23 | The Reichenbach fall |Parte IV|
―Creo que tendré que imitar tu constante diálogo de reafirmación y preguntarte... ¿Confías en mí?
Alice le responde primero asintiendo lentamente, con su mirada fija en los grises ojos del rizado.
―Por supuesto que lo hago ―musita amarga y él suspira profundo, cabizbajo―. Sabes que es así, Sherlock.
Dicho aquello, Holmes se da media vuelta y camina a prisa hasta que se pierde al final de la oscura calle. Watson observa la escena aun expectante y se ve pronto distraído por la impaciente chica quien se devuelve hacia él y continúa su caminata en sentido contrario.
―¿Qué haces? ¿Dónde vas?
―Tú y yo somos los únicos que saben datos personales sobre la vida de Sherlock ―comenta suspicaz mientras continúa a acelerado paso en compañía del doctor―. ¿Quién aparte de nosotros dos sabe más sobre Holmes?
Watson se detiene unos segundos y observa incrédulamente a su amiga.
―¿Mycroft?... ―musita―. ¡Mycroft!
―El mismo ―finaliza la joven y ambos abordan el primer taxi libre al cual divisan en la avenida.
De esa manera, al arribar a destino se apresuran hasta el interior del Club de Diógenes en donde se escabullen en la oficina del mayor de los Holmes, sorprendiéndose por lo fácil que es acceder al lugar durante la temprana mañana sin ser interceptados. Bueno, eso se debía en su mayoría porque muchos de los ancianos aristócratas y políticos parecían dormidos en sus puestos. Así, ambos esperan por lo que parece ser una eternidad, hasta que al fin Mycroft se integra en escena.
―En verdad ha hecho su tarea la señorita Railly ―pronuncia Alice cual permanecía sentada dándole la espalda a la puerta junto a John, quien continúa la idea, alzando con moderación sobre su hombro el periódico en cuestión que habían encontrado convenientemente en la oficina de Mycroft.
―Son cosas que SÓLO alguien cercano a Sherlock podría saber.
―¿Has visto la libreta de direcciones de tu hermano recientemente, Mycroft? ―consulta Alice con suspicacia, sin siquiera molestarse en observar al aludido tras ella―. Sólo tres direcciones: John, tú y yo.
―Moriarty no consiguió esto por nuestra parte. Sólo nos queda pensar que la información fue filtrada por alguien más ―sentencia el doctor dejando el polémico periódico bruscamente sobre la pequeña mesita de té.
―John...
―Entonces ¿nos puedes contar cómo funciona su relación? ―interrumpe Alice a un resignado Mycroft quien toma puesto frente a ellos―. ¿Van por café de vez en cuando? ¿Tú y Jim? ―bromea la morena irónica, para luego cambiar drásticamente su postura a una de notable rencor―. Traicionaste a tu propio hermano...
―¡Le entregaste hasta el último detalle de su vida a un maniaco!
―Nunca esperé... Nunca soñé...
―¿Esto fue lo que intentaste advertirme hace unas semanas? ―le interrumpe nuevamente el doctor, impaciente―. «Cuida su espalda porque he cometido un error»...
―¿Cómo diablos llegaste a relacionarte con él?
Mycroft, solemne en su posición, como siempre, decide tomar una sutil bocanada de aire antes de continuar respondiendo el interrogatorio.
―Gente como él, sabemos de ellos, les observamos.... Pero James Moriarty... Es la mente criminal más peligrosa con la cual nos hayamos encontrado y en su bolsillo está el arma más poderosa: El código clave ―explica sin perder su temple―. Unas cuantas líneas de códigos computacionales que pueden abrir cualquier puerta.
―¿Lo secuestraste para apropiarte del código?
―Lo interrogamos por semanas.
―¿Y?
―Nada... Por semanas no nos dio absolutamente nada. Sólo se sentó ahí, para contemplar la oscuridad ―recuerda Holmes con amargura―. Lo único que le permitió abrirse con nosotros fue mi presencia y la cantidad información que mi aura conlleva. Pude hacerle hablar, solo un poco...
―¿Pero a cambio tuviste que entregar la vida personal entera de tu hermano menor? ―le interpela Sanders inclinándose amenazadoramente hacia el hablante sin dejar su puesto. El aludido asiente leve y John suspira con fastidio―. Una gran mentira pública con tintes verdaderos y "mágicamente" Sherlock es un fraude...
Alice se alza sobre sus pies al no creer ser capaz de contener por más tiempo la rabia que le comenzaba a inundar y sale de la habitación, dejando a un igualmente iracundo John atrás.
―Moriarty quiere a Sherlock destruido hasta sus cimientos y tú le proporcionaste el arma perfecta ―finaliza Watson, pronto imitando a la joven dirigiéndose a la salida.
―John... Lo siento... ―se lamenta el mayor de los Holmes, causando que el doctor bufara con molestia―. Díselo, por favor...
Watson se apresura hasta la calle encontrando a Sanders sentada sobre las escaleras de mármol a la entrada del club de Diógenes.
―¿Tienes un cigarrillo?
―¿No lo habías dejado?
―Ya no. Necesito uno ―responde la ansiosa morena.
―Sabes bien que no fumo.
―¡Maldición!
De pronto, ambos reciben un mensaje de texto de forma simultánea. Era Sherlock: «El código ES la clave. Apresúrense. Hospital de San Bartolomé. SH» Así es como los colegas abordan el primer taxi que encuentran merodeando por las frías calles y van hasta la morgue en donde el detective les esperaba.
―Si encontramos el código podremos usarlo ―propone el rizado al sentir a sus amigos entrar en escena.
―¿Usarlo para una identidad falsa?
―Exacto. Podríamos así destruir el señuelo que es Richard Brook, traer de vuelta a Moriarty y limpiar mi nombre ―Holmes se pone de pie y afirma ambas palmas sobre uno de los grandes mesones para comenzar a murmurar para sí mismo―. En algún lugar del 221B... El día del veredicto... Lo debió haber escondido allí...
―¿Qué tocó?
―Sólo una manzana, nada más.
―¿Escribió algo? ―consulta nuevamente John imitando la postura de su amigo.
―No.
El doctor golpetea levemente sus dedos sobre la mesa y se devuelve hacia Sanders quien observaba la situación unos pasos más atrás.
―¿Sabías que Moriarty había estado en el 221B?
―No tenía idea... ―confiesa John, preocupado, ambos observando de reojo a Sherlock quien ahora también golpeteaba rítmicamente sus dedos sobre la superficie de la mesa.
Usualmente los minutos de consciencia parecen horas cuando no se ha podido conciliar el sueño, y esta no era la excepción. Watson se había sentado frente a una mesa y sostenía la mejilla en su mano, cerrando seguida e involuntariamente sus ojos por cortas fracciones de segundo. Sin embargo, a pesar de su cansancio, no se rendía. Alerta a lo que fuera que viniera. Holmes, por su parte, permanecía sentado con su espalda afirmada contra un mueble blanco y su mirada perdida. El detective aprieta levemente una pelota antiestrés casi rítmico, hipnotizando a Sanders, quien al igual que Watson, también luchaba con no caer en los brazos de Morfeo.
―¿John?... ¿John? ―consulta ella moderando su voz para no asustar al exhausto doctor, pero este ya no respondía. Ella decide golpetear suavemente el hombro de él, no causando reacción alguna.
―Lleva casi diez minutos así. A menos que rompas algo, lo cual creo muy probable, él no despertará.
―¿Qué propones que haga?
―Dejarle en paz ¿qué más?
La chica devuelve su mirada al inconsciente doctor y suspira envidiosa. Ella no se podía permitir el lujo de perder de su vista a Sherlock, el rubio ganó el primer descanso del turno. Holmes, en tanto, deja caer la bola antiestrés y se alza sobre el piso, arreglando su abrigo también. Él mira la pantalla de su teléfono celular y luego a la joven, decidiendo su siguiente paso a seguir en tan solo un par de segundos.
―Iré a fumar a la azotea.
―¿No era que lo habías dejado definitivamente otra vez?
―Lo hice... Hasta ayer. Y bueno, hoy lo amerita ―comenta él fingiendo indiferencia, para luego dejar el laboratorio.
Alice mira al doctor con leve preocupación, decidiendo finalmente ir tras Holmes. Deteniéndose en uno de los largos pasillos de aquella fracción del hospital al encontrar una máquina expendedora de café. Ella inserta una libra y escoge un dulce cappuccino de vainilla, toma el cambio y continúa con su caminata hasta la azotea del hospital. Así, con la ayuda de su compra, los tonos de sus frías manos se normalizan debido al calor y el ejercicio forzado gracias a las interminables escaleras. Y, cuando al fin llega a la planta más alta del edificio, se abre paso a través de la antigua puerta de acero.
―A quien fuera que le preguntara sobre ti y tu desempeño como agente... ―comenta el detective dándose una pequeña pausa para fumar desde su cigarrillo―. Siempre respondían favorablemente, a veces aludiendo a tu impulsividad, aunque, alabándote, a fin de cuentas.
―Tuve suerte.
―¡Oh Sanders, tu modestia no engaña a nadie! ―alega rodando los ojos mientras exhala el humo.
―¿Qué esperabas que respondiera?
―Con aquella la cual fuese tu original motivación para amar arriesgar la vida por tus convicciones.
Alice cierra con suavidad la puerta tras ella y en silencio camina hasta Holmes, sentándose de lado junto a él en el borde lateral de la azotea.
―A través de los años, y luego de varios semestres de estudio, he llegado a la conclusión de que es posible que se trate de involuntario desapego por todo lo que me rodea...
―¿Todo lo que te rodea?
Sanders responde a aquella poco disimulada indirecta encogiéndose de hombros con ligera impaciencia. Sabiendo en el fondo muy bien la sincera respuesta, aunque según su latente orgullo, ese no era tema urgente para sus actuales circunstancias.
―¿Qué sucede, Holmes? ―pregunta ella sin rodeos, para luego beber de su café, a la defensiva y él le observa neutro―. Tengo dos teorías: Una es que debas decirme algo ultra-secreto que involucra mi pasado como agente federal. Y dos, me propondrás matrimonio y te avergonzaba la idea de que John te oyera ser rechazado ―bromea para el fastidio de él―. De verdad espero que sea la segunda, ya tengo una frase lista en mi cabeza para fingir estar triste por negarme a desposarte.
El moreno suelta una inexpresiva y forzada carcajada, intentando demonstrar con total claridad que él no encontraba la gracia en aquella broma mientras deja su puesto.
―Como siempre, Sanders, no fallas para entretenerme con tus nefastas ocurrencias. Y no, no te propondré matrimonio, aunque mucho sé que lo deseas por el simple hecho de poner el tema sobre la palestra. No ―responde este en seco, entrelazando sus manos tras su espalda baja, procediendo a caminar a paso lento para alejarse de la chica. Ella le sigue cuando él se voltea sobre sus pies en medio de la azotea―. Sin embargo, acertaste. Se trata de tu primera predicción.
―No, Holmes...
―Sanders...
―No ―insiste ella con molestia, sin intenciones de escuchar lo que Sherlock proponía. Él moja sus labios antes de continuar, tenso.
―¿Qué tal si te dijera que tengo un plan infalible que podría hacer caer definitivamente la célula terrorista de Moriarty?
―Pensaría que eres suicida.
―Hablo en serio ―la morena entrecierra los ojos y bufa aun con desconfianza―. Mycroft y yo hemos estado planeando esto durante meses. Y, como podrás imaginar, tiene un margen de error ínfimo.
―¿Por qué me lo dices ahora?
―Oh, no te ofendas. Pero tenía que mantenerlo en secreto hasta que fuera un momento adecuado para reclutar. Y gracias a nuestra cercanía paulatina y comprometedora, Moriarty creyó haberme descifrado por completo al encontrar una nueva debilidad en mí. Sin embargo, él no sabía que era una mera distracción de lo que verdad captaba mi mente lógica en esos momentos ―comenta el detective rápida y entusiasmadamente como un trabalenguas. Alice arruga la frente y le da un sorbo a su café, sintiéndole inexplicablemente amargo.
―Menuda debilidad, gracias a los cielos eres un decente actor.
―¿Qué? ―murmura inquisitivamente, sin embargo, la joven no responde, distrayéndose con su bebida caliente. Holmes, luego de unos breves segundos cae en cuenta del mal entendido―. Oh, Sanders... ¿Cuándo aprenderás a leer entre líneas? ―regaña él rodando los ojos como niño pequeño―. Dentro de lo humanamente posible ¿crees que luego de este año juntos no iba a sucumbir ante el intrínseco instinto emocional? Aunque me desagrade admitirlo, es lo que es. Tu compañía y la de John hicieron ponerme en contacto con mi humanidad en cierto grado. Lo cual ha sido suficiente como para procurar mantenerles a salvo pase lo pase.
―¿John sabe sobre esto?
―No creo que sea necesario.
―¿Por qué no?
―John vivió una guerra en campo abierto y volvió a casa con estrés post traumático. En contraste, sería nuestra primera batalla, de muchas tal vez, sin mencionar tus conocimientos previos. Es por lo que decidí finalmente reclutarte... Y de esta manera.
―No fue una decisión difícil, al parecer.
―Muy al contrario, Mycroft insistió en un comienzo. Yo no quería involucrarte.
―¿Por qué?
―Sentimentalidad... ―suelta con disgusto, haciendo reír a la chica―. Luego supe que nunca me perdonarías si no te confesaba, aunque fuese parte del plan en contra del "reino del mal" de James Moriarty.
―Aun no me dices en que consiste.
―Ya te lo harán saber. Yo ahora sólo cumplo con reclutarte.
―Aún no he aceptado ―alega ceñuda y él sonríe ladino.
―Tú más que nadie tienes razones para querer ver caer a esa organización criminal ―la chica no le discute, aun mirándole fijamente con una mueca suspicaz―. Ahora necesito que vayas a esta dirección ―pide entregándole un trozo de papel―. Está a las afueras de la ciudad, necesito que vayas y esperes allá.
―¿Esperar que?
―El momento preciso.
Ella, extrañada, pero innegablemente intrigada, deja de lado su café y lee con atención aquella dirección; le parecía conocida, pero no la recordaba. Sherlock, por su parte, la observa con aprensión... Aquella sería, probablemente, la última vez que la vería y era vital que la normalidad reinara en su actuar. Definitivamente no debía parecer una despedida.
―Ya vete de una vez ―suelta Holmes, lúgubre, y ella aun concentrada en el papel consulta sin alzar la mirada:
―¿Qué harás tú mientras tanto?
―Esperar lo inevitable ―dice con falsa resignación y observa disimuladamente su teléfono celular realizando que el tiempo se le agotaba―. Debo descifrar el siguiente paso a seguir por parte de Moriarty, después estimaré como actuar en beneficio de todos nosotros.
Ella asiente lentamente y procede a caminar en dirección a la puerta para ingresar al interior del edificio. Holmes observa como ella, a paso decidido, estaba por salir del lugar, no permitiéndose a sí mismo el dejar que Sanders se fuera sin sentirle por vez última. El detective alcanza a la joven bajo el marco de la puerta y le atrae a sí mismo para besarla ávidamente.
―¿Qué fue eso? ―pregunta Alice con extrañeza, no pudiendo ocultar una embobada sonrisa―. No es que me moleste...
―Sólo se me dio la gana ¿y qué?
La chica sonríe extrañada y niega ligero para sí misma.
―Eres un imbécil ―musita encantada, tomando la cara del detective entre sus manos y besándole suavemente por última vez antes de marcharse sin mirar atrás. Él la observa desaparecer por las escaleras hasta escuchar un lejano portazo al mismo tiempo en que su teléfono celular vibra.
Holmes sonríe amargamente para sí mismo: Ya era hora.
Sanders, en tanto, obedece lo comandado por Sherlock y aborda un taxi con el objetivo de encontrar la dirección indicada. Para su sorpresa, a pesar de haber tenido que atravesar el caótico centro de Londres para llegar hasta el otro bode de la ciudad, no le tomó más de media hora arribar a destino. Un destino que le era muy familiar: La ex planta de energía de Battersea, aquella era la abandonada fábrica en donde Irene Adler le había guiado a ella y Watson alguna vez tratando de convencerles a formar parte de su plan. ¿Por qué Sherlock la envió hasta allá? ¿la mujer estaría involucrada con el MI6? Y si ese era el caso, qué pésimo servicio de inteligencia...
La joven paga el recorrido y baja desde el auto, dejándole marchar sin más por la rural y poco usada ruta. Ella saca su teléfono celular desde el bolsillo trasero de sus jeans e intenta prenderlo, pero la batería llevaba horas descargada.
―Maldición... ―murmura fastidiada para sí misma, procediendo a caminar decididamente por unos metros, inspeccionando con la mirada el imponente edificio que se alzaba frente a ella.
De pronto, sin saber por qué, su mirada se desvía hasta una lejana ventana en el quinto piso; un brillante y palpitante punto rojo resaltaba desde ella, causando que Alice al notarlo se lanzara automáticamente al piso y cubriese su cabeza con ambos brazos. En ese preciso instante, la chica escucha el estruendo de un mortal disparo, no pasando más de dos segundos hasta oír el segundo.
Alice permanece petrificada en su posición por casi un minuto entero, realizando luego que no había sido herida en absoluto.
Desorientada, Alice se alza sobre sus pies y mira en todas direcciones; el punto rojo a distancia había desaparecido y ella estaba a salvo. La joven continúa congelada sobre donde se erguía, el fuerte sonido le había recordado inevitablemente al caso Hart, lo cual causa que se hiperventile debido al dolor predicho por su subconsciente. Por lo tanto, como medida de supervivencia, ella finalmente se da el valor de alejarse del lugar corriendo rápidamente hacia el camino, siendo interceptada no mucho después por un apresurado auto que se detiene en frente. Un joven conductor se baja del vehículo para dirigirse preocupado a ella.
―Señorita Alice... Digo, Señorita Sanders ―se corrige a sí mismo con pena. El chico parecía realmente ansioso―. ¿Está bien?
La chica, aun confundida, da un paso atrás a la defensiva.
―¿Quién diablos eres? ¿Para quién trabajas?
―Oh... Lo siento... Mi nombre es Thomas Barnes, Scotl... ―se frena dubitativo―. Bueno, en realidad ahora trabajo para el MI6... Creo...
Alice comienza a impacientarse y se acerca amenazadora al chico quien de pronto lucía algo distraído.
―¿Qué fueron esos disparos?
―¿Disparos?
―¡LOS DISPAROS! ―grita una furiosa Sanders levantando ambas manos en el aire para hacer énfasis, haciendo saltar de la impresión al joven.
―¿Qué disparos? Lo siento, no sé de qué habla... ―se defiende atemorizado, levantando ambas manos frente él de forma protectora.
―¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
―Vengo de parte del señor Holmes.
―¿Sherlock?
―El otro señor Holmes. El mayor... ―le corrige inseguro―. Pero, supongo que ambos trabajan juntos.
―Dile a tu jefe que se vaya al diablo. No, mejor le llamaré para decírselo yo misma... Cuando tenga batería ―vocifera con ironía al recordar su descargado móvil, confundiendo aún más al joven Thomas―. Ahora, necesito que me lleves hasta...
―Vámonos de una vez, Tom-Tom ―ordena con raro acento una rubia mujer que apareció de la nada, empujando a Alice de paso y subiéndose a la parte trasera del auto. La morena le mira con desdén, pero pronto decide ignorarla.
―Mila ¿Qué haces aquí...?
―¡Hey! ―Sanders truena los dedos para captar nuevamente la atención de Thomas―. ¿Puedes llevarme a la morgue de San Bartolomé?
―¿Ah...? Sí, si... Por supuesto.
La chica aborda el automóvil del joven agente y toma el vacío asiento de copiloto, vigilando a través de la ventana a la sospechosa y recién aparecida mujer quien estaba recostada en la cabina trasera. Así, cuando la última puerta es cerrada, el castaño emprende marcha. Los minutos pasan silenciosos, ninguno de los tres había dicho algo en los últimos diez minutos, causando que el único e incómodo varón prendiera la radio del carro como acto desesperado.
―¿Tienes un conector? ―le pregunta Alice a él, quien luego de una confundida y breve mirada de soslayo, entiende la consulta al notar que ella movía su teléfono de un lado a otro en el aire.
―En el compartimento de frente.
La joven asiente, pronto enlazando el conector con el automóvil y su celular cual agonizante comenzaba a ganar poco a poco el necesario porcentaje de batería para revivir el aparato. Hasta que, luego de quince minutos atrapados en el aparente tráfico de hora punta matutina, el móvil se prende y muestra una llamante notificación sobre la pantalla: «Lo siento... -SH» A la chica se le hiela la sangre... ¿Qué diablos significaba eso?
Desesperada, mira hacia afuera y nota que no quedaban más de tres cuadras para llegar al hospital. Alice se baja sin previo aviso del automóvil y se echa a correr por la calle sin mirar atrás. Era una tortura no poder ordenar sus pensamientos. Ella no sabía por qué un muy mal presentimiento la empujaba con fuerza hasta Holmes, tanto que ya comenzaba a quedar sin aliento por la velocidad que paulatinamente incrementaba para llegar a destino.
Así, media cuadra antes de arribar la joven se ve forzada a parar ante un semáforo en rojo, en ese momento entiende al fin el motivo de aquella fuera de hora congestión vehicular: Dos ambulancias y cinta policial bloqueaban el flujo normal del tráfico. Sanders se lanza a la calle sin más y logra cruzar al filo de ser arrollada. De esa manera, mientras se acerca, logra reconocer a Donovan quien por vez primera parece no poder soportar devolverle la mirada, caminando cabizbaja y de brazos cruzados en dirección contraria.
―¿Alice?
Era la entre-cortada voz de Lestrade la que le alerta, este corriendo hacia ella y frenándole para que no sobrepase la cinta policial.
―¿Qué sucede? ―consulta ansiosa, intentando ver a través del detective inspector de Scotland yard. Este, pálido parece no poder responder. La chica insiste en intentar pasar, en cual forcejeo logra divisar un gran charco de sangre sobre la acera―. ¿Quién? ―musita ella al borde de una crisis de pánico. Lestrade moja sus labios, aun incapaz de emitir una respuesta, la cual no era necesaria, a fin de cuentas, ya que, Alice sospechaba lo peor.
Sanders se libera del agarre de Greg y corre con suma rapidez hasta la entrada trasera del hospital, en donde los paramédicos de las ambulancias y policías intercambiaban lúgubres testimonios de los hechos. Un efectivo se apresura a impedirle el paso a la morena, sin embargo, Anderson de manera autoritaria le ordena al joven cabo que le permita a la chica seguir su camino.
Ella se echa a andar a paso acelerado por los blancos pasillos de antigua y fría cerámica que interconectaban el gran complejo hospitalario. Las señalizaciones, la opacidad de la luz y el tamaño del corredor le hacían sentir inmensamente desesperanzada, como si estuviese en un distópico escenario apocalíptico; a solas, ahogada, en pánico. Y, para su gran desgracia, uno de sus más profundos miedos se hace realidad cuando, al mirar hacia la derecha en dirección a la morgue, ve a un solitario John sentado sobre el piso; cabizbajo, con su espalda afirmada contra la pared. La chica, helada, camina mecánica y lentamente hacia su amigo, con cada paso que daba quitándole la luz a su entorno, era como si de alguna forma todo se redujera solo a la acurrucada silueta de su abatido amigo.
―John... ―musita tan suave que ni siquiera ella logra oírse a sí misma, por lo tanto, despeja su garganta para aclarar su voz―. John... ―el doctor suspira con dolorosa pesadez y alza su mirada. Él parecía destruido. Sus ojos estaban rojos debido a las abundantes lágrimas y su mano derecha parecía tiritar involuntariamente. Él aprieta sus labios ante la interrogante y herida vista de Alice, limitándose a sólo mover su cabeza en negación, tapando su cara con ambas manos y dejándola caer hasta sus flexionadas rodillas. Ella, intentando no perder la compostura, se pone de cuclillas, aun sin querer creer lo que aquella desesperanzadora postal le ofrecía; necesitaba que alguien se dignara a hablarle―. John, por favor... Él me envió lejos... Luego recibí un mensaje... ¿Qué...?
―Alice... Él... Él... ―balbucea el rubio, sin poder contener sus lágrimas―. Sherlock se quitó la vida...
La chica, pálida como su entorno, se deja caer sobre el suelo con la mirada fija en la abatida silueta del doctor, quien da lo mejor de sí para mantener a raya su ritmo respiratorio. Muy al contrario, Sanders comienza a reír involuntariamente. No podía ser cierto.
―Holmes es un maldito, por favor, John... ―espeta incrédula―. No seas parte de esto...
―Alice... Lo vi todo... Se lanzó desde el techo del hospital... Era su sangre sobre la acera... ―musita con la mirada perdida, pronto alzándola cristalina, enrojecida―. Lo vi caer... Tomé su fría muñeca... Murió frente a mis ojos...
Ella bufa impaciente y se pone de pie para caminar furiosa de un lado a otro. Eso no estaba sucediendo, era solo un mal sueño... Un horrible y maldito sueño. Ella debía despertar. Alice, decidida, de manera inesperada comienza a golpear la puerta junto a la cual Watson estaba sentado. Así, la chica comienza a incrementar desesperadamente la fuerza de impacto contra la puerta, debía despertar, debía verlo con sus propios ojos. Sherlock era un maestro para engañar a los demás, fingir su muerte sería pan comido para él. Sin embargo, nadie abría, causando que la realidad cayera como un balde de agua fría sobre la cabeza de Sanders quien, inmersa en su tormento cual iba en infinita alza, comienza a patear la puerta logrando que John se pusiera de pie y la abrazara a la fuerza. Ella da la batalla durante los primeros segundos, pero, el contacto humano con su amigo no le da otra alternativa más que sucumbir ante sus abrumadoras emociones, quebrándose así en un desesperado llanto cuando oculta su cara en el cuello del doctor. Sherlock les había dejado....
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