𝟏𝟕 |

📍Mónaco, Mónaco

—¿Y solo eso? —preguntó Jude, arqueando una ceja con incredulidad.

—Sí, solo fue un paseo —respondió Margaret, firme, mientras ambas caminaban por el paddock.

Jude la miró como si estuviera escuchando la historia más improbable del mundo.

—No puedo creerlo. Se comieron la boca por la mañana y luego, ¿hicieron como si nada pasara por la tarde?

Margaret suspiró, pasando una mano por su cabello rubio mientras trataba de mantener la calma.

—Te juro que fue así, Jude. Además, esa era la condición del paseo: no hablar de nada relacionado con lo que haya pasado entre nosotros. Solo queríamos despejarnos un rato.

Jude soltó una carcajada, claramente disfrutando la situación.

—Pobre hombre, la tiene difícil contigo —dijo, con esa mezcla de burla y cariño que solía usar cuando se trataba de las complicaciones amorosas de Margaret.

Margaret se detuvo por un segundo, mirándola con seriedad.

—No me voy a volver a relacionar con alguien del trabajo otra vez. Te recuerdo que la última vez perdí más de lo que gané.

Jude la miró, esta vez más comprensiva, pero sin perder su toque de realismo.

—Lo sé, Maggie, pero Pierre no es Andreas. No puedes compararlos.

El hombre de su ex abofeteó a Margaret suavemente de manera inevitable. La idea de que tuviera que estar mañana en la carrera y en el evento benéfico la ponía más nerviosa de lo que podía admitir.

—Puede que no lo sea —respondió Margaret con un tono pensativo—, pero la situación es igual de complicada. Y no tengo tiempo ni energía para lidiar con eso otra vez.

Llegando al Paddock Club, ambas amigas se acomodaron en uno de los espacios libres junto a la barandilla, con una vista perfecta de la pista. La brisa suave del circuito se mezclaba con el bullicio a su alrededor mientras les servían copas de champagne y una selección de quesos. Era el tipo de ambiente exclusivo que ambas conocían bien, pero en ese momento, había algo diferente en el aire: la anticipación de la carrera de F2.

Margaret señaló con entusiasmo hacia la pista.

—Es ella, la del casco rosa con el monoplaza azul de Red Bull —dijo, haciendo un gesto para que Jude la ubicara en la pit lane debajo de ellas.

Jude entrecerró los ojos un segundo, luego su cara se iluminó al identificarla.

—¡Vamos, Francesca! —gritó emocionada, sorprendiendo a Margaret, quien soltó una risa. Nunca hubiera imaginado ver a Jude tan metida en el deporte—. Si algún día llega a la Fórmula 1, te juro que veré todas las carreras solo por ella.

—¿Quién lo diría? —dijo Margaret entre risas—. Pensé que no te importaba nada lo que pasaba en la pista.

—Es una de las nuestras, ¡Hay que hinchar por ella! ——respondió Jude con una sonrisa mientras se acomodaba mejor para seguir viendo la carrera—. En este mundo de hombres, las mujeres nos apoyamos.

Margaret asintió, sabiendo que su amiga tenía razón. Y es que una mujer esté en ese deporte dominando era realmente extraño, y debía disfrutarse de ello porque nunca se sabía cuánto podría durar ello. La piloto italiana no solo estaba haciendo historia en la F2, sino que su sola presencia era un recordatorio de lo que significaba romper barreras en un mundo dominado por hombres. El casco rosa era una señal de su carácter: fuerte, audaz y sin miedo a destacar.

Mientras la carrera comenzaba y las vueltas sucedían, Jude seguía comentando emocionada, algo que solo sucedía en contadas ocasiones cuando de autos se trataban. Margaret, por su parte, se dejó llevar por el ambiente, disfrutando de la desconexión temporal que podía vivir antes de que fuera domingo.

—¡Lo va a pasar! ¡Eso, Francesca! —gritó emocionada la castaña mirando hacia la pantalla, observando como la italiana le realizaba un overtake a uno de los muchachos de Campos Racing.

La carrera avanzaba y Francesca estaba más determinada que nunca. Margaret y Jude observaban, atrapadas por la emoción. Cada vuelta era más tensa que la anterior, y Francesca estaba manejando como si todo dependiera de este momento. Con cada curva cerrada y cada adelantamiento, se notaba su habilidad y el control impecable sobre el monoplaza.

Margaret sonreía, contagiada por la energía de su amiga y el asombro de ver a Francesca imponerse en la pista. Sentía una especie de orgullo silencioso por esta piloto que, con cada maniobra, rompía más barreras y demostraba que su lugar no solo era merecido, sino también ganado con talento.

—Está arrasando, ¡mírala! —exclamó Margaret, inclinándose hacia la barandilla mientras Francesca tomaba la delantera en la última vuelta.

El ambiente del Paddock Club se llenó de emoción mientras los espectadores se daban cuenta de que Francesca estaba a punto de ganar. Los autos rugían en la pista, pero todo lo que Margaret y Jude podían oír era el grito interno de victoria cuando Francesca cruzó la línea de meta en primer lugar.

—¡Ganó! —gritó Jude, levantando los brazos en el aire, incapaz de contener la emoción—. ¡Lo hizo, Maggie, lo hizo!

Margaret no pudo evitar reír y unirse a la celebración. La adrenalina del momento se sentía casi como si fuera ella quien estuviera en la pista.

—Vamos, bajemos al podio —dijo Margaret, tomando la mano de Jude y dirigiéndose hacia los ascensores.

Ambas llegaron al área del podio justo a tiempo para ver cómo Francesca bajaba de su monoplaza, sus movimientos revelaban la emoción contenida que finalmente se desbordaba. Mientras la multitud aplaudía y vitoreaba, el equipo de Red Bull la rodeaba, celebrando con ella. Francesca se quitó el casco, dejando que su cabello anaranjado cayera libre, y levantó los brazos al cielo, sonriendo de oreja a oreja.

—Es increíble —murmuró Margaret, observando cómo la joven piloto abrazaba a sus ingenieros y el resto del equipo.

—Te dije que verla ganar sería algo especial —respondió Jude, apoyada en la barandilla del podio mientras seguía vitoreando a Francesca—. No me pierdo una sola carrera más.

El champán explotó en el aire en cuanto el himno italiano dejó de sonar en el podio, empapando a todos a su alrededor, pero ni Margaret ni Jude parecían preocuparse. La atmósfera era de pura euforia. Ambas amigas gritaban emocionadas, haciendo que más de una persona las viera extrañamente, pero ninguna de las dos se dejó llevar por esas miradas.

—La próxima vez que corra y tu estes, me voy a asegurar de que nos la presenten... —prometió la rubia, mientras regresaban por el paddock, buscando alguna de las tiendas que regalaban café y croissants.

—¡Me encantaría! —exclamó Jude, aún con la euforia latente en su voz—. ¿Te imaginas conocerla? Seguro tiene mil historias de lo que es abrirse camino en este mundo.

—Sin duda —respondió Margaret, todavía saboreando la energía de la victoria de Francesca—. Y creo que sería bueno que tuviera más apoyo. Sabes cómo es este ambiente, aún queda mucho por cambiar.

—Totalmente —asintió Jude, mientras ambas seguían caminando por el paddock, explorando las tiendas que ofrecían café y croissants—. Si Francesca ya está logrando esto en la F2, imagínate cuando llegue a la Fórmula 1. Necesitamos más mujeres como ella rompiendo barreras.

Margaret sonrió, sintiendo una especie de esperanza silenciosa. Sabía que estar en ese mundo era difícil, especialmente para alguien como la pelirroja, pero también reconocía la fortaleza de la italiana. Era un reflejo de lo que significaba persistir en un entorno donde a menudo se les decía que no encajaban.

—Espero que cuando lo haga, todo este circo esté más preparado para recibirla —comentó Margaret, mientras se detenían frente a una de las tiendas, tomando café, un té y un par de croissants—. Aunque, siendo sincera, creo que aún queda mucho por recorrer.

—Y tú también haces tu parte, Maggie —le recordó Jude, agradeciendo el café que le extendía su amiga—. No olvides que tú también estás rompiendo barreras, con cada evento que organizas, cada crisis que manejas... incluso cuando dominas a esos pilotos difíciles.

Margaret rió, sabiendo que Jude se refería a Pierre sin necesidad de mencionarlo.

—Supongo que las que trabajamos en este deporte somos más especiales de lo que se nos reconoce —dijo Margaret, sonriendo mientras ella y Jude caminaban hacia el garaje de Mercedes, saboreando los croissants de frambuesa y chocolate.

Las dos amigas compartían risas y pequeñas bromas, disfrutando del momento de relajación entre carreras. Jude, siempre rápida con sus comentarios, soltó uno particularmente divertido que hizo que ambas se rieran a carcajadas.

—Ey, ¡Margaret! —una voz familiar interrumpió su conversación.

Al darse vuelta, Margaret vio a Camille, la hermana de Pierre, acercándose con una sonrisa radiante. Vestía un elegante vestido Chanel, impecable como siempre, y su presencia destacaba incluso en el bullicioso paddock.

—¡Camille! —exclamó Margaret, devolviendo la sonrisa—. Que bueno verte por aquí.

—¿Cómo estás? —preguntó Camille, dándole un abrazo rápido a Margaret antes de girarse hacia Jude, curiosa por la desconocida que la acompañaba.

—Camille, quiero presentarte a Jude, mi mejor amiga. Jude, esta es Camille, la hermana de Pierre —dijo Margaret, con un gesto casual pero orgulloso de su amiga.

Jude, siempre encantadora, le estrechó la mano con una sonrisa.

—Encantada de conocerte, Camille. Margaret me ha hablado maravillas de ti —dijo Jude con su habitual calidez.

Camille sonrió, su mirada moviéndose con curiosidad entre ambas.

—El gusto es mío. Un placer conocer a la mejor amiga de Margaret —respondió Camille, siempre con ese toque de elegancia natural.

Después de los saludos iniciales, la conversación fluyó fácilmente. Jude no perdió tiempo en mencionar la carrera de F2.

—Hoy fuimos a ver la carrera de Fórmula 2 para alentar a Francesca, la italiana que corre con Red Bull. ¡Es increíble! —dijo Jude, claramente emocionada.

Los ojos de Camille se iluminaron al escuchar el nombre de la pelirroja.

—¡Oh, sí! He escuchado hablar mucho de ella, todo el mundo está hablando de lo impresionante que es. Me encantaría verla competir en persona —comentó Camille, con un toque de admiración en su voz.

Margaret asintió, sonriendo ante la creciente popularidad de Francesca.

—Fue una carrera increíble. Ganó, y verla en el podio fue... inolvidable. Creo que está destinada a grandes cosas.

—¡Definitivamente! —añadió Jude, todavía entusiasmada—. Si algún día llega a la Fórmula 1, seré su fan número uno.

Camille rió suavemente ante la emoción de Jude.

—Eso me encanta. Siempre es increíble ver a una mujer rompiendo estereotipos. Tal vez nos encontremos animando juntas en la próxima —dijo Camille con una sonrisa cómplice.

Las tres siguieron caminando juntas hacia el garaje de Mercedes, donde la tensión era palpable. La clasificación para la Fórmula 1 ya había comenzado, y con la Qualy 2 en marcha, todos en el equipo estaban completamente enfocados en las pantallas, pendientes de cada vuelta rápida.

—Ya empezó la acción —comentó Camille, acomodándose en un rincón del lugar, esperando no estorbar a nadie. Ambas amigas hicieron lo mismo.

El sonido de los motores resonaba con fuerza en el aire, y la emoción era contagiosa. Desde su posición privilegiada, podían ver los tiempos de los pilotos en las pantallas gigantes del garaje. Santiago, Pierre y el resto del equipo estaban concentrados, cada milésima de segundo siendo crucial en esa fase de la clasificación.

—El del casco celeste es Pierre, ¿verdad? —preguntó Jude, señalando la pantalla cuando el monoplaza de Pierre cruzaba una de las secciones más técnicas del circuito.

—Exactamente, y el morado es Santiago —explicó la rubia a su amiga, quien ahora estaba más interesada en el deporte de lo que admitía.

—Está haciendo un buen tiempo —comentó Camille, claramente acostumbrada a seguir las actuaciones de su hermano en cada carrera.

Margaret asintió, sin apartar la vista de las pantallas, mientras Pierre mejoraba su tiempo personal. La emoción en el garaje iba en aumento con cada vuelta, y el silencio tenso se rompía ocasionalmente con murmullos cuando uno de los pilotos lograba un buen sector.

—El ambiente aquí es completamente diferente al de la F2 —murmuró Jude, impresionada por la intensidad del momento.

—Lo es —respondió Margaret—. Todo es más rápido, más intenso. Un solo error y podrías perder la pole o incluso quedar fuera de la Q3.

La tensión en el garaje de Mercedes aumentaba con cada vuelta rápida. Mientras la Qualy 2 avanzaba, Pierre se mantuvo constante, mostrando un manejo impecable. Los tiempos en pantalla fluctuaban, pero con cada giro, Pierre parecía estar más en control, afinando sus líneas y cortando milésimas cruciales.

—Está volando —murmuró Camille con una mezcla de admiración y orgullo.

Margaret y Jude se mantenían en silencio, completamente atrapadas en la intensidad del momento. El garaje entero estaba enfocado en los monitores, esperando los resultados. Finalmente, cuando el cronómetro de la Qualy 2 llegó a su fin, Pierre cruzó la línea de meta con el mejor tiempo. Las pantallas lo confirmaron: había quedado primero en la Qualy 2.

—¡Lo hizo! —exclamó Jude, emocionada—. ¡Quedó primero!

Camille soltó un suspiro de alivio, sonriendo ampliamente.

—Sabía que tendría un gran ritmo hoy —dijo orgullosa, observando a su hermano desde la distancia, sabiendo lo mucho que esa vuelta significaba para él.

Margaret también sonrió, aunque de forma más contenida. Pierre había demostrado su capacidad, y por un momento, pudo dejar de lado las tensiones personales y disfrutar de su victoria parcial. Pero la clasificación aún no había terminado. La Qualy 3 estaba a la vuelta de la esquina, y era allí donde realmente se definía todo.

—Ahora viene lo más difícil —comentó Margaret, sabiendo que la batalla por la pole position sería aún más reñida.

Cuando comenzó la Qualy 3, el garaje volvió a entrar en modo de máxima concentración. Las vueltas rápidas llegaban una tras otra, y los pilotos no se guardaban nada. Pierre estaba decidido, pero Santiago, con una consistencia implacable, también estaba empujando al límite. Era una lucha entre los dos, vuelta tras vuelta, mientras la tensión en el garaje aumentaba con cada sector cronometrado.

—Esto está demasiado ajustado —murmuró Jude, observando cómo los tiempos de Pierre y Santiago se acercaban peligrosamente.

En la vuelta final, Santiago logró encontrar ese algo extra, un margen casi imperceptible que lo llevó a marcar el tiempo más rápido del día. El garaje de Mercedes estalló en murmullos de sorpresa cuando las pantallas mostraron el nombre de Santiago en la primera posición.

—¡Santiago tiene la pole! —dijo Camille, sorprendida por el resultado.

—Vaya... —murmuró Margaret, tratando de asimilar el final inesperado. Pierre había hecho un trabajo increíble, pero Santiago, con su habilidad constante, se había quedado con la pole.

La reacción de Pierre no se hizo esperar. En las cámaras del garaje, se le veía concentrado y sereno, aunque el brillo competitivo en sus ojos mostraba que no estaba satisfecho con el segundo lugar. Sabía que había dado todo en esa vuelta, pero en este deporte, a veces incluso el máximo esfuerzo no es suficiente.

Después de la intensa Qualy 3, los pilotos comenzaron las entrevistas post-clasificación. Pierre, visiblemente afectado por haber quedado segundo, aunque manteniendo su profesionalismo, se acercó al micrófono de los medios. La cámara enfocaba su rostro, que mostraba una mezcla de frustración contenida y esa implacable competitividad que lo caracterizaba.

—Pierre, una gran actuación hoy, quedando segundo en la clasificación. ¿Cómo te sientes con este resultado? —preguntó el periodista, buscando su reacción tras una clasificación tan reñida.

Pierre esbozó una leve sonrisa, pero sus ojos delataban la incomodidad de no haber conseguido la pole.

—Ha sido una buena sesión, pero no puedo negar que estoy un poco decepcionado —admitió, con una sinceridad que rara vez mostraba frente a las cámaras—. Sabía que tenía ritmo, pero al final Santiago hizo una vuelta increíble, y es lo que hay. Vamos a seguir trabajando duro para mañana.

—¿Crees que tendrás lo necesario para remontar en la carrera? —insistió el periodista, notando la ligera tensión en su voz.

Pierre se tomó un momento antes de responder, sus ojos fijos en el horizonte, como si ya estuviera visualizando la carrera del día siguiente.

—Sin duda, el equipo ha hecho un gran trabajo con el coche. Estamos en una buena posición para luchar. Mañana es otro día, y lo importante es sumar puntos y estar en el podio —respondió con más confianza, aunque el peso del segundo lugar seguía presente en sus palabras.

—Está siendo para ti una de las mejores temporadas de tu carrera, con varias victorias y podios. ¿Sientes que podrías pelear por el campeonato este año? —preguntó el periodista, en un intento de desviar la conversación hacia un lado más positivo.

Pierre se pasó una mano por el cabello, un gesto casi automático cuando se encontraba bajo presión. Mantuvo su mirada fija en el entrevistador antes de responder.

—Cada temporada tiene sus retos, pero este año hemos sido más consistentes —dijo, con un tono más mesurado—. Me siento fuerte, el equipo también, y sabemos que estamos en la lucha. Pero el campeonato no se gana ni se pierde en una sola carrera. Lo importante es mantener la concentración, seguir sumando puntos y aprovechar cada oportunidad.

Al terminar la entrevista, Pierre se despidió cortésmente y caminó en dirección al garaje, su expresión aún mostrando cierta decepción. Sabía que el segundo lugar no era un mal resultado, pero para alguien con su ambición, cualquier cosa que no fuera la pole position dejaba un sabor amargo.

El primero en llegar a las instalaciones fue Santiago, quien aun estaba anonadado por cómo había resultado todo. Su sonrisa de oreja a oreja deslumbraba el garaje, algo que contagió la emoción de todos en el lugar.

—Felicidades, hombre —le dijo Margaret sonriendo y se acercó para abrazarlo—. En verdad, mereces la pole hoy.

—¿Te imaginas lo que será si gano mañana? —le sonrió a la rubia, abrazándola realmente emocionado—. No hay cosa más magnífica que ganar aquí, es donde los grandes se hacen leyenda.

—No pierdas la concentración entonces —apareció Rex por detrás de ellos, igual de contento con los resultados

Pues, los dos Mercedes habían quedado primero, y por una diferencia que debe ser la más mínima de la historia. Además, considerando que mañana los patrocinadores estarían presentes en la carrera, los buenos resultados de aquel día eran una buena señal para el director de la escudería.

—Bien hecho, compañero... —dijo Pierre, acercándose sin prisa. Se había quitado la parte superior de su traje de piloto, dejándola colgando alrededor de sus caderas. No había ni rastro de sarcasmo en su voz, y cuando Margaret lo miró a los ojos, notó algo que rara vez veía en él: genuino entusiasmo.

Santiago parpadeó, incrédulo. No estaba acostumbrado a recibir cumplidos de Pierre desde hace tiempo, al menos no de esa manera. En lo general, lo único que solía encontrar era una chispa competitiva entre ellos, un subtexto de rivalidad constante, pero en ese momento, Pierre parecía realmente sincero. Por un instante, Santiago no supo si su viejo amigo estaba siendo honesto o si, quizás, la adrenalina de la clasificación le había nublado el juicio.

—Gracias... —respondió Santiago, aún procesando la sinceridad en el tono de Pierre—. Se aprecia.

Pierre asintió, luego desvió la mirada hacia Margaret, quien observaba la interacción con cierta curiosidad. Antes de que pudiera decir algo más, la voz de Camille se unió a la conversación.

—Pierre, también debemos felicitarte —dijo con una sonrisa, acercándose a él—. Ha sido un día impresionante para ambos.

—Gracias, Camille... —susurró mientras su hermana lo abrazaba.

Cuando se separaron, Camille lo miró a los ojos con un brillo de orgullo. Margaret observaba en silencio la escena, notando cómo Pierre intentaba mantenerse sereno, pero notaba cómo significaba más de lo que admitía tener un familiar presente que lo apoyaba en esos momentos.

Pierre esbozó una sonrisa automática, esa sonrisa que sabía perfectamente cómo poner cuando las emociones empezaban a sobrecargarlo. Pero el simple hecho de escuchar la mención de su madre lo desarmó por dentro, aunque solo por un breve momento. Dejó escapar un suspiro, casi imperceptible.

—Debería llamarla... —murmuró, sin comprometerse del todo a la idea.

Camille notó la vacilación en su voz y, sin perder la calma, lo miró con ese aire de hermana mayor que siempre sabía cuándo y cómo empujar sin presionar.

—Lo harás cuando estés listo —respondió con suavidad, sus palabras cargadas de comprensión incondicional—. Ah, casi lo olvido. Hice una reservación en el restaurante que te gusta para esta noche. Nos vendrá bien relajarnos un poco antes de mañana.

Pierre resopló, rodando los ojos con un gesto que intentaba ocultar lo mucho que le agradecía el gesto.

—Camille... No era necesario.

—¿Qué? ¿Acaso tenías mejores planes que estar con tu hermana mayor?

Pierre soltó una risa breve, relajando la postura, e involuntariamente volteó a ver a Margaret, quien ahora se encontraba hablando animadamente con Darell a un costado del garaje. La hermana del francés notó la breve distracción de su hermano y le siguió la mirada, para sacar conclusiones que no había tenido hasta el momento.

—Oh... ya veo —dijo con un tono juguetón, cruzando los brazos mientras sonreía con complicidad—. Bueno, si quieres, lo dejamos para la próxima semana.

—¿Qué? No... no es eso —murmuró, pero el leve rubor en sus mejillas lo traicionó. Camille no era alguien que dejara pasar esos detalles.

—Ni te atrevas a negarlo, hermanito...

Pierre abrió la boca para responder, pero no encontró las palabras correctas. Sabía que Camille estaba tocando un tema delicado, uno que él prefería mantener bien enterrado hasta que comprenda mejor el panorama.

—No es nada de lo que piensas —respondió al fin, evitando el contacto visual con su hermana—. Solo trabajo.

Camille ladeó la cabeza, evaluándolo como solo una hermana mayor podría hacerlo.

—Claro, Pierre, lo que digas. Pero deberías hablar con ella en algún momento, ¿no crees? —sugirió con una sonrisa traviesa—. Digo, si ella significa algo más para ti que solo trabajo.

Pierre suspiró, claramente incómodo con el rumbo que estaba tomando la conversación. Desvió la mirada hacia el suelo, intentando encontrar una forma de cerrar el tema sin ceder demasiado terreno.

—Me baño y vamos a buscar a Gabriel para la cena, ¿si?


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Por los pasillos del hotel se escuchaban los ecos de las risas de ambas amigas, quienes habían vuelto luego de cenar y tomar unos tragos, dispuestas a terminar cosas para la subasta temprano para poder hacer compras por la mañana del domingo. La luz suave y dorada del pasillo contrastaba con el silencio del lugar, solo interrumpido por las risas apagadas de ambas. Margaret se sentía ligeramente ebria, aliviada de haber pasado una velada tranquila, alejada de las tensiones del trabajo, mientras que Jude, siempre con su toque irreverente, hacía comentarios sarcásticos sobre los chicos que habían conocido en el lugar y las habían invitado a salir.

—Hay que admitir que el suizo era lindo... —confesó Maggie, mientras abría su bolso.

—No era mi tipo, si te soy sincera.

Con la tarjeta en mano, girando por el pasillo hasta acercarse a su habitación, la rubia rió suavemente ante las declaraciones de su amiga, hasta que divisó la figura de alguien en la puerta de su alojamiento. Allí estaba Pierre, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada que parecía vacilar entre el deseo y la duda.

—¿Pierre? —preguntó con un tono neutral, pero su pulso se aceleró. Jude, a su lado, soltó una risa baja mientras se tapaba la boca, como si disfrutara del espectáculo que estaba a punto de desatarse.

Pierre descruzó los brazos y dio un paso adelante. Con unos jeans celestes y una camisa de lino blanca, parecía estar eligiendo cuidadosamente sus palabras. Pero cuando habló, su voz salió más baja y más cargada de lo que Margaret esperaba.

—Margaret... —empezó, y en su tono había algo que la hizo contener la respiración—. Quería... —hizo una pausa, como si en su mente estuviera librando una batalla interna—. Quería saber si te gustaría salir a caminar.

El tiempo pareció ralentizarse, como si el mundo se hubiera reducido a ese estrecho pasillo entre ellos. Margaret fijó su mirada en Pierre, tratando de desentrañar el enigma detrás de su súbita aparición.

Jude rompió la tensión con una carcajada sonora que resonó por el pasillo, descolocando a Margaret por completo.

—¡Por favor! —exclamó, divertida, con esa chispa cómplice en los ojos—. ¿De verdad te vas a quedar ahí dudando? Maggie, vamos, el hombre ha venido hasta aquí... ¡No lo puedes dejar colgado!

Margaret abrió la boca para responder, pero sus ojos seguían clavados en Pierre. Él, inmóvil, casi parecía contener la respiración, como si cada segundo que pasaba sin una respuesta aumentara la tensión entre ellos. Su propio corazón latía con fuerza, desordenado entre el malestar que Pierre solía provocarle y una sensación nueva, una punzada inquietante que no podía ignorar.

—¿Qué? ¿Estás loca? —murmuró, confundida.

Jude, impaciente, le dio un empujoncito en el hombro, empujándola hacia lo inevitable.

—¡Anda, ve con él! —dijo, entre divertida y seria, sin dejar lugar a dudas—. ¿No ves cómo te está mirando? Literalmente está rogando que aceptes.

Margaret frunció el ceño, buscando una excusa, cualquier razón para evadir esa situación.

—Pero... ¿y lo de mañana? Ibas a ayudarme a organizar todo...

Jude esbozó una sonrisa de lado, esa sonrisa que siempre significaba que ya tenía todo planeado.

—Yo me encargo, tranquila —respondió, empujándola un poco más hacia Pierre—. Ahora ve, y no lo hagas arrepentirse de haberte buscado.

—Pero... —intentó protestar una vez más.

Sin darle tiempo a reaccionar, Jude le arrebató la tarjeta de la habitación de las manos y, girando hacia Pierre, sonrió con picardía.

—Pierre, Maggie dice que irá encantada contigo —dijo, con un tono exagerado—. Golpea cuando vuelvas, ¿eh?

Margaret solo pudo abrir la boca, incrédula, mientras Jude la empujaba hacia una situación de la que no había escapatoria. Pierre esbozó una media sonrisa, nervioso, mientras la castaña entraba a su alojamiento y los dejaba solos en el pasillo. La situación ahora le daba algo de gracia.

—No tienes que aceptar si no quieres... —dijo él, intentando sonar casual.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó Margaret, cruzando los brazos, aunque un atisbo de curiosidad iluminaba su mirada.

—Conozco un lugar que tiene unos postres deliciosos —respondió Pierre, la chispa de emoción comenzando a brillar en sus ojos—. Y sé también dónde podemos comer tranquilos.

—No lo sé... —respondió Margaret, su incertidumbre palpable en el aire.

—Mañana hay carrera, así que no nos quedaremos hasta tan tarde —replicó Pierre, tratando de convencerla.

—Sí, bueno... Jude no me abrirá la puerta hasta dentro de una hora, así que tienes suerte esta vez... —dijo la rubia, resignada, mientras se giraba para regresar al ascensor—. ¿Vienes?

El francés sufrió un ligero escalofrío de anticipación al escuchar la invitación en la voz de Margaret. Sin más reparos, la siguió y juntos caminaron hacia el estacionamiento, donde su Aston Martin aguardaba.

—¿Lista para una aventura? —preguntó Pierre con una sonrisa, abriendo la puerta del pasajero para ella.

Margaret subió al auto, sintiendo una mezcla de nervios y emoción. Pierre cerró la puerta detrás de ella y se deslizó al volante, ajustándose en su asiento con una confianza que la hacía sentir más tranquila.

—¿A dónde vamos exactamente? —preguntó Margaret, mirando por la ventana mientras el rugido del motor llenaba el silencio entre ellos.

—Conozco una pastelería. Tienen tanta variedad que podríamos probar un par y compartir —respondió Pierre, sin apartar la vista de la carretera, pero con una sonrisa juguetona en la voz.

—Suena bien —admitió Margaret—. Con Jude no comimos postre hoy.

—¿En serio? ¿Por qué no? —Pierre la miró brevemente, curioso, antes de volver su atención al tráfico.

—No lo sé... —dijo Margaret, encogiéndose de hombros—. Creo que simplemente nos distrajimos con los tragos y la conversación. Terminamos hablando de todo y de nada.

Pierre sonrió, ligeramente divertido.

—Puedo imaginarlo. Jude parece alguien que siempre tiene algo interesante que decir.

—Oh, definitivamente —respondió Margaret, soltando una pequeña risa—. Pero a veces también se desvía por las ramas.

Pierre soltó una carcajada, algo que Margaret no veía a menudo en él. La noche estaba tomando un giro inesperado, casi como si estuvieran entrando en un terreno donde la tensión habitual entre ellos se desvanecía.

—Bueno, me alegra que no hayan comido postre —dijo Pierre, con una chispa en los ojos—. No tenía mucho en mente para hoy.

—Entonces, ¿sigues siendo mi guía turístico?

—Siempre —aseguró de repente Pierre—. ¿Tienes un postre favorito?

Margaret se quedó pensando un momento.

—Creo que el tiramisú. Hay algo en esa mezcla de café y crema que es simplemente... perfecta —dijo, saboreando la idea.

—Es curioso que un postre con café sea tu favorito, nunca te vi bebiendo café...

—Soy más de té, es cierto —admitió ella, encogiéndose de hombros, con una pequeña sonrisa—. ¿Y tú? ¿Algún postre que sea tu debilidad?

Pierre sonrió.

—La tarta de limón. Aunque, te confieso, los macarons también son mi debilidad.

—¿La tarta de limón? —Margaret arqueó una ceja, algo sorprendida—. Pensé que sería algo más... no sé, intenso, como tú.

Pierre soltó una risa suave mientras tomaba una curva con elegancia, la ciudad deslizándose a su alrededor bajo el brillo de las luces nocturnas.

—¿Intenso? —repitió, dándole una mirada de reojo—. Bueno, depende del limón, ¿no crees? Puede ser bastante fuerte. Además, los macarons compensan.

El Aston Martin giró en una calle más pequeña, iluminada por faroles antiguos que le daban al lugar un aire acogedor. El letrero de la pastelería, con letras cursivas iluminadas en tonos dorados, apareció ante ellos. Pierre estacionó frente al local, y, como había hecho antes, se apresuró a bajar para abrirle la puerta a Margaret.

Cuando entraron, el aroma del chocolate envolvió el aire, creando una atmósfera cálida y tentadora. Las vitrinas estaban llenas de postres de todo tipo: tartas de frutas, pastelitos glaseados, eclairs, y por supuesto, una fila de macarrones perfectamente alineados.

—Creo que he muerto y llegado al paraíso de los postres —dijo Margaret, sorprendida, mientras sus ojos recorrían la vitrina.

Pierre se acercó a su lado, inclinándose ligeramente para observar con atención la selección.

—Te dije que sería algo especial. Ahora, ¿tarta de limón o tiramisú? —preguntó, mirándola con una sonrisa divertida.

Margaret lo miró de reojo, sonriendo para sí misma, y respondió:

—¿Por qué no ambos?

—Y algo con chocolate también —añadió Pierre, alzando una ceja con picardía.

—Uh, y con más fruta —completó Margaret, sin poder ocultar la emoción que sentía por tanta variedad.

Pierre asintió, compartiendo su entusiasmo, mientras señalaba varios postres a la dependienta detrás del mostrador. Mientras hacían su selección, el ambiente dentro de la pastelería era cálido y acogedor, con un leve murmullo de otras conversaciones y el suave tintineo de tazas de café al fondo. Era como si el pequeño rincón de la ciudad se hubiera detenido en el tiempo para ellos.

—Te sorprendería la cantidad de veces que paso por aquí en la noche antes de que cierre —comentó Pierre, mientras esperaban que les sirvieran—. Es como mi pequeño ritual antes de dormir.

Margaret lo miró, intrigada.

—¿Y eso?

—Los macarons me recuerdan a los que hacía mi madre con Camille.

—Es curioso... Nunca te imaginé como alguien que se refugiara en los dulces —dijo Margaret, con una sonrisa divertida.

—Es mi lado secreto —bromeó Pierre, inclinándose un poco hacia ella.

—Este es el momento en el que te decepciono y comento que soy más de lo salado —respondió, con un destello de ironía.

Pierre la observó por un instante, como si considerara cada palabra. Luego, se echó hacia atrás, fingiendo dramatismo.

—Eso explica mucho, entonces... —dijo Pierre, con una sonrisa traviesa.

Margaret cruzó los brazos, respondiendo con una mirada divertida.

—¿Y eso qué significa? —preguntó, alzando una ceja, juguetona.

—Que no tienes paladar para apreciar el arte de la repostería, claramente —respondió, observándola con una intensidad nueva, pero manteniendo el aire despreocupado.

—Eso es una tontería —replicó Margaret, rodando los ojos, aunque no pudo evitar sonreír.

Pierre, disfrutando de la provocación, se inclinó un poco hacia ella.

—Piénsalo —dijo, fingiendo seriedad—. A los franceses nos crían con los mejores postres del mundo, mientras que ustedes tienen... papas con pez.

Margaret soltó una carcajada, sorprendida por el comentario.

—Eso ni siquiera tiene sentido —respondió, divertida, mientras negaba con la cabeza—. Estás mezclando todo.

Pierre sonrió con satisfacción.

—Es exactamente mi punto.

Saliendo de la pastelería ya con la variedad del pedido, ambos caminaron en silencio por unos segundos, siguiendo el sendero que llevaba al muelle.

—Tienes que admitir que, aunque no seas fanática de los postres, algún dulce francés te ha de gustar —dijo Pierre, rompiendo el silencio con tono casual, sus manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta.

Margaret lo miró de reojo, su sonrisa juguetona reflejada bajo la luz de los faroles.

—Me gustan los éclairs con crema de fruta —confesó—. Pero solo si no son demasiado dulces.

Pierre sonrió, satisfecho.

—Ahora sí que hablas mi idioma. Eso ya es un punto a tu favor.

Margaret soltó una risa suave, alzando una ceja con fingida indignación.

—¿Solo un punto? Te he soportado toda la temporada, y ¿solo me das uno?

Pierre dejó escapar una carcajada, deteniéndose un momento para mirarla de lleno.

—Digamos que vas por buen camino —respondió él, con una sonrisa fácil mientras caminaban.

Ambos llegaron al muelle, donde las olas suaves lamían las pilastras con un ritmo constante, como una respiración tranquila. Margaret se detuvo, sus ojos siguiendo el reflejo de las luces en el agua, el brillo dorado distorsionado por el movimiento de las olas. Pierre se colocó a su lado, observándola de reojo, pero sin romper el silencio. La tranquilidad del momento los envolvía.

—Probablemente no soy muy de dulces porque mi mamá nunca fue buena cocinándolos —confesó Margaret, su voz un poco más suave, casi como si estuviera reflexionando en voz alta.

Pierre la miró con más atención, notando el leve cambio en su tono.

—Ella era enfermera, ¿verdad?

Margaret lo miró, sorprendida por el detalle.

—¿Cómo sabes eso?

Pierre sonrió ligeramente, sus ojos captaron un destello de memoria.

—Lo dijiste el día que me cortaste la mano —respondió, inclinándose un poco hacia ella, recordando la ocasión—. Estabas tan preocupada que soltaste que tu madre siempre te decía cómo limpiar heridas.

Margaret parpadeó, asimilando el recuerdo. Se permitió una pequeña sonrisa.

—Es cierto, se me escapó. No pensé que lo recordarías.

—Fue un día bastante frustrante. Claro que lo recordaría —dijo, con una sonrisa que no alcanzaba a ocultar del todo el matiz de ese momento.

Margaret soltó una risa suave, más como una disculpa.

—No tenía idea de que eras piloto en ese momento, lo juro —respondió, alzando las manos, como si aún intentara justificarse.

Pierre la miró con una mezcla de diversión y algo más profundo.

—Me di cuenta por la forma en que actuabas —dijo, ladeando la cabeza ligeramente, sus ojos nunca apartándose de los de ella—. También me di cuenta que estabas bastante ebria.

—¿Qué me delató?

—Eras más torpe de lo normal.

Mientras caminaban por el muelle, la tranquilidad del lugar empezó a desvanecerse. Pierre y Margaret seguían conversando, pero no tardaron en notar que algunas personas alrededor comenzaban a reconocerlo. Primero, fueron miradas curiosas, luego pequeños grupos sacando discretamente sus teléfonos para tomar fotos. Un murmullo creciente acompañaba las luces de las cámaras que brillaban intermitentemente, reflejándose en el agua.

—Creo que estás llamando la atención —murmuró, tratando de mantener la calma en su tono.

Pierre soltó un suspiró, pasándose una mano por el cabello, consciente del creciente interés que se estaba generando a su alrededor.

—Lo siento, suele pasarme esto mas de lo que querría.

Margaret lo miró con simpatía, pero también con cierta incomodidad por la situación.

—Deberíamos irnos antes de que esto empeore.

Pierre asintió, su mirada volviéndose más seria por un instante.

—Conozco un lugar donde no nos molestarán —sugirió—. Está cerca.

Sin esperar respuesta, empezó a guiarla por el muelle, alejándose de la multitud creciente. Sus pasos se aceleraron, y Margaret lo siguió sin dudar. El murmullo detrás de ellos quedó atrás mientras caminaban por un sendero que los llevaba hacia una parte más apartada del puerto.

Finalmente, llegaron a una pequeña bahía, donde una lancha elegante, pero discreta, estaba atracada, meciéndose suavemente con las olas. El lugar era tranquilo, casi desierto, protegido por un acantilado que bloqueaba las luces y las miradas curiosas.

—¿Esa es tuya? —preguntó Margaret, mirando la embarcación con una mezcla de sorpresa y admiración.

Pierre sonrió, girándose hacia ella.

—Sí. Y, lo mejor, aquí no nos encontrarán —respondió, abriendo la puerta para que subiera a bordo—. ¿Qué dices? ¿Te apetece un paseo lejos de las cámaras?

Margaret lo miró por un momento, midiendo sus opciones. Al final, su curiosidad y el deseo de alejarse del bullicio ganaron.

—Me parece perfecto —dijo, aceptando su invitación mientras subía a la lancha, donde el sonido de las olas era lo único que rompía el silencio de la noche.

Pierre extendió la mano hacia Margaret con naturalidad, sus dedos apenas rozando los suyos mientras la ayudaba a subir a la lancha. El contacto fue breve, pero suficiente para que ambos lo notaran. Una vez que estuvo a bordo, Margaret se acomodó mientras Pierre, con movimientos seguros y fluidos, puso en marcha la embarcación. El sonido suave del motor rompió el silencio nocturno.

—Agárrate —le advirtió con una sonrisa.

La lancha se deslizó por el agua con elegancia, alejándose de la orilla y del bullicio del muelle. Poco a poco, las luces de la ciudad comenzaron a achicarse en la distancia, y el sonido de las olas y el suave viento se apoderaron del ambiente.

Margaret se acomodó en su asiento, sintiendo cómo la brisa fresca acariciaba su rostro, despejando la tensión del día. Cuando Pierre desaceleró, habían llegado a una distancia considerable de la orilla. Desde allí, la vista de Monte Carlo se desplegaba ante ellos, las luces doradas y plateadas de la ciudad brillando como joyas contra el cielo oscuro, reflejándose en el agua tranquila del mar.

—Es impresionante... —susurró Margaret, sus ojos recorriendo el paisaje, cautivada por la belleza de la noche.

Pierre, que había dejado de mirar el horizonte para centrarse en ella, sonrió al ver su reacción.

—Juro que suele ser más tranquilo, es por la carrera de mañana y los turistas que todo se complica un poco.

Ella lo miró por un instante, sintiendo la tranquilidad del momento y la intimidad del lugar.

—Es perfecto —dijo, casi en un susurro, antes de volver su atención a las luces de Monte Carlo, como si quisiera capturar cada detalle de esa vista única.

Tomando la caja de postres que se encontraba a un lado, Pierre la sacó de la bolsa con un gesto entusiasta y la abrió con cuidado. El aroma dulce y tentador de los postres llenó el aire, evocando una sensación de calidez y celebración. Con una sonrisa traviesa, extendió una cuchara hacia Margaret y se sentó a su lado.

—Ahora, deberías probar esto —dijo, con un brillo en los ojos—. Te prometo que vale la pena.

Margaret miró la caja, llena de éclairs, macarons y una selección de dulces que parecían sacados de un cuento.

—No puedo creer que trajeras todo esto —dijo, sorprendida y encantada al mismo tiempo.

Pierre sonrió, disfrutando de su reacción.

—Si no te convierto al equipo de los dulces con esto, le fallé a mi nación.

Margaret rió, su mirada fija en la caja.

—¿Así que esta es tu estrategia secreta para hacerme cambiar de bando? —preguntó, tomando un éclairs y observándolo con picardía.

—Exactamente. No hay mejor forma de convencer a alguien que a través de sus papilas gustativas —respondió Pierre, mientras tomaba un macaron de chocolate.

Ambos comenzaron a disfrutar de los postres, el sabor dulce contrastando con la salinidad del aire del mar. Cada bocado parecía traer consigo un nuevo nivel de placer, y las risas comenzaron a fluir con más naturalidad.

—Tienes razón —dijo Margaret después de un momento—. Esto es increíble. Quizás mis gustos están cambiando más rápido de lo que pensaba.

Pierre la miró con una sonrisa satisfecha.

—A veces, lo único que se necesita es un poco de persuasión —dijo Pierre, su voz cargada de intención mientras observaba a Margaret.

—¿Seguro que no te hará mal comer todo esto antes de la carrera de mañana? —preguntó ella, saboreando un poco de crema de mango con una sonrisa traviesa.

—Estoy acostumbrado a comer de más antes del domingo —respondió él encogiéndose de hombros—. Ya sabes, para mantener el peso... y esas cosas.

—Hoy no parecías tan contento con la clasificación —comentó Margaret, su mirada más curiosa que acusadora.

—Solo fue la adrenalina, no te voy a mentir —admitió, soltando un suspiro—. Pero me alegro por Santiago.

—¿Crees que lo pasarás mañana? —preguntó, arqueando una ceja.

—Si no lo hago en la salida, mis opciones van a ser pocas —dijo Pierre, y por un segundo, sus ojos se encontraron.

—Creo que puedes ganar mañana.

—Eso depende más de ti que de mí —respondió Pierre, mirándola con una sonrisa enigmática.

—¿De mí? —preguntó confundida la rubia, sin entender a qué se refería.

—Últimamente gano solo cuando dices una de tus frases de la buena suerte.

—No creerás en supersticiones, ¿o sí? —preguntó Margaret, esbozando una sonrisa mientras lo observaba con escepticismo.

—No exactamente... —Pierre se encogió de hombros, pero la chispa en su mirada no pasó desapercibida—. Solo creo en lo que funciona.

—¿Ah, sí? —Margaret soltó una pequeña risa, divertida—. ¿Y mis frases mágicas funcionan?

—Hasta ahora no me han fallado —replicó él, inclinándose un poco hacia ella—. Te juro, es raro hasta para mi admitirlo.

Margaret lo miró por un momento, como si estuviera evaluando si seguir con el juego o no. Finalmente, decidió seguirle el ritmo.

—Bueno, en ese caso... ¿Debería decir alguna? —preguntó, con un aire travieso.

Pierre fingió pensarlo por un segundo, luego dejó que su mirada vagara por su rostro antes de contestar:

—Sorpréndeme.

Margaret se inclinó un poco hacia él, sin perder el contacto visual.

—Corre en Mónaco como si estuvieras escribiendo tu propio legado en cada curva.

Pierre se quedó en silencio un momento, saboreando tanto las palabras de Margaret como el postre que tenía en la mano. Sus ojos no se apartaban de los de ella, y una sonrisa lenta, casi desafiante, se formó en sus labios.

—Eso me gusta —susurró, sus ojos brillando—. Voy a quedar como un idiota si no gano mañana ahora.

Margaret soltó una risa suave, una de esas que salen sin esfuerzo, genuinas, como si la situación la hubiera sorprendido más de lo que esperaba. Pierre la observó con una mezcla de diversión e intriga, no había previsto ese momento tan liviano entre ambos. Mirando expectante, esperando algún comentario coqueto de su parte, antes de que pudiera reaccionar, Margaret se inclinó y lo besó con una dulzura inesperada. No fue un gesto prolongado ni demasiado intenso, pero lo dejó desconcertado. Ella se apartó apenas unos segundos después, observando su expresión de sorpresa con una sonrisa divertida.

—¿Eso cuenta como buena suerte también? —preguntó ella, con un brillo en los ojos, como si hubiera ganado la partida.

Pierre, aún sin palabras, rió entre dientes, recuperándose del momento. No había esperado que Margaret tomara la iniciativa, y menos de una forma tan desarmante. Finalmente, recuperó la compostura y la miró con una mezcla de admiración y diversión.

—Definitivamente, ya me siento afortunado —contestó, con una sonrisa que esta vez parecía más genuina que coqueta.


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La mañana siguiente, exactamente a las ocho de la mañana, alguien llamaba a la puerta de la habitación de Margaret y Jude. Ambas amigas se quejaron ante el sonido.

—Ve tú... —murmuró Margaret, hundiendo la cara en la almohada y cubriéndose la cabeza con el edredón, su voz amortiguada por la tela—. No puedo moverme.

—Es tu habitación, Maggie. Te toca a ti —replicó Jude desde el lado izquierdo de la cama, sin abrir los ojos—. Yo no pedí servicio de despertador.

El llamado a la puerta no cesó, y alguien volvió a llamar a ella.

—Por favor, Judie... —suplicó ahora la rubia, somnolienta y frustrada.

Jude, con un suspiro de resignación, se dio por vencida y se levantó lentamente. Caminó descalza hasta la puerta, su expresión mezclando fastidio y curiosidad. Al abrirla, se encontró con un empleado del hotel, quien sostenía una caja de lujo elegantemente envuelta. Jude frunció el ceño y tomó el paquete, agradeciéndole rápidamente antes de cerrar la puerta.

—Maggie, es para ti —anunció Jude con voz algo más alerta, mientras depositaba la caja en la pequeña mesa del cuarto.

Margaret, quien aún estaba sumergida en el colchón, apenas asomó la cabeza por encima de las sábanas.

—¿De quién es?

—No lo sé. Viene del hotel, pero... —Jude se detuvo, examinando la tarjeta—, aquí dice que es de Pierre.

Margaret se enderezó lentamente, sus ojos entrecerrados, intentando procesar lo que Jude acababa de decir.

—¿Pierre? ¿Qué diablos me mandaría Pierre? —preguntó, todavía adormilada.

Jude se encogió de hombros y empezó a desenvolver la caja, su curiosidad ganándole.

Dentro, cuidadosamente colocado, se encontraba un vestido de gala impresionante. El tejido caía suave al tacto, de un tono profundo y elegante que Margaret reconoció de inmediato. Era el vestido que debía usar esa misma noche en la subasta benéfica organizada por el equipo. Pero lo que realmente llamó la atención de ambas amigas fue un objeto adicional al fondo de la caja: un teléfono móvil nuevo.

—Hay una tarjeta... —avisó su amiga, extendiendole curiosa a su amiga un pequeño papel perlado de gran grosor.

"Me dijo Rex que tenías problemas con la compañía para recuperar tu número personal. No te preocupes, ya está todo arreglado. Sobre el vestido, tampoco te preocupes; es un regalo de mi parte".

Margaret leyó la tarjeta en silencio, sus ojos recorriendo cada palabra.

—Wow... —murmuró Jude, llevándose una mano al pecho con una expresión enternecida—. Esto es... realmente dulce, Maggie.

Margaret levantó la vista de la tarjeta, todavía tratando de procesar lo que acababa de leer.

—No entiendo —susurró, sacudiendo ligeramente la cabeza.

—Las razones son obvias. Pero si quieres una respuesta más directa, deberías dejar de evitarlo y hablar seriamente con él de una vez.

Margaret se quedó en silencio, observando la tarjeta como si las palabras escritas en ella pudieran ofrecerle alguna respuesta. Ese no era el tipo de gesto que esperaba de Pierre, ni siquiera era un gesto que esperara de nadie. Directamente, jamás alguien había hecho algo así por ella.

—Estoy... sin palabras —admitió Margaret, dejando caer la mano con lentitud, todavía procesando lo ocurrido.

Jude, conmovida al ver la mezcla de sorpresa y confusión en su amiga, se acercó con una sonrisa suave y le dio un apretón reconfortante en el brazo.

—Es un gesto hermoso, Maggie. No seas dura con él hoy —le dijo con cariño, mirándola a los ojos.

—Yo no soy dura con él... —protestó Margaret, aunque su tono era más defensivo que convencido.

Jude arqueó una ceja, soltando una pequeña risa.

—Sí, claro. Como digas.


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REESCRIBÍ TRES VECES ESTE CAPÍTULO PORQUE NO ME GUSTABA NADA

PERDON POR LA DEMORA...

TRATARÉ DE SUBIR LA SIGUIENTE PARTE MAÑANA, PERO NO SE HAGAN MUCHAS ESPECTATIVAS PORQUE SE ACABÓ EL ROMANCE.

SI, TOMEN ESO COMO UN SPOILER.

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