🌌| 2➥ ᴇʟ ᴅᴇʙᴇʀ ᴅᴇ ᴜɴ ᴘᴀᴅʀᴇ



➢ Con Kawaru, En casa de los Sorano, Un año después



La lluvia golpeó fuerte esa noche.

La residencia de los Sorano se situaba justo en el cuarto piso de un bloque de apartamentos; uno bastante pequeño y humilde, justamente decorado como para no aparentar la necesidad de ayudas externas, un hombre demasiado orgulloso para pedirlas. El joven padre sentía un gran dolor de cabeza, como si las aves que vivían afuera de su apartamento le picotearan levemente la frente.

Kawaru, sentado sobre el sofá de tela marrón, sostenía a la pequeña criatura de cabello blanco en uno de los brazos, como en una cuna, mientras usaba el otro para darle de beber leche a través de un biberón. Syndra parecía disfrutar, y se notaba que pedía más y más con solo mirarla agarrar el envase con ambos brazos. Sin perder la atención de su pequeña hija, Kawaru se rascó la barba contra el hombro.

Los ojos del padre no brillaban desde hacía un año, el púrpura que tanto solía destacar dejó de verse en él. Ahora, lucía apagado y vacío, del color de la soledad. Y, a la par que cuidaba de Syndra, Evard dormía en su cuarto durante aquella madrugada; o eso suponía. Últimamente, el niño no paraba de quejarse por todo, pidiendo que le prestara más atención o que viera los dibujos que pintaba para él. No obstante, el joven no percibía la pena que crecía día a día en Kawaru.

Melancólico, recordó el funeral. Los padres de Shino no habían dicho nada; jamás estuvieron a favor de que se casara con él, pero no pudieron oponerse al amor que sentían el uno al otro. Aquello dos sufrieron al presenciar cómo la hija que tanto amaban tiraba todo por la borda, emparejada con un hombre independiente y sin familia u hogar del que beneficiarse. Y, cómo de grande era la razón que ellos tuvieron años atrás, ya que, en esos momentos, Kawaru soñaba terminar con todo; quitarse la vida y olvidar a los niños que su mujer trajo al mundo. Aquellos odiosos abuelos ni siquiera se dignaron a ver a sus nietos, solo desviaron las miradas durante el funeral y se despidieron de Shino.

Se fueron rápidamente, sin saludar al resto, como si fueran hormigas que no merecían un mísero segundo de atención. Desgraciados, pensó el hombre.

¿Por qué? ¿Qué habían hecho sus hijos? ¿Acaso no merecían unos buenos abuelos? La pobre de Syndra ni siquiera tuvo la oportunidad de gozar de amor maternal, un factor que podría cambiar la mentalidad de cualquiera en un futuro próximo.

Syndra: El nombre se trataba de la última palabra que Shino dijo antes de perder la vida en el post parto. No dudaron en pensar que hacía referencia a la recién nacida. Tampoco sabían qué podía significar, pero decidieron que era bastante bonito y sencillo para la pequeña. Sin ninguna complicación, hasta se parecía al de Shino. Cumplirían ese último capricho en su honor.

Syndra terminó de tomar la leche. Acto seguido, apartó la diminuta boca del biberón, y lanzó un pequeño eructo. Kawaru la aupó en el hombro, y le dio unos leves golpecitos en la espalda a fin de que terminara de toser, claramente cansado y sofocado de vivir en un ciclo sin fin cada noche. Esa molestia se realzó en su rostro.

Él ansiaba morir, pero no podía dejar que sus hijos lo odiasen por abandonarlos. Eran el legado de Shino, sangre de su sangre y carne de su carne.

La marca de Uróboros en la clavícula de la niña fulguró de color púrpura tras la ropa, detallé que no pasó desapercibido y que observó con curiosidad. Kawaru desconocía cuál era la razón de aquello, no parecía un quirk, sino algo completamente distinto. Lo que sí supo, es que si su tarea era la de proteger a Syndra hasta que creciera, entonces así sería. Los tiempos se tornaron oscuros de ahí en adelante.

Al día siguiente, Evard despertó gritando de alegría.

—¡Mira padre! ¡Mi quirk! —Quiso llamar la atención, pero Kawaru simplemente lo ignoraba, calculando los números de las facturas de la luz—. ¿Padre?

El hombre hizo un ademán con la mano, rogando la espera. Los ojos del niño se oscurecieron del mismo tono que los brazos, que estaban rodeados por una especie de materia negra y añil. Atravesó a su padre con sus manchados de resentimiento, y esbozó un mohín de insatisfacción. Procedió a cruzarse de brazos y sentarse en el sofá, justo al lado de la pequeña dormilona.

Cuando Kawaru siguió procesando números, arrugó las cejas. Las cifras de la pequeña empresa de informática cayeron en picado, cuesta abajo y sin frenos. Sí continuaban así, se verían obligados a tomar préstamos al banco, algo que los expondría a una situación de apuro extrema.

Mientras evaluaba la situación, el sonido del llanto del bebe encaminó otra vez el día; las cejas del hombre se fruncieron de la rabia, harto de trabajar. Porqué, aunque le fastidiaba enormemente, era su pequeña. Como padre, debía de dar el máximo.

Dirigió los ojos en el sofá, y se levantó de la silla en pos de acercarse hasta allí lo que pasaba.

—¡Lo siento, Syndra! —excusó el niño, alejándose temerosamente de la pequeña. Kawaru se aproximó y, rodeando el sofá, preguntó qué sucedía nada más contemplar a la niña envuelta en un río de lágrimas.

—¿Qué ha pasado, Evard? —Apretó los puños, logrando contener la poca paciencia que quedaba dentro de él. El niño solo miró al padre con un gesto desesperado, mientras sus brazos apagaban aquella aura que los rodeaba.

—Usé mi quirk en ella y pasó algo raro... —Apenado, agachó la cabeza y se preparó para recibir un regaño.

El rostro del hombre se contrajo aún más.

—¡Niño idiota, ¿cómo se te ocurre?! —exclamó, enfurecido—. ¡No debes usar tu quirk en otros sin saber lo que puede pasar! Es lo primero que os enseñan en el colegio. —Era de conciencia común algo tan básico, y lo que más importaba era instruir ese mensaje a los niños de las guarderías. Siempre había algún listillo, pero todos eran rápidamente reprendidos. No obstante, esa falta de comprensión pudo haber causado un daño irreparable en la pequeña, razón más que suficiente para preocuparse.

Kawaru se plantó delante de la niña, la sujetó rodeándola con ambos brazos, y la examinó de cerca: lloraba, pero no había una sola herida a simple vista. No obstante, la marca de la clavícula le brillaba intensamente; de un oscuro violeta, esta vez. Un tono similar al del quirk que Evard demostró; como sí Syndra estuviera asimilando el quirk del otro niño a través de la marca. Suspiró, aliviado de no detectar herida alguna.

El padre tardó un rato en tranquilizar a la niña, e, inmediatamente, ignoraron los números de la empresa y se dirigieron al pediatra para hacer una placa y análisis del asunto que les concernía. En el camino, Evard formó una mueca de frustración, fruto de los constantes fracasos a los que se exponía desde siempre. El padre no comentó nada al respecto.

Horas después, Kyudai Garaki, el doctor de la última vez, atendió a los dos niños. Los médicos tomaron muestras de sangre —excepto de la niña, claro está— y radiografías con el fin de investigar lo que les pasaba. Kawaru no supo bien cómo contarles sobre el evento que se manifestó en casa, así que agarró valor y explicó los detalles que retuvo en la mente.

Los dos adultos se volvieron a reunir cara a cara tras tantos años, y los dos niños sentados a los lados como enanos. La sala rebosaba de radiografías de muchos otros pacientes, y la mesa que separaba a la familia y al doctor estaba repleta de fotos familiares. El hombre, sin cabello, un bigote desordenado, y gafas redondas, les tendió unos papeles sobre la mesa. Kawaru los tomó apresuradamente y los leyó a toda prisa, arqueando las cejas de sorpresa.

—Evard: absorber emociones tocando a alguien... —musitó, desorbitando los ojos púrpuras y chocando la vista con el doctor Garaki. Las gafas doradas del doctor le advirtieron de una atmósfera rara, pero desistió de ella de inmediato—. Entonces, ¿por qué no pudo absorber las emociones de Syndra? Ella llora como cualquier bebe... —El doctor negó con la cabeza.

—No tengo ni la más remota idea. Según los exámenes del pie de la niña, tiene la articulación extra, por lo que sería imposible que tuviera uno. Pero, parece que los quirks de tipo mental no surten efecto en ella. —Juntó las palmas, mostrando interés en la pequeña—. Es la primera vez que tengo un caso como este ante mí.

—Eso significa que debió de nulificar el poder de absorber emociones... Es bastante inusual. —Se frotó la frente, dubitativo, y cerró los ojos con el objetivo de hacer un hueco en la cabeza y pensar con claridad.

—Es hasta aquí donde quería llegar yo, señor Sorano. —La vista del padre se centró una vez más en la del doctor, alerta al no entender a lo que se refería, y por el cambio repentino en la atmósfera de la sala—. Me gustaría pedirle que trajera a la pequeña Syndra una vez al mes; será mejor comprobar cómo se desarrolla este estado. Después de todo, no queremos que nada malo ocurra fuera de aquí.

No le hacía ninguna gracia tener que interrumpir sus días laborales para traer a Syndra, y tampoco que le hicieran nada raro a la pequeña durante los exámenes. Pero como todo padre; la protegería, aunque fuera de su propio poder.

—Haré lo que esté en mi mano, muchas gracias —agradeció, inclinando el cuerpo antes de irse y aceptando el trato a regañadientes.

Sin embargo, la estabilidad no puede permanecer siempre pendiente de un pequeño hilo de esperanza, pues este acabará tiñéndose de dolor y arrepentimiento, o siendo limpiamente cortado por la desesperación hasta caer en un pozo sin fondo, mejor conocido como el vacío.

Unos meses más tarde, el joven Evard tuvo un ensayo de teatro en el colegio. El niño estaba feliz, pues él sería el héroe de la obra; un paladín que rociaba de luz un gran reino, el mártir de los sueños. El hijo de Kawaru había demostrado tener unas buenas actitudes en clase, pese a que se peleará con otros niños, picados o envidiosos por quedar debajo de él.

En verdad, Evard se volvió tan revoltoso y presumido, que el resto de padres no paraban de enviar quejas sobre la actitud apática y abusona que este tenía. Entre aquello, y el estrés de ver como su empleo entraba en números rojos, Kawaru sentía cada vez más como el peso de la realidad caía sobre sus hombros, rompiendo el espejo de la felicidad que conservó por años de esfuerzo y sacrificio.

Pero, durante ese día de lluvia y aburrimiento, Kawaru no asistió a la obra. Desgraciadamente, Syndra enfermó gravemente y fue internada en el hospital. No supieron las causas de aquel pequeño broté que se manifestó en ella; sin embargo, el padre se quedó en vela esperando durante la noche, paciente como un viejo sauce.

Por una vez que tenía la oportunidad de arreglar las cosas con Evard, y dio la casualidad de que Syndra necesitó atención médica inmediata. Parecía gracioso, pero no lo fue para nadie en lo absoluto. Sobre todo, porque Kawaru de verdad ansiaba haber ido a la obra. Él también quería salir y disfrutar por una vez. Vivir la vida que Shino le prometió. Pero él ya no era libre. Estaba preso en las cadenas que ella tejió alrededor. Atado a una vida donde nada de lo que hacía le salía bien.

Una vida de desesperación infinita.

Evard volvió llorando a casa tiempo después, expresando el odio en dirección a su padre, que pasaba gran parte de las horas cuidando de la niña y de la empresa, que ni siquiera sabía recibirlo como lo harían muchos otros padres. Aun cuando entró por la puerta y lo vio lamentarse sobre el sillón, el niño no se contuvo ni un pelo, y, con rabia, exclamó: —¡No es justo! ¡Quería que vinieras a verme ser el héroe! ¡Maldita sea, ¿por qué nunca estás cuando te necesito?! ¡¿Es que no existo para ti?! —Arrugó las cejas—. ¡¿Por qué nunca me haces caso?!

—Sabes que eso no es cierto... —Ni siquiera se dignó a dirigirle los ojos, porque un balde de agua fría le cayó encima, trazando un río de arrepentimiento a su espalda.

—Me da igual lo que digas, no eres nada más que un mentiroso. ¡No quiero saber nada de ti! —Se retiró a su cuarto, y cerró con duro portazo que ensordeció los llantos de Kawaru: un hombre débil e indeciso consigo mismo que pasaba por una situación sin igual.

De ahí en adelante, la tensión amainó.



➢ Con Syndra, 3 años después



Sin ser consciente de ello, me desperté como una pequeña niña de piel frágil, rodeada por la cálida luz de los héroes y las frías sombras de los villanos. Confundida, tenía la mente apagada de la realidad, como si hubiera sido vaciada con antelación por algo o alguien en cuestión.

Además, era pequeña, no podía entender nada de nada. Tampoco sabía lo que hacía cada segundo; solo me quedaba mirando la televisión, o jugando con las muñecas de trapo que papá compraba con su sueldo. Me divertía, sobre todo en esos momentos donde él gastaba un poco de tiempo para entretenerme, en vez de trabajar. Papá sonreía, pero yo no era consciente de que, en realidad, él ocultaba una cicatriz que lo carcomía por dentro. Como niña, ignoraba ese tipo de cosas, y mostraba una cara de fascinación al contemplar por televisión a los encapuchados derrotando a los terroríficos villanos que amenazan las calles.

Entre todos esos héroes, admiraba con fervor a All Might. El Símbolo de la Paz era un gigante de hierro en toda regla. Un hombre colosal que medía 2 metros, revuelto de músculos gruesos que perfilaban las sombras hasta un punto donde no se diferenciaban sus ojos azules en el ceño fruncido. Aun así, All Might siempre sostenía una sonrisa sincera, que era agigantada gracias los dos largos mechones rubios que sobresalían de él como el par de orejas de un conejo. El Símbolo de la Paz solía llevar diferentes trajes dependiendo de la ocasión; todos de la gama de colores de EEUU, que desprendían una atmósfera de libertad en contra de los opresores de la sociedad.

Era mí héroe favorito, sin dudarlo. Él, y papá el segundo. Aunque eso era un secreto.

Por el contrario, yo era flaca y desgarbada, sin nada en lo que destacar. Débil y ligera como una pequeña muñeca. El cabello me caía por la espalda, destacando la tez blanca mientras los ojos me solían brillar con un tenue púrpura. Entre medias, sobresalía una pequeña nariz, respingona, y mínimamente parecida a las fotos en las que salía mamá. No era nadie especial, pero papá siempre me decía lo contrario. Él, orgulloso como otros padres, señalaba siempre a la marca de nacimiento que tenía fundida a fuego en la clavícula; una hermosa serpiente que mordía su propia cola.

Papá siempre me contaba historias sobre un tal Uróboros. Un representante del infinito, que jamás alcanzaría el final. Sin límites, me animaba; a pesar de que el doctor Garaki dijera que no tenía quirk, los dos siempre lograban consolarme de alguna u otra forma alegando que yo sería una especie de elegida por esa serpiente. Una vez incluso, papá dijo que era la princesa reencarnada de la Luna, y yo lo creí como toda una tonta.

Aunque, ojalá hubiera podido volver atrás y agradecerle todo lo que hizo por mí.

Me dirigí a la mesa de la cocina, y logré sentarme en la silla siendo ayudada por papá. En el otro extremo, el hermano Evard lanzaba expresiones vacías, como si no le importase que su familia estuviera presente. Según papá, mi hermano había estado causando problemas a otros niños durante algún tiempo, golpeándolos sin razón aparente, y teniendo que ir él personalmente para arreglar las disputas con los maestros y otros padres.

Para colmo, tanto Evard como su grupo de amigos se reían de mí. Al no tener un quirk, era un objetivo claro para sus abusos y maltratos. Sometida, no le hablaba de aquello a papá porque no era lo suficientemente valiente como para explicarle que Evard me hería a propósito, mental y psicológicamente. A veces, me tiraban de los cabellos, o incluso pintura con tal de ensuciarme. Otras veces, me robaban material del estuche, o estropeaban la cartulina a la que tanto esfuerzo prestaba. Sufrí arrebatos de ira, pero desde el primero que pasé, dejé los enfados atrás. Solo daría más problemas a papá.

No se merecía nada malo.

Para no molestar a nadie, me ocultaba en unos arbustos, cerca de un sauce que yacía dormido en la entrada del bosque. Allí, jugaba sola, pero, en ciertas ocasiones, juraba escuchar la voz del árbol hablarme directamente, preguntándome sobre la razón de seguir viva, del por qué vivir atada a la desesperación del día a día. Cuestiones incomprensibles, como cuando tampoco descifraba las ocasiones en las que papá lloraba al revisar las cartas del correo.

Era demasiado inocente.

Un día, papá volvió con un rostro abrumador. Traía un sobre blanco. Nos dijo que iría un rato al banco para sacar dinero, pero parecía que era a él a quien se lo sacaron. Se sentó, clavó los ojos en el suelo, como si lo hubiera arrollado vivo. Por reflejo, me acerqué juguetonamente y le hice cosquillas en un costado. Papá tardó en reaccionar, pero finalmente logré sacarle unas pocas lágrimas de felicidad.

Ojalá hubiera sido así por siempre.

El tiempo siguió fluyendo con tranquilidad, con papá haciendo uso de su cerebro para salir adelante frente a las duras condiciones económicas por las que pasamos.

No obstante, un detonador explotó de golpe cuando alcancé la edad de los 6 años. Una catástrofe que desencadenaría la destrucción de todo lo que una niña como yo amaba del mundo. La pérdida de mi inocencia.

Era una tarde cualquiera, como las demás. A cuestas, llevaba colgaba la pequeña mochila dorada a la espalda, paseando junto a Evard de camino a casa. Papá estaba envuelto en un asunto con el doctor Ujiko, pero nunca se atrevió a explicarnos de qué se trataba.

Evard no me dirigía ni la mirada; me detestaba por alguna razón que desconocía. Yo sonreía para ser influenciada por el optimismo, pero por dentro sabía que aquella energía positiva solo era falsa, que nadie más que papá mostraba respeto por mí. Ni siquiera los profesores se preocupaban en lo más mínimo, solo me hacían a un lado como a un excremento. Una mierda que pueden pisar si quieren. Siendo una niña, sentía que era presionada hasta límites inimaginables. Nunca había tregua; hasta permitían que otros niños me dibujaran cosas horribles en el pupitre: como si me arrojaran a una esquina, apartada y desechada.

Apreté los puños, y aguanté las lágrimas, recordando cómo ese mismo día un niño mayor que yo me tiró del pelo, y seguido, me golpeó en la mejilla sin piedad alguna. Me dejó herida, a la par que un pelo deshilachado y sucio. En cambio, Evard ni siquiera dibujaba una mueca de preocupación, o me prestaba la más mínima atención. ¡Maldita sea, soy tu hermana! ¿Es que no te importo a ti tampoco?

Me trataban como un gusano rodeado por aves, labrando la tierra mientras el resto volaban libres por los cielos. Desde tan alto, susurraban: —¡Haz tu trabajo, todo por el bien del mundo, gusana! ¡Solo sirves para comer tierra, inútil! —Quería volar. ¡Quería poder! ¡¿Dónde estaba esa princesa elegida de la que papá fardaba a diario?! ¡¿Dónde quedaron esos sueños, ahora vacíos por podredumbre?!

Aguanté la rabia a medida que apretaba los puños.

Sin percatarme de ello, mi diminuto cuerpo empezó a irradiar una pesada e imperceptible aura oscura, casi pintada de púrpura. Las emociones comulgadas que guardaba durante tantos años de acoso y humillaciones florecerían de un momento a otro; las notaba aumentar a pasos agigantados.

Todos me mentían, todos me manipulaban, todos me controlaban de alguna manera. ¡Pero no era la esclava de nadie!

Continuamos caminando, hasta que el círculo de amigos de Evard apareció. Mi hermano les sonrió mientras chocaban los puños. Quedé al margen agachando la cabeza y frunciendo las cejas, asegurándome de mantener las emociones a raya. El cabello blanco me tapó los ojos. Pero antes de que pudiera darme cuenta, una bola de barro fue a parar mi cara, derribándome de espaldas hacia el suelo.

—¡Mirad, un gusano comiendo tierra! —soltó, formando una expresión socarrona que causó un estallido de risas en su círculo de amigos.

Manchada, y comparada con un insecto, me incliné apoyándome sobre un brazo para ver como tenía toda la ropa sucia por culpa del barro. Emané una oscura mirada en dirección a la petulante sonrisa de Evard, que se divertía sin vergüenza del sufrimiento ajeno.

Mi corazón se volcó al instante, desbordándome del camino correcto.

Una furia interna resplandeció. Tiré por fuerza de voluntad de ella, absolutamente frustrada, como si arrastrara con hilos el agua de una inmensa fuente de poder. Arranqué pedazo a pedazo, parte por parte, hasta que el aura púrpura y negra se manifestó por todo mi cuerpo. Me levanté, con los ojos oscilando furia, y cerrando los puños hasta escuchar como los nudillos rechinaban. Los niños se miraron confundidos, y los adultos de los alrededores ensancharon las pestañas de forma desorbitada.

Noté que un leve empujón del viento me alzaba unos centímetros por encima del suelo, y como esta misma brisa se arremolinaba junto al aura para alzar mi cabello. Poco después, ante las miradas atónitas de Evard y el grupo, alcé uno de los brazos con la palma abierta, lugar donde el aura se concentró dibujado como una acuarela. De allí, una masa salió disparada en dirección a donde el grupo esperaba, generando una especie de corriente liquida de color magenta. El viento se agitó tras los civiles, que gritaron de terror.

El impacto alcanzó de frente a los abusones, generando una capa de niebla azabache. La columna de humo se elevó tras el golpe, ascendiendo hasta disolverse en la profundidad del cielo azul.

Parpadeé segundos después. Caí al suelo, postrada, arrodillada y sudando estrés. Aquel misterioso ataqué drenó toda la fuerza que contenía dentro. El aura desapareció en cuestión de segundos. Me miré las manos, atónita, y fugazmente observé la marca, que también brillaba de forma leve, el quirk por el que tanto soñé al fin despertó. Entonces dibujé una sonrisa de oreja a oreja, pero jamás debí reaccionar de esa manera, pues cuando cambié de rumbo para echar un vistazo al resultado, me horroricé

El humo desapareció de la visión de todos, mostrando una aterradora escena: allí donde Evard y el grupo una vez estuvieron, ahora solo quedaban los cuerpos envueltos en cenizas de alquitrán, junto a la sangre encharcada en el lugar, como un pozo de sufrimiento. En el centro de los cadáveres, había una tétrica esfera negra envuelta por un fulgor púrpura que irradiaba furia. Sobre un piso agrietado y seco, como si la vida hubiera sido engullida de aquel sitio.

Lo asimile a los pocos segundos. Acababa de matar a Evard.

Grité de terror, y encorvé el cuerpo a gatas hacia atrás, intentando alejarme de la cruel realidad de la que no podía escapar, en la cual, no pararía de caer repetidamente. El resto de civiles corrían despavoridos entre los gritos de la macabra escena que presenciaron. Una reacción que solo me provocó más asco y miedo. Volví a mirar mis manos, temblorosas, sin saber qué pensar de ellas; entonces, comprendí que no era la princesa de la historia que tanto me relataba papá, sino del monstruo que la atormentaba.

Después de todo, ¿quién amaba a la bestia? Nadie más que su propio padre.

«TE ENCONTRAMOS». Escuché en mi mente un murmullo lejano proveniente de una mujer.

Me quedé parada allí, sin poder hacer ningún movimiento; dócil como un perro que perdía a su amo. Todavía con ojos aterrorizados y la expresión desencajada, hasta que papá llegó a la escena. Cuando él vio el desastre que causé, corrió a abrazarme de una forma sobreprotectora, acariciándome la nuca y rogando que no recordara nada de aquello. Pero, era tarde. Vi demasiado. Lo abracé de la misma manera, llorando desconsoladamente, y sin contener ni una sola gota. Recordamos juntos las tardes donde salimos en familia que, aunque escasas, fueron hermosas y agradables. Por mucho que Evard me odiara, lo quería como la hermana pequeña que era, pues nadie sería capaz de odiar a su familia.

¿Cierto?

Le pedí perdón, pero el daño ya estaba hecho...

En el rato que papá lloraba entre las disculpas que nos lanzábamos, el resto de padres llegaron junto a las ambulancias y los policías para saber qué demonios ocurrió. Otros gritos y lamentos no demoraron en salir de las bocas de estos, abatidos por la cruel realidad que se presentó frente a ellos. Los policías los contuvieron a tiempo, antes de que saltaran hasta la zona en donde los cadáveres medio-carbonizados de los niños yacían tendidos. Las ambulancias tomaron los cadáveres de uno en uno y se los enviaron a los forenses para que los examinaran a conciencia.

Algún héroe llegó a escena mucho más tarde, pero pasó de largo inmediatamente al ver que no tenían nada que arreglar allí. Aquel fue una dura puñalada en la espalda: nos ignoraron, a mi padre, y a mí, que no sabíamos cómo reaccionar ante la situación que se nos venía encima cual bola de nieve.

Los policías me llevaron hasta la comisaría junto a otros testigos del accidente. Debían de saber qué había ocurrido exactamente. En el proceso, papá se quedó esperando afuera para arreglar las cosas con algunas empresas, las cuales, se encargarían de arreglar los cuerpos para antes de los funerales.

Me senté sobre una silla, tendida y desviando la mirada hacia el suelo, con brazos muertos y apoyados en las rodillas, espalda encorvada, y con el pelo cubriéndome la cara; enfrente mío, un policía se sentó al otro lado de la mesa. El hombre lanzó un agudo vistazo a mi crudo aspecto de desamparo, pero no dijo nada al respecto, solo se cruzó de brazos mientras sacaba del bolsillo unas rosquillas que comenzó a zamparse. El azúcar resbaló por su bigote rojo, hasta caer en la mesa, cerca de donde me alcanzaba la ciega vista.

Entre mordiscos, el agente tragó antes de interrogarme.

—Bien, pequeña —Se pasó la mano por la cara para limpiarse toscamente las migajas de azúcar que se le pegaron al bigote—. ¿Qué pasó allí afuera? No te castigaremos, pero necesitamos saber lo que ocurrió para proceder a actuar. —Cerré los párpados con fuerza, y negué agitando la cabeza a los lados mientras sentía cómo mi cabello blanco se balanceaba—. Escucha —susurró—. Los otros testigos me han contado que lanzaste una corriente de poder desde tus manos, y que esta misma asesinó a esos niños. ¿Eres consciente de eso?

—[...] —exhalé hondo.

No hablaría. No podía, por lo que procedí a negar cualquier tipo de explicación de la misma manera. Una inhalación provino del policía.

—Está bien, entiendo que estés tan conmocionada. No muchos niños se exponen a este tipo de problemas, aunque suelen ocurrir... Pero, este es el caso más extremo que he contemplado alguna vez. Joven Sorano, queremos que cooperes para descubrir de dónde salió esa corriente de energía tan peligrosa, porque no podemos tolerar que este comportamiento se repita en forma de otro accidente.

Impresionada, el manantial de poder de mi cabeza me recordó algo que dormía oculto en él. Abrí los ojos, comprendiendo enseguida las palabras del policía.

—¿Me odiáis? —pregunté en un tono ligero, casi irreconocible. No levanté la cabeza, sino que dejé oculto el ceño tras el cabello.

—Disculpa, no te entiendo... ¿qué has dicho? —comentó inocentemente, recostando los brazos sobre la mesa y acercando la cabeza.

Solté todo de una. Clavando una expresión vacía en mis ojos, y una pequeña sonrisa en la comisura de los labios, levanté la cabeza mientras cabello ceniciento y despeinado me caía por la cara como una sucia tela de ropa, regalando una atmósfera sofocante en el ambiente.

—¿Me tenéis miedo, o me odiáis? ¿Acaso deseáis controlarme para tenerme atada a vuestras reglas? ¿Es qué solo soy un gusano para vosotros? —el agente tragó saliva por un segundo—. Ya veo... la gente teme lo que no puede comprender. —El policía enarcó las cejas, sin saber qué decir exactamente ante las preguntas que le tendí sobre la mesa. Seguí, ladeando la cabeza hacia un lado con mis turbios ojos resplandecientes de un tétrico color púrpura—. Golpeada, agredida, y tratada como mierda seca y desecha. Sin querer, dejé salir todo de dentro. Hasta que... —Frené de golpe. Notando como se me cristalizaban los ojos. Por reflejo, los tape con las manos mientras desviaba la cabeza hacia otro lado, intentando frenar los esporádicos sollozos que salían aparentemente sin control. Evard... —No quería hacer eso...

El policía soltó un suspiro.

No pudieron sonsacar nada, aparte de eso. Tenía un fuerte dolor de cabeza, y un mareo descomunal. Afligida, papá vino y me aupó sobre sus hombros para llevarme a casa a descansar, sacando fuerzas de flaqueza después de todo desastre. En el camino por la comisaría, recibimos las peores expresiones por parte de padres y madres, como si nuestros rostros fueran a estar fichados.

Me encolerice, pero no por ellos, sino por mí misma. Por dejar desbordar las emociones que aguantaba dolorosamente, condené a papá al odio de todos sus conocidos, como si no hubiera perdido ya todo lo que le pertenecía. Pero tampoco era justo, nosotros también perdimos a un ser preciado durante ese fatídico evento.

Cerré las pestañas hasta despejar la mente. Y cuando me enteré, ya era por la mañana.

Ese día, fui inmediatamente a la clínica del doctor Ujiko para sacar algunas placas mediante exámenes médicos. Rascándose el bigote, el doctor explicó que las articulaciones extra que categorizaban a los sin quirk desaparecieron de la noche a la mañana; papá tragó saliva al escuchar aquello, pero no dije debido a que todavía me dominaba abrumada por los eventos que se dieron el día pasado.

También cabía el hecho de recalcar que el doctor descubrió el funcionamiento de una parte de "Materia oscura", mi quirk. Al parecer, me permitía canalizar mis emociones negativas para absorber o manipular la energía vital de cualquier ser vivo cercano. A partes iguales, era capaz de generar orbes de la nada como pequeños agujeros negros, o lanzar corrientes violáceas para mover objetos o hacerme flotar en el aire.

Dijo que se trataba de un quirk peligroso, por eso mismo me recetaron unas pastillas antidepresivas que servían para retener las malas emociones temporalmente, hasta que fuera capaz controlar dichos poderes como era debido. No me hizo ni una pizca de gracia, pues intentaban controlarme; pero la voz oculta de aquel manantial me susurraba al oído que me acabaría arrepintiendo, que causaría más problemas a papá de no hacerlo. Por ende, pedí la receta en sobre —odiaba las pastillas— a fin de que fuera más llevadera y menos problemática.

Y ahí se terminaban las visiones sobre el doctor. No vislumbraba más de él, y jamás recordaba lo que pasaba al final de sus exámenes. Una sensación de incomodidad hacía que perdiera la memoria de golpe, como si me negara a aceptarlo.

No volví a verlo tras eso.

Desgraciadamente, cuando regresé a las clases junto al resto de niños, el acoso fue sustituido durante los siguientes días por otra cosa: fría soledad. El rumor se expandió como la harina, y, en base a ello, los otros niños se alejaron como perdices por el miedo de acabar muertos. Susurraban a mis espaldas, diciendo que era un ser oscuro que los asesinaría a todos, una futura villana. Y no sé por qué, pero la idea me causaba cierta aprensión, como si ya hubiera vivido algo así.

Pese a eso, seguía sintiéndome triste, sobre todo, vacía. Lo único bueno de toda la soledad era que ya nadie me golpeaba o ensuciaba, incluso recibía algo de atención y preocupación de los profesores, cosa que agradecí humildemente, aunque fuera fingido por su parte.

Sin embargo, por mucho que mis problemas mejoraran, los de papá no, estos solo fueron a peor. Y no solo por los números críticos de la empresa, o las quejas en las facturas del banco, precisamente. El accidente donde maté a Evard y sus amigos le causaron muchos problemas pues, aunque fuera algo que perfectamente podía pasar, eso no significaba que tampoco nos libramos de recibir denuncias. En las últimas, papá lucía un rostro fruncido y agotado, yo no era menos. Pero no tenía el valor para acercarme y decirle: —Todo está bien, ¿por qué? Porque yo estoy aquí —mientras sonreía como All Might.

Yo no era All Might, y a ese paso, tampoco sería como él.

Pero lo peor estaba por llegar. Lo de Evard era el primer plato, un desliz que propició el verdadero caos en el mundo.

Mi mundo.

La fecha del velatorio tocó a nuestras puertas. Papá dejó que asistiera por miedo a que tuviera un ataque de pánico al estar sola en casa, no obstante, no me dejaría acercarme a ver el frasco con las cenizas de Evard. No quería que sufriera otro desliz de emociones negativas, y sí, así de complejo era lidiar con mi pequeño problema. En base a ello, me ofreció ir a comprar un pequeño kimono negro, uno atado con una cinta blanca y roja que formaba un lazo en el lumbar.

Mediante deprimentes movimientos, hasta el punto en que se perfilaron las ojeras surgidas por la pena que pasamos durante las poco cálidas noches de invierno, fuimos directamente hasta el lugar donde se haría el velatorio. El clima decía poco, oscuro, nublado y desalentador. Tanto fue así, que casi me dieron ganas de irme y volver a casa, olvidar todo y vivir la vida sin preocupaciones. Pero el sonido de las gotas de lluvia resbalando por los tejados me impediría mantener la tranquilidad y dejar al margen la culpa que sentía carcomer el pecho, por ende, inhalé y exhalé hondamente antes de subir al coche de papá e irnos.

Apoyé la frente en la ventana del coche de papá, y vi como aquellas pocas gotas se reflejaron mientras se entrecruzaban como diminutos ríos, raíces y cruces. Desconocía la razón del por qué, pero el manantial de mi cabeza volvió a musitar sonidos lejanos ante esas observaciones. Haciéndome la tonta, agité la cabeza hacia los lados para olvidar esa mala sensación y esperé que llegáramos a nuestro destino.

El motor del coche frenó casi en seco cuando papá estacionó cerca de la entrada. Se podían ver a otras decenas de personas esperando a fuera; mujeres vestidas en kimonos de colores apagados, y hombres con trajes negros de alta corbata. No obstante, todos lloraban y se abrazaban entre sí, a excepción de algunos que intentaban ser más duros que el resto, pero desgraciadamente, la fragilidad en sus expresiones era bastante notable a plena vista. Los muros de la piel y la carne eran inservibles ante la incomodidad y la desazón de perder a un ser querido.

Máscaras quebradas como vidrios

Bajé del coche inmediatamente.

Sin esperar nada de nadie, ignoramos las miradas de odio y entramos directamente por las telas blancas que formaban un velo en la "puerta", una coraza que atrapaba y fastidiaba a los espíritus, pero sólo para aquellos que osaban interrumpir a las almas de los fallecidos.

Por dentro, fijé mi vista en cada esquina. El lugar estaba bañado en paredes de papel dorado, pintadas tradicionalmente con dibujos de olas y árboles en las costas, siendo soplados por Fujin, mientras unos rayos de Raijin llovían contra los demonios en la otra esquina, apartados como los malos hábitos que nublaban los corazones de las personas. Una señal de buena fe. También aprecié las cómodas y las mantas que se usaban como asientos por y para las personas que se encontraban agrupadas en ellas, esbozando pedidos de oración y pedidos en forma de rezos de compasión, y quedando situado enfrente de todas ellas el monje que vino para encaminar las almas de los fallecidos hacia más allá. Era un hombre alto, poco corpulento, con una túnica estilo mozárabe y sin nada de cabello en la cabeza. Parecía budista gracias a la sonrisa sincera que dibujaba en el rostro.

Escasas eran las personas que podían fardar de ello.

Delante de todos, los rostros de los fallecidos quedaron enmarcados en pequeños retratos, donde aquellos débiles niños sonreían con arte y pasión. Para climatizar el ambiente tradicional, los decoraron con los bonsáis y raíces de la vida colgando por los alrededores de la sala, las plantas que simbolizaban la unión de sus almas con el mundo. La culpa se desenfreno en mi corazón de forma que ni los antidepresivos la detuvieron, así que, por mero reflejo, desvíe la vista ocultando la cara los flequillos cenicientos. Sin embargo, sentí como la negatividad seguía creciendo constantemente, sin poder ser remediada ni por decenas de montones de bálsamos que tomara.

Una hora más tarde, la tormenta de afuera empeoró, rugiendo furiosa. Papá y yo nos sentamos en una esquina, esperando por que terminaran las oraciones del monje y a las de las otras personas que entraban por el velo del templo. Al cabo de un rato, la habitación se llenó de los familiares y conocidos de las víctimas, excepto de algunos niños que no se les permitió entrar para no ser retenidos por la cruda realidad de confrontar a los muertos.

Sin previo aviso, comencé a llorar desconsoladamente. Papá vio esto apenado y me dio dos leves palmadas en la espalda, apuntando a permitirme salir para ir a un soportal cercano. Lo siento por Evard y esas personas, pero no estaba en condiciones de quedarme con ese ambiente tan depresivo. Era una niña, después de todo. No se me podía exigir más que eso.

Me levanté con molestias, tapándome la cara vergonzosamente mientras me limpiaba las mejillas, intentando desprenderme los recuerdos donde Evard no se comportaba como un cretino. Y, sin querer relacionarme con nadie, salí por de la entrada, no sin antes tomar un paraguas para cubrirme de aquella lluvia tan intensa. Un viento frío se incrustó en mis mejillas, pero desplegando el paraguas, corrí en dirección a los soportales del edificio de enfrente a la izquierda.

Una vez llegué hasta dicho lugar, plegue el paraguas y lo agité hacia los lados para secarlo rápidamente, esparciendo las gotas equitativamente por cada baldosa de piedra del suelo. El kimono estaba mojado, pero las lágrimas de mi cara no se diferenciaban con las de la espesa lluvia de afuera, que se borraron y mezclaron en una nueva corriente de sentimientos.

Caí de rodillas sobre el duro suelo, sollozando como un bebe de casi 7 años, y tirando el paraguas a un lado por reflejo; aunque por instinto, me abracé a mí misma, pues hacía demasiado frío como para no hacerlo. Buscaba el calor que poco a poco iba perdiendo, intentando hallar algo a lo que aferrarme y así no morir por la hipotermia de la gélida soledad, queriendo traer de vuelta a Evard para al menos pedirle disculpas, y regresar a casa juntos si era posible, como hermanos que éramos.

No había camino de vuelta. Cerré con candado esa posibilidad.

Las cosas no serían así de nuevo. Y no lo serían durante un largo tiempo. Una asesina no merecía recibir regalos de adulación.

Sin embargo, lo peor estaba a punto de acontecer.

Después de aquel desolador quiebre, unos gritos de pánico comenzaron a reverberar detrás mía, provenientes del velatorio. Me sequé rápidamente las lágrimas de la cara y giré bruscamente el cuerpo para ver qué pasaba...

La gente salía despavorida del velatorio, como si sus vidas dependieran de ello. Los rostros les sudaban a mares; bocas y ojos desencajados, mirando entrecortadamente hacia atrás, y arrepentidos de ver lo que sea que estuviera adentro. Instintivamente, di un traspiés hacia delante con curiosidad, pero jamás debí haber hecho aquello, pues de entre toda la multitud, papá salió también, dirigiéndose hasta donde estaba; mostraba un rostro de absoluta preocupación. No obstante, no solo era nerviosismo lo que asaltaba su cara, sino manchas de sangre que se extendían por todo el contorno del rostro y que bajaban por la ropa como cataratas. Los ojos añiles de papá se cruzaron contra los míos, aun llorosos, y gritó:

—¡Syndra, huye! —Alzó el brazo para alcanzarme mientras corría en mi dirección a toda prisa, esquivando el revoltijo de miedo, pero fue demasiado tarde.

La ola apareció. Fuerte y grande. Un maremoto se elevó por encima del velatorio, con tonos violetas, purpuras, y negros; la estructura de todo el edificio fue desquebrajada y consumida por una gigantesca brecha vertical, formando en el aire una hendidura a un Vació oscuro y, sin límites, que hacía chirriar el viento. Actuaba como un agujero negro, pero similar a una fisura o incisión de la cual, no tardaron en brotar peligrosas esporas moradas como metrallas, junto a robustos sonidos parecidos a tripas que rugían por comida.

Me paralice, quedando boquiabierta.

El edificio fue consumido en segundos por las astas, pero para la mala suerte, no fue lo único en brotar de aquel gran corte gigante. A medida que la grieta se ensanchaba unos centímetros, hasta parar gradualmente, unas raras criaturas emergieron como si se tratara de un parto. Seres recubiertos de oscuridad y miasma negra, pero que irradiaban aquella robusta aura que mezclaba los colores lila y magenta en un derivado sofocante. Cada una de las bestias era completamente diferente, pero de igual forma, todas eran parecidas entre sí. Fauces grandes, agudos pinchos y tenazas, deformidades en el cuerpo o en las extremidades, ojos que brillaban con colores apagados; dibujados sobre formas antropomórficas y de animales. No había dos iguales, pero tampoco dos diferentes. Algunos incluso volaban con alas; ya fueran de murciélago o pterodáctilo

Las criaturas del vórtice apoyaron sus filosas garras sobre el suelo, al borde de la hendidura, y con los fauces y picudos dientes recubiertos por la sangre de las víctimas, me fundieron con aquellos sedientos ojos que me reclamaban. Por reflejo, graznaron al unísono como si fueran una misma entidad en distintos cuerpos. Una mente colmena.

«TE ENCONTRAMOS». Las palabras en eco de la mujer repiquetearon por segunda vez en mi mente. Pero, ahora podía percibir que también provenía del portal.

Repentinamente, un agudo dolor de cabeza se clavó en mí como una espina en el cerebro, y en la marca de Uróboros, que parpadeaba intensamente. El dolor fue tal, que me contraje sujetando ambas zonas con las manos, y cerrando los ojos para esperar a que todo pasara, que la pesadilla se fuera. No obstante, los sonidos de las bestias comenzaron a reverberar cada vez más y más próximos. Pasos gruesos y pesados, pero a la par, también reconocí el de las suelas de los zapatos de papá.

—¡Vamos! —berreó papá, pasando el brazo por alrededor de mi tripa, y levantándome para escapar, siendo trasladada en el hombro como un costal. Había cerrado los párpados, pero podía escuchar los rugidos y pasos de las bestias ser opacados por los gritos de terror de las decenas de personas heridas. El dolor se calmó lentamente.

Al lado nuestro, una especie de bala surcó el viento a toda velocidad como un potente silbido. Papá chasqueó los labios, bajando el ritmo momentáneamente. Preocupada, abrí los ojos de la impresión, y volví a cerrarlos del miedo pocos segundos después. Una especie de demonio había causado un corte en la cadera de papá, diría que una herida bastante profunda por la sangre que brotaba de ella. No obstante, lo que más me asustó fue ver como los invitados y los vehículos de estos eran aplastados o devorados entre una lluvia de mar roja entre los fauces y garras de las bestias, sin dar tregua alguna a los pobres que una vez me odiaron por lo que era. Una purga sin precedentes donde no pudimos ver a nadie salir vivo de allí.

El miedo que fluía por dentro de mí cuando comencé a transpirar me hizo aferrarme más fuerte a papá para no soltarme.

Cojeando, papá dio todo de sí para situarse cerca de la puerta acristalada del soportal, e, inclinándose sobre el otro hombro contrario a donde me transportaba, embistió duramente a fin de romper el cristal de la entrada. En el proceso, me protegió. Escuché las esquirlas transparentes pasar y rasguñar los músculos de papá, pero no esbocé ningún ruido en base a ello; temblaba de miedo, al igual que él. Los pasos de las criaturas no demoraron en seguirnos a medida que subíamos por las escaleras, yo todavía colgada del hombro, abrazándolo con los ojos cerrados mientras pensaba que todo iría bien siempre y cuando no me separara. Papá paso la otra mano por alrededor de mi cabeza para asegurarse de que no me ocurriera nada de nada, no obstante, hasta yo podía oler la sangre que derramaba de él. Rechinando los dientes, hundió los pies en las escaleras para ascender por el edificio a toda mecha, mientras los gritos de bestias y residentes se fundían y resonaban por los pasillos como en una película de terror.

El ambiente de muerte súbita y oscuridad me apabulló muchísimo más.

—Hija —soltó sin más, sudando entrecortadamente después de pisar el siguiente escalón—. Pase lo que pase, y por muchos gritos que escuches, prométeme que no usaras tus poderes por nada del mundo.

—¿Papá...? —susurré, levantando los párpados para verle de frente a los ojos, casi lilas como las uvas. Una sonrisa de amor se dibujó en él, por mucho que el vidrio le hubiera causado un río sangre en el rostro.

—Solo espera, te llevaré a un lugar seguro. —Me abrazó, aferrándose con más fuerza.

Siguió corriendo, o subiendo, o bajando, o esquivando. No supe con exactitud qué hacía porque desconecté de la realidad para no molestarlo. Quizás, fuera demasiado idiota como para comprender la razón por la cual papá se arriesgaría tanto, o quizás, yo estaba demasiado dolida como para intentarlo. Pero, quizás, si entendía algo; podrían ser nuestros últimos minutos de vida juntos.

Mientras ascendimos por las escaleras, el manantial me gritó algo directamente a la oreja. Levanté los párpados y, alarmada, apunté hacia el exterior de la ventana de las escaleras, entonces, lo ví; una especie de pulpo gigante que flotaba al compás del viento, con un enorme ojo violáceo como un eje central, y una seca cáscara dorada como armadura. Los tentáculos violetas de sus extremos se fueron agrupando hasta alinearse justo en el centro de una pupila de yacimiento vertical. Un chispazo cárdeno los recorrió como una corriente eléctrica, formando un aró estático y celestial delante del ojo.

Instintivamente, grité:

—¡Papá, cuidado!

Muy tarde. Las baldosas del suelo estallaron por debajo de los pies de papá, esparciendo chispas y motas magentas por doquier, y empujándonos hasta el siguiente piso debido a la potencia del ataque. Nos separamos sin darnos cuenta, estando los dos tendidos en el duro suelo. Alcé la cabeza con mareo e intenté levantar el cuerpo, pero sentí como unas púas se clavaron en mis rodillas y codos; el impacto fue tan fuerte que noté un gran daño en las articulaciones. Aun así, cambié la expresión de un vistazo al ver como el ojo iba ascendiendo junto a la trayectoria del rayo fotónico. El láser propiciaba calor, pero como éste destruyó la entrada, el viento frío y las gotas heladas de la lluvia de la tormenta también entraron en juego.

Papá trastabilló entre el mar de sangre que cubría su expresión, intentando recomponerse a tiempo. Colocó las palmas sobre el suelo y posicionó un pie como un corredor de atletismo. Cogiendo un fuerte impulso, el quirk de nulificar las malas emociones salió disparado; al igual que el, que volvió a tomarme de la misma forma, poco antes de que el peligroso desintegrador nos partiera en pedazos. Acto seguido, rodó por el suelo con cuidado de no lastimarme, pero cuando tuve la oportunidad de divisar de nuevo, encontré una cara en la que ya no quedaba ni un ápice de esperanza en él; solo sangre tapándole la visión, y atisbo de sufrimiento en los pálidos labios.

Papá no perdió el ritmo y, sorprendentemente, subió por unas escaleras de emergencia que se situaban al otro lado del angosto pasillo. Otros muchos gritos de otras muchas bestias se acercaban a nuestra posición, justo por detrás de nosotros a medida que él ascendió por dicho pasadizo estrecho. Me aferré de nuevo, buscando plenitud en el hombre que parecía más muerto que vivo.

Tiró por la primera puerta que descubrió después de que las escaleras se acabaran, dejando entrever de un vistazo aquellos oscuros camarotes superiores —repleto de luces fluctuantes que de poco servían—; para nuestra mala suerte, no había azotea. Dicho de otra forma: no existía ninguna salida lógica que tener a mano, a no ser que papá probara a estirar los brazos y alzarme para que yo abriera las escotillas de las ventanas pegadas al techo, pero, de todas formas, allí arriba sería rápidamente asesinada por las bestias voladoras. Miró en todas direcciones fugazmente, pero después de deducir sobre que era imposible maquinar un plan, papá me depositó a un lado y cerró la puerta, luego, se posicionó a un lateral de un armario para empujarlo con toda la fuerza del mundo; dando igual que fuera con brazos y hombros, ya que esbozó una mueca de puro dolor en el rostro.

Milagrosamente, logró desplazar el armario, interponiendo un obstáculo en la entrada por la que las bestias debían pasar, las cuales —para mí sorpresa— no tardaron en llegar y rasgar con maña la madera.

Di un paso hacia atrás., casi congelada.

Con presteza, papá me tomó por tercera vez para salir disparado en dirección a cualquiera de las otras puertas, y comenzar a golpearla a puño cerrado o embestidas, pero estas no cedían ni un mínimo; sin clemencia aparente.

Acto seguido, viendo que era imposible echar las puertas abajo, me depositó en el suelo delicadamente, y tomó el perchero de madera de una esquina sosteniéndolo desde la barra para usarla como una lanza. Mientras se giraba en dirección a la entrada, los golpes se volvieron cada vez más y más sucesivos y estrambóticos. Papá afiló los ojos y se colocó en posición de pelea; pierna hacia delante y flexionada, y brazos perfilando el trozo de madera en conjunto a dicha pierna.

Mientras tanto, me agazapé en la esquina, justo por detrás de él, esperando que las criaturas no fueran tan peligrosas como para lastimar a papá y devorarme poco después. Una lástima, ya que, si hubiera sabido que siendo más fuerte y valiente podría haberle ayudado, no habría temblado como la cobarde que era en realidad.

La puerta voló hasta chocar contra la pared de enfrente, generando un chirrido de ultratumba. En la entrada, aparecieron unas largas cuchillas que se cerraban como puñales de bronce, que además, segregaban veneno desde las agudizadas puntas. El cuerpo y cabeza de una especie de mantis apareció detrás de las tenazas, pintado por colores violetas, verdes y ocres. Los dientes de sierra dibujaron una ancha sonrisa en la expresión de la criatura. Este ser tenía un cuerpo diferente al de los insectos, uno antropomórfico, perfecto para desplazarse entre vertiginosos saltos.

La bestia miró con ojos de reproche hacia donde me encontraba, tras papá, y retorció aquella macabra expresión.

—Way iga baqayaan. —Un idioma desconocido salió de la boca de la criatura, una lengua rasposa como las guadañas de sus brazos, que no demoró en afilar mientras cambiaba el semblante de deleite por diversión—. Waxaan rajeynayaa inaadan dhaqso y dhima. Khasaare ayay ahaan lahayd inaad dunidan timaadid oo aanak ku raaxaysan. —La criatura encorvó la espalda rápidamente, desafiando a papá con un gesto de bienvenida.

Repentinamente, muchas otras sombras se asomaron por la puerta como en cualquier pesadilla; revueltas y con formas grotescas o poco naturales, todas mirando de forma penetrante con aquel amasijo de ojos fluctuantes. Pero ninguna llegó a entrar. Solo se quedaron allí, reclamando directamente a los dos contrincantes que se preparaban para luchar. Miré asombrada y preocupada a dichas reacciones. Puede que si tuviéramos una oportunidad...

El desafío empezó.

—¡Kha'zix! ¡Kha'zix! ¡Kha'zix! —Fue lo que ululaban de sus disconformes lenguas, algunas siendo bífidas como las serpientes. Automáticamente, el manantial de mi cabeza me confirmó que aquel era el nombre de la bestia con forma de mantis—. ¡Dila kan degdega ah, oo aan soo qaadno gabadha!

Kha'zix batió repentinamente un sin número de alas transparentes que salieron del caparazón de su espalda, y gritó un alarido monstruoso contra papá, sustituyendo cualquier atisbo de diversión por monstruosidad sin contención.

—No tengo ni idea de lo que decís, horrendos seres —Blandió papá el falso arma, mostrando temple y serenidad—, pero... si os atrevéis a tocar a mi hija: la muerte será el menor de vuestros problemas.

Kha'zix agachó todavía más el cuerpo, y sin esperar por ningún timbre de inicio, saltó a toda velocidad hasta papá. Reaccionando a tiempo, los ojos púrpuras del hombre tomaron con fuerza el arma y la balancearon para golpear la punta de la percha contra el pómulo derecho de la mantis. El ataque dio de lleno en el blanco, pero la criatura ni se inmutó al recibir el golpe, sino que se quedó quieta, apunto de arrojar una segada a papá. El trazo de estas dejó tras de sí una fina estela ocre al paso del corte.

Para la buena suerte, papá dio un traspiés hacia atrás y giró sobre sí, maniobrando la barra para golpear el extremo inverso contra la cadera de su contrincante. El efecto fue el deseado, y logró empujarlo varios metros; no obstante, no alcanzó a volcarlo sobre el suelo, ni mucho menos, a hacer mella en la coraza de Kha'Zix.

Sin embargo, Kha'zix tosió una sangre violeta por la boca, y rápidamente se la limpió con el hombro. Puede que el golpe no hiriera su armadura, pero porque papá encestó un ataque por los huecos de esta.

—¡Ma xuma, aadanaha! —bramó de forma divertida, lanzando otra sonrisa socarrona—. Waxaan filayaa inaan joojin karo dib u celinta...

Una incómoda sensación me recorrió la columna vertebral, como si lo peor fuera a suceder tras esas desconocidas líneas. Crucé los brazos de forma insegura, entonces, chillé a todo pulmón: —¡Papá, cuidado!

Él ni siquiera me dirigió la mirada, estaba demasiado concentrado en sobrevivir como para prestar atención en lo que decía. También debió notar una nube de tensión en la atmósfera.

Sin mayor preámbulo, un borrón de velocidad estalló justo donde Kha'zix se situaba. Al siguiente segundo, contemplé con horror como el brazo de papá era separado por un corte limpio; la sangre salpicó el piso, dejando todo perdido de tinte de vino, y haciendo que papá colapsara en el suelo entre jadeos de dolor y chillidos de disconformidad. Yo no fui menos, me agarré del cabello mientras sollozaba con angustia. Durante el siguiente ataqué, papá recibió el mismo corte en el otro brazo, perdiendo ambos miembros en un instante, y sin poder responder a cambio. Sin nada con lo que contener la sangre, y sin armas para defenderse, cayó al suelo en un inmenso charco de agonía.

No obstante, antes de que la cuchilla traspasara su cabeza, me miró desolado, y, suavemente, susurró:

—Se libre... hija mía...

Inmediatamente, como si los huesos no fueran más que piel, papá fue ejecutado de un solo corte descendente producido por la cuchilla de Kha'zix, quebrándome en el proceso. Sin terminar aún con lo que quedaba del cuerpo, la criatura perforó el torso entre toda lluvia de sangre, y metió los dientes como sierras hasta enseñar cómo devoraba su corazón pedazo a pedazo enfrente mía. Las venas rojas cayeron como hilos cortados por el fuego, mientras la sangre remaba en la humedad del huracán.

Mi corazón se paralizó, quedando de piedra mientras ensanchaba los ojos y murmuraba asustada. Instintivamente, dio otro pasó hacía atrás, chocando la espalda con la pared como una presa encerrada en una jaula con su depredador natural.

Los sonidos de la hambruna de Kha'zix se resonaron por cada recoveco, provocando que un escalofrío me calara los huesos.

—Papá... —dije catatónica, todavía pasmada por el acto que acababa de presenciar. Esa cosa lo mató enfrente de mis ojos en un solo instante, como el aleteo de una mariposa.

Sin embargo, papá... en papá no había una gota de duda o arrepentimiento por vivir entre tantos problemas. Simplemente, cumplió su deber y me protegió de todos los males que se atrevieron a tocarme un pelo.

Lo mataron, y ni siquiera pude usar ese poder para ayudar a la única persona que me importaba en esta vida. Como hija, la impotencia me fue brindada me aplastó como un demoledor peso a la espalda. Pero, para mi buena fe, también me levantó la incontrolable sed de la venganza.

Esa misma sensación se apoderó de mí. Llámalo furia o fuerza indomable, que mis cabellos se alzaron como el fuego más abrasador del infierno, tirando del corazón de aquellos hilos, entregados por aquel inmenso manantial que cubría como un océano en cuenta a profundidad.

En cuestión de segundos, una espesa aura negra y púrpura me rodeó, convirtiéndome en el epicentro de la oscuridad, y vaciando la luz de cada esquina. Las emociones negativas brotaban de mí como un maremoto de odio se descontrolaron en ese preciso momento. Sentí como la mentalidad se me nublaba al completo después de acontecer tal escena, y dibujé un ceño fruncido en el rostro.

Kha'zix me devolvió el gesto, rojizo por las tripas y vísceras que cenó durante después de disfrutar su merecida recompensa.

—Ezto... Ezta gente... tiene ahgo pagecido a la mahia.... —Inesperadamente, habló en un lenguaje similar al japonés—. Bueno, niina, es hoga de vohveg a Gunategga paga segvig a logd Bel'Veth. —Sin embargo, apreté los puños, clavando en él una mirada asesina como pocas niñas se atreverían hacer.

Alcé los brazos mientras abría las palmas con furia, y mediante una corriente de energía negativa, que florecía por todo mi ser como una estela maligna, apunté en contra de Kha'zix y del resto de criaturas que se escondían tras la puerta.

Entonces, estallé como un volcán.

Lo siguiente que supe nada más despertar entre los escombros, es que todo a mi alrededor se volvió añicos en cuestión de segundos.

Más adelante, aquella catástrofe sería conocida como el incidente de Abismo, conmigo como la única superviviente que quedó viva para contarlo.



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8800 palabras.


¡Buenas! Como pueden apreciar, este es el inicio de la historia. La primera parte estará basada en Syndra de pequeña, y no durara más que otros 2 o 3 capitulos. Aunque serán tan extensos como este. En la segunda parte, ya si que si comenzara la historia de BNHA, y más adelante, los sucesos de LoL. Puede que algún campeón se infiltre, tal y como ya lo hizo Kha'zix.

Espero que fuera sentimental, aunque no estoy ni yo seguro si conseguí trasmitir alguna sensación pues lo corregí alguna que otra vez. Pero bueno, ya decidirán si esta bien o esta mal. Aunque me gustaría que si es así, lo comunicaran por aquí mismo.

Si tenéis alguna otra duda, también preguntad.

NOTA: Las criaturas del Vacío hablan en un idiota real, reto a encontrar de cual se trata utilizando el traductor.


Por otro lado, ¿Cómo están?

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