06| Una noble señorita rusa.

En un majestuoso salón de espejos y candelabros, la señorita Anastasia permanecía sentada mientras un par de sirvientas la peinaban con delicadeza. Las hebras doradas de su cabello relucían bajo la luz de la estancia, y los dedos ágiles de las doncellas trenzaban y adornaban cada mechón con pequeñas joyas y cintas, resaltando su belleza etérea.

Una de las doncellas rompió el silencio mientras ajustaba una de las delicadas horquillas.

── Señorita Anastasia, hemos sido informadas de la llegada de la Sultana Otomana ── murmuró con tono respetuoso, cuidando de no alterarla.

Anastasia, alzando una ceja, miró su reflejo en el espejo y se permitió una ligera sonrisa de curiosidad.

── Dicen que es muy hermosa... ── comentó, interesada. ── ¿Es tan guapa como cuentan los rumores?

Las doncellas intercambiaron miradas discretas, tratando de no reírse.

── No podríamos saberlo, mi señora. Pero la esposa del sultán, la famosa Hurrem, no es tan bonita como dicen. Si su hija se le parece, no será competencia para usted, señorita Anastasia.

Las demás asintieron, comenzando a halagar la belleza de su señora con una mezcla de admiración y orgullo. Anastasia escuchaba sin interrumpir, deleitándose en aquellos halagos que en el fondo confirmaban lo que ya sabía: su porte y apariencia eclipsaban a muchas otras.

── Nadie podría igualar la gracia de nuestra señorita Anastasia, ni siquiera la hija de un sultán ── añadió una de las doncellas con seguridad.

Justo en ese instante, otra sirvienta irrumpió en la habitación, inclinándose para dar una noticia que no podía esperar.

── Ha llegado la Sultana Otomana, mi señora.

Anastasia, sin inmutarse, se levantó despacio de su asiento, su sonrisa ahora llena de interés y desafío. Ajustándose el último de sus adornos, asintió con gracia y se encaminó hacia el gran salón donde recibiría a su enigmática visitante.

Anastasia salió de sus aposentos con la cabeza en alto, su porte elegante y seguro irradiaba confianza y superioridad. Con cada paso que daba por los fríos corredores del palacio ruso, sus sirvientes y damas de compañía la seguían, rodeándola como un séquito devoto. Estaba acostumbrada a ser el centro de atención y a recibir miradas de admiración en todas partes, segura de que ninguna otra mujer podría opacarla, mucho menos una extranjera.

Cuando llegó al gran salón, sus ojos recorrieron el lugar con tranquilidad hasta posarse en la figura de la visitante. Y en ese instante, Anastasia se quedó inmóvil, con el aliento atrapado en su pecho.

Allí estaba Mihrimah, rodeada por la luz que se colaba por las grandes ventanas del salón, la cual parecía resaltar cada delicado detalle de su rostro. Su belleza era etérea, mucho más imponente que cualquier rumor que Anastasia hubiera escuchado. El contraste entre sus rasgos suaves y la fuerza en su mirada le otorgaba una presencia casi intimidante. Mihrimah se mantenía erguida, con una leve sonrisa tranquila que no mostraba ni arrogancia ni altivez, sino una confianza natural que parecía envolverla como un manto invisible.

Anastasia, sin poder evitarlo, sintió una punzada de inseguridad, algo completamente ajeno a ella. No había en aquella sultana otomana la prepotencia que tantas veces había visto en mujeres de alta cuna. La calma de Mihrimah era profunda y genuina, y Anastasia se dio cuenta de que, a pesar de su propia seguridad, había algo en aquella joven que no podía controlar ni imitar.

Finalmente, recuperándose del asombro, compuso su expresión en una sonrisa cordial y avanzó hacia Mihrimah, intentando no demostrar cuánto la había afectado ese primer encuentro.

Anastasia avanzó hacia Mihrimah con un paso decidido, cuidando cada movimiento para mantener su dignidad y elegancia. Al llegar frente a la sultana, inclinó levemente la cabeza en una señal de respeto y, en un tono calmado y respetuoso, pronunció:

— Sultana Mihrimah, bienvenida a Rusia. Soy Anastasia.

Mihrimah le dedicó una mirada amable y asintió, pero, en ese breve instante, su mente fue arrastrada a un recuerdo. La imagen de Emine, su mejor amiga  y ahora concubina de su hermano Mehmed, apareció de repente. Emine, siempre alegre y leal, debería haberle escrito ya desde Manisa, pero la correspondencia seguía en silencio. Una leve preocupación atravesó su corazón; ¿habría sido mejor viajar allí en vez de emprender el largo camino a Rusia? Quizás en Manisa podría haber encontrado a su amiga y aclarado sus inquietudes.

Sacudiendo esas dudas de su mente, Mihrimah regresó al presente, sonriendo con cordialidad a la joven frente a ella.

— Es un placer conocerte, Anastasia —respondió Mihrimah en un tono dulce y seguro—. He oído mucho sobre la belleza y la riqueza de esta tierra, y hasta ahora no me ha decepcionado.

Anastasia asintió, intentando mantener la compostura, pero mientras hablaban, sintió una inquietud creciente. La serenidad de Mihrimah, aquella calidez sin esfuerzo, la hacían sentir pequeña en comparación. Anastasia era consciente de que siempre había brillado entre sus iguales; sin embargo, en presencia de la sultana, ese brillo parecía opacarse.

Mihrimah continuó la conversación con cortesía, hablando de la gran expectación que tenía por conocer Rusia y los relatos de su cultura. Anastasia respondía con frases medidas, aunque internamente sentía cómo esa seguridad natural y gentil de Mihrimah se alzaba como una sombra que crecía, robando espacio a su confianza.

Mientras la conversación avanzaba, Anastasia se dio cuenta de que Mihrimah no sólo era hermosa, sino que también emanaba una gracia genuina que no podía imitar. Aquella certeza le despertaba una inseguridad que jamás había experimentado, como si, de repente, su puesto y valor pudieran ponerse en duda frente a la sultana otomana.






Mihrimah recorrió su nuevo aposento con una mirada tranquila, observando cada detalle. El mobiliario ruso era suntuoso, aunque de un estilo diferente al del palacio otomano. Su atención se desvió cuando una de las puertas se abrió suavemente, y una joven criada de cabello claro entró con una reverencia, manteniendo los ojos bajos en señal de respeto.

— Mi sultana, soy Yelena —dijo con voz suave—. La señorita Anastasia me envió para servirle durante su estadía.

Mihrimah asintió con cortesía, mientras su leal sirvienta Zarife observaba a Yelena con un brillo de desconfianza en los ojos. Al captar la mirada recelosa de Zarife, Mihrimah le dio una breve señal para que permitiera a la sirvienta rusa entrar y comenzar a ayudar con el equipaje. Yelena avanzó, y en cuanto abrió uno de los cofres, sus ojos se agrandaron al contemplar las riquezas que allí se guardaban: joyas de oro puro, piedras preciosas de todos los colores y elegantes vestidos de seda fina que parecían brillar bajo la luz.

Zarife, atenta a la reacción de la criada rusa, la observó con una expresión de superioridad velada, lo cual provocó un ligero destello de incomodidad en Yelena. Sin embargo, antes de que pudiera surgir cualquier confrontación, Mihrimah, notando la tensión en el ambiente, rompió el silencio.

— Yelena, ¿podrías decirme un poco más sobre la señorita Anastasia? —preguntó con interés, mientras acomodaba una de sus diademas sobre la mesa.

Yelena se apresuró a responder, todavía sorprendida por el despliegue de riqueza frente a ella.

— La señorita Anastasia es la prometida del zar Iván, el monarca de Rusia —explicó, con un toque de orgullo en la voz—. Su boda está programada para dentro de unos cuatro meses.

Mihrimah asintió, captando la importancia de aquella información. Entonces, Anastasia no era sólo una joven noble rusa, sino la futura zarina. Aquello le daba un nuevo matiz a la anfitriona, a quien había comenzado a ver como una joven insegura.

Mientras Yelena continuaba ayudando a Mihrimah a desempacar, su mirada iba y venía de las joyas a los vestidos, observando cada detalle con un interés apenas disimulado. Sin embargo, su atención parecía ir más allá de su simple tarea de sirvienta. Se detenía a mirar discretamente los cofres, observando cuánto oro o joyas poseía Mihrimah, y en ocasiones, fijaba la vista en la expresión de la sultana, como si intentara descifrar sus pensamientos.

Zarife, siempre alerta, no dejó de notar estos detalles. La forma en que Yelena parecía más interesada en la riqueza y en Mihrimah misma que en su trabajo revelaba un propósito oculto. En silencio, comprendió lo que estaba sucediendo: Anastasia no había enviado a Yelena solo para servir a Mihrimah, sino para observarla de cerca y obtener cualquier información que pudiera ser útil. La joven rusa era una espía en los aposentos de la sultana otomana, y su misión era clara.

Conscientemente, Mihrimah mantuvo una expresión serena, pero en su mente surgió un pensamiento firme. Anastasia jugaba un juego sutil y peligroso al enviarla para espiarla, y aunque no lo había hecho evidente, Mihrimah estaba perfectamente consciente de los movimientos y la vigilancia de Yelena.

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