Capítulo I








Capítulo I






Artemisa aseguró que se acercaba el alba, pero nadie lo diría: todo está más oscuro, más frío y nevado que nunca.

Allí en la colina, las ventanas de Westover Hall siguen oscuras. Me pregunto si los profesores ya habrán advertido la desaparición de los hermanos Di Angelo. Prefiero no estar aquí cuando lo descubran. Con mi suerte, seguro que el único nombre que la señorita Latiza recordaría sería el mío, y entonces me convertiría en víctima de una cacería humana por todo el país. Otra vez.

Las cazadoras levantan el campamento tan deprisa como lo han montado. Ellas parecen tan tranquilas en medio de la nieve, pero yo aguardo tiritando mientras Artemisa escudriña el horizonte por el este. Bianca se ha sentado más allá con su hermano. Ya se ve la expresión sombría de Nico, quien le explica su decisión de unirse a la Cacería. Desde luego, ella ha sido muy egoísta al abandonar a su hermano de esa manera.

Thalia y Grover se acercan, deseosos de saber lo que ha ocurrido durante mi audiencia con la diosa. Cuando se lo cuento, Grover palidece:

— La última vez que las cazadoras vinieron al campamento, la cosa no fue demasiado bien.

— ¿Por qué se habrán presentado aquí? —me pregunto—. Quiero decir, ha sido como si surgieran de la nada.

— ¡Y Bianca se ha unido a ellas! —dice Thalia, indignada—. La culpa la tiene Zoë. Esa presumida insoportable…

— ¿Cómo vas a culparla? —dice Grover, suspirando—. Toda una eternidad con Artemisa…

Thalia pone los ojos en blanco.

— Son increíbles los sátiros. Todos loquitos por Artemisa. ¿No comprendéis que ella nunca va a corresponderles?

— Es que… le va tanto la onda de la naturaleza… —responde Grover, casi en trance.

— Estás chiflado —espeta Thalia.

— Me chifla, sí —dice Grover, soñador—. Es cierto.

El cielo empieza a clarear por fin. Artemisa murmura: — Ya era hora. ¡Es tan perezoso en invierno!

— ¿Estás esperando, eh… la salida del sol? —le pregunto.

— Sí, a mi hermano.

No quiero ser grosero. Es decir, conozco las leyendas sobre Apolo (otras veces, Helios) conduciendo por el cielo el gran carro del sol. Pero también sé que el sol es una estrella situada a no sé cuántos millones de kilómetros. Ya he asimilado la idea de que algunos mitos griegos fueran ciertos, pero, vamos… no logro imaginarme cómo se las arregla Apolo para conducir el sol.

— Si tenemos suerte, también la habrá traído a ella —suelta de repente Artemisa y mi ceño se frunce levemente.

— ¿A ella? —repito, más confundido que antes—. ¿Quién es ell…?

Antes de que pudiera continuar, un destello brilla en el horizonte y enseguida una gran ráfaga de calor que se mezcla con el frío de la colina como si estuvieran en una batalla sincronizada, luchando por el dominio temporal. La hierba pasa de derretirse a congelarse otra vez, y así durante varias secuencias seguidas que dejarían loco a cualquier biólogo.

— No mires —me advierte Artemisa—. Hasta que haya aparcado.

— ¿Aparcado?

Desvío la vista y veo que los demás hacen lo mismo. La luz y el calor se intensifican hasta que me da la sensación de que mi abrigo va a derretirse. Y entonces, la luz se apaga.

Me vuelvo. No puedo creerlo. ¡Es mi coche!

Bueno, el coche con el que sueño, para ser exactos. Un Maserati Spyder descapotable rojo. Es impresionante. Resplandece. Aunque enseguida comprendo que relumbra porque la chapa está casi al rojo. La nieve se ha derretido alrededor del Maserati en un círculo perfecto, lo cual explica que yo note los zapatos mojados y que de repente pise hierba verde.

El conductor baja sonriendo. Parece tener diecisiete o dieciocho años y, por un segundo, tengo la incómoda sensación de que es Luke, mi viejo enemigo. El mismo pelo rubio rojizo; el mismo aspecto saludable y deportivo. Pero no. Es más alto y no tiene ninguna cicatriz en la cara, como Luke. Su sonrisa resulta más juguetona. (Luke no hace más que fruncir el ceño y sonreír con desdén últimamente) El conductor del Maserati lleva tejanos, mocasines y una camiseta sin mangas.

— Wow —se asombra Thalia entre dientes—. Qué calor irradia este tipo.

— Es el dios del sol —digo.

— No me refería a eso.

Cuando estaba a punto de preguntarle a que se refiere, algo más saliendo del coche llama mi atención.

Al girarme, la veo: es una mujer, alta y esbelta. Parece tener la misma edad que el conductor, pero a diferencia de él, ella no baja sonriendo. Al contrario, su rostro permanecía serio y sin ninguna clase de expresión, fue como si estuviera mirando directamente a una estatua de mármol del Museo Metropolitano de Arte al que Quirón nos llevó dos años atrás, en Yancy.

La mujer tiene el cabello ondulado y blanco, tanto que podía haberlo confundido perfectamente con un montón de nieve sobre su cabeza, no parecen ser canas pero tampoco un tinte artificial. Me doy cuenta de que lleva una túnica de satén blanca por debajo de un quitón azul que envuelve su cuerpo.

Sin embargo, sus ojos grises y fríos se posan en mí tan pronto como me encuentro observándola, pero al instante aparta la mirada, como si no hubiera merecido la pena darme un segundo de reconocimiento.

— ¡Hermanita! —grita Apolo. Sus dientes son más blancos que el cabello de la mujer a su lado y creí que nos cegaría por un momento—. ¿Qué tal? Nunca llamas ni me escribes. Ya empiezo a preocuparme.

Artemisa suspira. — Estoy bien, Apolo. Y no soy tu hermanita.

— ¡Eh, que yo nací primero!

—¡Somos gemelos! ¿Cuántos milenios llevamos discutiendo…?

— Bueno, ¿qué pasa? —la interrumpe—. Tienes a todas las chicas contigo, por lo que veo. ¿Necesitáis unas clases de arco?

Artemisa lo ignora y centra su mirada en la mujer detrás de Apolo, la cual se encuentra mirando con asco los rastros de suciedad y sangre en la ropa de las cazadoras: — Hola, Iclyn. Me alegro de verte.

Iclyn desliza sus ojos hacia la diosa, como si por fin reparara en su presencia y creo ver el atisbo de una sonrisa que desaparece tan pronto como se percata.

— Hola, Artemisa.

Su tono es frío, al igual que la expresión en su rostro, pero mantiene un tono cordial. Intento rebuscar rápidamente alguna clase de información sobre alguna diosa de la mitología llamada Iclyn y en estos momentos maldigo totalmente no haber puesto suficiente atención a las clases de Annabeth en el campamento.

— Necesito un favor. He de salir de cacería. Sola. Y quiero que llevéis a mis compañeras al Campamento Mestizo.

— ¡Claro, cielo...! Un momento —Apolo levanta una mano, en plan "todo el mundo quieto"—. Siento que me llega un haiku.

Iclyn se pone rígida a su lado y las cazadoras refunfuñan al unísono. Por lo visto, ya lo conocen bien. Él se aclara la garganta con teatralidad y recita con grandes aspavientos:

Hierba en la nieve.
Nos necesita Artemisa.
Yo soy muy guay.


Nos sonríe de oreja a oreja, esperando, sin duda, un aplauso.

— El último verso sólo tiene cuatro sílabas —apunta Artemisa, sin inmutarse.

Él frunce el ceño.

— ¿De veras?

— Sí. ¿Qué tal: «Yo soy muy engreído»?

— No, no. Tiene seis. Hmm... —Empieza a murmurar en voz baja, contando con los dedos. 

Mientras Apolo hace su recuento (le estaba costando mucho) Artemisa e Iclyn comienzan a compartir algunas palabras que no alcanzo a escuchar debido a que Zoë Belladona se gira hacia nosotros con expresión exasperada:

— El señor Apolo lleva atascado en esta etapa haiku desde que estuvo en Japón. Peor fue cuando le dio por escribir poemas épicos. ¡Al menos un haiku sólo tiene tres versos! —Suelta un bufido, irritada. Después se gira para ver a la mujer de blanco—. A veces me apiado de Lady Iclyn. Tener a un tarambana inmortal como marido… y soportarlo durante toda la eternidad porque no puedes matarlo.

Ignoro la extraña palabra que ha empleado para referirse a Apolo y solo soy capaz de sorprenderme ante la noticia de que ella era su esposa. Por supuesto que sabía que Apolo estaba casado en la mitología, con la diosa del invierno si no me equivocaba. Siempre la había imaginado como la abominable mujer de las nieves, pero no esperaba para nada que no fuera tan abominable como pensaba.

— ¡Ya lo tengo! —anuncia Apolo de golpe—. «Soy fe-no-me-nal». ¡Cinco sílabas! —Hace una reverencia exagerada, más que satisfecho consigo mismo—. Y ahora, querida... ¿un transporte para las cazadoras, dices? Muy oportuno. Iclyn y yo íbamos a salir a dar una vuelta para relajarnos, ¿verdad, cariño?

— No —responde Iclyn, sin ningún titubeo. Apolo no pierde su sonrisa.

— También tendrán que llevar a estos semidioses —interviene Artemisa, señalándonos con un leve movimiento de la mano—. Son campistas de Quirón.

— No hay problema —Apolo nos da un vistazo rápido, evaluándonos—. Veamos... Tú eres Thalia, ¿verdad? Lo sé todo sobre ti.

Thalia se ruboriza ligeramente.

— Hola, señor Apolo.

— Hija de Zeus, ¿no? Entonces somos medio hermanos. Eras un árbol, ¿cierto? Me alegra que ya no lo seas. No soporto ver a las chicas guapas convertidas en árboles. Recuerdo una vez…

Iclyn carraspea y Artemisa se adelanta con rapidez:

— Hermano —lo corta con un tono de advertencia—. Habrías de ponerte en marcha.

— Ah, sí —entonces me mira a mí, entornando los ojos con curiosidad—. ¿Percy Jackson?

— Ajá —desvío la mirada de su esposa—. Digo... sí, señor.

Resulta extraño llamar «señor» a un adolescente, pero ya he aprendido a ser prudente con los inmortales. Se ofenden con gran facilidad. Y entonces todo salta por los aires.

Apolo me observa detenidamente, aunque no dice una sola palabra, lo cual resulta un poco inquietante.

— ¡Bueno! —exclama, rompiendo el silencio—. Será mejor que subamos. Este cacharro sólo viaja en una dirección: hacia el oeste. Si se te escapa, te quedas en tierra.

Se da la vuelta para alejarse de nosotros y es cuando me doy cuenta de que Iclyn se había acercado ligeramente a nosotros, evaluándonos con la mirada. Trato de no verla fijamente a los ojos, sintiendo que se romperían en mil pedazos de hielo si lo hacía, pero era imposible no apartar la vista de su rostro albino.

— Durante un invierno, congelé tu árbol para hacer crecer carámbanos y Zeus me castigó por ello —Iclyn toma por sorpresa a Thalia, mientras le dirige algo parecido a una sonrisa que estaba lejos de serla—. Espero que no me guardes rencor.

Thalia traga saliva.

— Por supuesto que no, señora.

Casi satisfecha, Iclyn aparta su atención de Thalia y reparara finalmente en mí, trato de no sentirme nervioso, no había motivo alguno, pero siento como su presencia enfría mis huesos.

— Perseo Jackson —murmura mi nombre completo, me estremezco—. He escuchado hablar más de ti en dos años que de Heracles en un milenio. ¿Por qué?

— Eh… —Me encuentro sin saber que decir, inquieto bajo su mirada—. Propaganda… supongo.

Ni siquiera sé muy bien lo que he dicho, pero Iclyn parece decepcionada con mi respuesta. Para evitar mi nerviosismo, quito mis ojos de su rostro y los bajo para contemplar respetuosamente su túnica, hasta que la vista de su escote pronunciado me pilla por sorpresa y vuelvo a levantar inmediatamente la mirada, poniéndome colorado.

Ella no dice nada más y se aleja para caminar hasta su marido. Miro el Maserati para desviar mi atención y calculo el espacio. Allí caben, como mucho, dos personas. Y nosotros somos veinte.

— ¿Cómo vamos a meternos todos ahí?

— Ah, bueno... —Parece que acaba de advertir el problema, como si fuera algo secundario—. Está bien. No me gusta cambiarlo del modo «deportivo», pero si no hay más remedio...

Saca las llaves y presiona el botón de la alarma. ¡Pip, pip!

Por un momento, el coche resplandece con una luz cegadora. Cuando el brillo se desvanece, el Maserati ha sido reemplazado por un autobús escolar.

— Venga —dice con un puchero. Iclyn rueda los ojos—. Todos, arriba.

Zoë ordena a las cazadoras que suban. Está a punto de recoger su mochila cuando Apolo da un paso al frente y dice:

— Dame, cariño. Déjamela a mí.

Me sorprendo viendo como tiene el descaro de llamar «cariño» a alguien más estando su esposa presente. Pero me sorprende más darme cuenta de que a Iclyn ni siquiera parece importarle, mirando con aburrimiento el otro lado de la colina.

Zoë retrocede con una mirada asesina que le relampaguea en los ojos.

— Hermanito —lo reprende Artemisa con frialdad—. No pretendas echarles una mano a mis cazadoras. No las mires, no les hables, no coquetees con ellas. Y sobre todo, no las llames «cariño».

Apolo levanta las palmas en señal de rendición.

— Perdón. Se me había olvidado. Oye... ¿y tú adónde vas?

— De cacería —responde Artemisa secamente—. No es cosa tuya.

—Ya me enteraré. Yo lo veo todo y lo sé todo.

Artemisa resopla, visiblemente harta.

— Tú encárgate de llevarlos. ¡Sin perder el tiempo por ahí!

Apolo se ofende. — ¿Y qué culpa tengo yo de que Iclyn quiera hacerse fotos con cada Papá Noel de las tiendas? ¡Díselo a ella!

Artemisa pone los ojos en blanco antes de mirarnos a todos. — Nos veremos para el solsticio de invierno. Zoë, te quedas al frente de las cazadoras. Actúa como yo lo haría.

Zoë se yergue con determinación.

— Sí, mi señora.

Artemisa se arrodilla para examinar el suelo, como si buscara alguna huella. Cuando se incorpora, su expresión parece intranquila.

—El peligro es enorme. Hay que dar con esa bestia.

— Buena suerte —le desea Iclyn, deliberadamente.

Artemisa echa a correr hacia el bosque y se disuelve entre la nieve y las sombras. Apolo nos sonríe, haciendo tintinear las llaves, tiene el dije de un sol asomándose detrás de un copo de nieve.

— Bueno —dice—. ¿Quién quiere conducir?









Las cazadoras suben en tropel al autobús y se apelotonan en la parte trasera, lo más lejos posible de Apolo y del resto de varones (como si fuésemos enfermos contagiosos). Bianca se sienta con ellas, dejando a su hermano con nosotros en las filas de delante, lo cual me parece bastante desangelado por su parte, aunque a Nico no parece importarle.

— ¡Menuda pasada! —exclama él, dando saltos en el asiento del conductor—. ¿Esto es el sol de verdad? Yo creía que Helios y Selene eran los dioses del sol y la luna. ¿Cómo se explica que unas veces sean ellos y otras veces, tú y Artemisa?

— Reducción de personal —responde Apolo con un encogimiento de hombros—. Fueron los romanos quienes empezaron. No podían permitirse tantos templos de sacrificio, así que despidieron a Helios y Selene y nos atribuyeron todas sus funciones. Mi hermana se quedó con la luna y yo con el sol. Al principio fue un fastidio, pero al menos me dieron este coche impresionante.

— ¿Y cómo funciona? —pregunta Nico con curiosidad—. Yo creía que el sol era una gran esfera de gas ardiente.

Apolo se ríe entre dientes y le revuelve el pelo con complicidad.

— Ese rumor seguramente se difundió porque mi querida esposa solía decir que yo era un globo enorme de gas o algo así. Hablando en serio, chico, todo depende de si quieres hablar de astronomía o de filosofía. ¿Quieres que hablemos de astronomía? Bah... ¿dónde está la gracia? ¿Prefieres hablar de lo que los humanos piensan del sol? Ah, eso ya es más interesante. Ten en cuenta que casi todas sus esperanzas dependen de cómo corre este cacharro, por así decirlo. El sol les da calor, alimenta sus cosechas, produce energía, hace que todo parezca más alegre: más soleado, vamos.

Hace una pausa teatral y golpea suavemente el volante.

— Este carro está construido con los sueños de los hombres sobre el sol. Es tan antiguo como la civilización occidental. Cada día circula por el cielo, de este a oeste, iluminando la frágil vida de los pobres mortales. El carro es sencillamente una manifestación del poder del sol tal como los humanos lo perciben. ¿Lo entiendes?

Nico menea la cabeza, confundido.

— Pues no.

— Bueno —responde Apolo con una sonrisa—, entonces considéralo como un coche solar muy potente y bastante peligroso.

—¿Puedo conducirlo?

—No. Eres demasiado joven —Apolo niega con la cabeza hasta que nota a su esposa subir con elegancia al autobús—. ¡Ah, cariño! ¿Te apetece…? —se calla cuando Iclyn lo ignora olímpicamente, yéndose a sentar lejos de su asiento de copiloto—. Hmm, está cansada. Ya veo.

—  ¡Yo, yo! —se ofrece Grover, levantando la mano con entusiasmo.

— Mejor no—decide Apolo—. Demasiado peludo —mira más allá, pasándome a mí por alto por completo, y fija sus ojos en Thalia—. ¡La hija de Zeus! —exclama, sonriendo—. El señor de los cielos. Perfecto

— Uy, no. —Thalia menea la cabeza rápidamente—. Muchas gracias, pero no.

— Venga ya —insiste Apolo—. ¿Qué edad tienes?

Ella vacila.

— No lo sé.

Es triste, pero cierto. Thalia se transformó en un árbol cuando tenía doce años, y de eso hacía siete. Técnicamente ahora tendría diecinueve, si contásemos año por año. Pero ella todavía se siente como si tuviera doce, y si la observas detenidamente, parece estar a medio camino entre ambas edades. Según la teoría de Quirón, su cuerpo siguió creciendo mientras era un árbol, pero a un ritmo mucho más lento.

Apolo se da unos golpecitos en el labio, pensativo.

— Tienes quince, casi dieciséis.

— ¿Cómo lo sabes?

— Bueno, soy el dios de la profecía. Tengo mis trucos —responde, guiñandole el ojo.

Escucho a alguien suspirar y giro la cabeza para fijarme en ella:

— Simplemente calculó la edad que tenías cuando te convertiste en árbol con los años que han pasado desde entonces —Iclyn rueda los ojos—. No es tan difícil.

Thalia parpadea, sin saber que decir y Apolo niega con la cabeza, restándole importancia.

— Bah, lo importante es que ya tienes edad suficiente para conducir con un permiso provisional.

Thalia se revuelve en su asiento, nerviosa.

— En...

— Ya sé lo que vas a decir —la interrumpe Apolo, alzando una mano—. Que no mereces el honor de conducir el carro del sol.

—No, no iba a decir eso.

— ¡No te agobies! —Apolo sonríe ampliamente—. El trayecto desde Maine hasta Long Island es muy corto. Y no te preocupes por lo que le pasó a mi último alumno. Tú eres hija de Zeus. A ti no te sacarán del cielo a cañonazos.

Se echa a reír con ganas. Los demás nos quedamos en un silencio incómodo, sin unirnos a su regocijo. Su mujer solo mira por la ventana, con pesar.

Thalia intenta protestar, pero Apolo no parece dispuesto a aceptar un «no» como respuesta. Pulsa un botón del salpicadero y, de pronto, en lo alto del parabrisas aparece un rótulo luminoso. Tengo que leerlo invertido (algo que, para un disléxico como yo, tampoco es mucho más complicado que hacerlo al derecho). El cartel dice: «Atención: Conductor en prácticas»

— ¡Adelante! —le dice Apolo con total confianza—. ¡Seguro que eres una conductora nata!

Intento que no se noten mis celos (yo también quería conducir el autobús) por lo que busco rápidamente algún asiento lo suficientemente lejos de Apolo, pero para mi desgracia, solo queda uno: al lado de la diosa del invierno.

Trago saliva y me acerco vacilante. Ella no repone en mi presencia, y si lo ha hecho, se le da muy bien ignorarla. La vista que tiene tras la ventana se ve bastante bonita, con un enorme manto de nieve extendiéndose por la colina y arrasando con todo a su paso. Mientras Apolo le explica a Thalia lo que debía hacer, yo intento suavizar el ambiente lo mejor posible.

Claro que nunca me sale bien:

— Me… Me gustaría aprender a patinar sobre hielo —suelto, sin saber muy bien porqué. Silencio mis pensamientos en cuanto veo que logro captar su atención—. Nunca lo he intentado.

Iclyn me mira cuidadosamente, como intentando descifrar alguna burla en mis palabras. Sus rasgos se suavizan y se enciende una pequeña hoguera en los glaciares de sus ojos.

— Quirón y yo intentamos poner una pista en tu campamento hace años —dice con una sonrisa, que rápidamente es borrada por una mueca de amargura—. Zeus partió todo el hielo con su rayo y me exigió que no tocara vuestro hogar.

Las palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas: — Zeus es un estúpido.

¡BAM!

Un trueno resuena muy cerca del autobús, pero imagino que al rey de los dioses no le gustaría cargar con la culpa de haberlo incendiado estando su hija dentro. Apolo se gira a vernos con una sonrisa tensa.

— ¿Quién ha sido el pillín que ha cabreado al de arriba? —pregunta, y estoy seguro de que no quiere saber la respuesta.

Tardo en darme cuenta de que Iclyn me esta mirando con una sonrisa hasta que volteo a verla de nuevo: algunos mechones ondulados caen de su cabello enmarcando su rostro fino y alzado, lo que hace que solo se vea más hermosa si era posible.

— Eres insolente… —habla, pero no lo dice con enojo, sino más bien con curiosidad. Sus ojos brillan—. Ten cuidado.

No quiero preguntar a qué se refiere cuando veo a Thalia agarrar el volante con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. Da la impresión de que se va a marear de un momento a otro.

— ¿Qué pasa? —le pregunto, desde mi sitio.

— Nada —dice temblando—. N-no pasa nada.

Tira del volante y el autobús da una sacudida tan brusca que me voy hacia atrás y me estrello contra algo blando.

— ¡Uf! —exclama Grover.

— Lo siento.

—Más despacio —le recomienda Apolo.

— ¡Perdón! —dice Thalia—. ¡Lo tengo controlado!

Consigo ponerme en pie. Por la ventana veo un círculo humeante de árboles en el claro desde el que hemos despegado.

— Thalia —le digo—, afloja un poco.
— Ya lo he entendido, Percy —me responde con los dientes apretados. Pero sigue pisando a fondo.

— Relájate.
— ¡Estoy relajada! —parece tan rígida como si se hubiera convertido otra vez en un trozo de madera.

— Tenemos que virar al sur para ir a Long Island —dice Apolo—. Gira a la izquierda.

Thalia da un volantazo y me lanza de nuevo en brazos de Grover, que suelta un gañido.

— La otra izquierda —sugiere Apolo.

Cometo el error de mirar por la ventana de nuevo. Ya hemos alcanzado la altitud de un avión, o incluso más, porque el cielo empieza a verse negro.

—Esto... —empieza Apolo. Parece que se esfuerza por parecer tranquilo—. No tan arriba, cariño. En Cape Cod se están congelando.

Thalia acciona el volante. Tiene la cara blanca como el papel y la frente perlada de sudor. Algo le sucede, sin duda. Nunca la he visto así.

El autobús se lanza en picado y alguien grita. Quizá soy yo. Ahora bajamos directos hacia el Atlántico a unos mil kilómetros por hora, con el litoral de Nueva Inglaterra a mano derecha. Empieza a hacer calor en el autobús. Apolo ha salido despedido hasta el fondo, pero ya avanza de nuevo entre los asientos.

— ¡Toma tú el volante! —le suplica Grover.

— No os preocupéis —dice Apolo, aunque él mismo parece más que preocupado—. Sólo le falta aprender a... ¡Uuaaaau!

También veo lo que él ve. A nuestros pies, hay un pueblecito de Nueva Inglaterra cubierto de nieve. Mejor dicho, había estado allí hasta hacía unos minutos, porque ahora la nieve se está fundiendo a ojos vistas en los árboles, los tejados y los prados. La torre de la iglesia, completamente blanca un momento antes, se vuelve marrón y empieza a humear. Por todo el pueblo surgen delgadas columnas de humo, que parecen velas de cumpleaños. Los árboles y tejados se están incendiando.

Por inercia, busco a la diosa Iclyn y me topo con su figura tranquila. Se agarra al asiento de delante con fuerza, clavando sus uñas en la tela. Pero permanece, rígida, intacta. Quiero recomponerme para llegar más hacia adelante, pero Thalia vuelve a inclinar el autobús.

— ¡Frena! —grito.

Ella tiene en los ojos un brillo enloquecido. Tira del volante bruscamente. Esta vez logro sujetarme. Mientras ascendemos a toda velocidad, por la ventanilla trasera veo que el súbito regreso del frío sofoca los incendios.

— ¡Allí está Long Island! —dice Apolo, señalando al frente—. Todo derecho. Vamos a disminuir un poco la velocidad, querida. No estaría bien arrasar el campamento.

Nos dirigimos a toda velocidad hacia la costa norte de Long Island. Allí está el Campamento Mestizo: el valle, los bosques, la playa. Ya se divisaban el pabellón del comedor, las cabañas y el anfiteatro.

— Lo tengo controlado —murmura Thalia—. Lo tengo...

Estamos a sólo unos centenares de metros.

— Frena —dice Apolo.

— Lo voy a conseguir.

— ¡¡¡Frena!!!

Thalia pisa el freno a fondo y el autobús describe un ángulo de cuarenta y cinco grados y va a empotrarse en el lago de las canoas con un estruendoso chapuzón. Se alza una nube de vapor y enseguida surgen aterrorizadas las náyades, que huyen con sus cestas de mimbre a medio trenzar.
El autobús sale a la superficie junto con un par de canoas volcadas y medio derretidas.

— Bueno —dice Apolo con una sonrisa—. Era verdad, querida. Lo tenías todo controlado. Vamos a comprobar si hemos chamuscado a alguien importante, ¿te parece?

Respiro agitadamente hasta que me doy cuenta de que Iclyn había desaparecido de su asiento. Giro a mi alrededor y veo su cuerpo tendido en el suelo, con una mirada que puede definirse con perplejidad por lo que acababa de pasar y furia por la negligencia de su marido. No lo pienso dos veces y me acerco a ella, estirando un brazo en su dirección.

Iclyn mira sorprendida la palma de mi mano y vuelve a alzar la vista para verme a los ojos; los suyos me debilitan, hacen que mis piernas tiemblen como unas algas en el agua pero trato de no mostrar debilidad, queriendo comportarme como un caballero, tal y como mi madre me había enseñado.

Ella vacila durante unos segundos más antes de finalmente extender su mano y colocarla sobre la mía. Inmediatamente siento el frío más abrasador que haya podido experimentar nunca, pero la vista de su cabello cayendo de manera alborotada por su hombro y la forma en la que su cuerpo se inclina me hace olvidar la gélida sensación completamente, centrándome solo en su divinidad.

— Gracias… Perseo —Su voz es dudosa, y siento un pinchazo en el pecho.

— Percy —menciono, haciendo que incline la cabeza—. Puede llamarme Percy.

No responde, simplemente me observa con un interés sospechoso hasta que una presencia acaparadora se hace notar interponiéndose entre nosotros. La cabellera rubia de Apolo me hace dar un paso hacia atrás mientras él sujeta las manos de su esposa. — ¡Oh, cariño! ¡Lo siento tanto!

Pero Iclyn no hace caso a sus palabras y entrecierra los ojos en mi dirección, permitiendo que sus ojos solo se vieran a través de sus largas y finas pestañas blancas. Trago saliva, deseando saber en qué estaría pensando hasta que la voz de Thalia me saca de mis pensamientos.

— Creo… Creo que voy a vomitar —murmura, agarrándose el estómago de manera moribundo.

Asiento, mirando como Apolo le da un suave y casto beso a su esposa, lo cuál hace que se me revuelvan las tripas, inevitablemente.

— Sí… yo también.

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