𝟏𝟏. 𝐋𝐚 𝐝𝐚𝐧𝐳𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚𝐬 𝐡𝐚𝐝𝐚𝐬.
El pecho se le alivió cuando notó una responsiva positiva hacia la proposición, y no pudo evitar sonreírle a la pantalla del teléfono mientras escribía la hora a la cual la recogería en la residencia para después llevarla al restaurante que Matsuda le había sugerido como apropiado.
Para ese punto se había encargado de buscarlo en Google, todo con la intención de verificar que no se tratara de una mala broma por parte de su asistente, pero se había sentido satisfecho con las imágenes mostradas en pantalla; tanto que inmediatamente después de revisar las fotografías colgadas en la red, le pidió a la joven que hiciera la reserva.
Joel Robuchon era un restaurante que contaba con el prestigiado galardón de estrellas michelín, sumamente lujoso, de preciosa apariencia idílica, dando la ilusión de un palacio. Grandes candelabros de tintes dorados adornaban el techo, y las paredes con modulares ornamentales y detalles dorados en ellas recordaban a las épocas donde predominaban los reinos en Europa. Le había cautivado desde el primer vistazo, no por su propio gusto, sino por ella. Porque en ese sitio sabía que podría darle la oportunidad de ser tal como una de las princesas que aparecían en sus libros de cuentos, aun si fuera un reflejo de Cenicienta, siéndolo solo por una noche, o un par de horas, podía imaginar el tamaño de su sonrisa opacando las luces que proveían las arañas colgantes en el techo, y la gracia de su silueta siendo el centro de atención.
Y en menos tiempo del que creyó posible, el viernes se había llegado.
Estaba en su propio apartamento, recién salido de la ducha. Una toalla entintada de un azul profundo se enroscaba en su cadera, dejándole ver su propio cuerpo en el espejo del armario mientras rebuscaba entre sus prendas algo adecuado.
Se había "escapado" de sus labores desde bien temprano. Aprovechó la semana completa para cobrar, perseguir y tasajear a quienes hacía falta con intenciones de tener completamente libre el día, lo único que había debido hacer aquella mañana fue ir, en compañía de Rindou, a un burdel de los cuales el grupo era dueño para recoger la comisión mensual que les proporcionaban por trabajar cómodamente, todo a cambio de un amplio surtido de estupefacientes para proveer a sus clientes, y claro, seguridad. Fuera de ello, su día consistió únicamente en alistarse para esa noche.
Se afeitó el poquísimo vello que nacía en su rostro, un poco en la parte superior del labio y otro en los costados de su rostro. Merendó un poco, bebió café. Envió a Matsuda a sacar un poco de dinero a un cajero automático para no tener que plantarse por sí mismo. Acudió a la única peluquería que le generaba confianza para retocarse el corte de cabello que, para ese punto, ya iba un poco crecido y deformado; incluso repasó unas tres veces la ruta que debería tomar desde la residencia hasta el restaurante.
También se concientizó de que, ese día, aun cuando se tratara de un fin de semana, no consumiría nada. Si bien el MDMA no era algo precisamente adictivo, estaba tan acostumbrado a tener una tableta sobre la lengua los viernes, y su cuerpo comenzaba a reclamarle un poco, pero no cedería tan fácilmente. No solo necesitaba, quería estar completamente consciente durante la noche, además que estaba seguro de que no le era imprescindible alterarse los sentidos para verla como lo más precioso a sus ojos. Naturalmente Misaki ya lo era.
Seguía de pie delante del clóset, con la cabeza metida entre las prendas colgantes, intentando encontrar algo que le sentara bien y, además, cumpliera con el código de etiqueta marcado en el restaurante. Le hubiera gustado preguntarle que llevaría puesto, para en el caso de ser necesario, adecuar los colores de sus prendas a su conjunto, pero decidió que llevarse una sorpresa sería mucho más interesante.
Antes de cambiarse se echó un último vistazo en el espejo, inspeccionando su propio torso al descubierto. Un par de gotas provenientes de las húmedas hebras rosadas se deslizaban por su piel, contorneándole los músculos marcados en su abdomen, las clavículas e incluso las venas verdosas apenas distinguibles en sus brazos. Una sonrisa inocente se le apareció por el rostro, enfatizándose las cicatrices en las comisuras de la boca.
Haruchiyo era vanidoso, no le apenaba ocultarlo. No le disgustaba su apariencia aun cuando no entendía porque a las mujeres le parecía tan atractivo, sabía que no caía dentro del espectro de lo que socialmente se consideraba como fealdad. Aun si llegó a pensar lo contrario en su niñez, las cosas en sus pensamientos cambiaron cuando, un día cualquiera, la niña más bonita que sus ojos había visto se acercó a él y resaltó que las dos razones que lo hacían sentir un trozo de basura eran similares a las estrellas del firmamento. Era por ello y por más que no solo se sentía en deuda, sino que buscaba recompensar aunque sea una mínima parte de toda la felicidad y momentos gratos que Misaki le había obsequiado en su niñez, cuando sus palabras y su reflejo dentro de sus gafas era el mejor escape a la realidad que podía encontrar.
Darle un par de horas de princesa era lo menos que podía hacer por ella. Después de todo, ella era su propio Nunca jamás.
...
— Respira — dijo delicadamente, en voz baja, acariciando de forma dócil un mechón de cabello rebelde.
Yukari le había hecho cerrar los ojos para poder colocarle en el borde la pestaña falsa y resaltarle la mirada.
A falta de Azami, que había estado teniendo salidas en las sombras durante toda la semana, convocó únicamente a las gemelas con la intención de alistarse para su cita — si es que podía llamarle de esa manera —, como siempre que alguna de ellas tenía una ocasión especial. Se había convertido en una especie de ritual.
Se reunían en la habitación de la afortunada, le ayudaban con el maquillaje, la ropa, el peinado, todo lo necesario. A veces incluso con la ropa interior, por si había suerte. Ponían música y merendaban frituras o palomitas mientras charlaban sobre que resultaba más favorecedor en la paleta de colores que les adornarían los ojos, o si el atuendo era poco o mucho según la ocasión. Una costumbre que habían tomada a raíz del tiempo en el que habían compartido habitación. Lo más común era siempre estar ahí para Yui, a quien los chicos perseguían frenéticamente, o Azami; Yukari era el centro de atención en contadas ocasiones debido a su típico repele por los hombres, pues a menos que no le atrajeran lo suficiente, se rehusaba a aceptarles una cita.
Y esa era la primera ocasión en la que Misaki contaba con una cita. Durante dos años había estado oculta bajo las sábanas y su turno había llegado, aunque aquello no hacía más que acomplejarle el pecho de forma lamentable.
Sabía que no era bonita. Se había acostumbrado a vivir con ello durante veinte años. Demasiado simple en Japón, sumamente exótica en China. Sabía que no era ni sería un spotlight a los ojos masculinos, y que los únicos cumplidos que había recibido durante toda su vida provenían únicamente de sus padres, además de un par de amigas, pero fuera de eso no guardaba en su pecho una lista amplia de complementos y palabras dulces, al contrario de sus amigas. Ningún recuerdo de algún muchacho confesándosele con timidez o de cortejos incomodos. Nada.
Vivía bajo las sombras, como un extra dentro de su propia vida, y estaba tristemente acostumbrada a ello; tanto que en algún punto dejó de pesar, o comenzó a hacerlo tanto que se acostumbró a llevar dicha carga a cuestas sobre la espalda, no sabía dónde estaba la división, pero tampoco le gustaba meditar en que punto perdió las ilusiones de ser algo bello en ojos ajenos, porque no sabría en que punto exacto de una línea temporal podría situarlo.
Quizá había nacido con eso a cuestas. Desgraciada. Condenada a ser el accesorio que resaltaba mucho más el brillo de aquellas que la rodeaban en comparación a su burda simpleza.
Un cero a la izquierda, incluso en su propia vida.
Era eso lo que la mantenía acongojada mientras Yui colocaba algo de música en su teléfono y Yukari le enmarcaba los ojos con algo de oscuro delineador. No quería que lo notaran, pero no pudo controlar el temblor en su labio inferior mientras los pensamientos de ser poca cosa le amedrentaban la mente.
— ¿No crees que...? — sacudió la cabeza, arrepentida — ... no, olvídalo.
— ¿Qué? Cuéntame.
— ¿No crees que soy...? Bueno, no lo sé.
Yukari bufó — ¿Vas a comenzar tan temprano? — inquirió — no, no eres poca cosa, ni insuficiente, ni insignificante, ni ninguno de los adjetivos que te estén taladrando la cabeza — abrió la boca como intentando ejercer un derecho de réplica, siendo inmediatamente interrumpida — no, no lo digo por ser tu amiga.
A veces olvidaba el porque Azami era su mejor amiga, pero comentarios como tal le servían como un recordatorio tangible. Si bien podría parecer lo contrario, muchas veces la ojiverde era mucho más paciente y sensible con ella que el resto del mundo. Aun cuando Yukari lo decía con las mejores intenciones del mundo, a veces necesitaba un poco más de tacto.
Misaki suspiró con pena, dejando los labios entreabiertos para que un suave rosa coloreara su boca — Lo siento.
— No lo hagas — su voz parecía más tranquila — cambia un poco el cartucho que tienes en tu cabeza, Misa. Perpetuarlo solamente te hace daño a ti misma... ¿de dónde viene esa idea de que eres tan poca cosa?
Volvió a enmudecer.
Sincerar el origen de sus complejos sería sin duda incluirlas a ellas dos y a su mejor amiga en un saco donde no querrían estar. No las envidiaba, por el contrario, las amaba como si se tratara de hermanas mayores que la vida le había obsequiado con algo de tardanza, pero que habían terminado llegando en el momento indicado; sin embargo, le era imposible no colocarse a su lado y denotar la gigantesca falta de virtudes que tenía en comparación suya.
Todas eran sensacionales: Yui era un torbellino de energía y felicidad, el alma de cualquier fiesta, coqueta como ninguna, pero dulce, además de ser preciosa. Yukari era el perfecto opuesto, cerrada, centrada, plantada en tierra pero emanando un aura magnética para cualquiera que pasara al lado suyo, con una apariencia recatada, como una modelo de revista o una actriz de lo años noventa.
Y Azami era simplemente preciosa. Una diosa bajada a la tierra, la reencarnación de Afrodita. Capaz de enamorar a cualquiera.
Ella solo era Misaki. Virtudes nulas y encantos inexistentes.
Y como segundo factor estaba Haruchiyo. Haruchiyo y el ambiente en el que vivía donde seguramente estaría siempre rodeado de mujeres preciosas, de facciones agraciadas y porte magnífico. Le dolía comparar su escuálido cuerpo con los que seguramente eran voluptuosos atributos, o cotejar su insulso cabello azabache con melenas rubias, castañas o rojizas que resaltaban entre multitudes a las cuales impresionar.
No quería hacerlo por más tiempo, pero las imágenes se le colaban en la cabeza como impulsos, pesando como bolsas de concreto sobre sus hombros, impidiéndole andar con normalidad, ¿por qué estaba fijándose en ella? O peor, ¿realmente lo estaba haciendo?
Quizás solo estaba sobre pensando en exceso la inocente invitación a cenar que le había extendido y se estaba haciendo daño con ello. Quizás solo se trataba de él siendo una persona agradable, buscando recuperar el vínculo que pudo existir entre ambos en un primer momento cuando eran un par de niños jugueteando a ser mayores y conocer realmente lo que era el amor, pero poco más. Era improbable — imposible — que los sentimientos que su corazón había anidado algún día cuando eran aun jóvenes perduraran hasta la fecha, sobre todo viéndose envuelto en un mundo donde toda apariencia significaba belleza, y donde ella no era más que una mancha sobre una pulcra superficie de cristal.
Seguramente Haruchiyo solo intentaba ser amable y remediar las cosas que probablemente pudieran haber salido mal en sus anteriores encontronazos. No se sentía atraído a ella, y lo sabía porque de ser así, no la hubiera rechazado en el momento en el que, con un atrevimiento que desconocía en su propia piel, lo había acunado entre sus piernas y tomó su rostro con intención de impactar sus labios con los propios.
"Soy poca cosa" musitó para sus adentros, pero no dijo nada más.
El maquillaje estaba terminado, solo restaba colocarse el vestido que Yukari le había extendido para usar. No tenía dentro de su propio armario nada que cubriera con el código de etiqueta que él le había enviado dos días atrás, y eso solamente la hacía sentirse más entorpecida e insignificante.
— ¡Ah! ¡Te ves preciosa! ¡No te muevas! — una enérgica Yui tomó su teléfono, abriendo la cámara justo en cuanto volvió del baño — sonríe, anda.
Se echó un último vistazo, apreciando su cuerpo flacucho, de gracias casi nulas. El satín verde se adhería tímidamente a su silueta, acentuando una figura inhóspita en el reflejo. Se deslizaba por su torso, sostenido por dos tiras finas tras su cuello, dejándole una pierna al descubierto, mostrando las zapatillas plateadas a la par que la tela le acariciaba la cintura, enfatizando y resaltando una a penas notoria cadera. Un gracioso recogido en su cabello dejaba un par de mechones al aire, enmarcando su rostro, mientras dos largos pendientes entrecanos resaltaban su piel.
Lo primero en lo que pudo pensar al mirarse fue en lo bonito que lucía ese vestido en Yukari, en la fotografía que le había mostrado como referencia para dejarle elegir, y lo insulso que parecía en su cuerpo. Su pecho dio un penoso vuelco mientras las entrañas se le revolvían con la repentina aparición del flash.
La emoción que había sentido días antes por su cita se estaba desvaneciendo a pasos agigantados.
— Eh — se pronunció la hermana mayor — ¿y esa cara?
— No es nada — sacudió la cabeza, apenada, y una melodía particular rondó por la habitación, incautando los sentidos de las tres presentes. Atendió a la llamada. — ¿Diga?
— Hey — la suave voz del ojiazul sonaba más grave en el parlante — ya estoy fuera. ¿Estás lista?
— Ah... — las mejillas se le entintaron de un suave rojo. Miró hacia las gemelas, que comenzaban a recoger sus pertenencias y le alistaban el bolso, haciéndole señas de apoyo. — s-sí. Recién terminé.
— Perfecto — adivinó una sonrisa al otro lado de la línea — te espero en la puerta del edificio.
— De acuerdo — colgó abruptamente, sintiendo un par de empujones en la espalda la hicieron dar un traspié.
Yui la tomó de la mano mientras Yukari echaba el cerrojo a la puerta de su habitación, con los tres bolsos colgando en el hombro. Anduvieron hacia la entrada intentando contagiarle un poco de positividad a la pelinegra, que no era más que un manojo de nervios con los mofletes rosados que se limitaba a juguetear con la tela del vestido.
Se estaba esforzando por cambiarse el humor, tal como Yukari le había sugerido. Quería disfrutar la noche, aun si lo que ocultaban las intenciones de su amigo no se parecían en lo más mínimo a sus ilusiones. Al menos verlo vestido de manera elegante le alegraría.
Llegó al umbral del edificio, aferrando los dedos a la correa de su cartera, mirando hacia el suelo en un vago intento porque él no notara el rubor de más en sus mejillas, ese que provenía del repentino calor emanante de su piel. Escuchó una puerta abrir y cerrar precipitadamente, y un par de pasos andar en su dirección mientras seguía sin atreverse a levantar la vista.
— Bueno — carraspeó la menor — creo que nosotras nos vamos.
— Suerte — susurró la otra en su oído antes de marcharse.
Silencio repentino se apodero del campus completo hasta que un carraspeó le regreso los pies a tierra.
— Hey... — su voz salía con suavidad — te ves muy... — Haruchiyo sintió gotas de sudor deslizándose por su frente. Necesitó tomar algo de aire para continuar su oración — magnífica. Te ves magnífica.
El halago se deslizó por sus labios con la mayor sinceridad que podía. Sentía que había una obra de arte de pie frente a sus ojos.
Un precioso jade le envolvía la silueta, dejando al descubierto una de sus piernas, regalándole a su apariencia un toque que rosaba lo atrevido sin perder en lo más mínimo la elegancia. El manto negro que era su cabello ahora se recogía en la parte trasera de su cabeza, permitiéndole andar libremente solamente a dos juguetones mechones que se encargaban de acentuar lo bonito de sus facciones. Sus ojos brillaban más que nunca, y, sin dudas, era lo más bello de todo el lugar, sin importar cual fuera.
Una sensación similar a la que tuvo el primer día que sus ojos contaron con la dicha de verla le envolvió el pecho. Misaki siempre sería la cosa más bonita que alguna vez habría visto.
Miró en dirección a quien hablaba, encontrándose con él vistiendo un saco y pantalón a juego, de un color que oscilaba entre el gris y el negro, ceñido a su silueta masculina. Un reloj de plata adornaba su muñeca, y la camiseta negra de cuello alto le daba una apariencia refinada, resaltando al por mayor su piel de porcelana y los zafiros de sus ojos. Se fijó un momento en la dos estrellas que adornaban las comisuras de sus labios, sintiendo como una sonrisa coqueta se asomaba por sus labios sin querer.
Haruchiyo era el hombre más guapo que había conocido alguna vez, el único que conseguía acelerarle la respiración a un punto en el que titubeaba por sobremanera mientras se tallaba las manos sobre la tela del vestido para eliminarse los rastros de nerviosismo, sintiéndose avergonzada ante sus cumplidos.
— Gracias... — no pudo evitar mirar hacia su cuerpo. La lóbrega prenda se abrazaba a su abdomen, y el saco no hacía más que enfatizar lo idílico de su físico. Sintió el rostro ardiente una vez más, y ocultó un mechón de cabello tras su oreja.
El joven miró a su reloj — Creo que deberíamos irnos. Estamos a unos cuarenta minutos y...
Interrumpió torpemente — Sí, sí, claro, la reserva. — hizo el amago por bajar, pero los nervios traicionaron sus movimientos, provocándole un traspié.
Haruchiyo alcanzó a inclinarse hacia el frente, tomándole los antebrazos para evitar su caída. La escena parecía una especie de cuadro de película romántica. Ambos comenzaron a reír con tintes de pena antes de subir al auto.
...
Recomendación: reproducir la canción de multimedia o playlist (Friends – Ed Sheeran)
Cuando estaban a solas las cosas se volvían más sencillas. La intimidad del coche servía como un perfecto recordatorio de que aquel con el que se encontraba no era nadie más que el Haruchiyo que había sido su compañero y mejor amigo años atrás, con el que podía burlarse de cualquier cosa y bromear cuando cometía algún error. Una esfera acristalada en la que el mundo exterior de tornaba borroso, dejándolos como los únicos habitantes de la tierra.
El rugido del motor era parte de la orquesta proveniente del estéreo del auto, así como los bruscos frenados de fuera, el canto de los pájaros que iban a ocultarse en las copas de los árboles para poder dormitar, y todo era coronado por sus risotadas, al mismo compás de la melodía. Una mano en volante, otra en la palanca de velocidades, proveyéndole una imagen digna de museo, y una mirada de cielo capaz de destensar los músculos sobre los cuales yacían todos sus miedos e inseguridades.
Tras un par de kilómetros recorridos la carretera se tornó familiar, y una gigantesca sonrisa se le formó en el rostro ansiando conocer su reacción. El rumbo se volvía desierto, formando un camino que los guiaba hacia el restaurante. Haruchiyo miró de reojo a Misaki, que tenía la vista extraviada en algún rincón del parabrisas.
— Casi llegamos — pronunció tranquilamente — estoy seguro de que va a encantarte.
— ¿Ah, sí? — preguntó con picardía.
— Sí, cien por ciento — un cartel con el nombre del sitio se asomó por la carretera — mira.
Frente a ambos se alzaba un edificio de tintes neobarrocos, fachada de color mostaza con cúpulas trapezoides de color azul oscuro sobre el techo. Columnas estructurales de color blanco, obsequiándole una apariencia majestuosa, complementada por los adornos del mismo color alrededor de la puerta y las ventanas. En conjunto con las bonitas jardineras a la entrada, y el grisáceo balcón en desnivel que daba acceso, el sitio parecía un castillo.
Misaki estaba boquiabierta. No, estaba atónita, los ojos se le cristalizaban y parpadeaba con premura intentando ahuyentar un llanto conmocionado para no arruinarse el maquillaje. Su vista se paseaba entre lo que se asomaba entre la ventana y él, que no dejaba de sonreír, complacido por su reacción. Parecía una niña que recién conoce el exterior después de años de encierro, maravillada por la realidad a sus ojos.
Seguramente era una mala broma, ¿cierto? Aquel sitio seguramente era privado. O era alguna estructura histórica a la cual era imposible acceder. Quizá solo se trataba de una fachada falsa que ocultaba un establecimiento mucho más modesto.
— Haru...
— Nunca he probado la comida de aquí — se encogió de hombros — Es francesa. esperemos que esté buena — condujo hacia el valet parking, y fue ahí donde alcanzó a leer la inscripción que había encontrado colgada en la red.
La table de Joël Robuchon.
Un sueño hecho verdad.
El empleado le abrió las puertas a ambos y el joven tendió las llaves para que fuera llevado al estacionamiento. Inmediatamente caminó hacia Misaki, que aun miraba con sorpresa la enorme edificación frente a la que se encontraban, parpadeando en busca del espejismo solo para darse cuenta de que este no existía. Un dedo le picoteó el hombro y al girar la vista se encontró con un contento Haruchiyo, que acomodaba el brazo en forma de jarra, esperando que ella se sostuviera de él.
— Anda. Si estamos tarde se pierde la reserva.
No dijo nada, limitó sus acciones a aferrarse a su brazo, esperando el momento en el una cruda realidad le golpeara el rostro. Caminaron a través de un bonito arco ajardinado, de hojas teñidas de un verde vivo, pasando por un par de mesas colocadas al principio, llegando hacia un joven tras un atril, que confirmó la reservación a nombre de Haruchiyo. Amablemente les guio por un pasillo inmenso, con suelos adornados por patrones florales, cubiertos de elegancia.
Pasaron unas puertas de cristal y entraron a otra sala de paredes lilas, luz tenue y alfombra color vino. Mesas cubiertas de manteles ennegrecidos acompañadas de sillas mullidas del mismo color eran repartidas uniformemente por la estancia. Las ventanas eran cubiertas por cortinas de tela delgada, y bonitas arañas de plata colgaban del techo. Y Misaki parecía resaltar entre todos los comensales, con ese precioso vestido de jade cayendo elegantemente por sus piernas cuando se hubo sentado, aun cuando la mueca de su rostro ocultaba las inmensas ganas de correr que le consumían el cuerpo.
Había atravesado la entrada de la mano de un compañero que no era equiparable a ella, era muchísimo más. Y como si aquello no fuera suficiente, se sentía insignificante, observando con detenimiento a todas las mujeres — mujeres no, esas eran damas — que se codeaban ahí, con hombres del mismo calibre que al que tomaba del brazo cuando había llegado. Deseó salir huyendo, como una presa al acecho, pensando motivos capaces de justificar porque de todas las chicas que pudo tener a su alcance, la llevaba a ella.
Y ninguno sonaba realmente válido en su razón.
Se miró las manos sobre el regazo, acomodándose en el asiento acolchado, esperando que llevaran la carta. Jamás había comido nada francés y temía ridiculizarse. Su autocritica constante comenzaba a ser dañina.
Un camarero dejó dos menús que simulaban ser libros, recubiertos por madera caoba donde dentro situaban el menú. Y sintió los orbes celestes examinarle las muecas cuando leyó "Le duo de canard et le foie gras" y su mente la llevó a pensar que se trataba de pasto con carne. Sacó la lengua instintivamente, denotando asco, haciendo reír al muchacho.
— ¿Qué te pasa?
— ¿Venden pasto con carne?
Haruchiyo reprimió una risita — No. Es carne con hierbas, o algo por el estilo.
Misaki se encogió de hombros con cierta pena, la respuesta era bastante obvia — Perdona...
— No es nada.
Hojearon el menú un par de minutos más. Al final terminó decantándose por algo que mezclaba de forma menos extrema la gastronomía francesa y la de Japón. Dejó el menú sobre la mesa y miró hacia una mujer que recién llegaba, con un precioso vestido color vino que sin duda encajaba mucho más que ella en la paleta de colores del lugar. Sintió una presión en el pecho, incómoda.
— ¿Qué tanto miras? — cuestionó él en voz baja, tomando aun la carta, ocultando las bonitas estrellas de su rostro detrás.
Misaki se removió en su sitio — Nada importante. Solo... — volvió a mirar a su alrededor — ¿no crees que yo...?
Interrumpió — ¿No creo que tú...?
— No sé — estaba balbuceando, temía descubrirse las inseguridades — el vestido, ¿no te parece...? Bueno, no lo sé...
— El vestido me parece bonito. Y creo que tú te ves preciosa.
Ocultó el rojo de su rostro tomando un largo trago de agua justo después de hablar.
Haruchiyo era sumamente torpe en lo emocional. Pero con Misaki los halagos se le desbordaban de los labios, acompañados de pena y sinceridad. Y a Misaki se le esfumaban las inseguridades cuando era Haruchiyo el que la acogía con palabras dulces saliéndole de forma involuntaria.
Al final, ambos ocultaron sus sonrojos tras el menú.
...
La comida francesa era deliciosa.
Estaban yendo devuelta a la residencia después de una velada maravillosa, llena de sonrojos involuntarios, risas al por mayor que llamaban la atención del resto de comensales, bromas medianamente pesadas y charlas donde se habían encargado de recopilar en minutos lo ocurrido en los últimos años. Era como un cuento de hadas convertido en película romántica.
Misaki se había asomado la cabeza a través de la ventana del coche, encontrándose con los dos astros amigos bailando en el cielo cómodamente. Una sonrisa infantil se le escapo, pensando que quizás aquello no solo se trataba de la entrada al país donde Peter Pan vivía, sino que podría ser un recordatorio de la compañía que se hacían ambos mutuamente.
El auto atravesó el portón del campus y recorrió el típico camino de vuelta a casa, aparcándose en la misma puerta que la había recogido un par de horas atrás. Ninguno decía mayor palabra, se limitaban a mirar al frente como dos niños pequeños temerosos de hablar por primera vez, retrasando lo que parecía ser una despedida inminente. La muchacha se giró en dirección al asiento del piloto, encontrándose con la mirada azul.
— Fue una noche increíble, Haru, gracias.
— No hay de que, espero haber compensado lo que sucedió la semana pasada, ya sabes... — se encogió de hombros — no sé si...
— Fue más que suficiente — recordó la ilusión que crecía dentro de su pecho cada vez que él le resaltaba una belleza que sentía inexistente cuando halagaba y resaltaba su apariencia de entre el resto de las personas del restaurante, provocando que sus mejillas se colorearan de rojo. Se sentía como una princesa. — ... gracias.
Se acercó a él, con la intención de depositarle un beso sobre la mejilla, pero él fue mucho más ágil, atrapándole el rostro con una mano.
Esa noche Haruchiyo no tenía intenciones de echarse atrás. Quería dejar de retenerse los deseos a causa de sus miedos, y quería mostrarle que no solo era lo más precioso que sus ojos habían contemplado, sino que, en su mundo, no había maravilla más grande. Quería que Misaki supiera que el amor que había nacido en su pecho alguna vez, con pasos infantiles y que tropezaban con tontería habían vuelto a florecer como la primavera que llevaba su nombre, y las flores que llevaba el de ella. No era efímero como las flores de loto, era tan fuerte y vivaz que a tan solo una mirada accidental tiempo atrás resurgió, desbordándose como una avalancha que traga todo a su paso. No quería temerles a sus fuerzas, a la añoranza que le generaba la lejanía de su figura, y si el único modo que tenía de demostrarlo era con el beso que rechazó días atrás, iba a hacerlo.
Pero cuando sostuvo su rostro, tuvo la audacia de inmiscuir una de sus manos en su cabello, enredando uno de sus dedos de la misma forma que le ocasionaba pesadillas cuando era una niña indefensa bajo las garras de un cocodrilo acechante a su debilidad. Un simple gesto bastaba para verter sobre sus memorias momentos escabrosos que no hacían más que abrir la presa de sus lágrimas en sus ojos.
Misaki siempre creía que sus recuerdos de la niñez habían sido superados, hasta que una mirada, un roce, una voz o una frase volvían a detonarlo todo, echando al caño los esfuerzos de vivir y sentir como una persona normal, una que no es acechada por los depredadores de sus memorias.
Un tétrico escalofrío se paseó por su espalda al descubierto, y sin quererlo, echó el rostro hacia atrás, arrepintiéndose al instante, notando como el semblante determinado del muchacho se esfumaba, convirtiéndose en un triste arrepentimiento.
— Haru, perdón, yo no quería...
— Está bien — pronunció tajante — ... perdón. No debí, ah... pensé otra cosa. No te preocupes.
— Haru...
— No, está bien, de verdad — se rascó la nuca intentando cubrir su decepción — entiendo que, bueno... malinterprete algunas cosas.
— No, Haru, yo sí... — iba a desbordarse, la voz le pendía de un hilo.
— Misaki, está bien — ya no la miraba, apoyaba las manos con fuerza sobre el contorno del volante, coloreando sus nudillos de blanco — ... creo que es tarde. Debería irme. Tengo que manejar a casa.
No dijo nada más. Se limitó a salir del auto, escuchando el ruido del motor desvaneciéndose con lentitud mientras las lágrimas descendían por su rostro, llevándose el maquillaje consigo. Se sacó los tacones y se sentó sobre las escaleras, escondiendo la tristeza tras sus manos, maldiciendo al perpetrador de sus recuerdos por haber hecho que Haruchiyo tuviera que partir de su lado de nuevo, justo como años atrás.
Holaaaaaaaaaa, tenía planeado subirles esto desde el viernes pero la playa en la que andava no tenía señal, y el plan que teníamos con Tsumi de subirlo fracaso, pero aquí estamos. :D
Btw, aproveche eso para cambiar la mecánica de las playlist, ahora tienen un banner que al hacer ss los lleva directamente, y la indicación de reproducir está durante el capítulo. ^^
Como les había comentado en esta parte de la historia, vamos a ahondar un poco más en el pasado de Sanzu y de Misaki y de por qué terminaron separándose cuando ella se fue a China. Las razones y todo. Básicamente, los siguientes capítulos son backstory sobre todo lo que pasó, así que agárrense. Posdata, le sugiero traer pañuelos, porque hasta yo los voy a necesitar.
Línea para agradecer las +6K<3
Línea para dar opiniones y comentarios
Línea para seguir agradeciéndoles por leer y para decir adiós<3
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