02 | Amar en silencio

“Amar en silencio”

Agosto, 2005.

Para Don Leonardo, todo comenzó como un destello inesperado, un instante en el que Cass irrumpió en su vida sin previo aviso y, sin siquiera intentarlo, lo sacudió hasta la raíz. Nunca se lo había confesado a nadie, pero desde el primer momento en que sus ojos se cruzaron con los de ella, supo que su corazón ya no le pertenecía, que dejó de ser dueño de sí mismo.

No entendía qué era exactamente lo que lo atraía tanto, solo que su corazón latió un poco más rápido y el aire pareció escapársele por un breve segundo. Tal vez era su hermosa cabellera negra, o la calidez de su piel, que imaginaba suave sin haberla tocado. Quizás eran sus ojos, tan expresivos y profundos, capaces de atravesarlo con una sola mirada, o esa firmeza en su carácter; su manera de plantarse ante el mundo con una fuerza que no se dejaba doblegar. Fuera lo que fuera, había algo en ella que la hacía diferente de cualquier mujer que hubiera conocido antes, todo en ella era especial. Y aunque él había tenido relaciones en el pasado —todas efímeras y pasajeras—, lo que sentía por Cass era distinto. Era como si esa belleza única y ese carácter indomable lo hubieran cautivado por completo.

Pero él, ahora siendo un hombre responsable, consciente de las normas y el respeto, reprimió ese sentimiento tan pronto como surgió. Sabía que no debía pensar en ella de esa forma: ella no solo trabajaba para él, sino que tenía pareja, y su papel como patrón le imponía una barrera insalvable. Así que, durante mucho tiempo, se limitó a admirarla en silencio, a observarla desde la distancia.

Todo cambió el día en que Cass, con sus ojos cansados y un aire de incertidumbre, tocó a la puerta de su oficina. Con voz apagada le confesó que estaba embarazada. El motivo de su visita era pedir permiso para ausentarse por una cita médica, pero ese pequeño intercambio lo cambió todo para Don Leonardo. Aunque fingió sorpresa, en realidad ya había notado ciertos cambios en ella: su andar más pausado, las ausencias cada vez más frecuentes en el trabajo, los pequeños gestos que delataban su fatiga.

Conforme la escuchaba, sentía cómo algo dentro de él se agitaba. Ya no era solo la atracción de antes. Era algo más profundo, algo que lo conectaba a ella de una manera inexplicable. El simple deseo de protegerla, de estar ahí para ella en un momento tan complicado, lo invadió por completo. Quería asegurarse de que no tuviera que enfrentarlo sola, que supiera que contaba con alguien que la apoyaba. Y sin embargo, Cass seguía distante. Aceptaba su ayuda, claro, pero siempre con ese muro invisible entre ambos. Don Leonardo podía ver la desconfianza en sus ojos, la duda constante de que él, su patrón, la estuviera ayudando solo por obligación o, peor aún, por lástima. Pero ella no entendía que cada gesto de apoyo, cada permiso concedido, cada gasto cubierto, era su forma de demostrar que se preocupaba por ella, que quería estar presente en su vida, aunque fuera de la única manera que sentía correcta: como su patrón.

A medida que los meses avanzaban, Don Leonardo empezó a notar pequeños cambios en la actitud de Cass. Al principio eran apenas perceptibles: una sonrisa tímida cuando lo saludaba, un comentario casual sobre sus citas médicas. Esas pequeñas interacciones, para él, eran como destellos de esperanza en medio de su día a día. Con cada conversación, cada pequeña revelación, sentía que la distancia entre ambos se acortaba, aunque él se obligaba a mantener la compostura y a no dejar que sus sentimientos nublaran su juicio.

La simpatía natural de Don Leonardo, esa que siempre lo había definido, a veces lo llevaba a hablar de más, a compartir más de lo que quizás debía. Una tarde, mientras Cass esperaba que dejara de llover para regresar a casa, él, sin pensarlo mucho, empezó a contarle detalles de su vida. Le habló de cómo su madre había abandonado su hogar, de cómo había llegado a convertirse en patrón, de las dificultades que había atravesado para llegar hasta donde estaba. La conversación, lejos de ser incómoda, pareció abrir un puente entre ellos, y Cass, como si la apertura de Don Leonardo la invitara a hacer lo mismo, empezó a contarle su historia. Habló —sin entrar en detalles— de cómo había dejado su hogar para escaparse con Aaron, solo para ser abandonada por él cuando más lo necesitaba.

Fue en ese momento cuando él se dio cuenta de que Cass ya no estaba en una relación. Aunque esa revelación podría haber sido vista como una oportunidad para él, en lugar de eso, decidió poner otra barrera entre ellos. En ese momento, lo último que ella necesitaba era otra relación. Ella necesitaba estabilidad, confianza, y él no quería forzar nada. Así que se cerró a la idea de confesar lo que sentía, por mucho que su corazón anhelara lo contrario.

Cada vez que la veía reír, sentía una calidez que lo invadía por completo. Lo que alguna vez fue solo una atracción se había transformado en un sentimiento más complejo, pero hermoso. Era una admiración profunda, un deseo sincero de verla feliz, de protegerla, de apoyarla en todo lo que pudiera. Pero él debía seguir siendo quien siempre había sido: respetuoso, paciente, y sobre todo, consciente de que su papel en la vida de Cass era solo el de un apoyo incondicional, un amigo en quien ella pudiera confiar.

Así, con cada paso que Cass daba hacia él, Don Leonardo se obligaba a retroceder, a no dejarse llevar por sus propios sentimientos. Aunque por dentro, deseaba con todo su ser que algún día ella pudiera verlo como algo más que su patrón y su amigo. Pero por ahora, ser parte de su vida, aunque fuera de esta forma, era suficiente para él.

Se acercaba la fecha próxima del nacimiento del bebé de Cass. Pero ella, necia, se rehusaba a pasar aquellas últimas semanas en casa. Se negaba a la incapacidad por maternidad, pues si no se mantenía trabajando, se sentía inútil. No obstante, Don Leonardo tampoco le permitía realizar sus tareas cotidianas en la hacienda. En su lugar, había cambiado sus labores a algo más administrativo: papeleo, inventario y manejar cuentas. Aunque Cass se quejaba por el cambio, no podía negar que le permitía mantenerse ocupada y concentrada.

Aquella tarde, mientras revisaba unas notas de proveedores con su patrón, soltó un pequeño quejido, lo suficientemente leve para pasar desapercibido para la mayoría, pero no para Don Leonardo.

¿Todo bien? —preguntó él, preocupado—. ¿Quieres que te lleve a la clínica o...?

Todo bien —respondió rápidamente, tratando de restarle importancia—. Me he sentido así desde la mañana.

Sin embargo, justo después de decirlo, una nueva punzada la obligó a llevarse la mano al vientre. Esta vez fue más intensa, más profunda. Su respiración se volvió errática por un segundo, y aunque intentó disimularlo, Don Leonardo no le quitó los ojos de encima.

De verdad, Cass, vamos a la clínica —insistió, su voz firme pero dulce.

No es necesario... —empezó a decir Cass, con la intención de minimizar la situación, pero la frase quedó inconclusa cuando un dolor punzante la atravesó de pies a cabeza. Su cuerpo se tensó y tuvo que apoyarse en el escritorio para no perder el equilibrio. Un gemido involuntario escapó de sus labios. Y entonces, lo inevitable sucedió. Bajó la mirada y su respiración se entrecortó al ver la tela de su pantalón empapada. Su mente tardó un par de segundos en comprenderlo, pero en cuanto la realidad la golpeó, sintió el pánico expandirse por su pecho—. ¿Q...qué?

Don Leonardo la observó y, por primera vez en mucho tiempo, el miedo puro y crudo lo invadió. Sus pensamientos se atropellaron entre sí, pero su instinto de protección fue más rápido. Se puso de pie de inmediato, moviéndose con agilidad para sostenerla antes de que perdiera el equilibrio.

Tu bebé ya va a nacer —dijo con urgencia. Con cuidado, deslizó una mano por su espalda y la sujetó del brazo—. Tenemos que irnos.

Pero se quedó paralizada. Su mirada temblaba, reflejando una mezcla de terror y dolor. Negó varias veces con la cabeza, con su mirada fija en la superficie de madera y sus dedos presionando con fuerza sobre esta.

Cass...

¡N...no quiero! —su grito resonó en la oficina, quebrado por el llanto y el agobio.

Don Leonardo sintió un nudo en la garganta; no tenía ni idea de qué hacer para ayudarla, cómo aliviar su angustia o al menos disminuir su dolor. Él insistía y ella seguía firme en no querer moverse, tensándose con cada nueva oleada de dolor, y su mente parecía completamente bloqueada, atrapada en un bucle de incertidumbre. Por dentro, Don Leonardo comenzó a desesperarse. Quedarse quieto no era una opción, pero cada vez que intentaba sujetarla, moverla siquiera unos centímetros hacia la puerta, ella se estremecía, gritaba, lloraba y se negaba. No estaba luchando contra él, no era su ayuda lo que rechazaba… era el miedo, la intensidad de la experiencia que abrumaba a la joven. Él tenía claro que Cass era fuerte, pero también entendía que el temor a lo desconocido podía derrumbar hasta a la persona más valiente.

Tranquila, está bien, yo te acompaño —dijo, tratando de mantener la calma en su voz, aunque el temblor en su voz delataba su preocupación. Pero a pesar de sus palabras, Cass seguía aferrándose al escritorio como si su vida dependiera de ello, sus ojos llenos de lágrimas y su cuerpo negándose a moverse.

No p...puedo hacer... esto.

Y entonces, otra contracción la golpeó con una fuerza brutal. Su cuerpo se dobló involuntariamente, como si la naturaleza misma la obligara a enfrentar algo que su mente no estaba preparada para aceptar. Su mano voló instintivamente a su vientre, como si pudiera proteger al bebé que estaba a punto de llegar al mundo. Pero no estaba lista, no podía estarlo. A pesar de los meses de preparación y de los consejos, incluso del apoyo de sus amigos, en el fondo consideraba que no era capaz de dar a luz, y mucho menos de convertirse en madre.

Cass, por favor… —suplicó Don Leonardo, cada vez más desesperado. Se arrodilló frente a ella, tratando de captar su mirada, de hacerla entender que no estaba sola. No podía forzarla, no quería hacerlo, pero la urgencia del momento lo agobiaba. Entonces, de repente, una idea cruzó su mente como un rayo de esperanza: Doña Mary. Una de sus trabajadoras más confiables, no solo era una campesina experimentada, sino también una partera. Había asistido en innumerables partos en la zona rural, ayudando a traer al mundo a decenas de bebés en condiciones que a menudo eran menos que ideales. Su experiencia podría ser justo lo que necesitaban en ese momento—. Doña Mary —murmuró para sí mismo, antes de levantar la mirada hacia Cass—. ¿Quieres que te atienda Doña Mary? —preguntó apresurado, buscando en los ojos de Cass algún signo de aceptación.

Ella lo miró por un momento, sopesando la idea en medio de la tormenta de emociones. Finalmente, asintió con la cabeza, un gesto casi imperceptible. Era todo lo que Don Leonardo necesitaba para actuar.

De acuerdo, iré por ella —dijo, y salió de la oficina a toda prisa, su mente corriendo tan rápido como sus pies.

Por suerte, Doña Mary no se encontraba lejos de la casa. Tan rápido la vió, la llamó desde la distancia, asustando a las otras mujeres que se encontraban recolectando frutos de las plantas. Cuando llegó hasta ella, jadeando y con el corazón latiendo a mil por hora, le dio una breve explicación entrecortada por la falta de aire. Doña Mary no necesitó más. Con una expresión seria pero calmada, asintió y se puso en marcha de inmediato. Antes de seguir a Don Leonardo, corrió a buscar su bolsa, una vieja mochila de tela donde llevaba todo lo necesario para atender un parto.

Juntos, regresaron a la casa a paso veloz. Al llegar, encontraron a Cass en la misma posición, casi arrodillada sobre el suelo, luchando contra las contracciones que parecían no darle tregua. Su rostro estaba pálido, cubierto de sudor, y sus manos temblaban cada vez que el dolor la golpeaba de nuevo. Doña Mary tomó control de la situación de inmediato, con la serenidad de quien había asistido a decenas de partos en condiciones mucho más difíciles.

Necesitamos una habitación —dijo con firmeza, mirando a Don Leonardo.

Él asintió, conduciéndola rápidamente al cuarto más cercano, una de las tantas habitaciones vacías de la casa. Doña Mary ayudó a Cass a moverse hasta la cama, sosteniéndola con una fuerza que contrastaba con la suavidad de sus palabras.

Tranquila, mijita —murmuró Doña Mary, mientras acomodaba a Cass en la cama—. Yo estoy aquí. Todo va a salir bien.

La puerta se cerró tras ellas, dejando a Don Leonardo afuera, solo con sus pensamientos y el sonido de los quejidos y llantos de Cass que atravesaban las paredes. Cada gemido, cada grito, era como un cuchillo que le atravesaba el corazón. Caminaba de un lado a otro, incapaz de quedarse quieto. Aunque confiaba en Doña Mary, en su experiencia y en su capacidad para manejar la situación, no podía evitar sentirse impotente. No regresó a sus labores como patrón, no podía. Aunque sabía que la hacienda no se detenía, que había mil cosas que requerían su atención, en ese momento solo existía Cass. Ella y el bebé que estaba a punto de llegar al mundo. Él se quedó cerca, pegado a la puerta, como si su presencia física pudiera hacer alguna diferencia. Por si Doña Mary necesitaba algo, por si Cass lo llamaba, por si… por si pasaba algo. Pero, sobre todo, se quedó porque el amor que le tenía a Cass no lo dejaba alejarse. No en un momento como ese.

El tiempo pasaba lento, demasiado lento. Cada minuto era un martirio, cada sonido que llegaba desde la habitación lo hacía estremecer. Don Leonardo se apoyó contra la pared, cerrando los ojos por un momento, tratando de calmar los nervios que lo consumían. Respiró hondo, recordando las palabras de Doña Mary: "Todo va a salir bien". Se aferró a esa idea, repitiéndola en su mente como un mantra.

Y entonces, después de lo que pareció una eternidad, la puerta se abrió. Doña Mary salió con una sonrisa en el rostro. Su expresión aliviada y tranquila fue un bálsamo para los nervios de Don Leonardo.

El bebé está precioso —anunció, con esa tranquilidad y seguridad de quien ha visto nacer muchas vidas—. Cass se encuentra bien, fue muy valiente. Ya le di las indicaciones, pero conociendo a esta niña, también se las digo a usted —añadió con un toque de humor en la voz, sabiendo que Cass no sería la más obediente cuando se trataba de cuidarse.

Don Leonardo asintió, escuchando con atención cada palabra, como si fueran instrucciones sagradas.

Cuarenta días de reposo —continuó Doña Mary, levantando un dedo en señal de advertencia—. Que descanse mucho y se alimente bien. Nada de trabajos pesados, ni preocupaciones. Ella y el bebé necesitan tranquilidad.

Gracias, Doña Mary —respondió Don Leonardo con gratitud—. Se lo pagaré mañana.

La mujer sonrió, asintió con un gesto de humildad y se retiró, dejando tras de sí la calma de haber cumplido su labor. Su figura se desvaneció en el pasillo. Apenas se fue, Don Leonardo tocó la puerta y escuchó la suave voz de Cass invitándolo a pasar.

Él abrió la puerta con cuidado, como si entrara a un lugar sagrado. La habitación estaba bañada por la luz tenue de una lámpara, creando una atmósfera cálida y acogedora. Cass yacía en la cama, cubierta con una manta gruesa que la envolvía como un abrazo protector. Su cabello estaba algo despeinado, sus mejillas aún sonrosadas por el esfuerzo, pero a los ojos de Don Leonardo, seguía viéndose hermosa. En sus brazos, con ternura sostenía a su pequeño hijo.

Hola —murmuró Don Leonardo, con dulzura—. ¿Cómo te sientes?

Mejor —respondió Cass con un suspiro agotado, pero en su expresión se reflejaba una felicidad profunda—. ¿Quieres conocerlo?

Él asintió, incapaz de articular palabras en ese momento. Se acercó más, inclinándose suavemente para ver mejor al bebé. El pequeño estaba acurrucado contra el pecho de su madre, su rostro diminuto y perfecto, con las mejillas rosadas y los labios ligeramente entreabiertos, con la respiración suave de un recién nacido, y Don Leonardo no pudo evitar sonreír ante la paz que emanaba de la escena.

Hola… —dijo, con la voz suavizada por la emoción. Iba a decir el nombre, pero se detuvo, inseguro.

Casey —aclaró Cass, como si leyera sus pensamientos.

Hola, Casey —repitió Don Leonardo, ahora con una sonrisa completa, sus ojos brillando mientras volvía la vista a Cass—. Es igualito a ti.

Esa simple frase iluminó el rostro de Cass. Don Leonardo no lo sabía, pero acababa de hacerle el mejor cumplido. Uno de los miedos más profundos de Cass, uno que había cargado en silencio durante todo el embarazo, era que su hijo se pareciera a Aaron. Durante todo el embarazo, había temido reconocer en su hijo los rasgos de aquel hombre que le había causado tanto dolor. Pero en ese momento, mientras miraba a su pequeño Casey acurrucado en sus brazos, esos temores se desvanecieron. Su hijo no era la sombra de Aaron. Lo único que conservaba de él era una pequeña marca de nacimiento en su brazo, un detalle insignificante en comparación con todo lo demás. Casey tenía sus ojos, su nariz, su boca. Era una extensión de ella misma, alguien completamente nuevo y puro, alguien con un futuro por escribir. Era su vida, su sangre, y su fuerza. Y con ese pensamiento, una paz inesperada la invadió, permitiéndose —por primera vez desde que Aaron se fue—, sentir que todo estaría bien.

Gracias —murmuró Cass. No solo le agradecía a Don Leonardo por sus palabras, sino por estar ahí, por ser el apoyo que tanto necesitaba en ese momento.

Don Leonardo le dedicó una sonrisa de cariño genuino. Verla así, tranquila y feliz, con su bebé en brazos, era un regalo que no esperaba. El poder estar cerca de ella, el que Cass le hubiera permitido estar presente en un momento tan íntimo y vulnerable, era el mejor agradecimiento que podía recibir. Era consciente de que no era fácil para ella abrirse, especialmente después de todo lo que había pasado, y eso hacía que su confianza fuera aún más valiosa.

Tengo que regresar al trabajo —dijo Don Leonardo, rompiendo el silencio con suavidad—. Pero más tarde puedo ir por ropa y todo lo que necesites —Cass asintió, agradecida, y él continuó—. Los dejaré descansar. Se quedan en su casa, permiso.

Salió de la habitación y cerró la puerta, dejando a Cass sola con su bebé. Se recostó un poco sobre la cabecera de la cama, ajustando la almohada para estar más cómoda, mientras mecía a su bebé suavemente en sus brazos. Con calma, comenzó a observar con más atención la habitación. El colchón era suave, cómodo, y la manta que la cubría a ella y a Casey era gruesa y calientita, algo que su pequeño parecía apreciar tanto como ella. Don Leonardo estaba siendo increíblemente generoso al dejarla quedarse en su casa, y como amiga, lo apreciaba más de lo que las palabras podían expresar. Se lo agradecería eternamente, aunque supiera que él nunca esperaría nada a cambio.

Mientras veía a su hijo dormir, solo podía pensar en el futuro y en lo mucho que deseaba darle la mejor vida a su niño. Quería ser la madre que Casey merecía, la que lo guiaría y protegería sin importar lo que la vida les pusiera por delante. No obstante, una sensación de tristeza la invadió al pensar en regresar a su casa. Aquel lugar no era un hogar adecuado para que su hijo creciera. Las paredes frías, los recuerdos dolorosos que parecían impregnar cada rincón... no era el ambiente que quería para su pequeño. Necesitaba hacer algo al respecto. Tal vez mudarse a otra casa en algún momento, aunque eso le costara demasiado. No sería fácil; tendría que trabajar más duro que nunca, pero estaba dispuesta a hacerlo. Dispuesta a esforzarse no solo en su trabajo, sino también en mejorar ella misma. Quería ser una mami fuerte y valiente, alguien en quien Casey pudiera confiar y admirar. Toda esa responsabilidad recaía enteramente en ella, pero ahora tenía a alguien que sería su motivación en los próximos años... y ese era Casey.

ʕ⁠´⁠•⁠ᴥ⁠•⁠'⁠ʔ Hola, soy la escritora, Mafer.

Espero que les haya gustado el capítulo de hoy, ¿les está agradando el remake?

Y tranquiii, el próximo capítulo está dedicado a otros personajes 👀

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