» 4 | Blood Moon
Las chicas como ella solo existían para ser bonitas y después morir.
Ella, ataviada con aquel impecable vestido blanco, dió un paso rígido, dejando pétalos de flores en el suelo, mientras miraba a todas esas personas a su lado; estatuas que no corrían a salvarla.
¿Es que nadie podía ver el miedo en sus ojos?
Su padre continuó arrastrándola, sutil y lentamente, por aquel pasillo hasta el altar, dispuesto a intercambiarla por unas monedas.
No soy una ofrenda. Soy una mujer. ¿Por qué no lo entendéis?
Viridy Steep deseó morir aquel día, cuando fué obligada a firmar aquella acta de condena y recibió a cambió un beso que sabía a tabaco y veneno.
Y sus lágrimas cayeron sobre los pétalos de las flores muertas cuando salió de la iglesia de la mano de un hombre distinto del cuál ni siquiera conocía su nombre.
Ella miró las estrellas titilar desde la ventana del carruaje mientras dejaba atrás aquel pueblo que había sido su hogar desde el día en que nació y se dirigía con su nuevo esposo a la ciudad, de dónde seguramente jamás volvería.
Las chicas bonitas mueren jóvenes, le habían dicho, dejan un bebé en el mundo y después son olvidadas, nunca más recordadas.
Ella era una de esas chicas.
De pronto, sintió cómo la mano de él la rozó intencionadamente, provocando que su piel arder de asco, incapaz de poder alejarse más de él. Después sintió su aliento fétido y agrio posarse en su cuello, un beso húmedo rozar su mejilla y una arcada subir hasta su boca.
Ella no deseaba ser una chica bonita. Ella deseaba morir.
Cuando el carruaje se detuvo frente al que sería su nuevo hogar, un gran caserón que destilaba frío bordeado de flores con espinas, ella sintió su corazón detenerse, y por un momento, trató de imaginar que no todo era tan malo, que con el tiempo se acostumbraría. Él le tendió, como un supuesto caballero, la mano para bajar del carruaje, aquel que se alejó por el camino de entrada, desapareciendo en la noche oscura.
Los fantasmas tras la puerta susurraron su nombre, invitandola a perderse entre las sombras y el vacío que habitaba tras aquellas puertas.
¿Y él?, él no esperó a que ella diera un paso siquiera, la tomó del brazo, dejando de lado toda su amabilidad y la arrastró de manera hostil hacia a la casa. Sus flores quedaron derramadas y marchitas en aquella entrada.
No supo si la puerta se cerró siquiera cuando él la tomó de las caderas y, apoyándola contra una mesa, comenzó a rasgar su vestido de manera irreparable mientras el jadeo desesperado resonaba sobre ella.
Las chicas como ella eran usadas cuál objetos de placer y nada más.
Su corazón latió errático y las lágrimas mancharon su rostro cuando el aire frío impregnó sus piel y sus manos la agraviaron.
Se sentía mancillada, sucia, rota...
-No- jadeó cuando el dolor subió por su espalda y sus ojos se nublaron. -No- volvió a chillar cuando él no se apartó y en cambió se abalanzó más sobre ella.
-Cállate- bufó él, sin dejar de arremeter contra ella.
La desesperación la inundó y lloró, lloró mientras él la sometía a aquello llamado amor.
Viridy alzó su rostro y trató de enfocarse en algo más, cualquier cosa que la hiciera olvidar dónde estaba y con quién, y terminó mirando su reflejo en el espejo en la pared, dónde una chica rota le devolvía la mirada.
No le gustaba esa chica. No quería ser ella.
-¿Qué crees que haces perra?- rugió él cuando Viridy lo empujó lejos de ella.
-Dije que no- musitó ella, con el rostro en alto.
-¿No?- repitió él como si fuese la palabra más estúpida que hubiese oído y, antes de que ella pudiera reaccionar, la palma de su mano se estampó en su rostro, haciéndola trastabillar y caer al piso.
Su mundo entero dió vueltas antes de que fuera arrastrada por el piso y su cabello tomado en un puño.
-Pagué por ti, maldita, y te tendré, lo quieras o no- gruñó él sobre ella para luego golpear su cabeza contra el piso, dos, tres veces, hasta que la sangre comenzó a brotar y a derramarse desde su rostro hacia el piso, formando una luna de sangre oscura que empapó su vestido antes blanco.
Las chicas como ella morían desangradas.
Él siguió arrastrándola por el piso, como si ella fuese un cadáver, volcando tras él todo lo que se encontraba y, cuando un cuchillo pequeño e insignificante cayó a su lado, Viridy lo tomó, conjurando la fuerza que ya no tenía, clavó su filo en su pecho.
No era un golpe fatal ni limpió, pero era su única oportunidad.
Ella tomó su vestido y, rasgandolo aún más, se puso de pie y corrió, corrió ignorando los gritos y las amenazas, corrió sin mirar atrás hasta cruzar la puerta, el jardín y los límites de aquel lugar, corrió hasta llegar a la ciudad oscura, dónde sus pulmones colapsaron y sus piernas se doblaron, golpeando el suelo.
Las chicas como ella no huían, nunca lo habían logrado.
Temblando, miró a su alrededor y buscó entre las sombras, sabiendo que aunque lejos, pronto la encontrarían, y no tenía mucho tiempo. Se paró y débilmente continuó caminando. Cada uno de sus pasos inyectando dolor en su cuerpo.
Si alguien vio a una novia bañada en sangre caminar por la calle aquella noche, nunca lo mencionó.
Siguió avanzando, desorientada, hasta que encontró un callejón en el que podía descansar hasta que su cabeza dejara de dar vueltas, o eso pensó. Haber dado un paso ahí fué un error.
Habían tres chicas muertas a solo unos pasos, dos desangradas y olvidadas y una más en los brazos de un joven, cuya boca goteaba sangre fresca.
Porque las chicas como ella siempre morían en los brazos de algún hombre cuando nadie más veía.
Viridy retrocedió al ver cómo aquel chico sonreía mostrando dos agujas blancas y rojas en su boca y, enredandose con aquel estúpido vestido, cayó hacia atrás, maldiciendo en el momento en el que él se cernió sobre ella, abriendo su boca, listo para morder.
Ella había llegado muy lejos, había llegado hasta el final.
La luna brillaba en lo alto del cielo nocturno, filtrando cada habitación de aquel caserón con un fantasmal halo de luz celeste.
Y en la ventana, había una mujer.
Tenía el cabello corto y rubio y llevaba un vestido blanco, uno que haría desmayar a cualquier dama de alta sociedad.
Un escándalo, eso era ella.
La puerta de la habitación se abrió con un chirrido y la luz de una vela solitaria baño la habitación de dorado. En su otra mano, él arrastraba a una joven, una niña apenas, que lloraba infrenable bajo su cruel agarré.
Su rostro perdió todo el color y la chica y la vela se desprendieron de su mano cuando él vio sus ojos dorados a través de la oscuridad.
La recordaba al menos.
La luna reflejó una sonrisa dotada de cuchillas blancas y fué lo último que él vió antes de que la condesa Viridiana diera un pasó y sus colmillos desgarraran su piel como él alguna vez desgarró su primer vestido de novia.
Y es que las chicas como ella, las que renacían de las sombras y la luna, no tenían miedo. Ya no más.
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