𝔓𝔯ó𝔩𝔬𝔤𝔬

Año 1610 D.C., región Trentino-Alto Adigio, Italia

Veni, vidi, vici.

Los disparos resonaban como latidos secos en el aire, rompiendo el sosiego de una noche teñida por la tormenta. Las pisadas se entremezclaban con los gritos, un escenario caótico de quienes corrían para escapar del destino que parecía ya estar escrito. Los relámpagos iluminaban fugazmente el caos que devoraba la villa, mostrando imágenes de hombres y monstruos en una batalla desigual. Las criaturas de la noche descendían desde las montañas confundibles como una marea oscura, comandadas por espectros de largos colmillos y cubiertos con capas negras, habían pasado siglos desde la última vez que esos horrores se adentraron en los Dolomitas, pero el olvido no mitigaba el pavor.

Los habitantes de la villa, con sus casas de piedra decoradas con tallados de madera y balcones florecidos, se apresuraban a cerrar puertas y ventanas. De aquellas que aún no ardían con el fuego que consumía la esperanza del antes tranquilo pueblo. Los hombres de la guardia, veinte en total, se armaron con sus arcabuces, la última innovación en armas de fuego. Su determinación, aunque palpable, era insuficiente contra la abrumadora cantidad de monstruos que crecían en número a cada minuto.

Ellos se habían atrincherado frente a la iglesia del pueblo, la última posición defensiva antes de que todo estuviera perdido. Sus armas eran potentes, pero los monstruos que descendían desde las montañas parecían imparables.

—¡Apunten al corazón! —gritó el capitán del escuadrón, un hombre robusto con cicatrices que contaban historias de guerras pasadas—. No cedan terreno. Si caemos aquí, todos están perdidos.

Su voz resonó con fuerza, pero incluso él sabía que sus palabras eran más para llenar el vacío del miedo que para inspirar verdadera esperanza.

Los monstruos atacaban desde todas las direcciones. Criaturas como serpientes de muchas cabezas se deslizaban por las ventanas, escabulléndose hacia los hogares de los aldeanos que aún no habían huido. Sus cuerpos brillaban con un destello oscuro bajo la lluvia, y sus ojos rojos parecían brasas encendidas.

Un joven guardia gritó cuando una de ellas se enroscó alrededor de su pierna, mordiéndolo con colmillos llenos de veneno. El capitán disparó de inmediato, destrozando la cabeza de la criatura con un estruendo ensordecedor, pero la expresión en su rostro delataba que sabía que no podrían salvar al chico.

Desde el cielo, sombras aladas se lanzaban sobre los establos y las pocas casas que aún permanecían intactas. Caballos y ovejas eran levantados por garras afiladas, sus relinchos y balidos ahogados por la lluvia y el caos. En las calles, los gigantes con piel acorazada avanzaban sin detenerse, ignorando los disparos que rebotaban en sus cuerpos como si fueran meras gotas de agua. Uno de ellos, con un rugido ensordecedor, aplastó una carreta que bloqueaba su camino, haciendo añicos las maderas y las esperanzas de quienes intentaban esconderse detrás de ella.

El número de cadáveres humanos crecía, tiñendo las calles de sangre y desesperanza. Y entonces, un sonido rasgó el aire: un rugido profundo, resonante, como el de una gran bestia, quizá mitológica, que llegaba desde las montañas. Su eco hacía vibrar hasta los huesos. El pánico creció. ¿Qué pecado había provocado este castigo? Algunos elevaron oraciones al cielo, mientras otros solo cerraron los ojos y esperaron el fin.

Todo cesó de repente. El mundo quedó sumido en un silencio sepulcral. Luego, los cuerpos comenzaron a caer. Criaturas desmembradas y ahora reconocidos como vampiros decapitados, los cuales se desplomaban sobre el empedrado. En una casa destrozada, uno de los encapuchados intentaba ordenar a sus compañeros.

—¿Qué carajo es eso? Debemos largarnos, ya acabamos el trabajo aquí —sus palabras se cortaron en un instante cuando su cabeza cayó al suelo, rodando hasta chocar con un mueble partido por la mitad.

En la entrada de la casa, una figura se dibujó contra la luz de la luna. Era enorme, bestial. Sus ojos carmesíes brillaban como brasas, y la sangre se deslizaba por sus colmillos y garras. El cuerpo de un ahora revelado vampiro colgaba, inerte, de una de esas manos peludas.

—¡Maten a esa cosa! ¡Rápido! —gritó otro de los vampiros, retrocediendo, su voz quebrada por el miedo.

Pero la criatura no esperó. Se lanzó con una fuerza brutal, despedazándolos con garras y colmillos. No tenían oportunidad. Sus espadas y habilidades sobrenaturales eran inútiles contra un enemigo que superaba su propia naturaleza monstruosa.

Cuando el último de los atacantes cayó, suplicando con un hilo de voz, el silencio llenó la habitación, sofocando todo lo demás. La bestia permaneció inmóvil, su aliento pesado empañando el aire. Su mirada se desvió hacia la cama, donde yacía la mujer que había amado, su piel canela manchada por la sangre que se extendía en un charco sobre las sábanas. Ella aún sostenía entre sus dedos una pequeña llave atada con una tira de lana, como si, incluso en su último aliento, hubiera querido proteger lo único que quedaba de ambos. Sin embargo, había algo más devastador: el ligeramente abultado vientre que no tendría futuro. Una noche destinada a la masacre, sin sentido ni redención. La muerte, cruel e indiferente, no perdona a nadie.

Sus labios se movieron por ultima vez, susurrando palabras que ahora se perdieron en el tiempo.

Él se arrodilló junto a la cama, sus garras retrayéndose mientras la ira daba paso a un dolor que ningún poder podría sanar. Tomó la mano inerte de su amada y la sostuvo con una delicadeza que parecía contradecir su fuerza. Su cuerpo, ahora humano, temblaba mientras lágrimas cálidas caían sobre su rostro.

—No, por favor. Mi amor, resiste. Esto no puede estar pasando. No puedo vivir sin ti. No puedes irte, no así.— su voz se quebró en un murmullo desesperado, lleno de una súplica que ya era inútil.

El silencio respondió, indiferente a su dolor. Cerró el puño libre, permitiendo que las garras se hundieran en su carne, pero ni siquiera ese dolor físico podía calmar el grito de su alma. Un aullido desgarrador escapó de su garganta, uno lleno de ira con desconsuelo, resonando en las montañas haciendo estremecer la tierra ligeramente.

Cuando finalmente el agotamiento se apoderó de él, besó con suavidad los labios aún tibios de su esposa. Luego, con pasos pesados, salió hacia el jardín, guiado por un último destello de esperanza. Allí, oculto entre enredaderas marchitas, encontró el pequeño compartimiento de madera. Con manos temblorosas, encajó la llave en la cerradura y abrió la puerta con un chasquido suave.

Dentro, una canasta tejida albergaba a una bebé que dormía plácidamente, ajena al horror que la rodeaba. La pequeña se movió al sentir el cambio de luz, abriendo lentamente sus ojos grises, idénticos a los de su padre.

Él, con el corazón atrapado entre el dolor y el alivio, la levantó con cuidado y la sostuvo contra su pecho. No dijo una palabra, pero las lágrimas que caían en silencio lo expresaban todo. Su barba, ligeramente recortada, rozó las mejillas de la niña mientras su mente procesaba una sola certeza: al menos uno de sus hijos había sobrevivido. La mayor entre ellos, la única luz en un mundo que ahora parecía vacío.

El amanecer comenzó a teñir el horizonte con suaves tonos dorados cuando regresó al jardín, cargando el cuerpo de su esposa. A paso cansados pero firmes, cavó una tumba bajo un árbol viejo, el único que parecía haber sobrevivido al ataque. Sus manos, ensangrentadas y sucias de tierra, temblaban mientras colocaba cuidadosamente el cuerpo de su esposa en el hueco. La arropó con las mantas menos dañadas que encontró, como si quisiera protegerla del frío que ya no podía sentir.

Cuando terminó, colocó una cruz sencilla sobre la cabecera de la tumba, hecha con ramas del mismo árbol. Las ramas se alzaban contra la luz del amanecer, proyectando sombras alargadas sobre el suelo. Se arrodilló frente a la tumba, sosteniendo a la bebé que ahora era su única razón para seguir adelante.

—Esto es lo más próximo de tu Dios que puedo llevarte —susurró, apenas audiblemente al principio, pero luego su voz se alzó, cargada de emociones contenidas—. Nunca entendí en qué creías, al menos no por completo y tal vez por eso nos encontramos ahora tan separados. Pero, aun así, siempre respeté tu fe, porque te hacía valiente.

Pasó una mano temblorosa por su rostro, tratando de recomponerse mientras continuaba.

—Fuiste más fuerte de lo que yo podría haber sido, aunque no lo supieras. Siempre creíste que estabas en conflicto, pero para mí, eras intrépida porque te atreviste a refutar y dar batalla, aunque sabias que no podrías ganar.

Hizo una pausa, tragando con dificultad, su pecho subiendo y bajando con pesadez.

—¿Por qué tenías que morir? —Su voz se quebró, y su mirada cayó sobre la cruz—. Había tanto que quería decirte, tanto que nunca podré compartir contigo, la vida con nuestra bebe que ya no podrás ver.

Su cabello, de un ónix ondulado de longitud moderada, caía en mechones desordenados sobre su pálido rostro, pero no parecía preocuparle. Llevó una mano al pecho, como si intentara extirpar el dolor que lo consumía por completo.

—Siempre creí que la muerte era un destino más deseable que la vida, que al menos te permitiría reunirte con tus seres queridos. Pero ahora entiendo que nunca podré alcanzarte, porque presiento que a tu Dios no le agradará la idea que te visite en el cielo.— murmuró, su voz apagándose mientras las palabras se desvanecían en el aire frío.

Con un último vistazo a la cruz, se levantó con la pequeña en brazos. La bebé, envuelta en mantas que olían vagamente a flores, se calmo un poco y la miró con los mismos ojos grises, llenos de inocencia y preguntas que nunca podrían responderse. El amanecer iluminaba su camino mientras se alejaba lentamente, llevando consigo el único fragmento de esperanza que quedaba en su vida, dejando atrás la tumba de la mujer que había sido su mundo.

El ahora avanzaba entre las calles estrechas de un pueblo aledaño que no había oído aun sobre la tragedia de la noche anterior. Cubierto por una capa oscura que apenas dejaba ver su rostro, mantenía su andar firme, pero sus ojos, ocultos bajo la capucha, se movían con cautela. La pequeña en sus brazos se agitaba, inquieta, mientras su padre buscaba algo que pudiera calmar su hambre. Las voces del mercado llenaban el aire. Los vendedores ofrecían frutas, carnes saladas y productos traídos de regiones lejanas. A lo lejos, sus ojos se fijaron en una pareja. Eran extranjeros que parecían de edad avanzada, de piel bronceada, ojos rasgados y rostros surcados por arrugas que hablaban de años de trabajo bajo el sol. Vestían ropas coloridas, y sus manos trabajaban con rapidez, envolviendo paquetes de arroz y doblando telas brillantes.

El hombre se detuvo un instante. Los observó en silencio mientras ellos reían entre ellos, despreocupados y concentrados en su labor. Por un momento, sintió algo parecido a envidia. Esa vida simple, tranquila, ahora parecía inalcanzable para alguien como él.

Sacudió la cabeza y avanzó. En un puesto cercano, compró un poco de leche, intercambiando unas monedas con un gesto rápido. La pequeña dejó escapar un débil sollozo cuando él levantó un planto hondo de arcilla llenó del líquido hacia ella.

—Tranquila, Daenytte. Esto es nutritivo para ti—murmuró con un acento extraño, mientras la alimentaba con cuidado.

Su voz tenía una cualidad única, difícil de ubicar. Había en ella la suavidad melódica del italiano, con sus entonaciones fluidas que parecían envolver las palabras en un ritmo casi musical. Sin embargo, esa dulzura se mezclaba con una firmeza áspera y gutural, característica de las lenguas nórdicas, como si cada palabra llevara un peso ancestral.

Pero lo más desconcertante era un tercer elemento, algo indefinible, como el eco de una lengua perdida en el tiempo. Sus palabras resonaban con un aire de misterio, cargadas de significados que parecían venir de un pasado remoto. Era un acento que no pertenecía a ningún lugar conocido, una fusión de sonidos que parecía diseñada para intrigar y, a la vez, intimidar.

La luz del día comenzó a ceder. El sol bajaba en el horizonte, y las sombras se alargaban en las calles empedradas. El hombre, con la bebé ahora dormida en sus brazos, caminó hacia las afueras del pueblo decidido a huir lo mas lejos posible. Pero de pronto algo en el aire cambió. Su cuerpo se tensó de inmediato, como si un frío invisible lo envolviera.

Se detuvo junto a una carreta decorada con telas vibrantes. Las mismas que había visto antes, de inmediato supo que era de los comerciantes extranjeros. Miró hacia atrás, asegurándose de que nadie lo seguía. El viento sopló, trayendo consigo un olor que reconoció demasiado bien, algo lo estaba acechando. Con una mezcla de resignación y esperanza, abrió un pequeño compartimento en la carreta. La acomodó con cuidado entre las mantas que olían a especias y algodón. Sacó un collar que llevaba colgado al cuello, un delicado amuleto de oro con la forma de una media luna de cabeza con una espada atravesándola desde abajo, similar a una copa. Lo deslizó alrededor del cuello de la bebé, ajustándolo para que descansara sobre su pecho.

—Este eres tú, pequeña. Mi legado y el de tu madre, vive en ti y por eso estoy seguro que serás muy fuerte. Me temo que ya no podre acompañarte, pero te aseguro que siempre estaré contigo.—dijo, con la voz baja y quebrada.

Por un instante, se quedó allí, observándola dormir. Luego, tomó una tela y, utilizando una de las especias coloridas, escribió el nombre de la bebé para que los dueños de la carreta lo encontraran. Su mano grande y áspera acarició su mejilla por última vez antes de inclinarse y besar suavemente su frente.

—Sobrevive. Por favor, debes sobrevivir.

Dio un paso atrás, luego otro. La luna comenzaba a asomarse entre las copas de los árboles. Con un último vistazo, se giró y se internó en el bosque.

El aire se llenó de un silencio tenso, roto solo por el crujir de hojas y el sonido de ramas quebrándose bajo su peso. Pronto, otros sonidos comenzaron a surgir: gruñidos, aullidos y un chasquido metálico que podía ser de garras chocando entre sí. Sombras rápidas se movían entre los árboles, convergiendo hacia donde él había desaparecido.

En la carreta, la bebé siguió despierta, distraída jugando con una de las telas y totalmente ajena a lo que sucedía. Los comerciantes regresaron más tarde, revisando sus productos sin notar el pequeño bulto que descansaba entre las telas, mientras hacían que sus caballos avanzaran emprendiendo el viaje a otro pueblo.

Desde el bosque, llegó un último rugido mas potente que nunca. Después, el silencio volvió a instalarse.

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