la moquete de color azul y sobre su calzado.

—Al menos le hice un favor —dijo Venus, con la respiración agitada y restos de vómito en el labio que no tardó en remover con la manga de su chaqueta—. Esos zapatos eran horrendos.

En eso, emergiendo desde el interior del bolso, una cola de reptil con la punta parecida a la de un escorpión atacó contra Percy, dándole una puntada en el hombro con el aguijón. Annabeth no tardó en saltar hacia la cola y enterrarle su daga de bronce, haciendo que la criatura aullara de dolor y Equidna chillara preocupada por su hija.

Los cuatro salieron del vagón comedor a toda prisa hacia el pasillo, abriendo y cerrando las puertas en su camino para frenar el paso del monstruo. Estaban tan enfocados en alejarse lo más posible que no se habían dado cuenta de que el monstruo no tenía prisa por atraparlos.

El que sí tenía prisa era Prometeo, al que sus patitas tan cortas le dificultaban seguirles el paso. Venus vio esto y en un movimiento rápido lo envolvió entre sus brazos sin parar de correr.

Dejaron atrás varias cabinas antes de que Grover se detuviera abruptamente, obligando a los demás a hacer lo mismo. Se puso frente a Percy y, con cuidado, retiró el aguijón de su hombro, el que, al parecer, ni el propio Percy había advertido que tenía.

—¿Alguno sabe qué monstruo tiene aguijones? —preguntó Annabeth, notablemente alterada por el miedo.

—¿Mantícora? —sugirió Venus, tratando de recordar las figuras de las cartas de mitomagia.

La respuesta no tranquilizó a ninguno.

—¿Te sientes bien? —le preguntó Annabeth.

—Creo que sí, ¿por qué? —Percy hacía presión en su hombro herido, estaba agitado y eso se veía reflejado en su respiración.

—Porque te atacaron, idiota, ¿en serio hay que explicarte todo? —se exaltó Venus, su tono fue tan mordaz como pretendía.

Percy tragó saliva sintiéndose más tonto de lo normal.

Entonces el tren se sacudió violentamente y las luces del pasillo parpadearon. Todos voltearon hacia la última puerta que habían cerrado de manera que las ventanillas de todas las puertas quedaran alineadas, mostrándoles un pasillo aparentemente vacío, pero los pasos que resonaban en la cabina les indicaron que sí había algo deambulando por allí.

La ventanilla de una puerta, cuatro puertas más allá de donde estaban, se quebró y se hizo añicos, luego comenzó a abrirse lentamente. Por los altavoces se anunció que el tren haría una parada de emergencia.

Los cuatro volvieron a correr hacia la única dirección que podían. Escaparon por la primer puerta que encontraron abierta. Cruzaron las vías de tren y se internaron en las calles de la ciudad.



































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XOXO, Aria

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