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Año 1622 D.C., Aldea de Bang Pa-In, Reino de Ayutthaya, Siam (actual Tailandia)

Habían pasado cinco años desde mi llegada al templo, y aunque todavía causaba problemas de vez en cuando, ya no era la niña inquieta que rompía mesas y ruedas de carretas. Bueno, no del todo. Aunque los entrenamientos se habían vuelto más intensos, mis travesuras con Somchai seguían apareciendo de vez en cuando. Supongo que algunas cosas nunca cambian.

El pueblo de Ban Pa-In seguía siendo nuestro hogar, un lugar donde la vida parecía tranquila, pero los rumores siempre lograban inquietar a todos. Con el tiempo, los murmullos sobre mí comenzaron a desvanecerse. Los niños dejaron de temerme y, en cambio, algunos incluso se acercaban con curiosidad para verme entrenar. Pero, aunque las cosas parecían calmarse, yo sabía que el verdadero reto apenas estaba comenzando.

Los combates se habían convertido en una parte fundamental de nuestro entrenamiento. Cada día, los monjes organizaban peleas entre los estudiantes para poner a prueba nuestras habilidades. Solía ganar, especialmente cuando usaba mi fuerza con precisión, pero cuando me confiaba demasiado, todo se derrumbaba. Sin embargo, mi verdadera prueba no estaba en los combates, sino en las largas sesiones de entrenamiento al amanecer. Ahora estaba preparándome para mi prueba de grado; ya había aprendido todo lo que podía de los monjes, pero debía demostrarlo frente a todos.

Esa mañana, mientras los primeros rayos del sol teñían el cielo de un cálido naranja, me encontraba frente al templo. Mi vestimenta, típica para el entrenamiento, consistía en un pantalón corto de tela marrón ajustado con una tira de lana a la cintura, y una blusa blanca sin mangas de lino grueso que me permitía moverme con libertad. Mis muñecas y tobillos estaban envueltos con sogas para proteger las articulaciones durante los golpes. Mi cabello, atado en un moño alto, aunque algunos mechones rebeldes caían por mi frente, pegándose ligeramente a mi piel por el sudor.

En cada mano sostenía una barra de madera. Las giré con rapidez, trazando círculos en el aire que parecían silbar al cortar la brisa fresca de la madrugada.

Mis pies descalzos se movían con agilidad sobre el suelo de piedra, dibujando patrones que yo misma había creado a fuerza de repetición. Flexioné las piernas y giré, lanzando una de las barras al aire mientras pivotaba sobre un pie. Con un salto rápido, extendí la pierna hacia un lado, impactando con fuerza contra un tronco colocado frente a mí. La madera se partió con un crujido seco, pero yo ya había atrapado la barra que caía, girando para completar el movimiento. Me detuve por un instante, respirando profundamente mientras acomodaba las barras frente a mí. Avancé con rapidez, mis pasos eran firmes pero ligeros. Llevé ambas barras hacia adelante, cruzándolas como una pinza que se cerraba sobre un objetivo imaginario, para luego abrirlas y retroceder en un elegante giro.

El sudor comenzaba a correr por mi frente, pero no me detenía. Salté de nuevo, esta vez girando en el aire mientras las barras trazaban un arco a mi alrededor. Aterricé con un golpe firme del pie derecho en el suelo, con las piernas flexionadas y una postura que transmitía control absoluto.

Mis músculos ardían con cada movimiento, pero lo ignoré. Había aprendido que el dolor podía formarnos, que era un maestro silencioso al que debía escuchar. "El cuerpo sufre, pero el alma crece," recordé una de las frases que los monjes repetían. En lugar de rechazar el dolor, lo abracé. Sin él, no estaría tan cerca de mi meta. La resistencia no era solo física, era mental, y si quería graduarme, debía superar ambos desafíos.

Claro que no podia dejar mis obligaciones descuidadas por entrenar, ahora que sabia montar a caballo me encargaba de cuidar la granja de invasores de terreno o ladrones que robában las cosechas. Pero admito que aveces me dejaba llevar mucho por mi imaginación, como lo que me pasó un dia que creí que era el momento perfecto de convertirme en un caballero de cuento. Monté nuestro caballo, convencida de que era mi noble corcel, y cabalgué hacia el cerro como si estuviera en una misión épica.

Todo iba bien hasta que nos perdimos. Me bajé del caballo, intentando orientarme mientras él, despreocupado, mordisqueaba la hierba.

—No, ya nos perdimos, por andar siguiéndote, oye idiota —le dije con las manos en las caderas, como si pudiera entenderme. Miré alrededor, buscando al perro que siempre nos acompañaba—. Y el perro nos abandonó... ¡Oye, pss, te hablo! -le susurré al caballo, que seguía masticando como si nada.

Entonces vi algo amontonado entre los arbustos. Mi imaginación voló de nuevo.

-—Creo que vi algo ahí. No es mi día de suerte... Si se movió... ¡rápido, caballo de las alturas! -le susurré mientras avanzaba cautelosamente—. Y si es un tigre, yo te voy a dejar aquí...

Mis palabras fueron interrumpidas por mi propio miedo.

—Yo me voy, mi vida vale más. Podemos tener otro caballo, pero otra Denayt ya no.

Me giré y comencé a correr. Para mi horror, el caballo corrió detrás de mí, pero no como aliado, sino como si quisiera atropellarme.

—¡Ay no, no, no, espera, yo estaba bromeando!

Corrí más rápido hasta que logré subirme a su lomo saltando. Finalmente, hicimos una tregua silenciosa. Él dejó de intentar pisarme, y yo prometí que nunca más lo insultaría... al menos ese día.

Llegamos a casa al anochecer, exhaustos y con el perro alcanzándonos a medio camino, ladrando feliz como si nada hubiera pasado.

Al entrar, mi abuela estaba en la puerta con las manos en las caderas.

—Tuve que mandar al perro a buscarte, ¡Denayt, me tienes cansada, te gusta jugar con mis nervios! —dijo mientras movía la cabeza, frustrada.

Yo solo pude sonreír con nerviosismo para luego disculparme, acariciando al caballo como si hubiera sido todo parte de un plan perfectamente ejecutado.

Había esperado este día durante años. Este no era un simple torneo; era la prueba definitiva que decidiría si estaba lista para alcanzar el rango maestro, ser una Ajarn. Esta vez no pelearía contra mis compañeros. Para demostrar que estaba preparada, tendría que enfrentarme al maestro Anong, el monje que me había enseñado todo lo que sabía.

El templo estaba en completo silencio. Las antorchas iluminaban los rostros de los demás estudiantes, quienes observaban con mezcla de admiración y tensión. Mi respiración era lenta, controlada, pero mi corazón latía como un tambor de guerra. Este combate no era solo una prueba de fuerza o habilidad; era un enfrentamiento contra el hombre que simbolizaba todo lo que aspiraba a ser.

El maestro Anong se colocó en el centro del círculo de piedra. Su mirada era imperturbable, y su postura transmitía una calma que contrastaba con la intensidad del momento. Ajustó ligeramente los vendajes de sus manos antes de hablar.

—Denayt —dijo el maestro Anong, con voz grave y serena— hoy no solo pondrás a prueba lo que te he enseñado, sino también lo que has aprendido de ti misma. Recuerda, el verdadero enemigo no está frente a ti; siempre reside en tu interior. Enfréntalo primero, y estarás lista para cualquier desafío.

Asentí, inclinándome profundamente ante él.

—Asi lo haré. —respondí con seriedad, haciendo una ligera reverencia mostrando respeto.

El maestro dio la señal, y ambos adoptamos nuestras posiciones. Mi postura era la tradicional, con los codos altos y las rodillas flexionadas, pero la de Anong era distinta: más relajada, como si ya supiera lo que iba a hacer antes de que yo siquiera lo intentara.

Fue él quien atacó primero, lanzando un codazo rápido hacia mi cabeza. Apenas tuve tiempo de bloquearlo con ambos antebrazos, y el impacto resonó en mis huesos como un martillo. Retrocedí un paso, reajustando mi posición.

—No pienses demasiado. Actúa —dijo Anong, con un tono tranquilo pero autoritario.

Me lancé hacia él con un rodillazo directo al torso, pero lo bloqueó con un movimiento fluido de su codo, desviándome hacia un lado. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, giró y lanzó una patada alta que apenas logré esquivar inclinándome hacia atrás.

Sentí la adrenalina correr por mis venas. Él era rápido, más rápido de lo que había imaginado, pero no iba a rendirme. Me concentré en su ritmo, buscando una abertura. Cuando lanzó un puñetazo directo, giré hacia su costado y respondí con un codazo lateral que conectó con su brazo. No fue un golpe limpio, pero al menos había logrado tocarlo.

—Eso está mejor —dijo, retrocediendo con una leve sonrisa.

Aproveché su breve pausa para atacarlo con una combinación de golpes: un barrido bajo seguido de un codazo ascendente y una patada frontal. Pero Anong los bloqueó todos con una precisión impecable.

Sabía que no podía vencerlo solo con poder físico. Mi maestro tenía años de experiencia que superaban con creces mi entrenamiento, y aunque esa ventaja estaba de mi lado, él sabía perfectamente cómo convertirla en mi mayor debilidad. Necesitaba un plan, y tenía que idearlo rápido.

Retrocedí, ajustando mi respiración, y esperé a que él atacara. Cuando lo hizo, vi mi oportunidad. Giró para lanzar una patada giratoria, y en ese instante me lancé hacia adelante con un rodillazo directo al torso, justo como me había enseñado. El impacto lo hizo tambalearse, y aunque recuperó el equilibrio rápidamente, vi en sus ojos que lo había sorprendido.

El combate continuó con una intensidad creciente. Cada movimiento era un desafío; cada golpe, una lección. Finalmente, después de lo que parecieron horas, el maestro Anong levantó la mano, indicando el final.

Me senti paralizada por un instante.

El silencio llenó el templo mientras ambos nos inclinábamos. Mi respiración era pesada, y el sudor caía por mi rostro, pero me mantuve firme. Los monjes se reunieron en un círculo para deliberar, mientras yo esperaba con el corazón en la garganta.

Finalmente, el maestro Anong se volvió hacia mí.

—Hoy has demostrado no solo tu fuerza, sino también tu crecimiento como guerrera en el arte del Muay Boran. Has aprendido que la paciencia y la precisión son más valiosas que la simple fuerza bruta. —Hizo una pausa, su mirada suave pero solemne—. Has superado a tu maestro.

Sentí un nudo en la garganta mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto.

—Desde hoy, recibirás esta banda ceremonial bordada. Es un símbolo de maestría y responsabilidad. Sus hilos representan las cualidades que un verdadero guerrero debe poseer: fortaleza, sabiduría y humildad. Llévala con honor y recuerda siempre lo que significa.

Mientras la banda de tela bordada con patrones dorados y rojos era atada alrededor de mi cintura, sentí su peso simbólico. El material era suave al tacto, pero el peso que cargaba no era físico. Representaba el viaje, las lecciones, y todo lo que había tenido que superar para llegar a este punto.

Toqué la banda con las yemas de los dedos, sintiendo cada hilo como si fuera una parte de mi propia historia. Mis ojos se amenazarón con gotear, pero me contuve. Era momento de honrar este logro y eso planeaba hacer.

—Gracias, maestro —dije, inclinándome profundamente.

Mientras el templo estallaba en aplausos, mi mirada se cruzó con la de Somchai. Por un breve instante, vi en sus ojos algo que rara vez mostraba: cordura. Digo, el se veia orgulloso de mi. En el fondo, solo esperaba que pronto me alcanzara, para que juntos pudiéramos embarcarnos en las verdaderas aventuras que ambos soñábamos.

Mientras caminaba de regreso a casa luego que terminaran todos los combates, no pude evitar pensar en lo que últimamente aquejaba al pueblo. Era de noche, la luna brillaba, y mi mente se llenaba de pensamientos aterradores. Recordé lo que hacíamos Somchai y yo.

Los rumores sobre seres que chupasangre mejor conocidos como vampiros, se habían vuelto más frecuentes. Los comerciantes decían haber visto figuras extrañas en los caminos, y algunas familias reportaban ataques nocturnos en los límites del pueblo.

Somchai y yo nos sentábamos en los escalones del templo por las noches, compartiendo historias y especulaciones mientras el cielo se llenaba de estrellas.

—¿Crees que los vampiros son reales? -preguntó Somchai, con los ojos brillando de curiosidad.

—Por supuesto que son reales —respondí, como si fuera una experta en el tema-. Pero seguro son todos viejos y arrugados, como sacados de una tumba.

—Oye, ¿y si uno aparece aquí? ¿Qué harías? —me desafió, levantando un palo como si fuera una estaca improvisada.

—Pues lo vencería con esto —respondí, levantando un palo de madera que solía usar para entrenar y luego le di un pequeño golpe en la cabeza.

Rápidamente comenzamos a perseguirnos por los terrenos del templo, con nuestros dedos colocados como colmillos falsos mientras gruñíamos.

—¡Soy el vampiro más aterrador del mundo! —gritó Somchai mientras corría detrás de mí.

-Pues yo soy la cazadora que te va a derrotar -respondí, girando para enfrentarlo.

Nuestra batalla de juego terminó cuando ambos caímos al suelo riendo. Aunque los rumores nos asustaban un poco, nunca dejábamos que el miedo interfiriera con nuestra diversión.

Al llegar a mi casa, algo me hizo estremecer. Mi abuelo salió de la nada, vestido solo con un par de pantalones cortos, lo que me asustó mucho más de lo que esperaba. Al mismo tiempo, mi abuela salía de la casa, aparentemente molesta.

Mi abuela era pequeña en estatura, pero grande en carácter. Nunca lo dudé, especialmente cuando se peleaba con los vecinos que intentaban construir cercas demasiado cerca de nuestro terreno. Apenas veía las estacas clavadas en la tierra, se montaba en su caballo y tomaba su látigo. Ese látigo me daba miedo, aunque nunca lo usó conmigo por suerte.

Recuerdo la primera vez que la vi en acción. Cabalgó hacia el vecino con tal determinación que parecía una tormenta hecha carne. Su voz resonaba como un trueno.

—¡Saquen esa cerca! flojos, piensan invadir y luego robar nuestra comida, muevanse carajo, no van a vivir de lo ajeno —gritaba mientras agitaba el látigo en el aire.

Yo, escondida detrás de un árbol, observaba con la boca abierta. En ese momento, comencé a preguntarme si la verdadera guerrera de las historias no era ella. Tal vez mi abuelo me había mentido y su heroísmo palidecía frente a la valentía de mi abuela.

—¡Otra vez esos desgraciados! —gritaba mi abuela mientras buscaba su látigo.

—Tranquila, mujer, ya es más de medianoche, no hay nadie en el campo —decía mi abuelo tratando de calmarla. Luego suspiró, me miró de reojo y bajó la vista hacia mi banda, sorprendiéndose.

No les había dicho nada sobre mi prueba de hoy. Sabía que si lo hacía, me pondrían más nerviosa, así que preferí evitarlo. Pero cuando mi abuela notó la banda, su expresión de ira se transformó en una sonrisa, y enseguida me felicitó. Mi abuelo hizo lo mismo, aunque no tardó en reclamarme por no haberles contado.

—¡Si me hubieras dicho, habría hecho un banquete para celebrarlo! —dijo mi abuela mientras se dirigía apresurada a la cocina. No perdió más tiempo; empezó a prepararme algo especial.

Mi abuelo, por su parte, me miró orgulloso.

—Entonces, ¿la pequeña Denayt ahora es una guerrera de verdad? —preguntó, cruzándose de brazos.

—Uh, así es. Ahora, con título y todo —respondí, sonriendo con orgullo.

Él asintió, evaluándome con esa mirada que siempre me intimidaba un poco.

—Quizá sea hora de ver cuánto has aprendido —dijo, esbozando una leve sonrisa.

—¿Un combate entre nosotros? -pregunté, sorprendida. Me reí al escucharlo emitir unos sonidos extraños con la garganta, como si imitara a un ave, claramente intentando provocarme.

—Anda, nada serio —respondió mientras adoptaba una postura de combate—. Solo quiero ver si puedes mantenerte en pie.

Nos movimos en círculos, intercambiando golpes ligeros entre risas y bromas. Aunque sus movimientos eran más lentos que los míos, su precisión era impecable. Cada vez que intentaba atacarlo, encontraba la forma de bloquearme o esquivarme. Era como si aún pudiera prever mis movimientos antes de que yo misma los decidiera.

Después de la pelea, nos sentamos bajo el gran árbol junto a la casa. El abuelo parecía más callado de lo normal, con la mirada perdida en el horizonte. El aire estaba fresco, y la luz de la luna hacía brillar el arrozal como un manto plateado.

—Denayt, hay algo que nunca te he contado —dijo finalmente, con un tono que me hizo enderezarme.

—¿Qué pasa, abuelo?

Se acomodó en el suelo, suspiró profundamente y comenzó a hablar.

—Tu abuela y yo no siempre vivimos aquí. Hace muchos años, éramos comerciantes. Viajábamos de un lugar a otro, vendiendo telas, especias y cualquier cosa que nos permitiera ganarnos la vida. En ese entonces, teníamos mucha más energía.

Sentí una sonrisa formarse en mi rostro. Siempre me había imaginado a mis abuelos como aventureros, cruzando ríos y montañas con sus mercancías. Pero esa sonrisa se desvaneció cuando su voz cambió al mencionar a su hijo.

—Teníamos un hijo, Phan, pero lo perdimos en una guerra. Era joven, valiente, y... —Su voz se quebró ligeramente, pero continuó-. Después de eso, pensamos que no podíamos seguir adelante.

Sentí un nudo formarse en mi garganta, pero no dije nada.

—Fue un día que nunca olvidaré. Cruzábamos un pequeño pueblo escondido entre las montañas de los Dolomitas, en Italia. Habíamos cenado algo sencillo en una taberna local, el tipo de lugar donde el olor a pan recién horneado y vino barato impregnaba el aire. Después, nos dirigimos a la carreta para acomodar el equipaje antes de continuar nuestro viaje... el cielo estaba teñido de un dorado suave, pero algo en el ambiente se sentía diferente, una tensión rara. Y entonces, te vimos.

Al escuchar esto, mi corazón empezó a latir más rápido. Mi abuelo miraba hacia las estrellas, perdido en sus recuerdos, y luego continuó.

—Allí estabas tú, envuelta en telas descoloridas, descansando en una pequeña cesta al lado del camino. Tan diminuta y frágil que parecía que un soplo de aire podría romperte. Tus ojos estaban cerrados, y tu respiración era tan ligera que, por un instante, temí que no estuvieras viva.

Hizo una pausa, y yo también dejé de respirar.

—Pensamos que eras un regalo de los dioses, después de todo lo que habíamos perdido. Así que te llevamos con nosotros y te criamos como nuestra nieta.

Esas palabras me golpearon como un rayo. Mi mente se congeló, mis manos sudaban, y mi corazón latía tan rápido que parecía querer salirse de mi pecho.

Siempre había creído que era solo una niña más del pueblo, que vivía tranquilamente con mis abuelos. Mis padres... nunca había pensado mucho en ellos. Al menos, nunca me permití creer que era adoptada. Mis manos estaban quietas sobre mis rodillas mientras intentaba procesar lo que acababa de escuchar. Mi cabello rizado de un tono marrón oscuro; mi piel , un oliva profundo que brillaba con un matiz dorado por las quemaduras del sol; y mis ojos... mis ojos grises.

Era diferente. Siempre lo supe, pero lo ignoraba. Los rasgos de mis abuelos eran distintos: su piel era más oscura, un dorado profundo que hablaba de generaciones bajo el sol de Siam; sus ojos eran cálidos cafés, y su cabello liso onix.

Yo no me parecía a ellos, pero nunca me detuve mucho a pensarlo. Apenas me miraba al espejo o al reflejo en el agua del lago; había olvidado incluso cómo me veía realmente.

Una pequeña lágrima comenzó a formarse en mi ojo derecho, y antes de que pudiera derramarse, la limpié rápidamente. No podía permitirme llorar. No ahora.

—No me importa eso, abuelo —dije con la voz un poco temblorosa, aunque intenté sonar fuerte-. Ustedes son mi familia, y siempre lo serán.

Lo miré fijamente esperanzada, buscando en sus ojos una confirmación de que todo estaba bien, que no había cambiado nada entre nosotros. Vi amor en su mirada, el mismo amor que siempre había sentido.

Él me sonrió con una calidez que me calmó por completo y me abrazó con fuerza.

—Eres fuerte, Denayt. Siempre lo has sido.

Cuando mi abuelo me abrazó, finalmente pude soltarme. Dejé caer unas cuantas lágrimas mientras miles de preguntas inundaban mi mente. Solo podía pensar en una cosa: mis padres me habían abandonado. No sabía la razón, pero parecía que lo habían hecho. Tal vez, al nacer, notaron lo diferente en mí y por eso decidieron dejarme, predijeron que yo me convertiria en un problema que no hubieran querido asumir. Quizá estoy pensando demasiado.

Al menos ahora tengo una vida feliz con mis abuelos, aunque no puedo evitar que me duela pensar en mi pasado. Les debo todo. No somos personas de mucho dinero, como los nobles que viven en la ciudad, y tampoco contamos con la mejor zona para vivir, pero siempre fui feliz. Incluso con los regaños que recibía, las risas siempre llegaban al final.

Con lo poco que tenían, me criaron. Muchas veces me sentí como una carga. No me gusta verlos trabajar tan duro, y menos a su edad. Me duele mucho, siento culpa. Ahora pienso que, si no me hubieran recogido de aquella carreta, quizá su vida habría sido más fácil. Nunca sabré la respuesta, pero lo que sí sé es que quiero ayudarlos. Es mi deber, y solo así sentiré algo de paz.

Quiero devolverles la generosidad de haber cuidado de una bebé ajena sin esperar nada a cambio. De haber soportado mis rarezas que el pueblo tanto despreciaba. De haberme amado a pesar de todo.

Quiero ser buena. Quiero ser fuerte. Lo suficientemente fuerte para protegerlos, para cuidar a quienes amo. Y usaré mi fuerza para asegurar que nadie les haga daño, porque ellos lo son todo para mí.

Después de unos minutos en silencio, respiré hondo y lo miré con determinación.

—Un día seré me convertiré en una gran comerciante como ustedes y si es posible formaré parte de la guardia real, abuelo. Ganaré suficiente dinero para que tú y la abuela puedan descansar. Tendremos una casa enorme, con un estanque gigante para Boon. Ya no tendrán que trabajar más.

Él rió suavemente, pero sus ojos brillaban con orgullo.

—Sabes, tu abuela siempre dice que eres igual de terca que yo cuando era joven.

—¿Terca? No. Solo estoy comprometida con mis metas, verás que lo cumpliré. Lo prometo -respondí, sonriendo.

Nos quedamos allí, bajo las estrellas, mientras la luna iluminaba el campo. Sentí que, aunque mi pasado estaba lleno de confusión, mi futuro dependía de lo que hiciera con lo que tenía. Mi familia estaba aquí, conmigo, y haría todo lo posible por protegerlos y devolverles todo lo que me habían dado.

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