37. Siniestro regalo de navidad
El cigarrillo encendido se desvanecía entre mis dedos, convirtiendo las espirales de humo en fragmentos de recuerdos inhóspitos de mi mente.
Desgraciadamente había caído una vez más al fondo de aquellos fantasmas que solían perseguirme.
El haber puesto un pie nuevamente en este lugar me había abierto de nuevo a aquella vulnerabilidad de la cual yo había escapado hacia años, gracias a la cual había creado un muro de piedra solida a mí alrededor.
Afuera había comenzado a nevar, caían los copos de nieve lentamente ignorantes a la tormenta que asediada adentro en mi antigua casa y dentro de mi cabeza.
Dí una calada al cigarrillo y cerré mis ojos reteniendo por un tiempo el humo como si con ello pudiera asfixiar esos malos recuerdos y después lo dejé salir lento.
—Si,la maté —dije con la voz suave, como queriendo que esa acción redujera la gravedad de mis acciones —. Maté a mi madre.
Yo estaba parado frente a la ventana, Jimin permanecía acurrucado sobre el sofá, con una herida en su frente que goteaba sangre todavía. Las mías no estaban mejor, pero gracias a Jimin fue que logre volver a la realidad, salí a flote de donde me estaba hundiendo. Aunque estaba seguro de que me había golpeado por venganza a que casi lo mataba, no por ayudarme.
Afuera la noche había caído y consumido todo a su paso, no se veía nada pero mis ojos claramente podían visualizar aquel rosal sin rosas ni espinas que yacía bajo la noche, ocultando un cadáver debajo de sus raíces.
—Le rebane el cuello y dejé que agonizara aquí mismo, después la enterré ahí afuera bajo aquél viejo y podrido rosal, tan podrido como ella.
Jimin solo prestaba atención a lo que yo estaba diciendo. Él me había preguntado a quien había matado, ya que me había escuchado gritarlo.
Podía recordarlo tan bien, tenía un año de haberme ido a la universidad, tenía apenas 18 años recién cumplidos. Recibí a finales de ese invierno dos cartas de ella, una preguntando si iría de vacaciones para navidad a casa, la otra insistía en que debía ir, en que no debía olvidarme que tenía una madre.
Una madre…
El rencor había comenzado a hacer presencia en mí, una emoción negativa que se manifestaba cada día en mi cabeza, cuando leía sus cartas no podía sentir más que hostilidad y un profundo resentimiento hacia ella.
No fue hasta que me fui lejos de ella que pude percibirla como mi ofensora.
Aquéllas dos cartas fueron el detonante de todo aquello que yo tenía acumulado en mi interior, su cinismo de llamarse mi madre no podía dejarlo pasar, ella tenía que pagarme lo que había hecho conmigo, tenía que recibir una lección.
Ella había destruido su matrimonio, su vida y de paso la mía.
Le respondí una carta donde decía que no iría, que pasaría las vacaciones de navidad en casa de un amigo, que me había invitado a ir con él. Pero aparecí un 23 de Diciembre en casa, en medio de una nevada.
Agradecía que ella hubiera decidido llevarme lejos de mi padre a un lugar poco accesible.
Se sorprendió cuando me vio entrando, recuerdo su sonrisa de satisfacción cuando me vio ahí parado en medio de la sala. Rápido se acerco a mí, sus manos se colocaron sobre mi pecho y recorrieron un camino hasta mis hombros. “Has crecido tanto” había dicho.
En ese momento sentí algo burbujeante salir de mi interior y explotar sobre mí.
Yo había tomado sus dos manos para alejarla de mí con fuerza, ella había vacilado, su sonrisa se tenso y sus ojos se habían agrandado de sorpresa. No tenía idea que solo había regresado para terminar mi trabajo ahí, lo que debí hacer cuando tuve infinidad de oportunidades.
Le dije todo lo que tenía que decirle, todo lo que pensaba de ella, todo lo malvada que había sido, lo enferma que estaba, y lo enfermo que me había vuelto por su culpa y también le dije que nunca más pondría un dedo sobre mí. Atravesé el cuchillo en su garganta arrancándole un gemido desgarrado y amortiguado de dolor, haciéndola que se ahogara con su propia sangre. La dejé caer al suelo donde no dejaba de mirarme mientras se sostenía la yugular y hacia sonidos guturales mientras hablaba y se ahogaba al mismo tiempo.
La dejé morir ahí mismo sobre el piso mientras afuera sacaba su rosal favorito de la tierra y abría una fosa, me costó ya que la gruesa capa de nieve ya había cubierto todo el jardín, pero lo logré, había cavado su tumba.
Después envolví su cuerpo en varios plásticos y lo arrastre hasta el agujero donde la dejé caer, era profundo, lo suficiente para que los animales salvajes del bosque cercano no la olfatearan y la desenterraran para comérsela o dejarían los restos por todos lados.
—No me arrepiento, si es lo que deseas escudar, no lo diré.
Di una nueva calada al cigarrillo y después lo arrojé sobre el piso y lo aplasté. Me giré hacia él, seguía observándome fijamente, temblaba ligeramente de pies a cabeza, seguía desnudo de la cintura para abajo.
—Me dejó muchos traumas que fueron difíciles de superar como la aberración hacia las mujeres, en especial las mayores y muchos otros traumas que no lograré superar nunca —continué—. Pero, no eres mi psicólogo y tampoco deseo uno así que...
Me encogí de hombros y después me dirigí hasta el garaje donde había dejado una maleta con algo de ropa, rebusqué en ella hasta dar con un par de pantalones chándal grises y un suéter de lana. Se los entregué en silencio y el los tomo para comenzar vestirse rápidamente.
Mientras tanto yo me senté al lado de la chimenea a un costado de la ventana dónde no podía ver nada, estaba tan oscuro como mi alma.
El recordar todo eso era como una bofetada con mi propia mano ya que yo mismo había decidido venir hasta aquí, era necesario para lo que tenía planificado para Jimin. Pero estar ahí había despertado aquellas pesadillas que me habían atormentado por años, aquellas que yo había tratado de esconder con mi mascara fría de hombre irrompible.
Esas voces que me habían atormentado en el baño de esta horrible casa, las había logrado callar por mucho tiempo. Desde hacía unos meses la única voz que solía atormentarme día y noche, era aquélla que me impulsaba a hacer cosas, aquella que me repetía una y otra vez que debía matar a Jung y a todo aquél que había hecho daño a Jimin. Esa maldita voz del demonio del infierno que se apoderaba de mí y de toda mi existencia.
“Mátalo”
“Mátalo”
Si, solo podía escucharla a ella repetirse una y mil veces dentro de mi cabeza. Recordándome que no dependía de mí, dependía de lo que la voz ordenara. Pero esta noche las otras voces la habían apagado, habían apagado la razón por la cual me mantenía firme, casi había caído al abismo una vez más.
El crepitar del fuego de la chimenea me hizo volver en mí, ver hacia dónde se había ido Jimin, buscaba y revolvía cosas en la cocina, seguramente tenía hambre. Con suerte encontraría las cosas que Yang había dejado cuando vino a hacer lo que le pedí.
Caminé hasta él, la luz de la cocina era tenue debido a la lámpara vieja y empolvada, Jimin estaba preparando algo de comer, las bolsas de compras estaban ahí abiertas. Dejé que lo hiciera y volví hasta la sala. Al rato regreso hasta donde estaba yo con dos platos de comida, y comimos en silencio.
—Ve a lavarte, tenemos cosas que hacer —ordené cuando habíamos acabado de comer.
Jimin obedeció sin decir absolutamente nada, fue al baño de la planta baja ya que el de arriba era un desastre.
El frio en la casa se hacía más intenso a medida que la noche avanzaba. Eran las 10 de la noche cuando por fin Jimin estaba de pie frente a mí esperando a mis instrucciones.
—Ven —le llamé comenzando a caminar hacia el fondo de la casa pasando por un pasillo oscuro y maloliente hasta llegar al frente de una puerta de madera la cual estaba reforzada con metal para que nadie pudiera salir de ahí.
Saqué del bolsillo de mi pantalón una vieja llave oxidada y abrí el candado que colgaba por afuera.
—Entra —ordené.
—E-está oscuro —se quejó dando dudoso un paso—. ¿Vas a matarme aquí? —preguntó.
—Haré de todo aquí Jimin, alguien va a sufrir mucho esta noche.
Le vi pasar saliva por su garganta y dar un paso más. Estaba tan oscuro que ni si quiera se veían bien los escalones, pero aún así logramos bajar.
El lugar olía a mierda, y el aire abajo era demasiado frío por la falta de la calefacción.
Al llegar a medias escaleras pude encontrar el suich de la luz y logré encenderla aunque no hubo mucho cambio, el lugar seguía siendo muy opaco.
—Ven detrás de mí —dije cambiando de lugar, bajando yo delante de él.
Así lo hizo, juntos bajamos hasta llegar al fondo del sotano, estábamos rodeados de cajas viejas, la mayoría contenían las cosas de mi padre, cuando se fue ella las dejó aquí abajo. Recuerdo que solía pasar horas escondido aquí esculcando sus cosas como si con ello pudiera recuperar a mi padre.
Rodeamos la gran montaña de cajas que se alzaban una sobre otra formando una enorme pared de cajas y llegamos hasta un gran espacio amplio con poca luz ya que no alcanzaba a llegar hasta ahí, había una enorme mesa de madera con infinidad de instrumentos de tortura.
Los ojos de mi muñeco se abrieron casi por completo cuando logró distinguir el lugar. Porras con púas, látigos con púas en las puntas, Tasers de descarga, cuchillos afilados, navajas igualmente afiladas, cadenas, grilletes, martillos y sierras, y hasta jeringas con sustancias.
—Ten cariño, es tu regalo de navidad anticipado.
Le tomé por los hombros y lo giré suavemente hacia un costado, sin duda su semblante cambió por completo y dio varios pasos cuando le miró en el rincón, sentado sobre una silla inmovilizadora, con grilletes en el cuello y en las manos y pies, incapaz de poder moverse y un saco sucio sobre la cabeza.
—¿Q-quien es?
—Observa por tí mismo, mi muñequito —Respondí acercándome al siniestro regalo de navidad.
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