|PRÓLOGO|
Las gigantescas columnas blanquecinas se erguía firmes apesar de todos sus años desde que fueron levantadas por primera vez para evitar que ese lugar siguiera derrumandose por sí solo, obviamente con ayuda de magia. No faltaba ninguna que pese a su firmeza, advertían hilillos rotos leves que se entrecruzaran entre sí, cada año aumentando de a poco, y hasta las más sufridas con grietas oscuras y profundas descuidadas totalmente y escondidas entre las enredaderas marchitas, que cualquiera que las viera al pasar pensaría en que no duraría ese lugar por mucho. Sin embargo, ahí seguía. Por muchos años más de refugio a aquellos monstruos que decidieron permanecer cercanos a la realeza y a lo que fue su primera colonización.
Era invierno, y las ramas se sobrecojian con miedo a escasear de calor, el silivante murmullo del viento helado traído desde la entrada a un jardín arrastraba el polvo de suciedad por el suelo, y de algunos desafortunados monstruos que tuvieron la desgracia de llegar al sepulcro en esa estación para nunca más regresar. Ante todo ello, el polvo fue esparcido por pisadas apresuradas, casi a correr, nerviosas por lo que había sentido y lo que le había advertido su demonio interno.
No sabía realmente hacia donde se dirigía, hacia lo que se podría encontrar según se le había anunciado. Se sentía con energía, sus iris verdes esmeralda lanzaban chispas llenas de conmoción, y su respirar agitado y nervioso le impedía tomar parte de lo necesario del oxígeno para seguir, pero no sé detenía al correr. Recordaba la última vez que se había sentido de la misma forma, hace unos siglos, cuando era un niño, extasiado, saboreando la libertad y dejando que su pelaje blanco absorbiera los rayos del sol mientras mantenía los ojos cerrados acostado en un prado al cual le era difícil recordar.
Lejos de todo eso se encontraba él, a unos pasos de la gruta que llevaba a ese jardín secreto, reducía sus zancadas ya sabiendo lo que venía después, con el corazón que le palpitaba fuertemente contra su pecho y garganta y sus ojos levemente humedecidos por la carrera, apoyado de espaldas a la pared oscura y rocosa. Sus dos semanas sin entrenar sí que le había cobrado factura, uh.
Entró a la sala donde sería el inicio de la caverna, en el que las pequeñas motas de huelo sobrevolaban con delicadeza el aire al rededor y una gran iluminación celeste sobre el dorado daba un ambiente gélido por parte de la luz entrante desde lo alto. Asriel entrecerró sus ojos por la claridad en sus retinas, y logró divisar dos cuerpos humanos en la cama de flores.
Dudó en acercarse, y frunció el ceño al ver que no se había equivocado.
—Te lo dije...—escuchó el susurro de la voz en su alma.
Ambos cuerpos descansaban rodeados de esos botones dorados con pintas blancas sin la menor consciencia. Se acercó a unos pasos, y de pronto sintió un pinchazo de algún recuerdo familiar.
Había algo en sus almas que no lograba identificar, y su ser dentro de él se removía con impaciencia. ¿Qué estaba pasando?
No tenía idea de cuanto cambiaría su existencia aún en la muerte, esos humanos, esas flores, y esas almas.
...
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