ℭ𝔞𝔭𝔦𝔱𝔲𝔩𝔬 7 - 𝔒𝔟𝔧𝔢𝔱𝔦𝔳𝔬

Año 1630 D.C., Ciudad Mathura, Estado de Uttar Pradesh, India.

Siete años. Siete años desde que dejé atrás mi hogar, desde que mi vida dejó de ser mía para convertirse en un arma. Me moldearon a base de esfuerzo, sudor y sangre. Cada día era una batalla; cada herida, una lección. Me enseñaron a resistir, a cazar y a matar. Aquí no hay espacio para la debilidad. Mi cuerpo lo refleja: esbelto, atlético y bien definido, con músculos esculpidos por años de entrenamiento y curvas que marcan mi paso a la adultez. Ya no soy la niña de antes, sino una mujer moldeada por el rigor y la lucha.

Pero por más que me hayan forjado como guerrera, hay algo que no se puede borrar: mi sangre. No soy completamente lycan, no a los ojos de los míos. Mi madre era humana antes de ser transformada por mi padre, antes que yo naciera. Es un hecho que nadie menciona en voz alta, pero todos lo saben. Ese origen es como una sombra constante sobre mí. Según nuestras leyes, eso me hace impura. Nunca podré ser beta, mucho menos alfa. Soy una omega, el eslabón más débil. El primero en avanzar cuando hay peligro, el primero en caer si algo sale mal. Carne de cañón.

Sin embargo, hay algo que me mantiene un paso por encima de los demás: mi apellido. Ser la sobrina del alfa me da cierto respeto... o al menos impide que me traten como basura.

Pero ahora ya no soy tan fácil de romper.

He pasado años siguiendo las pistas del asesino de mi abuelo. Mi tío y yo hemos conectado los fragmentos de información, y todo apunta a un único sospechoso: Alucard, el hijo de Drácula. Un vampiro con la fuerza suficiente para haber cometido el crimen. No tenemos pruebas concretas, solo rastros y rumores. Pero es el mejor punto de partida. Encontrarlo, sin embargo, no será suficiente. Mi verdadera misión es ganarme su confianza, acercarme lo suficiente como para que me lleve al castillo de su padre. Allí obtendré lo que mi tío necesita: información clave para la guerra.

Para lograrlo, debo fingir. Fingir que no lo desprecio. Fingir que soy su aliada.

La idea me revuelve el estómago. Compartir palabras con un vampiro, fingir simpatía hacia una criatura que no merece nada más que el filo de mis espadas. Después de todo, son parásitos que se alimentan de la vida ajena, escondiéndose en la oscuridad como ratas. Pero su tiempo se acaba. Su extinción es inevitable, y mi tío se asegurará de que la sangre derramada sea vengada y sus almas reciban justicia.

El agua helada de la cascada golpea mi piel, pero no me inmuto. Dejo que el frío purifique mis pensamientos, que el rugido del agua silencie las voces en mi cabeza. Respiro hondo, cerrando los ojos. Cada gota que resbala por mi espalda acaricia la runa nordica marcada en mi piel. Fue hecha con fuego, un rito de paso en mi pueblo, un símbolo de fortaleza.

Salgo del agua con calma, dejando que la brisa nocturna enfríe mi piel. Me visto en silencio, siguiendo un ritual que conozco de memoria. La blusa negra se ajusta a mi torso, sus mangas largas y bombachas ocultan cicatrices que ya no importan. Paso un dedo por el contorno oscuro de mis ojos antes de rozar mis labios, teñidos de un rojo profundo. El contraste lo deja claro: soy peligrosa, y lo sé.

El collar de luna descansa sobre mi pecho, brillando débilmente bajo la luz plateada. Ya no es solo un adorno, sino el último vestigio de mi familia. Lo llevo con orgullo, aunque su peso a veces duela.

Ajusto los pantalones oscuros y me calzo los botines, firmes pero ligeros, ideales para cualquier terreno. Luego, dejo caer la gabardina azul sobre mis hombros. El cuello de piel gris roza mi mandíbula, cálido contra el aire frío.

Con un movimiento preciso, aseguro el cinturón de cuero que cruza mi pecho. En él descansan mis dos espadas curvas, sus filos de acero reflejan la tenue luz de la luna. Cada vez que las empuño, recuerdo por qué peleo.

Por mi abuelo. Por mi gente. Por mí misma.

Mientras avanzo, su rostro aparece en mi mente, como si estuviera ahí, observándome. Las palabras de mi tío aún resuenan en mis pensamientos.

—Ahora tú serás mis ojos, mis oídos... y mi espada —su voz era firme, cargada de una autoridad que no admitía réplica-. Te encomiendo la condena de nuestros enemigos. Sé su juez, su verdugo, y cuando llegue el momento de actuar, que tus manos no duden. La manada no olvida, Daenytte, y yo tampoco.

Su mirada, siempre fría y calculadora, se posó en mí, tan pesada como el peso de las responsabilidades que acababa de cargar sobre mis hombros.

—A cambio, te concederé lo que tanto deseas. Como alfa, mi palabra es ley. Cuando esta guerra termine, tu posición cambiará. No importa que seas una omega. Servirme con lealtad será suficiente para ascender.

Mi tío siempre ha sido un hombre de palabras calculadas. Todo lo que dice tiene un propósito, cada promesa está diseñada para mover piezas en su tablero. Pero no puedo negar que, detrás de su frialdad, hay un genuino interés por proteger a la manada. Es un estratega nato, y aunque otros lo vean como frío o despiadado, yo sé que sus acciones tienen un objetivo mayor: la supervivencia de los nuestros.

Me enseñó que las promesas de poder pueden ser una trampa peligrosa, pero también una herramienta poderosa cuando se manejan con cuidado. Y él, más que nadie, sabe cómo utilizarlas. Sin embargo, no puedo ignorar que, a su manera, siempre ha creído en mí, incluso cuando nadie más lo hacía.

Así que hago lo que siempre he hecho: confío en él. Porque, a pesar de todo, él es mi familia. Y porque, en el fondo, sé que nunca me pediría algo que no creyera que puedo cumplir.

Despues de unos minutos al fin llegué a la ciudad.

El calor fue lo primero que noté. No el calor sofocante de la batalla o del esfuerzo físico, sino uno denso, envolvente, cargado de aromas y vida. Aún no había cruzado por completo la calle cuando el bullicio del mercado me golpeó.

Hombres y mujeres vestían ropas de vivos colores: túnicas de seda y algodón que ondeaban con la brisa. Los comerciantes alzaban la voz por encima del ruido, ofreciendo especias, telas y joyas de oro. El aroma a curry, incienso y frutas dulces llenaba el aire, entremezclándose con el sudor y el polvo del camino.

Las casas eran de piedra y barro, algunas con balcones de madera tallada. Pequeños templos se alzaban entre las construcciones, con sus cúpulas y esculturas que parecían contar historias olvidadas. Las calles eran angostas, llenas de vida. Niños corrían entre los puestos, mientras ancianos se sentaban bajo la sombra de los árboles, observando todo con la paciencia de quienes han visto el mundo cambiar una y otra vez.

Los ojos me seguían a donde iba. Mi ropa, oscura y extraña para este lugar, atraía miradas curiosas y desconfiadas. Aquí, las telas ligeras y los colores vivos dominaban el paisaje; en contraste, mi gabardina azul oscuro y mis botas negras parecían ominosas.

No me detuve.

A pesar de todo, había algo en este lugar que me resultaba inquietantemente familiar. Era el murmullo de la gente, el olor a comida recién hecha, la sensación de movimiento constante. Me recordaba, aunque fuera un poco, al pueblo de Siam. O al menos, a lo que una vez fue.

Han pasado tres años desde la última vez que fui. Solo volvía para ver a mi abuela, y aun así, cada visita era más corta que la anterior. Mi tío se volvió más estricto con los permisos desde que la guerra se convirtió en realidad. La manada estaba ocupada con reuniones, alianzas, estrategias. Y yo, como siempre, debía seguir sus órdenes.

Pero ahora no había tiempo para el pasado.

Alucard estaba aquí. En algún lugar de Mathura. Y yo pensaba encontrarlo. Según los informantes, llevaba tiempo en la India, pero su ubicación nunca era fija. Se movía constantemente, sin permanecer demasiado en un solo lugar. Eso lo hacía aún más sospechoso. ¿Qué ocultaba? ¿A quién temía? Quizás sabía que alguien lo buscaba. Quizás sabía que yo lo buscaba.

El retrato que me entregaron era un dibujo vago: un hombre de cabello rubio largo, vestido con elegancia. Pero sus facciones eran grotescas: colmillos filosos sobresalían de una boca deforme, y sus ojos hundidos en un rostro cadavérico me provocaban repulsión. Naturalmente, era justo lo que esperaba. Al fin y al cabo, los vampiros son muertos en vida, seres que desafían la naturaleza aferrándose a la existencia con garras y dientes.

El viaje hasta aquí había sido largo, y las miradas sobre mí no tardaron en hacerse evidentes. Mi ropa oscura no encajaba aquí. Para los habitantes, debía parecer un espectro perdido entre el mar de colores vibrantes que dominaban las calles.

Suspiré y tomé una decisión. Si quería mezclarme, tendría que cambiar mi atuendo.

Entré a una tienda de telas, donde un anciano de barba blanca y mirada astuta me ofreció varios conjuntos sin hacer preguntas. Elegí uno rojo intenso con bordados dorados, hecho de tela ligera. La suavidad de la prenda me resultaba incómoda, y la falta de protección me hacía sentir vulnerable. No podría pelear bien con esto, pero serviría para mi plan.

Ajusté la prenda y me observé en un espejo de bronce. La imagen que me devolvió era extraña. Una mujer con la apariencia de alguien más, una versión de mí que no terminaba de encajar con lo que era.

De niña, probablemente me habría encantado. Me gustaba disfrazarme, inventar atuendos con lo que encontraba a mi alcance. Hubiera girado frente a un espejo, maravillada por los colores y los detalles.

Ajusté la prenda con un gesto seco y dejé caer unas monedas en la mano del anciano antes de salir. La misión no podía esperar.

El pueblo estaba envuelto en un torbellino de colores. Llegué justo en medio del Holi Festival, cuando los habitantes celebraban la llegada de la primavera con danzas, tambores y polvos teñidos de rojo, azul, amarillo y verde que flotaban en el aire como una neblina mágica. A cada paso, mi ropa adquiría nuevos matices, y aunque intenté moverme con discreción, pronto me vi atrapada en el caos festivo.

A mi alrededor, hombres y mujeres reían mientras se lanzaban tintes unos a otros. La música era intensa; el retumbar de los tambores se mezclaba con las voces, las palmas y el ritmo acelerado de los pies golpeando la tierra. En un momento, alguien me tomó del brazo, intentando arrastrarme a la danza. Me zafé con naturalidad, fingiendo una sonrisa que no llegó a mis ojos.

Avancé entre la multitud, preguntando con voz neutra por un hombre rubio que vivía en el pueblo. Nadie pareció sospechar de mis intenciones, y pronto me encontré frente a una casa más concurrida que el resto, donde la gente entraba y salía con la despreocupación propia de las festividades.

Entré sin dudar, pero apenas crucé la puerta, sentí un tirón en la muñeca. No pude evitarlo.

Un grupo de mujeres me jaló hacia el centro de la sala, donde la música era más fuerte. Las risas y aplausos no me dieron opción. Por un momento, me quedé congelada. No había planeado esto, no quería esto. Pero la atención estaba sobre mí, y si quería seguir buscando, no podía llamar la atención de la forma equivocada.

Así que fingí. Dejé que mi cuerpo se moviera con la música, imitando los pasos de las demás, forzando una sonrisa mientras mis ojos recorrían la multitud. Buscaba, un cabello dorado y una piel tan pálida como el papel.

Y entonces lo vi.

A unos metros de distancia, entre la multitud, el hombre que había buscado por años estaba allí, de pie, como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

Su cabello rubio caía en ondas elegantes sobre sus hombros, y su piel pálida contrastaba con los tonos cálidos del festival. Vestía con un aire de nobleza, con telas refinadas y un porte relajado, como si el bullicio a su alrededor no lo tocara realmente. Pero lo que más me impactó fueron sus ojos.

Dorados. Luminosos. Profundos.

El impacto me golpeó con fuerza. Mi respiración se entrecortó, y sentí cómo el estómago se me encogía. Mi mente se nubló por un instante. Había imaginado este momento tantas veces: el encuentro con el asesino de mi abuelo, la certeza de que vería a un monstruo, a una aberración, a una criatura que solo merecía la muerte.

Pero no había colmillos afilados asomando de su boca. No había un rostro de cadáver ni una expresión depravada como en el dibujo que me habían dado. Él no se veía horrible.

Y eso me enfureció.

Me obligué a respirar, a recuperar el control. No importaba su apariencia. Por dentro, seguía siendo un vampiro. Una maldita aberración que se alimentaba de los vivos. Una plaga que debía ser erradicada.

Y, sin embargo, cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí algo extraño subir por mi espalda. Una punzada de ansiedad. No podía procesarlo del todo. Él estaba justo allí, a unos pasos. El asesino. Y ahora yo tenía que fingir que no lo sabía. Que era una simple humana más.

Él dejó de hablar con el pueblerino y me sostuvo la mirada.

Por un segundo, tuve la sensación de que podía ver a través de mi máscara. Como si supiera que algo en mí no encajaba.

Mis dedos se crisparon sobre el dibujo arrugado que aún sostenía. No, no debía sospechar.

Respira, Daenytte. Finge.

Me obligué a anular todos los pensamientos que recorrían mi mente. No era una exploradora, no era una guerrera de la manada y mucho menos la mujer que había llegado hasta aquí para encontrar al asesino de su abuelo. Era Daenytte, la comerciante. La viajera humana sin intenciones ocultas.

Tenía que controlarme.

Si me traicionaba, si dejaba que mi odio me dominara, todo se estropearía. Así que respiré hondo y, con un último vistazo al dibujo mal hecho que me habían dado, levanté la vista otra vez... y mi estómago se hundió.

Él ya no estaba allí.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Mis ojos recorrieron la multitud con urgencia, buscando su silueta entre los colores vibrantes del festival. No podía haber desaparecido así. Di un paso hacia adelante, moviéndome con prisa pero sin levantar sospechas, abriéndome paso entre la gente mientras el sonido de los tambores reverberaba en mi pecho.

Y entonces, cuando giré al llegar a un balcón, lo sentí.

Un aliento rozó mi nuca.

Mi respiración se cortó. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Mis instintos rugieron dentro de mí, pero no lo había oído, no lo había olido. Era imposible. ¿Qué clase de monstruo se movía así?

Giré apenas los ojos y lo vi.

Alucard estaba justo detrás de mí.

Su presencia era imponente, fría, pero no agresiva. No necesitaba amenazar para imponer respeto. Sus ojos dorados me miraban con calma, pero había una dureza en ellos que me hizo sentir que ya sabía la respuesta a la pregunta que estaba a punto de hacerme.

Alucard se acercó sin prisa, su mano rozando fugazmente mi cuello antes de deslizarse hasta cubrir mi boca por un breve instante, un gesto preciso para evitar que emitiera algún sonido que alertara a los pueblerinos. Su piel era helada, un contraste abrupto con el calor natural de la mía. El contacto, aunque ligero, me provocó un escalofrío involuntario, una advertencia silenciosa de su naturaleza inhumana.

Mis instintos se encendieron al sentir su mano en mis labios. Me giré bruscamente, buscando golpearlo con mi codo en el rostro. Sin embargo, él detuvo mi movimiento con su otra mano libre, atrapándolo con una precisión casi humillante.

Su agarre era firme, pero no doloroso. Sostuvo mi codo sin esfuerzo, sus dedos envolviendo mi brazo como si quisiera recordarme lo frágil que era en comparación. Me sentí impotente... y ahora lo odiaba aún más.

—¿Por qué me acechas? —susurró cerca de mi oído, su voz baja y grave, vibrando con una mezcla de advertencia y algo que me hizo contener el aliento.

El ceño fruncido que acompañaba sus palabras me hizo tragar saliva. El peso de su mirada era implacable, como si intentara analizar cada una de mis intenciones. Me aparté de él de golpe, liberando mi brazo y retrocediendo por instinto.

Su mano quedó suspendida en el aire por un instante antes de regresar a su costado, como si no valiera la pena intentar retenerme. La distancia que coloqué entre nosotros no pareció importarle, pero su presencia seguía pesando sobre mí, ineludible y desconcertante.

Encima de él, flotando de forma inquietante, estaba su espada. No la sostenía con las manos, pero la hoja permanecía suspendida en el aire, lista, apuntándome. No demasiado directo, pero lo suficiente para que no olvidara que era una amenaza.

Ese no era un truco que cualquier vampiro pudiera hacer.

Por un momento, mi mente se quedó en blanco. Luego empezó a trabajar a toda velocidad, buscando la manera de salir de esto. Si me quedaba callada demasiado tiempo, levantaría sospechas. Pero si decía algo incorrecto, lo arruinaría todo.

Había aprendido a mentir. Ahora era el momento de demostrarlo.

—No es nada especial —dije, intentando sonar segura, aunque por dentro estaba temblando-. Estoy buscando información.

Él no respondió de inmediato. Sus ojos me estudiaron con una precisión fría, como si pudiera ver cada grieta, cada duda. Me obligué a sostener su mirada. No podía permitirme parecer débil.

—¿Información? —repitió, su tono cargado de duda.

—Sobre unas criaturas que han estado persiguiéndome -respondí, fingiendo tranquilidad—. Son salvajes. Atacaron el ganado de mi pueblo y dejaron varios heridos. Creí que tú, siendo un vampiro con experiencia, sabrías cómo derrotarlas.

Su ceja se alzó ligeramente, y por un momento temí haber dicho algo mal. Pero parecía más sorprendido que incrédulo, como si estuviera acostumbrado a que la gente acudiera a él con problemas, pero no con este tipo de problemas.

—No soy un mercenario —dijo con sequedad.

Encogí los hombros, fingiendo indiferencia.

—No dije que lo fueras. Te pagaría por la información, no por pelear.

Esperaba que me rechazara en ese mismo instante, que me dijera algo cortante y me mandara lejos. Pero lo que dijo me dejó sin palabras.

—No acepto pagos por ayudar a quienes lo necesitan.

Por un momento, no supe cómo reaccionar. ¿Bondad? ¿Un vampiro actuando con nobleza?

Nada de eso tenía sentido. No encajaba con lo que mi tío me había enseñado. Los vampiros eran monstruos, plagas. No salvadores. Esto tenía que ser una mentira. También sabían mentir, eso lo tenía claro.

Y, sin embargo, ahí estaba él, con su espada flotando sobre su hombro, mirándome con esa calma extraña.

—Háblame de esas criaturas —dijo finalmente—. Si realmente representan un problema, deberíamos solucionarlo.

Sentí cómo se tensaba mi mandíbula.

Había caído en mi mentira.

Pero ahora tenía que jugar bien mi papel.

Respiré hondo, intentando proyectar calma mientras elaboraba mi próxima respuesta. Tenía que sonar auténtica, convincente.

—Criaturas de la noche —dije, dejando que un matiz de preocupación se filtrara en mi voz-. No sé de dónde provienen, pero hay una oleada moviéndose por los pueblos en las orillas del país. Están atacando rápido, dejando destrucción a su paso.

Estudié su rostro, intentando captar cualquier cambio en su expresión, pero seguía tan inexpresivo como antes.

—El ganado de mi pueblo fue masacrado, y algunos resultaron heridos. Los ancianos dicen que son demonios; otros creen que es obra de vampiros... —Hice una pausa, bajando ligeramente la mirada, como si me costara continuar—. No tengo muchas opciones. Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario por información o poder que me ayude a detenerlos.

La mentira fluía de mis labios como si fuera verdad. Mi tío me había preparado para esto, cada detalle calculado. Según él, servir de carnada era la clave para ganar la confianza de este vampiro y obtener lo que necesitábamos.

Me había prometido que no habría heridos, que todo estaba bajo control.

Esto tenía que funcionar.

Alucard abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, un grito desgarró el aire. Luego otro. Y otro más. El caos se extendió como una ola violenta por las calles. Algo andaba mal.

Volteé hacia el origen del alboroto, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda. No podían haber llegado tan pronto. El plan... Tenía que apegarme al plan.

Le lancé una última mirada a Alucard antes de girarme y correr hacia el lugar de donde provenían los gritos. Lo escuché seguirme, su paso tan ligero como el viento, casi imperceptible. Cuando llegamos, la estampida de criaturas ya había tomado la zona. Quedaban pocos aldeanos cerca: algunos huían aterrorizados; otros, congelados por el miedo, parecían incapaces de moverse.

Eran demasiados.

Apreté la mandíbula. No podía exponerme todavía, pero tampoco podía quedarme quieta viendo cómo destruían todo a su paso. Deslicé las manos bajo mi abrigo de tela, y el sonido metálico de mis espadas al salir de sus fundas pareció cortar el aire.

Alucard no lo esperaba. Lo noté en la manera en que sus ojos dorados se enfocaron en mí, apenas por un instante, antes de que el primer enemigo se lanzara sobre nosotros.

Me moví rápido, precisa, controlando mi fuerza con cada golpe. Un corte en diagonal abrió el pecho de una criatura mientras levantaba mi pierna izquierda, girando con un impacto directo a la mandíbula de otra. La bestia cayó con un gruñido, y sin dudarlo, clavé una de mis espadas en su cráneo. Rodé sobre mi hombro para esquivar el ataque que venía por mi flanco.

Alucard ya estaba en movimiento. No, era más que movimiento. Era un destello, una tormenta de fulgor rojo que cruzaba el campo de batalla. Su espada se deslizaba con una gracia letal, cada tajo tan preciso que parecía hecho a medida para cada enemigo. No había movimientos desperdiciados, ni un atisbo de duda en su ataque.

Lo observé de reojo mientras bloqueaba un golpe con la base de mi espada, girando sobre mi eje para empujar a una criatura con el codo. Era rápido. Demasiado rápido. Su silueta desaparecía y reaparecía en un parpadeo, como si el espacio mismo no pudiera retenerlo.

Debía prestar atención. Cada paso, cada golpe, cada destello escarlata. Tenía que conocer sus habilidades a fondo. Ahora sabía que era increíblemente fuerte, pero si lograba identificar sus debilidades, cuando obtuviera la información que necesitaba... lo mataría.

Los gruñidos y alaridos de las criaturas llenaban la noche, pero su número menguaba con cada golpe certero. La adrenalina corría por mis venas mientras me deslizaba entre ellos con precisión. Una estocada rápida a la garganta, un giro ágil para esquivar una garra que casi rozó mi rostro, seguido de un tajo descendente que dejó a otro engendro desplomado a mis pies. No podía permitirme titubear. Debía mantener el ritmo, proteger a los aldeanos... pero sin exponerme demasiado.

A mi lado, Alucard seguía con su danza mortal. Sus movimientos eran impecables, casi hipnóticos, y su espada brillaba como un rayo plateado en la penumbra. No mostraba cansancio ni vacilación. Un monstruo elegante y letal, diferente a las bestias que yacían ahora como sombras inmóviles a nuestro alrededor.

Su mirada se posó en mí de nuevo, y sentí como si estuviera diseccionándome, desarmándome con nada más que sus ojos dorados. Me obligué a no apartar la vista. No podía darle la ventaja... aunque sentía que ya la tenía.

—Daenytte... ese es mi nombre.—dije mientras continuaba la pelea. Noté que él solo me miró de reojo y pareció asentir.

El último enemigo cayó con un gemido ahogado, y el silencio llenó el espacio, roto solo por el crepitar de las antorchas y los suspiros temerosos de los aldeanos que se ocultaban en los rincones. Bajé la mirada hacia los cuerpos esparcidos por el suelo. Uno de ellos sujetaba algo en su garra: un papel doblado.

Fruncí el ceño y me agaché con cuidado, tirando del pequeño pliego de pergamino. Lo reconocí de inmediato. Ese sello... el símbolo de la manada. Una carta de mi tío.

Mis dedos se cerraron con fuerza alrededor del papel antes de guardarlo rápidamente en mi abrigo, asegurándome de que Alucard no lo notara. Cuando levanté la vista, él ya estaba observando la escena, su rostro tan imperturbable como siempre, sus ojos dorados analizando cada detalle.

Suspiró con suavidad mientras deslizaba su espada de regreso a la vaina.

—Si estas criaturas son realmente un problema extendido, no puedo ignorarlo -dijo con calma, como si se tratara de un simple hecho y no de una decisión importante—. Te ayudaré.

Lo había conseguido. Mi expresión permaneció neutral mientras asentía, procurando que mi reacción pareciera genuina.

—Gracias —murmuré.

Mientras recorría el lugar con la mirada, algo llamó mi atención. Alucard avanzó hacia una casa en ruinas, y su semblante cambió. En sus ojos destellaba una mezcla de enojo contenido y algo que no esperaba ver en él: tristeza.

Lo seguí con cautela, manteniéndome a cierta distancia. No dijo nada mientras se acercaba a los escombros. Sus movimientos, normalmente elegantes, parecían ahora más pesados, como si cargar con cada paso le costara un esfuerzo invisible.

Se detuvo frente a lo que quedaba de la estructura y, agachándose, recogió algo pequeño entre las cenizas. Dos muñecos hechos a mano.

—Siempre regresamos al pasado, incluso cuando intentamos dejarlo atrás —dijo con una voz que parecía más para sí mismo que para mí. Luego guardó los muñecos con cuidado en su abrigo, como si fueran un tesoro.

Mi pecho se tensó. No necesitaba preguntar para saber que esta casa debía haber sido suya. No era algo que me hubiera dicho, pero su mirada lo decía todo.

Intenté distraerme ayudando a los aldeanos. Pasamos el resto de la noche reparando casas y atendiendo a los heridos. No hubo muertos, pero sí varios golpeados y rasguñados. Algunos aldeanos me miraban con agradecimiento, otros con desconfianza. No podía culparlos; no todos confiaban en una desconocida armada.

Alucard, por su parte, trabajaba en silencio, moviendo escombros y reforzando estructuras como si fuera su deber. La imagen era extraña, casi irreal: un vampiro ayudando a humanos con tanta diligencia.

Cada vez el era mas raro.

Cuando la noche cayó, acordamos seguir investigando el origen de estos ataques. Todo debía llevarnos a la raíz del problema.

Me aseguré de conseguir una habitación para pasar la noche y, una vez sola, me senté en el borde de la cama. Saqué mis espadas y empecé a revisarlas. El filo estaba intacto, pero necesitaban limpieza. Me tomé mi tiempo, dejando que la monotonía del proceso calmara mis pensamientos y enfriara la tensión acumulada durante el día.

Finalmente, saqué la carta.


La abrí con cuidado, dejando que mis ojos recorrieran la escritura firme y disciplinada de mi tío. Sus palabras siempre me transmitían una mezcla de tranquilidad y determinación.

Al terminar de leer, me detuve un momento. Su mensaje era claro y cargado de propósito, como siempre. No hablaba con frialdad ni desprecio, sino con la sabiduría que había guiado a nuestra familia durante años.

Las ruinas de Ajanta... Había oído hablar de ese lugar. Templos tallados en la roca, un laberinto de historia y secretos antiguos. Mi tío no me habría enviado allí si no creyera que era vital para nuestra causa.

Sostuve la carta sobre la llama temblorosa de una vela hasta que el papel comenzó a ennegrecerse y arder. Nadie debía saber de su existencia. Ni siquiera las cenizas permanecerían como evidencia.

Los Seis Vestigios... ¿Qué clase de poder albergaban para que mi tío los considerara clave en nuestra lucha?

No importaba. Mi misión estaba clara: conseguir esos objetos y proteger a nuestra gente. El vampiro era solo un "aliado" temporal, alguien que podía ayudarme a llegar más lejos. Y aunque mi tío me había pedido cautela, sabía que, en el fondo, él confiaba en mi juicio.

Mañana partiría hacia las ruinas de Ajanta con una determinación renovada. La guerra no se ganaba solo con fuerza bruta, sino con paciencia, estrategia y la voluntad inquebrantable de proteger a quienes aún quedaban en pie.

Pero mientras el cansancio pesaba sobre mi cuerpo y el sueño comenzaba a arrastrarme, un pensamiento persistente se negaba a desaparecer. Había engañado a Alucard... o al menos, eso quería creer. Su mirada, su tono, la forma en que sus ojos parecían analizar cada una de mis palabras... Todo me decía que no era un tonto.

Tal vez lo había convencido.

O tal vez, al igual que yo, él también estaba jugando su propio juego.

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