ℭ𝔞𝔭𝔦𝔱𝔲𝔩𝔬 6 - 𝔐𝔞𝔫𝔞𝔡𝔞
El amanecer bañaba las ruinas de Bang Pa-In con una luz tenue y silenciosa, un contraste cruel con la tragedia de la noche anterior. Los sobrevivientes se movían como sombras entre el desastre, buscando entre los escombros algún rastro de sus vidas pasadas: utensilios intactos, ropa que aún pudiera usarse o incluso alimentos que hubieran escapado de las llamas.
El templo de los monjes, aunque parcialmente destruido, seguía siendo un refugio. Algunos monjes atendían a los heridos con ungüentos hechos a base de hierbas medicinales, mientras otros intentaban reparar las estatuas de los dioses caídas en la batalla. Sus manos arrugadas, pero firmes, trabajaban con paciencia, devolviéndoles la dignidad a las deidades protectoras del pueblo.
El aire estaba cargado de cenizas y hollín. Cada respiración quemaba como si el incendio aún no hubiera terminado.
Mi brazo herido estaba envuelto en vendas limpias, trabajo de los monjes que, a pesar de los recursos limitados, habían logrado detener la hemorragia. El alivio del dolor físico era mínimo comparado con el peso emocional que cargaba en ese momento.
A pesar de todo, no podía quedarme de brazos cruzados.
Yo estaba rota. Pero aún era util.
Pasé la mañana ayudando a los aldeanos que seguían con vida, cargando escombros, remendando techos con hojas de palma y asegurándome de que los heridos recibieran atención. Amas de casa, niños y ancianos, todos trabajaban juntos, con lágrimas aún frescas en sus rostros, pero con la determinación de no dejar que su hogar se convirtiera en una tumba.
En el patio de una de las casas destruidas, una mujer con el rostro cubierto de hollín me agarró de la muñeca con manos temblorosas.
—Gracias, hija... gracias por no dejarnos solos.
Yo solo asentí. No sabía qué responder.
Pero incluso mientras ayudaba, el peso en mi pecho no disminuía.
El abuelo había sido un hombre fuerte, un guía para nuestro pueblo. No merecía ser enterrado en las sombras.
Los monjes decidieron realizar la cremación junto con los demás caídos, siguiendo el rito sagrado de la despedida.
Al caer la tarde, los cuerpos fueron colocados sobre una gran pira funeraria en las afueras del pueblo, cerca del río Chao Phraya, donde las aguas llevarían sus cenizas hasta el corazón del reino.
Las familias se reunieron alrededor del fuego. Nadie hablaba. Solo se escuchaban sollozos ahogados y el murmullo del viento que soplaba cenizas sobre la tierra.
Los monjes, con sus túnicas anaranjadas cubiertas de polvo, encendieron velas y comenzaron a entonar cánticos sagrados. Sus voces eran profundas, envolventes, un eco solemne que flotaba sobre las llamas.
Los cuerpos comenzaron a arder, y el fuego iluminó los rostros de los que quedábamos atrás. Las sombras danzaban en los ojos vidriosos de los aldeanos, algunos murmuraban los nombres de sus seres queridos, otros simplemente lloraban en silencio, abrazándose los unos a los otros.
Mi abuela y yo nos arrodillamos frente a la pira, inclinando nuestras cabezas en señal de respeto. Mi pecho se agitaba con rabia y tristeza, pero cuando las cenizas comenzaron a elevarse hacia el cielo estrellado, entendí que no era un final... era un regreso.
Cuando el fuego se extinguió, los monjes recogieron los restos con sumo cuidado y los llevamos hasta el río. La última bendición fue dada.
Me acerqué al agua, sosteniendo las cenizas de mi abuelo en una pequeña vasija de barro. El río reflejaba la luz de la luna en su superficie tranquila, como si el cielo mismo nos estuviera observando.
Mi abuela colocó una mano sobre la mía.
—Llévalo a casa, Náamtao.
Mis dedos temblaban cuando incliné la vasija y dejé que las cenizas se deslizaran al agua.
Las vi desaparecer en la corriente, llevándose con ellas una parte de mi dolor.
Después de la ceremonia, algunos de los viejos amigos del abuelo se nos acercaron. Querían hacer algo más para honrar su memoria.
—Tu abuelo fue un hombre valiente —dijo uno de ellos, un anciano de voz rasposa—. Sin él, muchos más habríamos muerto anoche. Merece ser recordado.
Asentí con fuerza, sintiendo un nudo en la garganta.
En el día, además de ayudar a los aldeanos, habíamos trabajado en lo que quedaba de nuestra casa. Las paredes estaban ennegrecidas por el hollín y parte del techo se había desplomado, pero con esfuerzo logramos reforzar las vigas y cubrir los huecos más grandes con hojas de palma y madera recuperada de los escombros. No era mucho, pero era un primer paso para reconstruir nuestro hogar.
Con la ayuda de los aldeanos, decidimos tallar una estatua en honor al abuelo.
El lugar elegido fue bajo el gran árbol en el patio trasero de nuestra casa, donde siempre solíamos comer después de un largo día de trabajo. Allí, entre la sombra de sus hojas, el abuelo solía descansar con los brazos cruzados, una pierna sobre la otra y una expresión serena en su rostro. A veces se dormía allí, escuchando el canto de los pájaros.
Los hombres más hábiles en la carpintería trabajaron durante horas con herramientas rudimentarias, mientras yo me quedaba cerca, ayudando en lo que podía. Tallaron la madera con sumo cuidado, hasta que el rostro del abuelo empezó a surgir entre las vetas.
Cuando la colocamos bajo el árbol, el pueblo entero se reunió una vez más. No hubo discursos, ni palabras grandilocuentes. Solo un silencio respetuoso.
Apreté los puños mientras miraba la estatua.
No importaba cuánto tiempo pasara. Aquí, él siempre estaría protegiéndonos.
Yo estaba arrodillada, con las manos aún llenas de tierra, mientras mi abuela se mantenía en pie detrás de mí, con una mano firme sobre mi hombro. Su rostro era una máscara de dolor contenido. No había lágrimas; creo que ya se habían agotado durante la noche.
Poco a poco, los aldeanos comenzaron a marcharse. Algunos murmuraban plegarias en voz baja antes de dar la vuelta y desaparecer entre las ruinas. Otros, con la mirada perdida, se alejaban en silencio, arrastrando los pies sobre la tierra cubierta de cenizas. Los monjes fueron los últimos en irse, sus cánticos apagándose con la distancia hasta que solo quedó el eco del fuego consumido y el susurro del viento entre las ramas.
Finalmente, solo quedamos mi abuela y yo.
Nos quedamos allí, inmóviles, como si alargar ese momento pudiera retener lo poco que nos quedaba del abuelo. La brisa nocturna agitó la tela de nuestras ropas, trayendo consigo el olor tenue de incienso y humo disipado. El mundo se sentía inmenso y vacío.
El silencio era sepulcral, roto solo por el murmullo lejano de los monjes y el crujir de los escombros al moverse. Pero entonces, un ruido distinto se alzó sobre todo lo demás: el sonido metálico de pasos acercándose.
Me giré lentamente, con el corazón aún pesado por lo que acabábamos de hacer.
A lo lejos, una figura emergía entre las ruinas del pueblo, avanzando con paso firme. Era muy alto. La luz del amanecer delineaba su imponente silueta: un hombre envuelto en una armadura negra, sus placas superpuestas reflejaban los primeros destellos del sol, dándole un aura casi irreal.
Su cabello lacio, oscuro como la madera de teca, estaba recogido en una cola de caballo, pero algunos mechones rebeldes caían sobre su rostro
Entonces vi las marcas.
Oscuras líneas ascendían por su cuello, formando patrones intrincados, como símbolos grabados en su piel. Dos de ellas se curvaban hasta sus labios, dibujando un gesto inescrutable.
Pero lo que realmente me impactó fueron sus ojos.
Eran grises. Idénticos a los míos.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, su voz profunda pero tranquila resonó.
—Lamento su pérdida —dijo, deteniéndose justo fuera del círculo de sombra del árbol—. Se notaba que era un hombre bueno... como muchos en este pueblo. —Pausó, inclinando ligeramente la cabeza, como si quisiera mostrar respeto.
Mi abuela tensó los hombros, y yo instintivamente me puse frente a ella. Algo en ese hombre no cuadraba. Su tono era educado, casi cálido, pero sus palabras tenían un peso difícil de ignorar, como si cada una estuviera diseñada para causar una impresión.
—¿Quién es usted? —pregunté, con la mandíbula apretada.
Él sonrió, una curva pequeña y controlada que no llegaba a sus ojos.
—Mi nombre es Zagreus. He venido aquí... por ti, Daenytte.
El impacto de escuchar mi nombre real, completo y perfectamente pronunciado, pero con un acento desconocido, saliendo de sus labios, me dejó paralizada. Mi abuela retrocedió un paso, y yo extendí una mano hacia ella para calmarla, aunque por dentro mi mente iba a toda velocidad.
—¿Por mí? ¿Qué quiere decir?
—He pasado años buscándote —continuó, ignorando la tensión en nuestras posturas—. Desde la noche en que perdí a mi hermano. Desde que los vampiros destrozaron nuestra familia. —Su mirada se oscureció un instante, pero rápidamente volvió a esa calma controlada—. Eres mi sobrina.
Sentí que mi respiración se detenía. ¿Sobrina? ¿Este hombre...?
—No... —murmuré, retrocediendo un paso.
—Lo sé. Es mucho para asimilar —dijo, dando un paso hacia adelante, pero manteniendo una distancia respetuosa—. Pero déjame mostrarte algo. No quiero que creas solo en mis palabras.
De repente, extendió una mano hacia un lado, y antes de que pudiera reaccionar, su brazo comenzó a cambiar. Sus dedos se alargaron y se curvaron en garras negras y afiladas, mientras su piel adquiría un tono oscuro y rugoso. La transformación duró solo un instante, pero fue suficiente para que mi abuela soltara un grito ahogado y yo me pusiera en posición defensiva, lista para atacar.
—¡Aléjate! —grité, poniendo mi cuerpo entre él y mi abuela.
Pero él no mostró ninguna hostilidad. De hecho, bajó lentamente el brazo y dejó que sus garras desaparecieran, regresando a su forma humana con una facilidad que me desconcertó. De pronto lo noté: él era aquella criatura que nos había ayudado anoche, o al menos esa transformación así lo indicaba.
—No quiero hacerles daño —dijo con una voz suave, aunque había algo en ella que me ponía los nervios de punta—. Solo quiero que sepas quién eres. Lo que eres.
Mi abuela permanecía junto a mí, su expresión tensa y la piel más pálida de lo habitual. Podía sentir su confusión y su miedo, pero también su firme determinación. No iba a permitir que alguien, y mucho menos este extraño, simplemente se llevara a su nieta. Pero Zagreus parecía preparado para enfrentarse a esa resistencia
—Señora —comenzó, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto—. Entiendo su desconcierto. Todo esto debe parecerle... inverosímil. Pero permítame asegurarle algo: su nieta no es un monstruo, como quizás tema. Un lobo criado entre ciervos puede aprender a correr con ellos, pero nunca olvidará el llamado de su instinto. Hoy, el tiempo de esconderse ha terminado.
Su tono era firme, y cada palabra llevaba un peso que parecía buscar derrumbar las barreras de mi abuela.
—Mejor parecer simple y actuar con astucia que ser simple de verdad, ¿no cree? —añadió, con una leve sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Sé que ha cuidado de ella con amor, y por eso, siempre tendrá mi gratitud. Pero hay cosas que incluso el más fuerte de los corazones no puede controlar, como el destino.
Mi abuela frunció el ceño, su mirada viajando de él a mí.
—¿Destino? —preguntó, con voz temblorosa pero desafiante—. Mi nieta no necesita de nadie más. Nosotros hemos sido su familia.
El asintió, como si estuviera de acuerdo, pero su respuesta fue cuidadosamente calculada.
—Por supuesto, ha sido su familia, su refugio. Y continuará siéndolo. No pretendo apartarla de usted, señora. Pero su linaje es algo que no puede ser ignorado. Ella lleva en sus venas generaciones de líderes, de protectores. Negarle eso sería como negar el sol a una flor.
La abuela no respondió, pero su agarre en mi brazo se hizo más fuerte. Sentí su lucha interna, una que yo misma compartía.
—Abuela... —murmuré, tocando su mano suavemente—. Por favor, déjame hablar con él. Solo un momento.
Me miró con ojos llenos de temor y duda, pero finalmente asintió.
—No tardes, Denayt —dijo con la clásica pero entrañable confusión a la que ya me había acostumbrado, soltándome a regañadientes antes de regresar a lo que quedaba de nuestra casa.
Observé a mi abuela mientras se alejaba, cada paso marcado por una ligera cojera debido a la herida vendada en su pierna. Su fragilidad en ese momento era un recordatorio doloroso de lo cerca que habíamos estado de perderlo todo. Una sensación de impotencia se instaló en mi pecho, mezclada con la culpa por no haber llegado a tiempo anoche. No podía evitar pensar que, si hubiera sido más fuerte o más rápida, tal vez las cosas habrían sido diferentes.
Debo admitir que estaba nerviosa por la conversación que se avecinaba. Las últimas horas habían sido un torbellino de tragedia y pérdida, y ahora, cuando apenas podía respirar entre tanto dolor, tenía que enfrentarme a un familiar que creí inexistente.
Zagreus permaneció en silencio, observándola mientras se alejaba. Solo cuando ella desapareció de nuestra vista, giró hacia mí con una mirada que parecía analizar cada rincón de mi ser.
—Gracias por este momento —dijo, inclinando la cabeza una vez más. Su gesto tenía una elegancia natural, como si fuera propio de alguien noble. Era extraño pensar en esa cortesía viniendo de la misma criatura que había matado a un centenar de vampiros la noche anterior.
—No lo hago por ti —respondí, cruzándome de brazos—. Hay muchas cosas que no entiendo, y si vas a hablarme de mi pasado, hazlo con claridad. No logro entender por qué un supuesto tío mío apareció de la nada en medio de una masacre y ahora pretende actuar como si siempre hubiera sido parte de mi vida.
Él sonrió ligeramente, como si mi actitud lo divirtiera.
—Tu padre, Ignatius, era un explorador. Uno de los mejores —comenzó, su tono ganando calidez—. Viajaba al nuevo continente con los españoles, camuflándose entre ellos, como solemos hacer. Era astuto, valiente y, sobre todo, un líder nato.
—¿Y mi madre? —pregunté, inclinándome ligeramente hacia adelante.
Hizo una pausa. Su expresión se suavizó, pero algo en su mirada me hizo desconfiar.
—De tu madre... prefiero no hablar todavía. Su historia es compleja y debe contarse en el momento adecuado. Cuando ocupes tu lugar entre nosotros, entonces te la revelaré.
Fruncí el ceño, pero antes de que pudiera insistir, continuó:
—Lo que importa ahora es lo que llevas dentro, Daenytte. Eres una Montclaire. Nuestro nombre no es solo una herencia, es un símbolo de liderazgo y lealtad. Y tú eres la siguiente en esa línea.
Sus palabras cayeron sobre mí con un peso inesperado, como si mi futuro ya estuviera decidido.
—No puedo dejar a mi abuela —dije, interrumpiéndolo—. Ella me crió. No puedo abandonarla.
—Y no espero que lo hagas —respondió con rapidez, inclinando la cabeza con aparente sinceridad—. Si vienes conmigo, ella estará bien cuidada. Proveeré al pueblo con lo que necesite.
Me erguí, clavando los ojos en los suyos.
—No, si es así el trató. Las provisiones las entregaré yo misma. Y voy a poder venir a ver a mi abuela cuando lo desee, sin restricciones.
Arqueó una ceja, sorprendido por mi determinación. Finalmente, asintió con una leve sonrisa.
—Eres más parecida a tu padre de lo que imaginaba. Muy bien, lo acepto.
Lo miré, buscando alguna grieta en su fachada.
—¿Por qué haces esto? —pregunté en un susurro.
Él esbozó una leve sonrisa, aunque esta vez su expresión reveló algo más.
—Porque eres familia, y en nuestra manada, eso lo es todo.
Mis pensamientos se agolparon, llenos de dudas, pero él lo notó. Guardó silencio unos segundos antes de continuar con un tono más suave.
—Vi cómo luchaste anoche. Fuiste valiente, pero también vi algo más: una guerrera atrapada entre dos mundos. Llevas dentro de ti un poder que aún no comprendes, uno que podría haber salvado más vidas... incluso la de tu abuelo.
El golpe fue directo al corazón. Sentí el calor subir a mi rostro, mientras mis manos se cerraban en puños.
—¡No te atrevas a decir eso! —grité, dando un paso hacia él, mi voz temblando de rabia y culpa—. ¡Hice todo lo que pude!
Zagreus no se inmutó. Inclinó ligeramente la cabeza, como quien trata con un niño enfadado.
—Tu ira es natural y necesaria —respondió, con una calma que me enfureció aún más—. Pero no me malinterpretes. No te culpo. Solo digo que, si hubieras entendido quién eres realmente, las cosas podrían haber sido diferentes.
Sus palabras se clavaron como espinas en mi pecho. Quería gritarle que estaba equivocado, pero una parte de mí sabía que tenía razón.
—¿Y qué propones? —pregunté, esforzándome por mantener la voz firme, aunque las lágrimas amenazaban con caer—. ¿Qué me una a ti para aprender a ser como tú?
Él esbozó una sonrisa tenue.
—Exactamente. Entiendo tu odio, pero el odio, canalizado correctamente, puede convertirse en fuerza. Puedo ayudarte a dominarlo, a convertirlo en algo que te haga invencible.
—¿Para qué? ¿Para convertirme en un monstruo como los vampiros? —espeté con sarcasmo.
Vi que negó lentamente con la cabeza, sus ojos grises brillando con autoridad.
—No somos monstruos. Esa es la mentira que los vampiros y los ignorantes han repetido durante siglos. Nosotros hemos construido una sociedad en las sombras, esperando el momento adecuado para emerger y mostrar la verdad.
Se detuvo un momento antes de añadir:
—Mientras tanto, los vampiros han sembrado caos y destrucción. Dime, Vittoria, ¿crees que el asesino de tu abuelo merece quedar impune? ¿Qué las vidas perdidas anoche deben olvidarse?
Las imágenes de la masacre volvieron a mi mente: los gritos, la sangre, el fuego. Mi corazón se contrajo.
—No... —murmuré sin darme cuenta.
Dio un paso hacia mí, su voz ganando intensidad.
—La justicia debe hacerse. Es hora de que estas criaturas paguen por lo que han hecho. Si me permites, puedo entrenarte. Puedo enseñarte a enfrentarlos, a traer paz y justicia por todas esas almas.
Hizo una pausa, su tono más solemne:
—Únete a mí, Daenytte. Puedo convertirte en la mujer más peligrosa de esta tierra. Tienes el fuego dentro de ti, solo necesitas aceptarlo.
Lo miré fijamente, sintiendo un torbellino de emociones: ira, dolor, culpa... y una chispa de curiosidad.
Él sonrió, como si pudiera leer mis pensamientos.
—El guerrero más sabio no es quien ataca primero, sino quien sabe cuándo hacerlo —dijo con calma—. Yo puedo enseñarte.
Mi cuerpo se tensó, procesando sus palabras, pero antes de que pudiera hablar, añadió con firmeza:
—Sin embargo, por el anonimato de la manada, tu abuela no puede recordar esta conversación. Es un riesgo innecesario.
Mi mirada se endureció.
—No. Ella merece saber la verdad.
Zagreus inclinó la cabeza, como sopesando mi respuesta.
—Si confías tanto en ella, respetaré tu decisión. Pero debes saber esto: si algo pone en peligro a la manada, no dudaré en actuar.
Me detuve un momento pensando mis siguientes palabras, entonces añadí por último.
—Entonces lo harás. ¿Cumplirás lo que dijiste, cada palabra?—insistí, sin dejarme intimidar por su cercanía.
—Por supuesto —dijo, extendiendo las manos como si mostrara que no tenía nada que ocultar—. Me encargaré de que tengas el control de las entregas. Verás con tus propios ojos cómo la promesa se cumple. Tienes mi palabra.
Su tono era calmado, casi hipnótico, y aunque sentía una leve inquietud, no podía negar que sus palabras tenían un extraño magnetismo.
—La mayoría de las personas no saben lo que realmente quieren hasta que alguien se los muestra. Conocerás un mundo que cambiará tu perspectiva. Y cuando lo hagas, dudo que quieras regresar.
Me quedé mirándolo, mi mente dividida entre la tentación de aceptar y la necesidad de mantenerme alerta.
—Está bien. Acepto —dije al final, aunque mi voz cargaba la advertencia implícita de que no toleraría engaños.
Inclinó ligeramente la cabeza, satisfecho.
—Pero si algo sucede con mi abuela, si algo sale mal... me aseguraré de que lo lamentes.
Él sonrió con mis palabras, como si mi advertencia fuera un cumplido.
—Entendido, querida sobrina. Tienes mi palabra. Te daré tres días para prepararte. Después de eso, te esperaré al amanecer, a las afueras del pueblo. Viajaremos a caballo. Y recuerda, no debes hablar con nadie sobre mí, ni mucho menos sobre lo que somos.
Sus ojos grises se fijaron en los míos, buscando una respuesta definitiva. Asentí, aunque con duda, consciente de que estaba entrando en un mundo del que quizás nunca podría salir.
La noche cayó rápidamente, trayendo consigo un aire más pesado que el habitual. Sabía que la conversación con mi abuela sería difícil, pero debía enfrentarla. Al entrar en lo que quedaba de nuestra casa, el olor persistente de madera quemada y cenizas invadió mis sentidos, como un recordatorio constante de nuestra pérdida.
Ella estaba sentada en el rincón menos dañado de la sala, sosteniendo con ambas manos una pequeña estatuilla de Buda, símbolo de devoción y protección en nuestra familia. Su mirada estaba fija en el suelo, y su rostro, antes lleno de fortaleza, ahora reflejaba un dolor que nunca había visto en ella.
—Abuela, necesito hablar contigo —dije, acercándome con cautela.
—Dime. ¿Qué más queda por decir? —respondió sin alzar la vista.
Me senté frente a ella, respirando hondo mientras buscaba las palabras correctas.
—He decidido irme... con mi tío.
Sus ojos se alzaron de inmediato, su expresión una mezcla de incredulidad y desdén.
—No —dijo con firmeza—. No voy a permitirlo.
—Por favor, escúchame —insistí, intentando no quebrarme.
—¿Escuchar qué? —preguntó, su voz oscilando entre la furia y el dolor—. ¿Que la niña que crié no es humana? ¿Que todos esos años en los que pensé que los dioses te habían bendecido fueron solo un engaño?
Sus palabras me atravesaron como dagas. Quería decirle que nada había cambiado, que seguía siendo su Vittoria, pero sabía que no bastaría.
—Abuela... sigo siendo yo —murmuré, tratando de contener el temblor en mi voz—. No importa lo que soy por dentro. Soy la misma niña que te ama y que daría todo por ti.
Por un instante, su mirada pareció suavizarse, pero cuando habló, su tono seguía cargado de dolor.
—No puedo entender esto, Denayt. No puedo.
—Lo sé —dije, tragándome las lágrimas—. Pero esto lo haré por el abuelo, por ti, por todos los que murieron. No fui lo suficientemente fuerte para protegerlos, pero no quiero volver a fallar.
Ella desvió la mirada, sus manos temblando ligeramente mientras sostenía la estatuilla.
—He estado pensando en cómo protegerte mientras intento resolver esto —continué, sacando una llave envuelta en un paño—. He comprado una casa en la ciudad. Es pequeña, pero estará bien para las dos. Quiero que vayas allí. Será más seguro. Al menos hasta que todo aquí mejore.
Con manos temblorosas, tomó la llave, sus emociones un torbellino que podía sentir incluso sin palabras. Finalmente, asintió, aunque su mirada seguía cargada de incertidumbre.
—Prométeme que volverás —susurró, su voz quebrada.
—Te lo prometo, abuela —respondí, dejando que las lágrimas cayeran mientras la abrazaba con fuerza. Ella me correspondió débilmente, y por un instante, sentí que aún había esperanza entre nosotras.
Durante los dos días restantes, mis pensamientos giraban en torno a las despedidas que ya había hecho. Mientras ayudaba a mi abuela a organizar las pocas pertenencias que llevábamos a la casa de la ciudad, mi mente regresaba al templo y a Somchai.
Recordé a mi maestro Anong, sentado en posición de loto, con su voz tranquila resonando en el eco del templo: "La justicia y la venganza son caminos separados, aunque al principio parezcan iguales. No dejes que el odio te consuma." Habían sido palabras que se quedaron grabadas, un recordatorio constante de lo que debía evitar, pero también de lo que me impulsaba a seguir.
Luego pensé en Somchai. Su sonrisa débil, la fuerza en su abrazo a pesar de la mano que ya no estaba allí. El dolor en sus ojos cuando le conté que me iría. No había preguntado mucho, tal vez entendía que no podía decirle todo. Solo había prometido volver, y esa promesa me quemaba por dentro.
También estaba Boon, mi elefante. Había regresado a casa un día después del ataque de los vampiros, y afortunadamente no estaba herido. Al verlo entrar al pueblo, con su andar majestuoso y su trompa balanceándose suavemente, sentí un alivio que casi me derrumba. Ahora se quedaría al cuidado de Somchai, quien, a pesar de sus heridas, prometió cuidarlo como si fuera parte de su propia familia. Me despedí de Boon acariciando su frente, dejando que su trompa rodeara mi brazo en un gesto de cariño que casi me hace cambiar de decisión.
Cada vez que esos recuerdos volvían, sentía un nudo en el pecho, una mezcla de determinación y culpa. Pero no podía detenerme ahora. Mi mente repetía una y otra vez: Esto es por ellos. No puedo fallar.
Sin darme cuenta, el día de mi partida había llegado. Estaba a punto de dejar atrás todo lo que conocía. Nunca antes había viajado tan lejos, y seguramente este sería un viaje de varios meses. La idea de convivir con mi tío, un desconocido para mí, me incomodaba. No era buena para las conversaciones, especialmente cuando él hablaba en refranes y combinaba un lenguaje complicado con una calma desesperante.
Antes de ir al punto de encuentro con mi tío, regresé al pueblo de Bang Pa-In. Me detuve frente a la estatúa del abuelo, marcada por el árbol alto de mi infancia, sus raíces abrazando la tierra como un lazo eterno entre nosotros.
—No fui lo suficientemente fuerte para protegerte, abuelo... —susurré, mientras las lágrimas ahora rodaban por mis mejillas ligeramente—. Ni tampoco para proteger nuestro hogar.
Tomé un pequeño adorno que había pertenecido a él, una diminuta estatua de un dios que siempre llevaba en sus viajes para la buena fortuna, y la sostuve contra mi pecho.
—Pero te prometo que no fallaré de nuevo. Traeré justicia. Descansa en paz.
Me incliné hacia adelante, tocando la tierra con mi frente en una reverencia profunda. Permanecí así por un momento, dejando que el silencio entre nosotros sellara mi promesa.
Cuando llegué al punto de encuentro, mi tío estaba allí, de pie junto a un caballo negro y una carreta. Su figura imponente, vestida con su característica armadura oscura, parecía más imponente bajo la luz tenue del amanecer.
Llevaba una capa negra que había encontrado entre las pertenencias que logré salvar del incendio. La capucha cubría parcialmente mi rostro, pero mis ojos grises se asomaban con determinación. En el cinturón llevaba la pequeña estatua de Phra In, el dios de las tormentas. Mi último vínculo físico con él.
—¿Lista? —preguntó Zagreus, con una voz tranquila que escondía su carácter extraño para mi.
Asentí, subiendo al caballo que él había traído para mí. Mientras nos alejábamos de Bang Pa-In, no miré hacia atrás. Sabía que, si lo hacía, mi determinación podría tambalearse.
A medida que avanzábamos, el peso de mi decisión se asentó en mi pecho. Pero junto con él, una chispa de algo más comenzó a crecer: la esperanza de convertirme en lo suficientemente fuerte para cumplir mi promesa.
Pero habia algo mas.
Una idea comenzó a tomar forma en mi mente.
Este hombre había pronunciado mi nombre perfectamente, y no solo eso: afirmó ser de mi familia y mencionó también el nombre de mi padre. Ambos nombres eran tan extraños que empezaba a entender algo. Quizás no se trataba solo de peculiaridades, sino de una especie de tradición entre los lycans, una práctica deliberada. Tal vez nuestros nombres eran diseñados para confundir, para asegurarse de que ningún humano pudiera recordarlos fácilmente.
Era una estrategia inteligente, considerando lo que había aprendido hasta ahora. Según parecía, ellos llevaban siglos camuflándose entre los humanos, viviendo a plena vista sin ser detectados. Pasar desapercibidos no solo era una habilidad, sino una necesidad, y eso los hacía mucho más aterradores. La idea de que alguien pudiera estar tan cerca y ser tan invisible me provocaba un escalofrío.
Al final, mientras miraba el horizonte, no podía evitar preguntarme si mi propio nombre era parte de ese legado de sombras y secretos. ¿Qué más de mí estaba definido por una herencia que apenas comenzaba a comprender?
El viaje hacia el hogar oculto de mi enigmático familiar se hizo interminable. Cabalgamos efectivamente durante meses, cruzando tierras devastadas por la guerra, bosques donde el silencio pesaba como una amenaza y llanuras donde el viento aullaba, arrastrando consigo ecos de los muertos. Zagreus era un misterio durante todo el trayecto. Apenas hablaba y, cuando lo hacía, sus palabras eran cortantes, como si temiera estar siendo observado y se negara a revelar más de lo necesario.
Las noches fueron lo peor. Apenas acampábamos, yo me mantenía en vela por costumbre, con la mano cerca de la empuñadura de mi arma, aunque dudaba que fuera suficiente contra lo que acechaba en la oscuridad. Sombras enormes se deslizaban entre los árboles, a veces tan cerca que podía oír su respiración. Criaturas de formas indefinidas que nunca lograba ver con claridad. Algunas tenían ojos que brillaban como brasas en la negrura; otras eran solo siluetas, entes deformes que parecían estudiar nuestros movimientos.
Pero nunca se acercaban demasiado. En cuanto mi tío se movía o incluso hablaba, desaparecían como si una fuerza invisible las empujara a huir. No era miedo. Era algo más primitivo, algo que hablaba de una certeza absoluta: él era una calamidad, algo que no debía ser desafiado.
Intenté preguntarle al respecto en una ocasión.
—Las cosas que merodean por la noche... No atacan porque te temen, ¿verdad?
El, sentado junto al fuego, ni siquiera alzó la mirada.
—No es miedo —respondió con calma—. Es reconocimiento. Saben que sería inútil.
Quise preguntarle más, pero su tono dejaba claro que no habría más respuestas. Esa fue la constante de todo el viaje: él sabía más de lo que decía, y yo nunca estaba segura de lo que realmente pensaba.
Finalmente, después de varios meses de viaje a caballo, llegamos a mi lugar de nacimiento original: Italia. Era un país hermoso. Lo primero que noté fueron las grandes montañas nevadas, el paisaje verde que se extendía por todos lados y el frío. Nunca antes había sentido un frío así; era tan distinto a mi hogar en Siam.
Ya me sentía presionada por el entorno, y aún no había entrado en el reino de mi tío. Solo la idea me causaba escalofríos. ¿Qué pasaría si todo esto fuera una trampa? ¿Si, una vez dentro de ese lugar espeluznante, miles de criaturas me atacaran por oler a humano? No creo que lo hagan... o eso espero. Según mi tío, tengo sangre de alfa. Al menos confío en que eso baste para que no lo hagan.
Soy fuerte, pero no lo suficiente. La sensación de que cada paso me llevaba directo a mi condena no deja de acecharme. Si eso es siquiera posible.
El frío de las montañas Dolomitas se colaba por mi capa mientras desmontábamos de los caballos. Zagreus, siempre con ese porte inquebrantable, me ayudó a bajar, aunque intenté no mostrar lo incómoda que estaba con el gesto. Frente a nosotros se alzaba una puerta imponente, tallada en una piedra negra que parecía absorber la luz del amanecer. Los grabados en su superficie mostraban lobos en combate, rodeados de símbolos que parecían estar cargados de un poder antiguo y desconocido.
—Este es el corazón de nuestro reino —dijo el, con una nota solemne en su voz—. Aquí yace el legado de quienes sobrevivieron al peor de los infiernos.
Mi mirada viajaba entre los grabados y las enormes montañas que rodeaban la entrada. Antes de que pudiera preguntar algo, el se adelantó y levantó una mano. Comenzó a murmurar palabras en un idioma que nunca había escuchado antes, una lengua que sonaba más antigua que el propio tiempo. Las runas alrededor de la puerta comenzaron a brillar, iluminándose con un azul frío y vibrante, como si despertaran de un sueño profundo.
Al cruzarlo, la sensación fue abrumadora. El aire era espeso, cargado de una energía que me hacía sentir más ligera y pesada al mismo tiempo. Antorchas iluminaban el camino, pero no eran llamas comunes; ardían con un fuego azulado que no parecía consumir la madera.
En los rincones de la cueva, sombras se movieron. Mis músculos se tensaron al verlas: lobos enormes en su forma más salvaje, con ojos que brillaban en la penumbra. Pero algo en ellos estaba... roto. Se movían con una torpeza extraña, sus cuerpos atrapados en un estado entre lo humano y lo bestial. Sus ojos no tenían conciencia, solo obediencia. Zagreus ni siquiera les dedicó una mirada mientras pasábamos junto a ellos.
—¿Qué son ellos? —pregunté en un susurro, con la garganta seca.
—Los que desafiaron el orden o traicionaron a la manada —respondió con indiferencia—. Su castigo es ser reducidos a esto. Bestias sin mente, sin razón. Solo obedecen al alfa... a mi.
Su tono no tenía emoción alguna. Como si estuviera hablando de simples herramientas rotas. Tragué saliva y aparté la mirada.
El túnel nos llevó hasta un río subterráneo que brillaba con tonos verdes y azules, su luz proveniente de plantas bioluminiscentes en el fondo. Cruzamos en un pequeño bote y, al llegar al otro lado, lo vi.
Una ciudad entera se extendía bajo la tierra, iluminada por un sol artificial que flotaba en el aire con ayuda de magia antigua. Era una esfera brillante, con un núcleo de lava contenida que irradiaba luz y calor. Más allá, un complejo sistema de espejos se extendía por las paredes de la cueva. Mi tío me explicó que ese sistema reflejaba la luz de la luna desde el exterior hasta una esfera ubicada sobre el castillo.
—La luna es nuestra guía, nuestra constante —dijo el, observando la esfera—. Aquí, nunca nos falta su luz.
Caminamos por las calles de la ciudad, que estaban labradas en piedra, con adoquines perfectos y jardines llenos de flores que nunca había visto. Había fuentes de agua cristalina, cuyas melodías se mezclaban con las voces de las familias que vivían allí. Por todas partes, había estatuas de hombres lobo, pero la más imponente estaba en el centro de la ciudad: un coloso de roca blanca que representaba a Basthian Deimos, el primer alfa. Su figura en forma de bestia parecía viva, con ojos de rubíes que brillaban bajo la luz de la esfera lunar. En la base de la estatua, una inscripción me llamó la atención:
"Yo prefiero una libertad infernal a una esclavitud de paz."
Sin embargo, lo que más me impactó fueron las piedras talladas en el suelo. A lo largo de los caminos principales, bloques de piedra contenían inscripciones que formaban una lista interminable de reglas. Algunas estaban desgastadas por el tiempo; otras parecían recién grabadas. No eran simples normas de convivencia. Eran leyes absolutas.
—¿Qué es esto? —pregunté, deteniéndome para leer algunas.
El se volvió hacia mí con una leve sonrisa.
—Las Cien Normas. Cada miembro de la manada las sigue sin excepción. Son la base de nuestra sociedad.
Leí algunas en voz baja:
"El alfa es la voluntad de la manada, y su palabra es la ley."
"Un lobo no abandona a otro, salvo si su traición lo hace indigno."
"La luna es nuestra guía y diosa; sus fases marcan nuestros rituales y decisiones."
La lista continuaba, cada norma más severa que la anterior. Había algo escalofriante en su presencia. No estaban escritas en pergaminos o en libros que pudieran ser destruidos. Estaban grabadas en la piedra misma de la ciudad, como si quisieran asegurarse de que nunca fueran olvidadas.
—¿Y qué pasa si alguien las rompe? —pregunté en voz baja.
El se encogió de hombros.
—No vivirán lo suficiente para contarlo.
A medida que avanzábamos, sentí las miradas de los habitantes. Los niños me miraban con curiosidad, escondiéndose detrás de sus padres, mientras que los adultos inclinaban la cabeza con respeto hacia Zagreus. Sus ojos se posaban en mí, algunos con interés, otros con escepticismo. No podía culparlos. Yo tampoco sabía qué hacía aquí realmente.
Al final del camino, se alzaba un castillo impresionante. Estaba tallado en la roca, con detalles que imitaban la forma de la luna en puertas, ventanas y pilares. En el patio, vi a decenas de hombres lobo entrenando. Algunos luchaban cuerpo a cuerpo, mientras que otros practicaban con armas en combates que parecían más una danza letal que un simple entrenamiento. El sonido de los golpes y gruñidos resonaba en el aire. Era un ejército en formación, disciplinado y preparado para algo mucho más grande de lo que podía imaginar.
—Esto no es solo una ciudad —murmuré, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda.
Vi que asintió, con una sonrisa apenas perceptible.
—Es un imperio en las sombras —corrigió—. Y pronto, el mundo recordará su verdadero dueño.
Miré a mi alrededor, abrumada por la magnitud de todo. No podía negar que este lugar era impresionante, pero también intimidante. Las costumbres, el idioma, las miradas... todo me recordaba que este no era mi hogar.
Sin embargo, algo dentro de mí comenzaba a susurrarme que quizás, solo quizás, este era el lugar donde entendería quién era realmente.
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