29 | Diamonds are a sister's best friend |Parte I|
A la mañana siguiente Alice yacía profundamente dormida sobre su cómoda cama. La primavera de aquel año estaba siendo calificada en los noticiarios como la más lluviosa a pesar de que sólo había llovido un par de veces durante esa semana, no obstante, durante la madrugada de aquel sábado una tormenta azotó a la capital, obligándoles a todos a refugiarse en sus hogares. La morena suspira profundo y es devuelta a la realidad de manera parcial debido a un moderado sonido distante, y eso no le distrae desde el hecho que se sentía tan a gusto ahí, entre sus cálidas y suaves frazadas, que volvería a dormirse en cualquier segundo; pero, es en ese instante cuando alguien abre estrepitosamente la puerta de su habitación e ingresa sin más.
―... Este caso es aquél que menciona Watson en su blog, el que no quise tomar ―relata mientras abre las cortinas de la habitación, cual ventana permitía un claro vistazo a aquella gris y lluviosa mañana―. No me pareció interesante en un principio porque trataba de sólo un gran diamante perdido. Bastante trivial si me preguntas...
―No lo he hecho ―se queja ella cubriéndose la cara con la almohada y él finge no escucharla.
―... Bueno, ahora aquella roca preciosa involucra trozos de él en tres cadáveres pertenecientes a hermanas de sangre.
Holmes camina de un lado a otro, totalmente entusiasmado con la prometedora perspectiva de ese caso. Pero, al notar que Alice no respondía de igual manera a su entusiasmo, comienza a impacientarse.
―¿Sanders, estás escuchándome?
―Si... Holmes, si...
―Debes levantarte ya ―Sherlock va hacia el armario de la chica. Toma un par de botas largas además de un delgado y largo suéter rosa de botones, o, básicamente lo primero que encuentra―. Tenemos una entrevista con los esposos de las hermanas asesinadas y otros familiares en treinta minutos.
El detective descubre a la chica completamente y esta, alarmada, intenta taparse con la almohada; ya que, sólo llevaba puesto un corto pijama-vestido gris; sin embargo, Holmes rápidamente le lanza encima los accesorios para vestirse... Incluyendo las botas.
―¡Eres un...!
La resignada joven se levanta a regañadientes, se pone las botas, los jeans y el delgado blazer mientras Holmes la presionaba para que se apurara desde el otro lado de la puerta, pronto viéndose obligada a correr hacia el baño, empujando al rizado de paso, y se lava la cara, pero cuando estaba terminando de cepillarse los dientes, el detective entra al lugar y la saca a tirones desde ahí. Pronto ella les dirige hasta un condominio muy bien acomodado, económicamente hablando, al norte de Londres. Así, cuando llegan a la zona, cada kilómetro que Alice conduce, una mansión más grande que la anterior se alza frente a ellos. De esa manera, los colegas llevaban cuarenta minutos de viaje y ninguno había dicho palabra alguna hasta el momento, no obstante, pronto Sanders se encargaría de romper el hielo.
―¿Cuál es tu teoría sobre esos asesinatos?
―Ambición, venganza. Lo típico cuando se trata de algo valioso monetariamente. Este tipo de gente vive y muere exclusivamente por ello ―responde el taciturno detective contemplando el paisaje a través de la ventana.
―¿Crees que el asesino sea parte de la familia?
―Por supuesto. Es lógico considerarlo, ya que todo ha sido tan teatral. Obviamente, quien sea la culpable, quiere llamar la atención debido a la injusticia a la cual fue sometida.
―¿La culpable? ¿injusticia? ¿sometida? ―consulta la confundida morena y él sonríe conforme para sí mismo.
―Exacto.
―Entonces...
―Ya hice mi tarea, pero aún tenemos un árbol genealógico al cual investigar. De otra forma no vendría personalmente a este lugar.
―Claro...
Cuando finalmente llegan hasta el término de la calle, se abren paso hacia donde la casa antigua más grande y costosa de Londres, perteneciente a una familia no real, se alzaba orgullosa. Los recién llegados son dirigidos al estacionamiento del recinto y luego hacia la sala de invitados, en donde un grupo de seis personas le esperaban reunidos.
La joven observa a Holmes por sobre su hombro y lo sabe de inmediato, el detective analizaba cada detalle de los presentes. Ella se gira hacia él brevemente y este le devuelve la fugaz e intensa mirada con disimulo, como avisándole que ya había deducido algo interesante.
―Buenos días, señor Holmes ―un muy elegante hombre en sus cuarentas, sacude manos con el detective y luego se dirige con suave voz a la morena―. Disculpe ¿usted es...?
―Alice Sanders, su colega.
―Un gusto ―saluda con cortesía a la joven―. Tomen asiento, por favor.
Los colegas acceden y se sientan juntos en medio de un sofá para cuatro personas; así, en frente de ellos había otras seis personas: Primero, el anfitrión quién les recibió. A su derecha estaba quien parecía ser su hija, una pelirroja de unos veinte años aproximadamente. Más adelante se encontraba de pie un joven hombre de expresión bastante solemne y sombría. Junto a él un pálido pelirrojo, cruzado de brazos y golpeteando sus dedos con impaciente compás. Finalmente, sentada sobre un antiguo sofá individual yacía una octogenaria sobre su elegante silla de ruedas. La mano de la anciana mujer era sostenida por una enfermera, la cual lucía igual de abatida.
―¿Sería tan amable de contarme nuevamente la historia desde un principio, señor Hammond? ―pregunta Sherlock con falsa amabilidad.
―Por supuesto. Todo comenzó hace un par de meses, cuando lo contactamos a usted por primera vez ―comienza a narrar con calma y gracia, ello como si leyese un pasaje de la biblia en la iglesia―. Mi suegro, el señor Grandferrel, falleció a finales de enero, por lo tanto, su herencia era pronta a ser entregada. Ahí fue cuando todo comenzó... Entre todos los bienes que el padre de mi difunta esposa le dejó a ella y a sus dos hermanas, había un gran y raro diamante negro, tesoro familiar cual pertenecería a Lucille, Juliette y Dominique. Y, cuando el día de la repartición de bienes llegó, ellas recibieron lo que les pertenecía. Así, por decisión unánime, la piedra preciosa fue mantenida en la bóveda de esta casa, en la cual la familia Grandferrel ha habitado por generaciones ―el hombre hace una leve y solemne pausa, suspira profundamente, Sherlock y Alice comparten una mirada de soslayo, y el cliente continúa―. Hace dos semanas mi esposa fue asesinada. Su cuerpo sin vida fue encontrado en el invernadero de esta propiedad. Las autopsias demostraron que había sido asfixiada hasta morir, pero aún más impactante... ―un par de sollozos son oídos, Holmes bufa irritado―. Dentro de su garganta había un pequeño trozo de, aproximadamente, unos dos milímetros, perteneciente a un diamante negro ―explica cuando les entrega fotos a ellos para que revisaran, pero el detective se las entrega a Alice porque ya las había visto―. Cuando aquello nos fue comunicado, fuimos a verificar la joya en la bóveda. No estaba allí.
―Obviamente ―responde Holmes, poniendo ambas manos bajo su mentón en señal de atención―. Nadie sería tan estúpido de darse tantas molestias y no finalizar con un simbolismo... ―Sanders le da un fuerte codazo, ello al notar que la anciana comenzaba a llorar aún más debido a sus insensibles palabras. Sherlock arruga el entrecejo, adolorido―. Como sea... Continúe, por favor, señor Grandferrel.
―Bien ―musita él, algo desconcertado―. Dos días después, Juliette fue encontrada sin vida en el mismo lugar y condiciones que Lucille. Así que no había que ser un genio para notar aquel patrón, por lo tanto, máxima seguridad fue puesta sobre Dominique y esta casa. Aun así, al tercer día de igual forma fue encontrada fallecida sobre un gran mesón en el invernadero familiar...
―La Policía no ha hecho nada... ¡NADA! Los pertenecientes a Scotland yard son todos unos inútiles ―grita impacientemente uno de los hombres en el lugar, exasperado y dolido.
―Sí, lo son. Claro que lo son... ―concuerda Holmes sin darle importancia―. Bueno, tomaré su caso. Pero debo advertirles que mis métodos son poco convencionales, además necesitaré que me entreguen todo tipo de información y declaraciones que yo crea necesarias para terminar con esto lo antes posible.
―¡Por supuesto, señor Holmes!
―Los cadáveres de aquellas mujeres... ¿En qué morgue están? ―todos quedan sorprendidos por el inexistente nivel de empatía por parte de Sherlock. Alice, avergonzada, le golpea nuevamente el brazo con su codo y él le mira ofendido―. ¡Detente con eso!
―Sé más delicado, están de luto... ―susurra la chica, indicando a la anciana con su cabeza, la cual sollozaba cada vez más sonoramente. Él solo rueda los ojos y se vuelve al señor Grandferrel.
―¿Entonces?
―Están en la morgue de San Bartolomé.
―Perfecto ―el detective se pone de pie y Alice le imita―. ¿Nos podrían guiar hasta el invernadero?
―Yo los llevaré hasta allá ―un joven de gris semblante da un paso al frente.
Así, los tres proceden curso hasta el gran y ancestral invernadero, el cual estaba rodeado por cintas de advertencia de la Policía, marcando así la escena del crimen. Y, a pesar de que estaban recién a principios de abril, acorde avanzaba el día, era como si nunca hubiese llegado la primavera a Inglaterra. La intermitente lluvia golpetea con violencia el techo de cristal y Alice pierde la mirada sobre su cabeza: Cielo nublado, fuerte viento helado y posible tormenta eléctrica, todo ello hacía que cualquiera deseara quedarse en casa a disfrutar de una película y algunos dulces caseros. Muy por el contrario, Alice maldecía para sus adentros por estar investigando una escena del crimen en un disimulado, pero nada abrigador pijama debido a su insistente vecino.
―Estúpido Sherlock... ―gruñe en voz alta mientras observa a distancia a un sagaz Holmes escanear todo con su pequeña lupa, ello sin recordar que alguien la acompañaba.
―¿Disculpa?
―Oh... Lo siento, no dije nada.
―Hathaway. Eric Hathaway ―se presenta educadamente―, viudo de Dominique Grandferrel.
―Un gusto.
―Sanders... ―le llama de pronto el detective cuando se endereza sobre sus pies, pensativo―. ¿Nos podría dejar un minuto a solas, señor Hathaway? Por favor ―pregunta mientras se acerca a sus acompañantes.
―Por supuesto ―asiente cortés―. Cualquier cosa que necesiten, me dejan saber.
Sherlock sigue con la mirada a Hathaway mientras se marcha y luego se vuelve hacia la joven, quien estaba tan ansiosa de escuchar como él de hablar.
―Ya, suelta todo lo que tengas hasta el momento.
―Es arriesgado hacer muchas deducciones sin haber visto aun los cuerpos, pero... Puedo asegurar que no fueron asesinadas en este lugar, no hay señal alguna de forcejeo, por lo tanto, sólo las traían aquí como un simbolismo. De hecho, todo, cada acto final es un simbolismo.
―El asesino intenta decirnos algo...
―Exacto ―concuerda satisfecho. Alice asiente lentamente.
―¿Qué más?
―Nuestro sospechoso fue bastante meticuloso. No dejó nada al azar, usó guantes, botas sin suelas de marcas y cubrió, seguramente, todo su cuerpo. El informe policial decía que ningún registro de ADN fue encontrado en el lugar, ni siquiera un cabello.
―Eso reduce las posibilidades significativamente.
―Eso ―enfatiza con mirada condescendiente― quiere decir que la siguiente y posible clave de estos asesinatos estaría en los cuerpos de las víctimas.
Los colegas anuncian su partida para pronto salir de la mansión y se dirigen rápidamente de vuelta a la carretera en dirección al centro de Londres y, subsecuentemente, al hospital San Bartolomé. Alice acelera por la pista y así lluvia comienza a golpear fuertemente en contra del parabrisas del auto. El clima parecía empeorar con cada kilómetro recorrido, a pesar de que eran recién las doce del día, parecía que ya estuviese pronto a oscurecer. De esa manera, después de veinte minutos conduciendo por aquella extensa y semi-rural ruta, la morena comienza a percibir ruidos extraños provenir desde algún punto del auto y, de un momento a otro, el carro se ladea hacia la derecha; haciendo que, por poco, Alice pierda el control, por lo tanto, la chica frena fuerte e inesperadamente, causando que los airbags salgan de sus escondites y ella derrape hacia el costado diestro de la carretera, sobre el césped de un poco transitado terreno.
―¡Maldición! ¿¡qué...!? ―la temblorosa chica mira a Holmes, el cuál batallaba a muerte contra el airbag―. Sherlock... ¿Estás bien?
―Si... ―masculla recobrando el aliento, pronto oscureciendo su semblante―. ¿¡Qué hiciste!? ¡casi nos matas!
―¡Hey! ¡esto no es mi culpa!
―¡Tu ibas conduciendo!
―¡Algo que estaba en la carretera pinchó una rueda y eso no es mi responsabilidad! ―se defiende realmente enojada, casi imitando el carmesí tono de piel de su irritado compañero―. ¡Reaccioné a tiempo!
Sherlock, impaciente, saca su celular e intenta llamar, pero no tenía señal. Insiste nuevamente, pero esta vez con el móvil de la joven, sin obtener respuesta.
―¡Ahhh, maldición! ―regaña lanzando el BlackBerry de la chica hacia la cabina trasera. Ella le golpea el brazo.
―¡Oh cállate! ¿sabes cambiar una llanta?
―No ―escupe las palabras con desdén―. ¿Para qué necesitaría saber yo algo así?
―¡PARA ESTOS CASOS PRECISAMENTE! ―grita sin medir el volumen―. Pero, claro, para qué lo necesitaría alguien quien no debe conducir realmente.
―¿Acaso la experiencia te hace conducir bien? ―pregunta Holmes con un tono cargado de sarcasmo y burla.
―Sí, lo hace. De lo contrario estarías muerto.
La ofuscada chica sale del vehículo y, desabrigada bajo la torrencial lluvia, examina la rueda superior derecha del carro. Holmes la observa curioso desde adentro y, después de un rato, pierde de vista a la morena, ya que ella estaba de cuclillas frente a las llantas.
―Alguien nos tendió una trampa ―asevera Sherlock, de pie tras ella e intentando cubrirse él y a la joven de la lluvia con su abrigo.
―Innecesaria deducción. Es obvio... Mira ―Sherlock se agacha junto a ella―. Este trozo de metal estaba amarrado en el centro de la rueda ―dice indicando un trozo de hilo para pescar casi transparente―. Reconozco este tipo de material. Este nailon es lo más fuerte que encontrarás en el mercado. Entonces, aquel trozo de metal amarrado y a la deriva iba a tomar su tiempo en dañar la rueda. Si nos hubiera tomado en un par de kilómetros más, en la gran curva de Marvolo's Hill, hubiéramos caído de un acantilado, Holmes ―ella se voltea a mirarle y el detective sólo observa atónito la llanta del vehículo. Alice se voltea nuevamente hacia la rueda e intenta sacar el aparato responsable de aquel desastre desde la llanta, pero, en vez de ello, se corta profundamente la palma de la mano izquierda―. ¡Maldición! ―el adolorido grito de la morena pilla desprevenido a Sherlock y suelta súbitamente el abrigo. Quedando así ambos refugiados y de cuclillas bajo aquella gran prenda; tal cual un improvisado refugio.
―Tu mano ―advierte el detective en voz baja. La joven se voltea hacia él y quedan frente a frente, bajo el abrigo y la lluvia.
Él, con bastante dificultad, envuelve suavemente la herida de la chica con su pañuelo de bolsillo, para así cerrar la palma de ella con delicadeza y transformarle en un puño con su diestra cubriéndole la mano completa y fácilmente con la suya.
―Gracias...
―Por idiota tendrás que ir por una vacuna contra el tétano.
Sanders no puede evitar reír ante lo hostil de su hablar y pronto rueda los ojos para salir desde aquel pequeño e improvisado escondite de ambos. La joven se dirige hacia la parte trasera del auto y a duras penas da con la llanta de repuesto además de las herramientas de emergencia.
―Tendré que hacerlo yo. Tú torpemente estás herida...
―Te indicaré paso a paso lo que debes hacer.
―Ten ―Sherlock le entrega su abrigo a la joven y ella lo rechaza―. Tómalo.
―No me servirá de mucho, ya estoy empapada y también lo está el abrigo. Debiste haber sido así de generoso hace un rato.
―No soy un idiota... ―se defiende―. Pero te protegerá del frío, ya que estarás aquí parada sin hacer nada.
La joven se abriga y le da instrucciones al detective, mientras este saca la rueda en mal estado y luego la reemplaza por la nueva.
No les toma más de quince minutos y así ambos vuelven a subirse al vehículo. La chica enciende el motor, pero luego nota que Holmes se había sacado el blazer y seguía con los zapatos.
―¿Qué...?
―Sácate mi abrigo y la mayoría de tu ropa... ―Alice abre ambos ojos con enormidad. Jamás pensó que escucharía un mandato así venir por parte de Holmes. Él nota la alarmada mirada de ella y rueda los ojos antes de explicarse―. Mientras más humedad haya sobre ti en un ambiente cálido como este auto con aire acondicionado, más probabilidades hay de contraer enfermedades respiratorias y yo no estoy dispuesto a hacerlo.
―Si te sacas los pantalones... ―advierte la incómoda joven al notar que el comenzaba a sacar la parte inferior de su camisa desde sus pantalones―. Te juro que te lanzo fuera de mi carro, Holmes.
―No seas absurda.
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