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La mañana de Halloween, los disfraces ya estaban agotados, por lo que Ginger —que, irónicamente, era rubia— tendría que recurrir a los disfraces pasados de moda, a los de las tallas enormes o a aquellos que estaban hechos trizas.

Ella y Adán —su mejor amigo— iban a contracorriente con el chorro de gente que salía disparada hacia la salida. Se golpeaban una y otra vez con las personas intentando avanzar, pero no había suficiente sitio en el pasillo del supermercado de la Luna para tanto barullo.

—¡Señores clientes, vayan efectuando sus pagos en caja; el recinto cerrará en diez minutos! —sonó por la voz del interfono.

Esto hizo que los dos chicos tuvieran que darse más prisa aún. Cuando el torrente empezó a mostrar signos de esfumarse, avanzaron a la sección de los disfraces. Solo quedaba uno.

Literalmente, quedaba uno. Era de Cenicienta.

Ginger agarró el disfraz resoplando y callando las burlas de Adán con una mirada enfurecida y se dirigió a la caja para pagar.

—Ni un solo comentario.

Dejó el dinero y salió de la tienda lo más pronto que pudo, con Adán tras ella, riendo.

—Vaya por Dios, y yo que quería quedarme contigo hasta más de las doce.

Ginger le miró furiosa, lo que le hizo reír aún más.

—Fuiste tú la que olvidaste venir, así que no pongas esa cara.

El día, sin duda, había empezado terrible, pero no era nada comparado con lo que le esperaba por la tarde.

A las seis en punto, Ginger ya se había embutido —nunca mejor dicho, casi no sentía las extremidades— en el disfraz y estaba tocando el timbre de la casa de Lana, su novia. Cuando esta abrió la puerta, no pudo evitar la carcajada.

—Dios, estás horrible. Venga, pasa, tenemos que contarte algo —dijo, dejándole paso y recibiéndola con un beso en la mejilla. Cambió su expresión a una de seriedad inmediatamente.

Caminó por el recibidor y llegó al salón, donde Mario —el hermano de Adán—, su amiga Marina y Adán les esperaban sentados en sillones. Tenían dibujada una línea recta en los labios.

—Siéntate, hemos descubierto algo que debes saber —dijo su novia a sus espaldas.

Ginger se acomodó en el sofá rojo.

—Está noche, a las doce de la noche, se desatará el Apocalipsis.

Ginger no pudo reaccionar al momento.

—Espera, ¿qué?

—Desde hace unos veinte minutos —continuó Marina—, los relojes se han detenido y sus manijas se han puesto en una posición concreta: las seis de la tarde. Y lo raro ha sido es que, en vez de avanzar, empezaron a ir hacia atrás, como si fuera una cuenta atrás. Las cámaras han dejado de grabar. Además...

—... hemos visto en fantasma de nuestro hermano —completaron al unísono Adán y Mario—. Nos ha avisado, los demonios del Inframundo han logrado hallar una salida y las legiones de ángeles se dirigen hacia aquí.

Ginger no se lo podía creer.

—Muy graciosos; vámonos ya que nos quitan los caramelos.

—¡QUE ES EN SERIO,  JODER, LO HEMOS VISTO!

Le sorprendió la brusquedad de Mario; pero, sobre todo, las caras de pánico y terror que todos reflejaban. Era tan real. Se notaba en el ambiente, en su tono de voz.... Tenían miedo.

—Pero... tal vez nosotros podamos evitarlo.

Le miró a los ojos fijamente.

—No, no se lo... —intentó pararle Marina.

—Nosotros podemos cerrar el portal, sabemos dónde está. Mi hermano nos lo dijo, notó una influencia demoniaca muy intensa e inusual en Oporto.

—¿Y por qué no se lo dice a los ángeles? —dijo Ginger, no terminá

El rostro de Mario reflejó dolor.

—Está atrapada en su forma fantasmal en la tierra, el dolor de su muerte le impide ir al cielo o al infierno —contestó Adán.

Ginger mantuvo el silencio, a medias confundida y dolida. No sabía cómo reaccionar, si consolarlo o reírse para seguir engañándose de que aquello no era real.

Pero no podía evitar la situación, tenía que encararla. No podía quedarse quieta mientras los humanos iban a llegar a su fin.

—¿Qué tenemos que hacer?

Se sorprendió a sí misma con tanto atrevimiento. Nunca había sido muy valiente, pero en ese momento sentía una calidez en el pecho indicándole que debía hacerlo. Les creía y tenía que hacerlo.

Adán la miró serio y resopló.

—Nos ha dado una forma de cerrar la grieta a través de un ritual. Para ello, debemos llevar un metal sagrado, agua bendita y una biblia. Leyendo un pasaje utilizando lo mencionado anteriormente es suficiente para cerrar la grieta. No debe de ser muy grande, por lo cual no ha de ser demasiado complicado.

—¡Pues vayámonos ahora! —exclamó Ginger sobresaltada.

—Hay un problema —intervino Marina—. En caso de fallar, los demonios se liberarán y causarán el caos, empezando por nosotros.

Ginger se quedó pensativa.

—De una forma u otra nos matarán. Yo digo que lo intentemos.

El resto del grupo estaba meditando profundamente su decisión. La muerte nunca fue una opción muy tentadora para aquellos que aman la vida.

—Yo digo que sí —inició Ginger.

—Yo también —secundó Marina.

—Yo... no puedo —contradijo Mario.

Tras negar también Adán, las cuatro miradas se posaron en Lana, que había permanecido muda durante la conversación. Su opinión decidiría.

—Adelante.

Mario y Adán se miraron fastidiados y acabaron cediendo.

A cinco horas y media del Apocalipsis, Ginger y Marina estaban robando a un sacerdote mientras que Lana, Adán y Mario buscaban la autocaravana amarilla de este. Ginger ya se había quitado ese horrible disfraz.

El edificio era larguísimos, sus puntas penetraban el cielo. El estilo barroco era vidente: cada centímetro tenía el adorno más rebuscado que podía ver. Los bancos tallados se extendía a lo largo formando un pasillo ante el altar.

El par de personas que se encontraban dentro estaban rezando con los ojos cerrados, por lo que pudieron pasar desapercibidas. Marina enfrascó un poco de agua bendita que casi rebozaba dentro de una pila.

Con sigilo, entraron en la oficina del obispo y tras esta entraron en su habitación. Era pulcra, limpia y sencilla, en contraposición al resto del edificio. Estaba vacía.

Ginger y Marina se sobresaltaron al escuchar el sonido de una cisterna que procedía de detrás de una puerta que debía de ser el baño. Ginger se adentró y agarró el primer objeto metálico a la par que el obispo salía y las encontraba.

Profirió un grito y las empezó a perseguir. Los creyentes observaron una imagen inédita: un ratón y el gato, sustituyendo el ratón por un par de jóvenes ladronzuelas y el gato por un obispo furioso.

Salieron y cruzaron la calle: la autocaravana lucía allí. Saltaba a la vista por su descomunal tamaño y su amarillo chillón.

—¡Abrid, abrid! —exclamaban mientras aporreaban la puerta. El obispo cada vez estaba más cerca.

Justo cuando parecía que estaban perdidas, la puerta cedió, entraron y le cerraron al señor en todas las narices.

—¡Abrid, ladronas rastreras! ¡Hijas de puta! ¡Os voy a matar!

Daba un golpe tras cada insulto. Cuando Mario aceleró, la silueta del hombre se fue difuminando hasta que le perdieron la vista.

Al echar el primer vistazo al interior de la autocaravana, Ginger se maravilló. A ambos lados había una fila de asientos acolchados de color crema que podían replegarse para convertirse en camas. Si avanzabas encontrabas dos pares de asientos enfrentados en cada lado con una mesa en medio para poder comer. El pasillo se alargaba creando un pequeño pasillo que daba al comienzo del vehículo, donde Mario conducía acompañado de Lana de copiloto. En el pasillo, una puerta entreabierta revelaba la ubicación del baño.

Marina y Ginger se sentaron resoplando. Sus corazones latían rápidamente mientras recuperaban el aliento. Habían recorrido cerca de cincuenta metros,

—¿¡Pero qué cojones ha pasado!? ¿¡Por qué un cura os ha perseguido e insultado mientras golpeaba frenéticamente mi autocaravana!? —gritó Adán furioso desde la cocina, situada el el fin del transporte amarillo.

—Digamos que... no había una máquina para comprar monedas y... tal vez le haya robado el anillo episcopal a un obispo.

—¿¡QUÉ!?

Marina y Ginger rieron mirándose entre sí.

—Quedan cinco horas y cuarto para el Apocalipsis. Con suerte, en unas tres horas y media estaremos en Oporto.

Y así comenzaron su ruta.

Apenas una hora y media antes del Apocalipsis, la autocaravana amarilla aparcó en la metrópoli portuguesa. Los tejados anaranjados y la brisa de mar les dieron la bienvenida. Ya era noche pura.

Todos salieron corriendo del vehículo y se dividieron en dos grupos para inspeccionar la ciudad. Corrían mucho peligro.

Ginger, Marina y Mario inspeccionaban toda la zona cercana a la costa. Perdieron la noción del tiempo mientras iban de casa en casa y empezaron a agobiarse.

Hasta que Ginger lo oyó.

No era audible de primeras, era un susurro fugaz y seseante. Siguió su procedencia a la vez que Mario y Marina la seguían extrañada.

Llegó hasta la playa. Sus pies se hundieron en la masa de arena, dejando un rastro de huellas profundas.

—Ahí —dijo Ginger señalando la orilla.

Marina y Mario entonces lo detectaron. Era algo espeso y muy oculto, una presencia sobrenatural de esas que te erizan la piel sin que te des cuenta.

Mario sacó su teléfono para llamar y soltó una palabrota.

—¡Mierda! No he llamado a la operadora. No tengo cobertura.

—¡Corre y avísales, que son ellos quienes tienen el anillo! ¡Ya casi es medianoche!

Mario prácticamente huyó de allí, tropezando con sus propios pies. Para relajarse, toco los bolsillos de su abrigo y notó el frasco de agua bendita y la biblia. Llegarían en poco tiempo y salvarían al mundo. Lo harían.

Cuando creía que todo estaba perdido, Lana y Adán se aparecieron frente a ella. Solo quedaban tres minutos.

—Anduvimos por la zona —indicó Adán, mientras recogía el frasco y el libro sagrado.

El agua empezó a temblar mucho, se notaba que ya empezaba la apertura. Adán abrió el libro mientras sostenía en cada mano uno de los objetos y empezó a recitar en un idioma desconocido. El anillo y el frasco adoptaron un brillo de un tono similar al de la luna.

Se escuchó un severo golpe en el agua. Solo quedaba un minuto.

Y cuando todo parecía perdido para la humanidad, dos columnas de luz nacieron de ambos objetos y cubrieron la mar. Adán sudó como nunca: estaba resultando un gran esfuerzo para un cuerpo humano soportar tal cantidad de energía.

Cuando la luz se extinguió, la masa de agua lucía mansa, cual corderito. Adán cayó de rodillas sobre la arena, triunfal.

—Lo conseguimos —exhaló.

Todos soltaron un aullido de felicidad y empezaron a saltar, excepto Ginger, que se quedó en el sitio.

En un hotel de Oporto, toda la pandilla dormía profundamente. Excepto Ginger, quien tenía los ojos abiertos como platos.

Con sigilo, salió del hotel y giró a su izquierda donde entró a un callejón con poca cantidad de luz.

No se sorprendió al ver que una silueta lo esperaba. Era un demonio.

—Te vi salir del portal —empezó Ginger—. No lo cerramos totalmente a tiempo, un filo de humo negro se escapó. Y yo tengo muy buena vista.

El demonio asintió.

—Supongo que, como demonio, aceptarás un trato por dejar a la humanidad en paz y no atacarla.

Volvió a asentir.

—¿Qué quieres? —preguntó temerosa.

—Tu alma. —Su voz era grave y seria—. Vivirás lo que te resta de vida, y cuando pases al otro mundo, me servirás de por vida. No todos los demonios tienen el privilegio de tener un esclavo por toda la eternidad.

Ginger bajó la cabeza y soltó una lágrima. Era un destino horrible, pero no tenía opción. Le dio vía libre.

Y allí, bajo la luz de la luna de la ciudad portuense, la chica pactó con su sangre.

¡Ey! Buenos días/tardes/noches a todos. Por curiosidad, ¿desde donde me leéis?

Espero que os haya gustado el relato. La fantasía es un género que me encanta pero con el que he experimentado muy poco. Decidme sugerencias para mejorar, es lo que me impulsa a seguir escribiendo.

Un saludo, Héctor.

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