08| El Zar Ruso Iván...

Mihrimah se sentó cómodamente en un banco del jardín, observando las delicias turcas que Zarife había preparado con tanto cuidado. La textura suave y el sabor dulce de los pastelitos y los bocadillos la reconfortaron un poco, aliviando parcialmente la tensión que aún sentía por el encuentro con el hombre desconocido. Zarife, al ver la expresión de su señora, se sentó junto a ella, y juntas compartieron la comida en silencio, sin prisa.

Cuando terminaron, Zarife la acompañó hasta sus aposentos, el silencio entre ellas siendo un alivio tras el caos interno de la Sultana. Sin embargo, apenas llegaron, la puerta se abrió con brusquedad, y Yelena apareció con los bocadillos que Mihrimah había pedido. La joven criada rusa se acercó con paso firme, su mirada fría y contenida, que Mihrimah no pudo evitar notar.

Sin pensarlo mucho, Mihrimah, con los recuerdos frescos del hombre arrogante que aún rondaba en su mente, se giró hacia Yelena y descargó sobre ella su frustración, sabiendo que la criada no podía irse.

—¿Sabes qué? —Mihrimah habló en tono mordaz—. A veces me sorprende lo despreciables que pueden ser ciertos hombres. Y él... ese hombre del entrenamiento, no sé qué lo hace pensar que una mujer no puede disfrutar de la vista. Tal arrogancia... Es increíble cómo se creen tan superiores. ¿Qué se cree, que soy solo un adorno de palacio?

Zarife la observaba con ojos comprensivos, mientras Yelena, con su rostro gélido, simplemente se mantenía en silencio. Dentro de ella, un odio profundo crecía por cada palabra de la Sultana. No era tanto por Mihrimah en sí, sino por lo que representaba: una mujer de poder, una mujer otomana que siempre iba a hacer la vida de su señorita más difícil. Yelena no lo disimulaba, pero por respeto a su misión, simplemente soportaba.

—¿Qué pasa con las personas que se creen tan importantes? —Mihrimah continuó, sin esperar respuesta, como si le hablara a nadie en particular. —Son como aquellos que nunca se cansan de mirarse al espejo, esperando que el mundo se detenga solo para admirarlos.

Yelena se limitó a bajar la mirada, incapaz de responder de inmediato. Sabía que Mihrimah no la veía más que como una criada, y a ella no le importaba, pero el odio que sentía hacia la otomana crecía cada vez más.

Después de un silencio pesado, Yelena, con voz fría, cambió de tema, buscando dar un giro a la situación.

—Sultana Mihrimah —dijo sin emoción—, esta noche habrá una cena en presencia del Zar Iván y la señorita Anastasia.

Mihrimah, aunque aún con los pensamientos nublados por la molestia del encuentro matutino, se recompuso al escuchar las palabras de Yelena. Se sentó, mirando fijamente a la criada rusa por un momento, procesando la noticia. Necesitaba estar a la altura de la ocasión, y esa cena sería un campo de batalla de intrigas y alianzas.

—Entonces, prepararé mis mejores modales —respondió, aunque su tono seguía siendo algo mordaz por la tensión que no había podido soltar del todo—. Lo que menos quiero es que esas mujeres rusas piensen que soy menos que ellas.

Zarife sonrió con complicidad, sabiendo que, sin importar lo que pasara en esa cena, Mihrimah siempre mantendría su posición de poder. Mientras tanto, Yelena, al escuchar su respuesta, no pudo evitar apretar los dientes. Estaba empezando a comprender que Mihrimah, aunque poderosa, tenía muchas más complicaciones en su vida de las que dejaba ver.

Mihrimah se levantó con decisión y giró hacia Zarife.

—Vamos, preparemos todo para esta noche. Necesito estar lista para lo que se viene.

Zarife se movía con destreza y precisión, como siempre lo hacía cuando preparaba a Mihrimah. Acomodaba cada prenda con la delicadeza de alguien que conoce todos los secretos de la belleza de su señora, de sus costumbres, de sus deseos. Mihrimah se sentaba frente al espejo, observando en silencio, mientras la leal sirvienta turca arreglaba cada detalle: los rizos de su cabello castaño, los delicados pliegues del vestido azul que resaltaban el color de sus ojos, la postura erguida que la hacía parecer aún más imponente. Cada movimiento de Zarife era cuidadoso, meticuloso, como si estuviera perfeccionando una obra de arte.

Yelena se mantenía en la esquina de la habitación, observando sin mucho entusiasmo. A pesar de su odio hacia la Sultana, sabía que su misión era estar allí para asistir a Anastasia, pero esa situación la ponía incómoda. No podía evitar notar que Zarife no le permitía hacer nada, ni siquiera acercarse a Mihrimah para pasarle un peine o un adorno.

Con cada gesto que la sirvienta turca hacía, Yelena sentía una creciente irritación. Sabía que Zarife no confiaba en ella, y eso la incomodaba más de lo que quisiera admitir. No podía entender por qué una mujer como Mihrimah, tan joven y tan hermosa, recibiera tal nivel de devoción. Pero su odio no solo estaba dirigido hacia Mihrimah, sino hacia todo lo que representaba el Imperio Otomano. La arrogancia de la Sultana, su belleza, su porte, todo en ella le parecía superior a la humilde Anastasia.

Finalmente, después de unos minutos en los que Zarife le dio los últimos retoques, Mihrimah se levantó del banco donde había estado sentada. Se miró al espejo, admirando cómo el vestido resaltaba su figura, cómo su piel blanca parecía resplandecer bajo la luz cálida de la habitación. Su cabello, suavemente peinado, caía en ondas perfectas sobre sus hombros, y sus ojos, de un azul profundo, se destacaban, hipnotizando a cualquiera que los mirara. Era una mujer de una belleza indescriptible, tan cautivadora que no había un hombre ni una mujer en todo el palacio que no la mirara con admiración.

Yelena, sin poder contener su resentimiento, lanzó una mirada fulminante hacia Mihrimah. El odio que sentía hacia ella creció aún más, al ver cómo la Sultana se erguía con tal gracia, como una diosa entre mortales. Era tan evidente que Mihrimah era más hermosa que la señorita Anastasia, que ni siquiera hacía falta comparación. La ira quemaba en los ojos de Yelena, pero ella se mantenía en silencio, haciendo lo que había venido a hacer.

Mihrimah se dio vuelta hacia Zarife con una sonrisa agradecida, reconociendo el esfuerzo de su amiga y sirvienta.

—Gracias, Zarife —dijo en voz baja, pero cargada de gratitud.

Zarife la miró de vuelta con afecto, haciendo una leve inclinación de cabeza. No necesitaba palabras para entender lo que Mihrimah sentía, y en ese momento, ambas sabían que la belleza de la sultana no solo estaba en su apariencia, sino en la lealtad que inspiraba en quienes realmente la querían.

Yelena, por su parte, no podía dejar de mirar a Mihrimah con una mezcla de admiración y furia contenida. Aquel rostro, aquella presencia... todo en ella parecía opacar a la joven Anastasia. Sin embargo, lo que no sabía Yelena era que, más allá de esa apariencia de perfección, Mihrimah enfrentaba batallas mucho más complicadas y dolorosas que las que cualquier criada rusa pudiera imaginar.

La tensión en el aire era palpable, pero no hubo tiempo para más pensamientos. Era hora de la cena, y Mihrimah debía estar lista para enfrentar el siguiente desafío, una vez más en la corte rusa.








El Zar Iván permanecía solo en la mesa, sumido en sus pensamientos, mientras las sombras de la tarde comenzaban a alargarse por el salón. El banquete que se había preparado aún no había comenzado, y la sala estaba en silencio absoluto, salvo por el leve murmullo lejano de los sirvientes que preparaban el resto de los platos. Nadie se atrevía a interrumpir la espera de su monarca.

Él no prestaba atención a nada de eso. Su mente estaba distante, atrapada en un único pensamiento que lo inquietaba. Recordaba con claridad a la mujer de ojos azules que había visto esa mañana en los jardines, observando el entrenamiento de los hombres. No era una de las cortesanas rusas, eso estaba claro. Había algo en ella que la hacía destacar entre todas las demás. Era diferente, no solo por su belleza, que era cautivadora y rara, sino por su porte, su mirada desafiante, y una presencia que lo había desconcertado.

¿Quién era ella?

La miraba con curiosidad y desconcierto, preguntándose si era alguna noble rusa de alto rango, tal vez una invitada especial, o si pertenecía a alguna de las casas reales extranjeras que ocasionalmente venían a la corte. De lo único que estaba seguro era de que no había sido una simple cortesana. Había algo más, algo que lo hacía sentir como si estuviera ante alguien mucho más importante de lo que su posición en el palacio indicaba.

¿Sería hija de algún noble extranjero? —se preguntaba mientras miraba la copa de vino que descansaba frente a él, intacta. La comida no importaba, ni el banquete que se preparaba. Su mente estaba atrapada en esa imagen, en los ojos celestes de la mujer.

Sabía que Anastasia, su prometida, pronto estaría en la mesa, pero el pensamiento de la mujer del entrenamiento lo seguía como una sombra. La belleza de Anastasia era suave, conocida, agradable, pero nada comparable con esa extraña mujer. No sabía por qué, pero esa mujer había provocado algo en él, algo que no lograba entender. Quizás solo era un juego, una forma de entretenimiento pasajero, pero algo en su interior le decía que no lo era.

¿Por qué esa mujer lo desconcertaba tanto?

Apenas la conocía y ya estaba cuestionando su lugar en sus pensamientos. A pesar de todo, decidía convencerse a sí mismo de que no era más que una intriga pasajera, una imagen fugaz que desaparecería con el tiempo. Pero aún así, sentía esa incomodidad, esa curiosidad creciente, al esperar la llegada de las dos mujeres que estaban por entrar a la sala.

Las grandes puertas del salón se abrieron lentamente, y la figura de Mihrimah apareció en el umbral. Su presencia era inconfundible, como una brisa fresca que deshacía el silencio en el aire. Con paso firme y elegante, se dirigió hacia la mesa, su mirada fija en el Zar Iván. Aquel hombre, tan seguro de sí mismo, estaba allí esperándola, pero algo en su postura lo delataba: estaba en sus propios pensamientos, como si algo le hubiera desconcertado.

Fue en ese momento cuando, al cruzar sus miradas, ambos se reconocieron al instante. Mihrimah sintió un escalofrío recorrer su espalda, al recordar a aquel hombre arrogante que había visto en los jardines practicando con la espada. Sus ojos celestes no mentían; el hombre de cabellera castaña, alto y fornido, era el mismo que había desafiado su presencia esa mañana.

La tensión entre ambos se palpaba en el aire, y la curiosidad mutua parecía evidente. Mihrimah, con su porte majestuoso y su elegancia natural, se sentó con una gracia calculada en el lugar frente al Zar. La mesa que los separaba parecía un simple obstáculo ante la energía que emanaba de esa mirada que intercambiaban, fría y desafiante.

Iván fue el primero en romper el silencio. Sin siquiera intentar ocultar la arrogancia en su tono, dijo:
—No sabía que la hija de Suleiman el Magnífico era una malcriada. Parece que no fue capaz de presentarse en la mañana.

Mihrimah frunció ligeramente el ceño, pero su postura siguió siendo impecable. En sus ojos brillaba una mezcla de sorpresa y algo más, una chispa de desafío. Sin perder la compostura, respondió con voz firme, sin dejar que su ira se desbordara:
—Y no sabía que los hombres que entrenan con espadas eran también tan rudos con las palabras. Pero, por supuesto, supongo que es más fácil atacar con la lengua que con la espada.

La tensión entre ambos se hacía palpable. Había algo en el aire, algo que no solo se trataba de un simple desencuentro entre un hombre y una mujer. No era solo una conversación cargada de palabras afiladas, sino el comienzo de una batalla de voluntades.

El Zar Iván, observándola con una mezcla de incomodidad y fascinación, no pudo evitar notar que ella no solo era hermosa, sino fuerte en su manera de responder, de igualar su desafío. Era difícil de ignorar. Había algo que lo atraía y lo irritaba a la vez. La situación se había desbordado en una especie de juego, y ambos se encontraban en el centro de esa tensión que ahora ni el tiempo ni las palabras podían deshacer.

Pero Mihrimah, con una mirada firme y segura, no iba a permitir que el juego se volviera en su contra. Ella sabía bien cómo manejar esas situaciones.

Mihrimah, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, levantó ligeramente la barbilla, mirando a Iván con una mezcla de desdén y desafío. Con voz tranquila, pero firme, le respondió:

—Y yo tampoco sabía que el gobernante de Rusia era tan altanero y arrogante, ya que, al parecer, el también se olvidó de presentarse.

La palabra "altanero" flotó en el aire como una flecha lanzada con precisión, y Mihrimah observó la reacción del Zar. Sus ojos celestes brillaron con una chispa de reconocimiento, como si la provocación le hubiera dejado una marca en su orgullo.

Iván, sintiendo el golpe directo a su ego, esbozó una sonrisa tensa, casi forzada, intentando ocultar su incomodidad. Pero el destello de arrogancia que cruzó su rostro no hizo más que incrementar la tensión entre ambos.

—Pues parece que ni la cortesía es una virtud compartida por todos —replicó Iván, su tono sarcástico apenas disimulado. A continuación, levantó una copa de vino con despreocupación, pero su mirada seguía fija en Mihrimah, midiendo cada palabra, cada movimiento que ella hacía.

Ambos estaban al borde de una batalla verbal disfrazada de cortesía. Había algo en el aire, algo que hacía imposible ignorar la tensión que se formaba a su alrededor. Mientras Mihrimah lo observaba fijamente, pudo notar la forma en que su presencia cambiaba el entorno. Él, tan confiado y seguro de sí mismo, parecía haber encontrado una nueva rivalidad en ella, una rivalidad que no se mediría en fuerza física ni en poderes, sino en la capacidad de desafiar al otro con una simple mirada.

Mihrimah tomó su copa de vino, llevándola a sus labios con suavidad, sin apartar los ojos de Iván. El juego de palabras continuaba, pero en el fondo, ambos sabían que esto no sería resuelto fácilmente. Había algo más entre ellos, algo que iba más allá de un simple desacuerdo de cortesía, algo que comenzaba a manifestarse en las chispas invisibles que se cruzaban entre sus miradas.

—Parece que Rusia tiene más de lo que mostrar que solo territorios y riquezas —dijo Mihrimah en un tono desafiante, aunque con una sonrisa apenas visible. No podía dejar de devolverle la provocación con su propia arma: la palabra.

Iván, que estaba acostumbrado a ser quien dominaba cualquier conversación, no pudo evitar sentir una leve presión en su pecho. En esa batalla no había un claro vencedor todavía, pero las piezas estaban en su lugar, y ambos sabían que este duelo, por mucho que lo disfrazaran de cortesía, solo acababa de empezar.

Anastasia entró en el comedor, su presencia anunciada por el suave susurro de su vestido morado, que combinaba perfectamente con su cabello rubio recogido en un elegante peinado. Sus ojos se fijaron momentáneamente en la figura de Mihrimah y el Zar, y al instante captó la tensión palpable que flotaba entre ellos. La conversación, si así se le podía llamar, estaba cargada de una energía que solo los que compartían un reto verbal comprendían.

Cuando Mihrimah y Iván se dieron cuenta de su presencia, sus miradas se cruzaron brevemente, un intercambio que decía más de lo que las palabras pudieron capturar. Un instante de reconocimiento, un juego de poder. Al poco tiempo, ambos se volvieron hacia ella, la quietud de la situación se disolvió, y la atmósfera cambió apenas.

Iván, consciente de que la entrada de Anastasia había interrumpido el curso de su pequeña confrontación, bajó la mirada hacia su copa de vino, limpiándose con una sonrisa forzada. No había terminado lo que quería decir, pero parecía no tener prisa. Su tono fue algo más relajado, pero igualmente arrogante:

—Continuaremos con esta conversación en otro momento —dijo, como si ya lo hubiera decidido.

Anastasia, al escuchar esas palabras, sintió cómo su estómago se retorcía. La pregunta no pudo evitar surgir en su mente: ¿De qué conversación hablaban? Había sido tan breve, tan cargada de un silencio cargado de significado, que no pudo evitar sentirse desconcertada. ¿Qué había pasado entre ellos antes de su llegada? ¿Por qué ese aire de incomodidad entre los dos?

Mihrimah, imperturbable, no permitió que Anastasia leyera más de lo que quería que se leyera en su rostro. Con la misma calma con la que había hablado a Iván, desvió su atención hacia la comida que le había sido servida. Con una elegancia propia de su rango, tomó el tenedor y comenzó a cortar el pollo horneado que tenía frente a ella, como si nada hubiera ocurrido, como si la conversación previa fuera simplemente una parte más de la normalidad.

—Estoy de acuerdo —respondió, mientras probaba un bocado de la jugosa carne, sin prisas, saboreando cada trozo.

Su actitud era decidida, y a la vez, desafiante. No estaba dispuesta a dar explicaciones, ni siquiera a Anastasia, quien parecía desbordada por la incertidumbre. Los ojos de la joven rusa se fijaron en ella, pero Mihrimah no le prestó más atención, manteniendo su expresión serena.

Anastasia se sentó en su lugar, una sensación extraña en su pecho al intentar comprender lo que había sucedido, pero sabiendo que no podría obtener respuestas fácilmente. La tensión entre Iván y Mihrimah era evidente, pero no sabía cuán profunda era, ni cómo podría afectarla a ella. Todo lo que podía hacer era observar, en silencio, mientras el ambiente a su alrededor se volvía algo denso.

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