1. Kyara, la luz oculta.

Nadie nunca supo cuándo o cómo llegó. Nadie supo que estaba ahí.
Y tal vez no debió ser así, porque de haber sabido, la historia habría sido diferente.
O tal vez no, porque de haber sabido... no tendría una historia que contar.

La luz de Kyara surgió el día en el que una guerra acabó con todo su hogar. La legendaria fortaleza de Letherhain, hogar de la flor y nata de aquel mundo sin nombre que había puesto su fuerza y su valor en la zona donde nacerían y crecerían los defensores de sus pueblos, aquellos que habían sido concebidos con el único propósito de la esperanza. Niños de largas generaciones que nacerían y vivirían para la guerra de milenios que amenazaba con destruir todo a su paso. Una guerra que, en un solo día y noche plagado de desdichas y traiciones, no solo terminó con esa esperanza tan arduamente construida, sino que le arrebató la vida que pudo haber tenido, y la negó por completo, condenándola al ostracismo desde antes del nacimiento.

Fue aquel día oscuro que la venerable Myraen, leona de las estrellas y luminaria de Letherhain, fue atacada por la espalda mientras defendía a los suyos con valor, mientras aún cargaba a su progenie en su interior. Fue el día en el que la joven guardiana de bellos ojos hazel, que había cargado con una misión valiosa desde el día en el que fue elegida a formar parte de las filas de protección, siendo aún una muchachita de tierna edad, y que posteriormente había tomado un manto inesperado bajo su poder, siendo aún una mujer en la flor de su juventud... falló por primera vez.
Entre el caos y el cielo rojo y negro que indicaba la inminente vorágine de mortandad, desapareció repentinamente, dejando tras de sí un rastro de dolor y olvido que desaparecería en la oscuridad y dejaría huellas que el tiempo se encargó vilmente de borrar, mientras ella, en un intento de mantenerse a sí misma y a su pequeña con vida, se perdía en un vacío que súbitamente la reclamó y la alejó de su hogar irremediablemente, dejándola sin compañía ni ayuda, en un mundo hostil y desconocido.

Y entre lágrimas, dolores y soledad, solo cobijada bajo la luz de las fieles estrellas, testigos mudas de la cruel traición, la joven de cabellos dorados dio a luz a una pequeña bebé de ojos felinos, con una marca en su brazo como único vestigio de haber sobrevivido a la masacre que le había arrebatado todo sin que ella tuviera la oportunidad de saberlo siquiera. Una cicatriz que, sin saberlo, sería el eterno recordatorio de haber evadido a la muerte aún antes de haber abierto sus ojos a la luz del mundo.

Una cicatriz que permaneció como testigo silenciosa de la verdad oculta.
Tan oculta como el suave resplandor que emitió la niña desde su primer aliento. El mismo día en el que su madre, doliente, pero sonriendo ante la etérea visión de la nueva vida, decidió su nombre, el nombre con el que todos la conocerían después.

Kynvara.
Aunque los que la conocieron de verdad sabrían que le gustaba más que la llamaran Kyara.

Los años posteriores a eso fueron... monótonos. Serenos, simples, rutinarios de cierta manera. Pero para la pequeña de cabellos de sol, iguales a los de su progenitora, no pudieron existir días más felices que aquellos en los que no conocía nada más que la rutina. La misma rutina que siempre buscaba romper.
Ahí, en aquella pequeña casita alejada de todo, hogar de una humilde pero amable anciana que las acogió con los brazos abiertos, pocos días después del nacimiento de la bebé, la pequeña leona supo crear un pequeño pero maravilloso mundo, completamente ignorante de todo, y completamente feliz en aquella inocente, dulce ignorancia. Porque Myraen supo hacer de su vida un pasado innombrable. Se propuso dejarlo todo atrás, e iniciar una segunda vida desde cero, por el bien de su pequeña. El nuevo tesoro al que debía proteger más que nada. Escondió aquel único vestigio que la ataba a la realidad lo mejor que pudo, y se dedicó por completo a verla crecer, siempre ayudada por su cálida benefactora, la nueva -y ahora única- familia que ambas tenían.

Y así fue como creció. Ahí, ya fuera entre 4 paredes, un prado floreciente, o un campo lleno de hielo y nieve, creció soñando, imaginando, siempre desafiándolo todo con aquel temperamento ingenioso e indomable, mezcla perfecta de la bravura de su madre y aquel padre al que no conoció jamás. Creció, persiguiendo ardillas, trepando todo lo que pudiera alcanzar, y robando en secreto las dulces tartaletas que preparaba su madre para la cena. Creció, adorando el color suave y cálido del resplandor que emitían su madre y la señora a la que cariñosamente consideraba como su abuela. Más feliz que nunca, curiosa e insaciable, sin ningún límite que se interpusiera en su camino de descubrimiento y exploración. Lo único que no podía hacer era hablar de su capacidad de ver aquellas extrañas y bellas aureolas que parecían nacer de las personas. Aún si no lograba entender la razón, nunca discutió. Si su madre decía que era mejor que ocultase su luz por ahora, ella la mantendría en secreto y sería feliz.

Ignorante del pasado mientras pudo permanecer así. Pero no por mucho.

Porque el pasado siempre vuelve, no importa cuánto lo ignores, o cuán profundo lo ocultes. Si está destinado, volverá...

Y volvió.

Kyara no sabía qué edad exacta tenía. Solo sabía que era una niña con la suficiente razón y a la vez la tremenda inocencia de sus dulces años infantiles, cuando persiguiendo a un pequeño ratón de campo que se había colado en su pequeña fortaleza llamada hogar, encontró un escondite detrás de las alacenas. Y dentro del pequeño agujero, un recipiente extraño que parecía emitir un brillo que captó toda su atención.
No debió encontrarlo. No debió abrirlo.
Pero lo hizo.
Movida por su curiosidad, forzó el envoltorio frágil hasta que se quebró. No tenía la intención, pero sucedió.
La luz se intensificó.
Y luego, nada.

Nada, por un segundo que se le antojó eterno.
Nada, en un parpadeo.

Cuando abrió los ojos, no había envoltorio, no había orificio detrás de la alacena.
Solo era ella en su cama, en medio de la noche, notando cómo su cuerpecito emitía un bello resplandor ópalo fuego, viendo sin ser detectada cómo su madre lloraba con desconsuelo y la dulce abuelita trataba de reconfortarla, asegurándole cosas que ella no entendió hasta dentro de muchos años después.

Ese día fue el inicio del desastre. Lo recordaba bien.

Ese día, su mamá dejó de sonreír como lo hacía siempre, y ahora, cada vez que terminaba de contarle un cuento y la arropaba, no se quedaba a su lado, sino que salía de la casa, y esperaba. Esperaba con los ojos bien abiertos, alerta, a algo que nunca llegaba -y que ella rogaba jamás llegase, por el bien de su hijita, la misma niñita que no sabía qué estaba pasando y que, con suerte, no lo sabría nunca-. Se quedaba ahí a veces hasta el amanecer. Sus abrazos, sus dulces abrazos que alguna vez le dieron seguridad, ahora eran prolongados y más apretados que antes. Y el color de su resplandor, de aquella aura cálida y bella, ahora cambiaba de un día para otro, y ella no podía encontrar la razón, mucho menos buscarla en la sinceridad ahora ausente de la mirada de su madre.

Ya no podía correr por las praderas, ni quedarse observando las estrellas por las noches , antes de dormir. Ya no podía salir a jugar en la nieve, saltar en los charcos o buscar bayas en el bosque para hacer pasteles. Su mundo se redujo a las 4 paredes de su hogar, siempre bajo los ojos vigilantes de su progenitora, o de la abuelita que cada vez podía seguir menos el ritmo de sus correrías.
Kyara no sabía por qué, pero con el tiempo, estos cambios se convirtieron en señales, señales que a su vez comenzaron a darle un mal presagio que no le gustaba. Un presagio que solo creció con el paso de los días y el incremento del frío invernal. La pequeña princesa de la fortaleza en medio de la naturaleza sentía que su cálido reino se veía amenazado por algún mal invisible. Un mal que le dejaba un sabor a despedida. Un mal que poco a poco, junto con las nuevas reglas cada vez más estrictas de su madre, iba apagando su resplandor.

Y para su desgracia, no estaba equivocada.
Había un mal acechándola, cada vez más fuerte, más cerca.

Y un día, llegó.

Llegó, después de esperar a que estuvieran solas, sin protección.
Llegó después de largas semanas de miedo y paranoia, de confusión y creciente tristeza.
Llegó cuando, en medio del invierno, el resplandor de la anciana se desvaneció, dejando solo consejos y advertencias que cambiaron aún más el color del aura de su madre y le hicieron sentir a Kyara el primer -y desgraciadamente, no el único- embate de la soledad.
Llegó y, cuando lo hizo, fue igual de despiadado a como Myraen lo recordaba y temía.

Esa noche fue borrosa para la frágil memoria de Kyara.
Su madre, siempre serena y sonriente, anímica y fuerte, ahora la tomaba en brazos y suplicaba con la voz quebrada que fuera buena y no hiciera ningún ruido. Ignorando su confusión y su somnolencia, la sacaba de casa y se alejaba a la carrera, mientras la pequeña, observando hacia atrás, solo podía ver cómo su fortaleza, cada vez más pequeña y borrosa, adoptaba un resplandor intenso que la consumía y se elevaba hasta el cielo en pequeñas chispas.
Extraño, y de alguna forma... lindo, tal vez. Hasta que de en medio de la brillante luz surgieron sombras que emitían alaridos aterradores y que corrían a toda velocidad hacia ellas.

No quiso ver más. Sobrecogida por el terror, demasiado confundida como para intentar entender, se aferró a su madre y una vez más, revivió la misma sensación.
Ópalo fuego. Ópalo fuego frente a sus tiernas manitas.
La nada extendiéndose en medio de una persecusión eterna.
Nada. Nada después del resplandor.
No recordaba nada. Solo despertar en medio de las montañas y hallarse rodeada de hombres extraños que no respondieron sus preguntas. Extraños que, como si fuera un dejavú, hablaban de cosas que ella no entendió hasta dentro de muchos años después.

Nadie nunca supo cuándo o cómo llegó. Nadie supo que estaba ahí.
Pero les daba igual las circunstancias. Lo único que les importaba era lo que contenía esa niña en su interior. Aquel extraño, bello resplandor ópalo fuego.
Y después de que se la llevaron sin decir una sola palabra, la realización la golpeó a través de ellos.

Sin papá.
Sin mamá.
Sin hogar.
Sola en el mundo.
Más confundida que nunca.

La luz de Kyara se resquebrajó en medio de esa soledad ahora sempiterna.
Arrastrada a lugares que no conocía, y arrancada de todo lo que alguna vez fue su felicidad, su alguna vez vida feliz se vio obligada a cambiar la fortaleza por una fría mazmorra, las tartas dulces por insípido suero, el amor por frío, y el rostro dulce de su madre por inexpresivos cascos grises. La vida de la niña de ojos indomables y corazón libre ahora se basaba en obedecer órdenes que no entendía, pelear y entrenar hasta que se le rompieran los huesos, "mejorarse" y "mejorar su potencial", una y otra vez, y seguir observando por la ventana de su nueva habitación -una ventana sin vista al bello exterior del bosque-, a la espera de un milagro que nunca llegaría.

Con el tiempo, la leoncita creció, y comprendió su soledad. Comprendió que no podía seguir esperando. Comprendió que ahora, su lugar permanecía -quisiera o no- entre aquellas personas que solamente destilaban un aura fría y hasta desalmada. Y se apagó ante la revelación.

Pero también descubrió más cosas en medio de su dolor.
Cosas que serían una salvación, o una condena.

Descubrió que tenía garras y dientes, una fuerza especial que jamás había contemplado. Descubrió que no solo podía ver aquellas auras, sino que su resplandor podía hacer cosas inimaginadas, tanto increíbles como aterradoras, en las de otras personas.
Encontró fuerza en esa belleza, lo único que le quedaba, lo único que le permitía recordar en medio de aquel mundo gris y frío que llevaba a la locura a todo aquel que cayese dentro de aquellas frías y desventuradas fauces.
Y así, comprendió que debía hacer de su don, su mayor protección. Para que no volviesen a lastimarla, nunca más.
Para que nadie tuviese que apagar su luz.

Porque este mundo era otro, un mundo cruel, tan cruel como la misma naturaleza que alguna vez fue bella e inocente como esa niña que no estaba más. Esa era una prisión llena de almas despiadadas, en la que debía hacer lo que fuera necesario para sobrevivir. Debía llegar a ser lo suficientemente fuerte como para pelear y seguir viviendo.
Kyara usó toda su fuerza de voluntad para mantener esa promesa viva durante los años en los que estuvo cautiva en un mundo sin auras, ni memorias. Y sobrevivió.
Fue la primera en sobrevivir en aquel lugar de muerte.
Sobrevivió como pudo, a veces peleando más, a veces dejándose moldear, a veces yaciendo derrotada o victoriosa, pero siempre tratando de recordar.
Sobrevivió, aún cuando de la niña que corría por las praderas no quedaba sino un recuerdo lejano e inaccesible en la mente de la ahora joven mujer, que finalmente -y tal vez, sin saberlo aún- estaba lista para ascender y romper la dura cubierta de la superficie.

Sobrevivió, y cuando sus ojos volvieron a brillar en ópalo fuego, alzó la mirada.
No lo sabía ya, pero su luz estaba lista.
Y muy pronto, ambas dejarían de estar ocultas.

...★★★...

"Tributo realizado en honor a la OC de la muy talentosa _AnneSeymour_.
Siento que me faltaron algunas cosas (perdón por ello) pero espero haberle hecho justicia a tu bella Ennie, sissy."

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