uno.
El humo lo envolvía todo. Se pegaba a las paredes, a las cortinas, a su piel. A veces, Minjeong creía que ese olor era lo único que quedaría de Jimin cuando finalmente se alejara para siempre. Lo odiaba, pero no podía dejar de respirarlo, de buscarlo en cada rincón donde ella había estado.
Jimin era una idiota. Claro que lo era. No solo por la forma en que le hablaba, con esa arrogancia áspera, ni por cómo parecía disfrutar de su incomodidad cuando exhalaba el humo directamente frente a su rostro, con la curva de sus labios apenas dibujando una sonrisa. Era una idiota porque Minjeong la amaba, y ella lo sabía.
Lo sabía cada vez que ella volvía, a pesar del sabor amargo que dejaba su presencia. A pesar de que cada palabra suya se sentía como una quemadura lenta, y aun así, ahí estaba Minjeong, incapaz de alejarse.
Jimin no era cruel a propósito. No del todo. Ella simplemente... se escondía. Detrás de esa barrera de humo y de palabras cortantes, detrás de sus cigarrillos que nunca faltaban entre sus dedos temblorosos. Minjeong la había visto, en esas madrugadas donde ella parecía más cansada que insensible, donde sus manos temblaban al encender otro cigarro y el brillo en sus ojos era demasiado opaco para ser solo indiferencia.
Pero Jimin siempre se apresuraba a ocultarlo. A cambiar la fragilidad por la tosquedad. "¿Otra vez aquí?", le decía, la voz ronca, y Minjeong asentía, fingiendo no notar cómo ella le soplaba el humo en la cara con ese retorcido gesto que mezclaba desafío y miedo.
—Ojalá no fumaras tanto —susurró una vez, incapaz de contenerse.
Jimin se rió. Un sonido seco, breve, como la chispa de su encendedor.
—Ojalá no te importara tanto —le respondió, dándole la espalda.
El cigarrillo era su compañía constante, su escudo. Un arma de doble filo, como todo en ella. Para Minjeong, representaba lo que nunca podría alcanzar: el corazón de Jimin, escondido tras el humo, imposible de tocar sin quemarse.
Pero aun así, ella la amaba. Más de lo que quisiera admitir. Más de lo que debería. Porque Jimin, con su arrogancia y su frialdad, con ese vicio que Minjeong tanto odiaba, era su mayor contradicción.
Minjeong odiaba el cigarrillo. Lo odiaba porque sabía que era parte de Jimin. Y Jimin... Jimin amaba fumar. La ironía era esa: ella la amaba, ella amaba algo que la alejaba.
Su relación era eso: un cigarrillo encendido. Breve, tóxica, adictiva. Y, sin importar cuánto la lastimara, Minjeong no podía evitar querer ese último respiro de humo, ese instante fugaz donde, entre el aroma amargo, podía imaginar que Jimin sentía algo. Aunque al final solo quedaran cenizas.
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